Sumisa con ojos vendados sometida por amo desconocido
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Aquella noche de San Juan habíamos ido a celebrar la fiesta en la playa, tal como hacen miles de personas. Llegamos unos diez minutos antes de las diez de la noche, porque habíamos quedado con unos amigos para cenar todos juntos en un trozo de la playa, y queríamos tiempo para encontrar el sitio de encuentro con calma. El rincón de la playa donde nos íbamos a encontrar nos habían dicho que estaba delante de un edificio blanco con un balcón que tenía unas persianas azules, porque era más tranquilo y lejos de muchedumbres y borracheras.
No era una gran indicación que se diga, e íbamos convencidos de que no lo encontraríamos y tendríamos que llamarles por teléfono, pero por milagro o por suerte lo encontramos a la primera, sólo llegar. Fue salir de la autopista, torcer la calle, tomar el paseo que va paralelo a la playa, y aparcar en la única plaza que había libre delante del edificio. ¡Más suerte imposible! ¡Perfecto!
Fue tan bien que nos sobró todo el margen de tiempo que teníamos por delante. Teníamos que esperarles nosotros a ellos, y entramos en la playa descalzos, para que no se nos metiera la arena en las zapatillas. Al fin y al cabo, del coche a la arena había de distancia la anchura sólo de la arena.
El ambiente era muy desinhibido, alegre y festivo. Aquí en estas latitudes es verano. El sol de día ya supera los 30 grados, y por las noches ya se duerme con las ventanas abiertas. Había gente bañándose desnuda en el mar de noche, y al fondo se veía una pareja en un pose que yo dije que estarían follando. Mi novio se rio.
Contagiada por el ambiente, yo también quise darme un baño. Me quité el vestido. Ya iba preparada con un precioso bikini negro que me sienta de maravilla, pero tampoco quería mojarlo, y pensé en darme el baño desnuda. El ambiente era guapo, y les daba igual. No sería yo la única desnuda.
Titubee cinco segundos, y al final me atreví. Corrí al agua desnuda, pero salí muy rápida. Para mí estaba fría. Quizá es porque soy una chica muy delgada, mediana altura, de estrecha cintura, y como peso unos 45kg creo que me afecta más el frío. No tengo grasa para protegerme. Es mi teoría.
Volví con mi novio que sentado en la arena se estaba descojonando de risa. Yo me quedé de pie, desnuda para secarme pero envuelta en la toalla de playa que llevaba para sentarme para cenar, y dando saltitos para entrar en calor. Los pezones de mis pechos firmes y pequeños se habían puesto en punta que casi agujereaban la toalla, y fue entonces cuando noté la palma de una mano que me tapaba los ojos.
- “Adivina quién soy” – me dijo con una voz intencionadamente ronca y adulterada para que no le reconociera.
- “Marco” – dije pensando en el amigo más travieso que tenemos.
- “Fallaste” – me respondió riéndose burlesco.
Le pedí pistas a mi novio, pero el muy capullo me dijo que estaba tumbado en la arena, y que lo descubriera yo sola.
Volví a probar otro nombre, y volví a fallar.
Su cuerpo estaba pegado al mío por la espalda, y después de fallar le comenté que me iba genial porque me daba más calor, y me quitaba el frío mucho más rápido. Nos reímos todos, y entonces le dije que me diera una pista.
- “te doy una pista a cambio de lo que tengo en la mano”:
- “¿qué es?” – le pregunté.
- “es un regalo, pero no te lo voy a decir si no me dices quién soy”.
Acepté su chantaje a cambio de la pista. Eso del regalo me intrigaba. Al instante noté que algo rozaba mi frente, y en menos de una décima de segundo, sin apenas darme tiempo ni a parpadear, sustituyó la palma de su mano por una gruesa máscara de cuero que cubrió entera mi cabeza, desde arriba hasta el cuello, dejando sólo al descubierto la boca y la parte necesaria para respirar de las fosas nasales.
Me quedé sin ver nada, totalmente a oscuras, con los ojos vendados.
- “Oye, ¿esto es un regalo?” – dije sorprendida y sonriente.
- “la pista es que tengo el pelo castaño” – me dijo.
- “vaya mierda de pista” – dije riendo, porque en España, país de tórrido sol, hay a millones de chicos españoles de pelo castaño y ojos castaños marrones. No tengo ni un amigo rubio.
Como no sabía quién era, y ahora ya no veía nada, pregunté a mi novio que me ayudara, pero el capullo se desentendía. Me dijo el desgraciado entre risas que lo descubriera yo sola.
- “No te quitaré la máscara hasta que aciertes”.
- “Coño, que no sé quién eres” – insistí.
- “Pues te la dejaré toda la noche” – dijo riéndose.
- “Dime quién eres” – pregunté.
- “Pídelo bien” – me susurró al oído.
Fue algo excitante el susurro.
- “Dime quién eres” – volví a insistir con un tono un pelín de súplica.
- “No, no. Pídelo bien” – volvió a repetir.
- “que pedazo de cabrón” – añadí riendo.
- “Es una orden. Pídelo bien” – repitió.
Fue tan cerca de mi oído que sus labios rozaron mi cuello con esa delicadeza y suavidad que me provocó un leve escalofrío de emoción. Su actitud era excitante, y la de mi novio, pasivo e inalterable, era desconcertante, y yo, inmersa en el juego mental por tener los ojos vendados, me ablandé.
- “por favor, dime quién eres” – pregunté cariñosa y sensual.
- “Así no. Te falta Amo. Repítelo idéntico y añade Amo. Hazlo”.
Yo me quedé callada unos segundos. El silencio era absoluto, y yo dije la frase.
- “Por favor, dime quién eres, Amo”.
- “Tú lo has dicho, soy tu Amo”.
Me entró una parálisis mental que no supe qué decir, y busqué respuesta en mi novio.
- “Cariño, ¿qué hago?” – dije estupefacta y desorientada.
Mi novio me comentó que no me preocupara, que le siguiera el juego, que era San Juan, que es fiesta y que habíamos ido a divertirnos.
Yo asimilaba sus palabras cuando noté que el desconocido estiraba de la toalla que cubría mi figura desnuda. Yo no opuse resistencia, y la solté tan pronto noté el mínimo tirón. Tampoco sentía vergüenza, y el hecho de estar en un sitio público me daba una tensión emocional que me gustaba.
- “abre las piernas, sumisa” – me ordenó.
Las abrí siguiendo sus indicaciones, “más, más, más”, me iba diciendo, hasta tener los tobillos alejados uno del otro a una distancia superior a un metro.
- “pon las manos tras la nuca, y codos abiertos”.
Lo hice con un temblor por la mezcla de excitación y acojonada, y entonces noté su lengua en mi cuello, recorría dulcemente esos puntos que me derriten de placer, y entre la música de mis primeros y tímidos jadeos noté que la yema de su dedo índice se posaba en mi clítoris.
- “Cariño, cariño, ¿qué hago?” – pregunté nerviosa y excitada.
- “Tú disfruta y no molestes, que estoy comiendo el bocadillo” – me contestó el pedazo cabrón de mi novio.
El desconocido comenzó a frotar mi clítoris a esa velocidad que me llevaba al orgasmo seguro.
- “¿Te gusta, sumisa?”.
- “Sí, me gusta” – me salió rápido, pero al responderle sólo sí me recriminó por no añadir Amo.
- “Pídeme perdón” – me ordenó.
- “Perdón, Amo” – dije.
- “Te lo vuelvo a preguntar. ¿Te gusta, sumisa?”.
- “Sí, Amo” – dije ya corregida.
Un profundo hormigueo empezó a crecer por mi pelvis de acariciar mi clítoris. Usaba sus dedos con un control discreto y muy excitante por ser un lugar público. Comenzó con el índice, y le sumo otro dedo para frotar alrededor de mi clítoris, de lado a lado, de arriba a abajo, rítmicamente, y me volví exquisitamente sensible y dócil.
Mi vello púbico rasurado le permitía apoyar como quisiera la mano. Deslizo la mitad de un dedo dentro de mi vagina con su otra mano libre, lo justo para notar que yo estaba muy lubricada, y tan pronto gemí con fuerza volvió a retirarle, en un gesto perversamente cruel, porque se vio en mí el agrado que sentí.
- “tranquila, sumisa. Hay tiempo, mucho tiempo” – me dijo.
Su lengua relamía voraz mi cuello por todos lados cuando añadió toda la presión de sus manos y sus dedos en mi clítoris, y un terremoto me hizo sentir como si fuera a estallar. Mis músculos se tensaron, y se notaba mi respirar agitado. Por supuesto me daba cuenta de que estaba justo al lado de mi novio, que lo escuchaba y lo oía todo impasible, lo que curiosamente causaba que sus caricias fueran mucho más placenteras e intensas. Me sentía más cachonda de lo normal.
Estaba al borde de correrme cuando quise saber si mi novio estaba ahí mirando.
- “Cariño, ¿lo estás viendo?” – pregunté medio asombrada y medio encantada.
- “Sí, sí, te veo” – respondió sereno y tranquilo.
Sólo oír su voz mi cuerpo se convulsionó. Comenzaron mis piernas a temblar incontrolables. Incliné el cuerpo atrás, apegándome al Amo desconocido. Arqueé ombligo adelante, y a la velocidad del rayo tuve el orgasmo.
Mordí mis labios por contener el volumen de los jadeos. No fantaseo con que me atrapen, pero debo de admitir que eso de hacerlo en un sitio público me resultaba excitante. Sacó mi vena exhibicionista. Aun así, los jadeos eran notables con el máximo del orgasmo.
Lentamente incliné mi cabeza. Perdí la fuerza por sostener mis brazos tras la nuca, pero tan pronto se notó que iban al caer a plomo los brazos el Amo me impuso su disciplina.
- “no te muevas. Las manos tras la nuca te he dicho”.
Corregí la flaqueza producto del orgasmo, y volví a recuperar la posición. Aturdida, descolocada y muy excitada, me quedé inmóvil, sin saber qué hacer.
- “Cariño, por favor, dime qué hago”.
- “obedecer” – me respondió natural y rápido.
Estaba todavía asimilando su respuesta cuando noté la superficie plana de una regla azotar mi nalga derecha. Un gemido raro brotó de mí, pero no fue de desagrado.
- “Cuenta, sumisa”.
Cayó un segundo azote, y al decir sólo dos el Amo me educó en su disciplina.
- “se dice, dos Amo, sumisa. No te olvides. Como castigo vuelvo a empezar” – y de inmediato noté un azote en la misma nalga.
- “Uno, Amo” – dije manteniéndome firme, desnuda, piernas abiertas, manos tras la nuca, y ojos vendados por la máscara.
- “Dos Amo. Tres Amo. Cuatro Amo”.
Al quinto tuve la imperiosa necesidad de saber qué pensaba mi novio.
- “Cariño, no sé qué hacer. Dime qué hago. Por favor, qué hago” – añadí desesperada y angustiada.
- “Calla y cuenta” – me dijo el capullo. Se notaba que el cabrón disfrutaba viéndome sometida y sumisa, y he de admitir que yo también, cuando me cayó el sexto azote.
- “Seis, Amo. Siete Amo”.
Al décimo azote cambió de nalga. Mi banda derecha ardía y la notaba rojo caliente, y al caer el azote en la izquierda me salió un acento, un tono de voz, de clara excitación y ya mayor sumisión.
- “once Amo. Doce Amo”.
Entonces pensé si me estaría mirando la gente en la playa. La oscuridad de la noche me daba cierta intimidad, pero tampoco es un muro ni es impenetrable, pero el azote siguiente me volvió a centrar en mi rol sumisa.
- “trece Amo. Catorce Amo”.
Se detuvo al llegar a la veintena.
- “Muy bien, sumisa” – me dijo mientras yo, ya en mi personaje, me mantuve inmóvil esperando permiso para moverme.
Le oí sus pasos por la arena. Oí una mochila abrirse y cerrarse por la cremallera, y yo seguí inmóvil, con la cabeza alta, inmersa en una situación que si la tengo que explicar realmente no me saldrían las palabras, porque no son de esas situaciones que se piensan. Simplemente, surge y se siente, y el nivel de sentimiento era tan inmenso que los suspiros que yo exhalaba eran para conseguir relajarme. Sin embargo, no eran nervios. Era excitación emocional. Yo estaba desbordada, y en esa batalla de control de mis propias emociones oí una nueva orden del Amo.
- “De rodillas, cabizbaja. Mirando al suelo, y manos a la espalda”.
Clavé con cuidado mis rodillas en la rodillas, porque con los ojos vendados y el orgasmo había perdido la noción de ubicación, y tan pronto apoyé las piernas adopté la posición que me había mandado.
Me sentía rara. Disfrutaba, y por una razón inconcebible ardía en las ganes de poder brindarle mi sumisión. Mis talones tocando mi culo arrodillada me hacían sentir la piel enrojecida por los azotes. Picaba, y a decir verdad estaba algo adolorida, pero no era un dolo molestoso sino erótico. El ronroneo del mar era como una música, y cada vez que me detenía un poco a pensar pensaba en mi novio. Me parecía increíble, a la vez de agradable, que él estuviera disfrutando tanto de la situación como yo.
Estaba tan incrédula que se lo tuve que preguntar.
- “Cariño, ¿cómo estás?” – le pregunté sin moverme ni un ápice de la posición, cabizbaja, de rodillas, desnuda, las manos a la espalda, y en la absoluta oscuridad por la máscara que causaba mis ojos vendados.
- “yo perfecto” – me dijo – “¿y tú?”.
- “yo no sé qué me pasa”.
- “¿Por qué? ¿Qué te pasa?” – me preguntó mi novio en tono alegre.
- “estoy excitada, cariño. No sé qué tengo que hacer. Por favor, qué hago, ¡joder! Ayúdame” -dije angustiada por la confusión.
- “¿te excita? ¿Te lo pasas bien?”.
- “sí, cariño. Estoy a cien” – confesé con humor.
- “Entonces calla y sigue”.
Le dije que de acuerdo, y apenas había pasado un segundo que noté el frío aro de las esposas encerrándose en torno a mis muñecas a la espalda. Fue rápido y con decisión, y ya atada le siguió un collar que cerró alrededor de mi cuello.
Colocado el collar, me comentó que me iba a hacer unas preguntas, y sólo me daba permiso para responder con un “sí Amo” o “no Amo”. NI una palabra más, ni una letra de mí.
Yo estaba llena de curiosidad y de impaciencia por saber qué iba a decirme. Mi timidez se había roto por completo. Mis inseguridades con respecto al sexo se habían transformado en una sumisión dulce y sensual, y el halo misterioso del tipo provocaba en mí el loco deseo de quedarme a soles con él.
Su rigor dominante era impresionante, de aquellos con los que se sueña o se fantasea y que se piensa que no existen de verdad. Su voz oculta por el tono falseado era hipnótica, y estaba mi sumisión tan en sintonía con el Amo que no me importaba esa artificial falsificación de voz.
Me sentía muy cómoda porque notaba que realmente estaba interesado en mí. No tenía ninguna intención en hacerme daño. Quería dominarme buscando mi placer, y yo notaba a mi novio disfrutar de contemplar mi sumisión. Eso todavía hacia que me entregará yo con mucha más devoción. No me avergonzaba. Al contrario, me animaba.
- “¿te gusta ser sumisa?”.
- “sí Amo”.
- “¿y estás excitada?”.
- “sí Amo”.
- “Eres una sumisa preciosa, pero necesitas disciplina, ¿verdad que sí?”.
- “sí Amo”.
- “primera norma. No puedes moverte sin permiso. Quieta. ¿Lo oyes?”.
- “sí Amo”.
- “No hablarás sin mi permiso. Estás siempre callada. En silencio. NO preguntarás ni la hora. ¿Te queda claro?”.
- “sí Amo”.
- “dirígete siempre a mí llamándome Amo. Nunca te olvides ni te equivoques. ¿Lo harás?”.
- “sí Amo”.
- “Vamos bien” – subrayó el Amo.
Entonces me ordenó ponerme en pie. Yo me levanté con el tambaleo y desequilibrio propio de ir a ciegas y tener las manos atadas a la espalda.
- “voy a domarte. Te falta mucha disciplina por aprender, y para ello te vas a venir conmigo”.
Sé que era una locura, pero yo no pensé en negarme. Se me ocurrió que podíamos tener una aventura, aunque también pensé en lo que iba a decir mi novio. Pensé que por supuesto iba a decir que no, y en ese pensamiento estaba dubitativa cuando el Amo me ordenó despedirme de mi novio. Recuerdo que pensé que me parecía buena idea decírselo, y a ver qué respondía.
- “Cariño, se me lleva” – me salió del alma.
- “Vale”- respondió el cabrón de mi novio – “nos vemos el lunes”.
Yo me quedé sin palabras.
- “cariño, en serio, capullo, ¡no me seas cabrón, cojones!, que estoy atada y se me lleva”.
- “que sí, que sí, que nos vemos el lunes”.
Al momento interrumpió el Amo. Me ordeno callar y abrir la boca. Una inmensa bola dura entró sin freno al interior de mi cavidad bucal. Llevaba un correaje de cuero en dos direcciones. Pasó primero por encima de mis pómulos, y cerró la hebilla con fuerza al último agujero. Ya abrochada, noté una especie de correas debajo de mi barbilla que presionaban mentón hacia arriba, pero cuanto hizo fue pasar otra correa por los laterales de mi nariz, subiendo en vertical, superó mi frente, pasó por lo alto del cráneo, y cerró la correa en la hebilla detrás de mi cabeza. Apretó asegurándose que estaba firme y tensa, y ya culminado me encontraba yo tan amordazada que solo podia decir mmfpfpfifiiii o mmppphfooffooo.
Entregó a mi novio mi ropa, mis llaves, y hasta mi teléfono móvil. Me dejó absolutamente sin nada. Simplemente, me cubrió mi cuerpo con la toalla que yo había llevado, y arrancamos a andar por la playa.
- “Vámonos, perrita”.
Empujó de la cadena que se unía al collar de mi cuello, y sin saber encontrar la razón lógica yo me sentía con ganas de pedirle que me sometiera fuerte, pero amordazada y sin poder decir las palabras me límite a seguir sus órdenes.
Anduve por la arena guiada por su voz. Era como andar por un túnel cerrado en la total oscuridad, a pesar de estar en la playa. Resultaba difícil en ese estado con las manos atadas a la espalda, pero había alcanzado ese nivel de sumisión donde ya no me replanteaba el esfuerzo que me costaba. Simplemente, lo hacía.
Me sentía como la protagonista de una historia fabulosa y mágica, ¡y sí!, supuse que había gente que me miraba, que nos estuviera viendo, pero eso todavía encendió mucho más la llama de mi pasión y mi aventura.
Cruzamos la playa en dirección salida con una parsimonia desesperante y excitante. Sabía que íbamos de salida porque cada vez era mayor el ruido de los coches, y después supe que habíamos salido de la playa por el tacto de mis pies descalzos pisando baldosas. Apenas fueron cinco o seis baldosas rugosas hasta bajar el bordillo.
- “quieta aquí, no te muevas” – me dijo a la vez de que la toalla destapaba mi figura desnuda.
Oí una chica reír con risa sonrojada y alejarse, y acto seguido pasó un coche con la música a todo volumen, y una voz masculina gritó “dale caña” entre risas. Supe en ese instante que me estaban viendo, que estaba a la vista de la gente, y eso me encendió un ardor sexual que no os podéis imaginar. Fue algo indescriptible, y en lugar de derrumbarme y avergonzarme me sentí mucho más fuerte y poderosa. La sensación era inimaginable.
- “entra” – me ordenó.
Me senté en el asiento que pronto intuí se trataba del asiento del copiloto, porque le oí entrar y sentarse a mi lado. Me colocó el cinturón de seguridad del coche, y de nuevo me ordenó abrir las piernas hasta que las rodillas sobresalieran del asiento. Los tobillos me ordenó también colocarlos a cada extremo de la esquina inferior del asiento, y me impuso aguantar la posición sin cerrar las piernas ni un momento. Lo dijo al mismo tiempo que su mano traviesa acaricio mi clítoris, tocó mis labios vaginales, y durante un minuto metió un dedo en mi vagina, oscilándolo arriba abajo, para comprobar que en efecto yo seguía húmeda y lubricada. Lo movió sin prisas, con delicadeza, a ritmo bajo pero suficiente para avivar mis llamas ardientes, y fue cruel cuando se detuvo y me dejó a medio camino del orgasmo.
- “pronto tendrás mucho más” – y arrancó el vehículo con total control sobre mí.
Me pasé el viaje con un nivel de excitación que, sin llegar a la cima apoteósica del orgasmo, en ningún momento se marchitó ni se fue. Mantenía ese nivel de ardor por lo que yo de vez en cuando yo daba pequeños gemidos, y notaba un cosquilleo que no paraba y no descansaba por toda mi vagina. El traqueteo, la velocidad, los frenos, y cualquier movimiento, me acentuaban el temblor con las piernas abiertas. Tensaba de vez en cuando mi pecho adelante, movía las manos el muy poco recorrido que las esposas me permitían por la espalda, gimoteaba con el sonido típico producto por la mordaza, y balanceaba la cabeza de vez en cuando de lado en lado solo por relajar la tensión erótica que se acumulaba por mi cuerpo. Lanzaba bufidos por las fosas nasales como si fuera un buey, inclinaba el cuello sumisa, y a veces notaba un espasmo que me sacudía con esa fuerza que el jadeo era prolongado y alargado.
Al cabo de media hora supe que habíamos llegado a destino porque el Amo frenó el coche en medio de un silencio de calle que me indicaba no había semáforo ni tránsito. Debía de ser un barrio tranquilo y solitario. Oí levantarse la persiana de un garaje particular, y fijaros cómo elevé la temperatura que, tan sólo bajar del coche, el Amo estaba que no podía más. Dobló mi cuerpo de tal manera que apoyé el pecho y mi torso frontal sobre el capó caliente. Empujó mis piernas para mantenerlas muy abiertas, con las nalgas elevadas porque el capó era relativamente bajo, y sin mediar palabra noté su polla entrando dentro de mi vagina.
Resbaló como si fuera una pista de patinaje, porque en ningún momento me sequé. Llegó directa al fondo, y mi gemido amordazada retumbó por todo el espacio del garaje. Mis muslos se aprisionaron contra el lateral del coche, y sin margen de movimiento empezó a embestir con una furia desbocada, como un semental en plena forma, adelante y atrás, rítmico, bombeado, animado por mis gemidos de gozo, todo un repertorio de mmmpppfffhhh pppffhfffiiii mmmmppfffpiiiii y sinónimos.
Tomó mis manos atadas por la espalda, impulsó hacia arriba aguantando a pulso, y eso consiguió mi pecho más hundido contra el coche y mi culo elevado al máximo sin apenas torcerse ni un milímetro. Aumentó la velocidad, machacaba con ganas y lujuria, y mis gemidos fueron aquellos que avisan del orgasmo. Comenzó la cuenta atrás, tres, dos, y el uno me lo salto. ¡Una mierda! Orgasmo directo.
Deben de ser contagiosos, porque al instante el Amo se corrió, y la corrida fue monumental, porque de la primera a la última gota de semen pasó de tiempo que casi se acaba la batería del cronómetro.
Ya escurrida su polla, me ordenó reincorporarme, y me quitó la mordaza que llevaba inamovible y me mantenía amordazada desde al menos hacia una hora sin dudarlo.
- “¿Cómo estás, perrita?”.
- “aturdida, Amo” – confesé.
- “¿Por qué aturdida?”.
- “porque estoy muy excitada, Amo”.
- “¿Y eso te aturde, sumisa?”
- “Sí, Amo, porque no le conozco, no sé quién es usted, me tiene atada y sumisa, y sin embargo estoy tranquila, Amo” – reconocí.
- “¿Y eso te excita o te asusta?”.
- “Pensaba que me asustaría, pero me excita, Amo”.
- “¿Mucho?”.
- “Muchísimo, Amo”.
- “Puedes estar tranquila. No te haré daño. Jamás. Sólo te haré disfrutar de ser mi sumisa” – y al instante esbocé una sonrisa cómplice.
Sus labios empezaron a besar las zonas de mi brazo por encima de las esposas. Sus uñas cortas acariciaban con finura y delicadeza mi piel por donde quiso. Subía los besos a la vez, y al besar y lamer mis hombros me produjo un maravilloso escalofrío.
- “¿te gusta ser sumisa? – me susurró suave al oído.
- “Sí, Amo”.
- “¿y ser mi sumisa te gusta?” – añadió al tiempo que continuaba con los besos.
- “Me encanta, Amo”.
- “Voy a entrenarte y educarte para que seas la mejor sumisa del mundo. ¿Quieres?”.
- “Sí Amo” – respondí estremecida porque sus besos y caricias me derretían de placer.
- “¿Te excitan mis caricias?”.
- “muchísimo, Amo”.
Sonrió, y se detuvo.
- “Vamos a empezar con tu primera lección. ¿Estás lista?”.
- “sí, Amo, tengo muchas ganas, Amo”.
Salimos del garaje, andamos un par de metros por un suelo asfaltado unos pasos, alcé los pies por subir dos escalones, y oí la puerta de su casa abrirse. Cerró tras entrar, y cruzamos todo el largo pasillo hasta una estancia que yo no sabía ni era habitación o cocina o comedor.
- “de cara a la pared” – me ordenó.
Volteé siguiendo su tacto, porque tanto rato con los ojos vendados yo estaba totalmente desorientada, sin saber dónde estaba el norte o el sur.
- “Primera lección. Te quedas quieta e inmóvil hasta que yo te lo diga. No puedes moverte sin mi permiso. ¿Lo has oído?”.
- “Sí Amo” – asentí contenta.
Me quitó las esposas que me tenían atada.
- “Apoya las manos en la pared, brazos muy abiertos y arriba. Piernas muy abiertas, más, más, más, y quieta. No te muevas ni un milímetro sin mi permiso”.
- “No me moveré, Amo”.
Le oí dar unos pasos atrás, y por sorpresa y sin aviso previo un azote de fusta cayó en mi nalga izquierda.
- “¿qué tienes qué hacer, sumisa?”.
- “Uno, Amo”.
- “Bien, seguimos”.
- “dos Amo, tres Amo, cuatro Amo” – y así aguanté estoica y sin moverme hasta la decena.
- “¿Y ahora qué se dice?”.
- “Gracias Amo, gracias Amo” – repetí jadeando, excitada y dolorida.
Entonces me dio la segunda lección.
- “no puedes hablar sin permiso. No preguntes quién soy, ni dónde estoy, ni qué hora es, ni qué voy a hacer contigo. En silencio. Callada. Y quieta. ¿Lo has entendido?”.
- “Sí Amo, lo he entendido, Amo” – añadí aun suspirando por el calor candente de los azotes.
Se alejó, y allí me quedé, no sé dónde, de cara a la pared, desnuda, en posición de cacheo, una X abierta perfectamente dibujada, callada, muda, y en absoluto silencio. Fue extraño, pero aquella obediencia me volvió terriblemente pervertida. Hubiera bajado las manos y me hubiera masturbado quince veces, o me habría metido el vibrador hasta el fondo, “coño, que me metan algo”, pensaba yo, pero mi entrega sumisa convencida me hizo obedecer a rajatabla. Eso sí, la excitación era increíble cómo subía. El tiempo pasaba, y no había manera de aflojar. Tenía yo calambres, temblores, tensiones, escalofríos, cosquilleos, espasmos, cansancio, pero aguanté sin fisuras.
- “Tercera lección. Las perritas sumisas comen en el suelo”.
Me senté de rodillas en el suelo, tal como me indicó.
- “y las perritas sumisas no usan las manos para comer”.
Una cuerda se apretó estricta y dura en torno a mis muñecas con las manos a la espalda. Nuevamente atada, ahora con cuerdas, oí dos platos en el suelo, delante de mí.
- “primero bebe”.
Incliné mi cuerpo hacia delante. Mucho. Muchísimo. Toqué el tazón de agua que mojé la máscara, y beber sólo podía a pequeños sorbos o como las perritas, a lametazos con la lengua. Me esforcé, y no sé qué narices me pasó, pero su dominio pícaro y travieso me agradó muchísimo. Intenté entonces ir bebiendo, pero tenía que ir levantando el cuello para beber el agua, y cada vez que me inclinaba y sacaba la lengua buscando el agua sentía una excitación fuerte en mi entrepierna.
- “ahora come. Tranquila. Es todo limpio y sano. No soy un enfermo tarado” – me comentó.
Sonreí. Era un plato de arroz, y en el primer mordisco oí su silla de la mesa retroceder, el Amo acomodarse y sentarse, encender el televisor, repicar el sonido de tenedores y cuchillos, y aun con los ojos vendados visualicé la escena. Estaba el Amo cenando en la mesa, y yo a sus pies, sumisa de rodillas y atada con las manos a la espalda comiendo de los platos en el suelo. ¡Me encantó!, y para mí misma me dije que estaba muy loca. Es igual.
Con calma fui dando bocados, poco a poco, sorbos también, levantando el cuerpo, doblando, comiendo, y volviendo a doblar. Entre masticar y beber se me escapaban gemidos, jadeos de placer, de gusto, intencionados para hacer saber al Amo que disfrutaba alocada de la experiencia.
Supe que tardé más de una hora por la película de televisión, pero apenas quedaron cuatro gotas y dos granos de arroz del plato que relamí por comerme toda la cena.
- “Cuarta lección. La sumisa limpia”.
Desatada tras la formidable experiencia, recogí los platos a ciegas. Me alcé, y obligada a ir con los ojos vendados me apañé con las piernas y los brazos guiándome por el roce con muebles y paredes. Tres idas y vueltas necesité para recoger mis platos y los del Amo. Ya a lo último fue mucho más sencillo.
Lavé a conciencia y con esmero, intentando dejar todo en su puesto, sin romper nada, y todo perfectamente limpio. Hacerlo con los ojos vendados sin ver nada es muy difícil. Pensaba que era más fácil.
Lo hice perfecto, y me sentía orgullosa.
Como premio la noche terminó tumbados de la cama, el Amo encima de mí, penetrándome hasta lo más profundo de mi ser, sin prisa, aguantando como un héroe, con su polla recta y dura en un control del orgasmo increíble, propio de los dioses, sin desfallecer, sin descanso, reventándome agotada de tanto placer, y yo gimoteando que esperaba no hubieran vecinos, porque hubiera despertado al rascacielos entero.
- “quinta lección. Las perritas duermen en su casita. Baja de la cama y ponte a cuatro patas”.
Ya a cuatro patas, aún con las convulsiones del orgasmo que me repercutían de los pies al cabello, empujó de la cadena unida a mi collar de perrita. No me llevó lejos. Al contrario. Nos quedamos junto su cama, y noté que debía entrar por una puerta estrecha, del tamaño de los perritos.
Por el tacto con las costillas supe que era una jaula estrecha, que me impedía estirarme y levantarme, y me obligada a permanecer acurrucada como una perrita. La máxima altura era estar a cuatro patas, y aun en esta posición notaba mi lomo rozar el techo de la jaula.
Oí cerrarse la puerta, colocar un candado, y acostarse el Amo. Yo me tumbé, y esperé paciente a dormirme.
¡Qué locura! Lo conseguí. ¡Y rapidísimo! ¡Y dormí de un tirón! No me lo podía creer, y me desperté por el ruido del candado abrirse y al Amo tirar de la cadena. Creo que se sorprendió hasta el mismo Amo.
- “¿te has dormido?”.
- “Sí Amo, me he dormido Amo” – dije sonriente y feliz.
El Amo ni se lo creía. Se rio mucho, y el día comenzó con lecciones ya aprendidas. Almorcé en el suelo. Limpié platos y vasos y cucharas del almuerzo. Barrí la habitación. Hice la cama. Y al terminar el Amo me colocó de rodillas, en el suelo, manos en los muslos, en silencio y callada. También lección aprendida.
A media mañana, con permiso para moverme, el Amo me llevó a la cocina para servirle en hacer la comida. Lavaba cuando me ordenaba hacerlo. Aguantaba cazos. Buscaba platos y vasos y ollas que entregaba a mi Amo. Tiraba la suciedad a la basura, que buscaba con la planta del pie descalzo. Encendí el fuego con el mechero, y el ruido de la llama me dio un susto, y di un pequeño grito. Fue bestialmente divertido servirle sumisa en la cocina con los ojos vendados y desnuda.
Batir el huevo de la tortilla con las risas descojonantes del Amo, porque el huevo se iba fuera del plato, me hizo estallar a risas a mí también. Fue un momento muy divertido.
- “No está bien reírse” – me dijo el Amo – “has tirado medio huevo por el suelo”.
- “perdón, Amo” – asentí poniéndome seria en mi rol de sumisa y dejando de reír.
- “Sexta lección. Las sumisas se castigan si hacen mal las cosas, ¿tengo razón?
- “sí, Amo, tiene razón Amo”.
- “Mereces que te castigue, ¿verdad?”.
- “Sí, Amo”.
- “¿Sí Amo qué?”.
- “Merezco que me castigue, Amo”.
Recorrido fue hasta una estancia que yo no había memorizado recorrer, por lo que supuse que era una nueva habitación. En su centro vacío me ordenó parar. Llevó mis brazos a la espalda, codos atados juntos hasta tocarse, muñecas atadas juntas, y una cuerda empujó de las muñecas hacia arriba. Debería de haber una viga, o un travesaño, porque empujó de tal forma que mi cuerpo se vio obligado a doblarse hacia abajo, hasta mirar al suelo, brazos levantados, izados, atados, y sin poder bajarlos. No podía levantarme ni caerme.
Piernas me ordenó abiertas. Mucho. Muchísimo. Noté una cuerda en cada tobillo, apretó hacia fuera con tanto empeño que abrí todavía más las piernas, y cuando acabó ató una cuerda de mi cuello a algún anclaje que abría en el suelo, impidiendo cualquier gesto de levantar mi torso.
Quedaba así fija, ni subir ni bajar, ni derecha ni izquierda, ni adelante ni atrás. Inmóvil con esas perfectas y durísimas ataduras.
- “¿Puedes cerrar las piernas, sumisa?”.
- “no Amo, no puedo”.
- “¿Y levantarte? Inténtalo”.
- “no Amo, tampoco puedo” – dije tras un fracasado intento.
- “¿y cerrar las piernas?”.
- “tampoco puedo, Amo” – dije con una voz sensual que delataba mi excitación.
- “¿y te gusta?”.
- “sí Amo, me gusta mucho”.
- “pero te voy a castigar, y vas a sufrir. Lo sabes”:
- “sí Amo, lo sé”.
- “¿Quieres sufrir?”.
Lancé un gemido de placer al oír su cruel perversión.
- “sí, Amo. Soy toda suya, Amo”.
- “Pues te haré sufrir, y mucho que te haré sufrir. Te castigaré de lo lindo”.
Una convulsión erótica me produjo como un terremoto que hizo vibrar el leve movimiento que me permitían las ataduras. Estaba segura que el Amo lo habría visto. Fue fácilmente perceptible, y entonces me ordenó abrir la boca. Sentí dos hierros detrás de mis hileras dentales, dentro de mi boca. Sentí un forcejeo que me hacía abrir la boca como hacen los hipopótamos, y fijando no sé qué hierro con la correa y la hebilla consiguió que yo no pudiera cerrar la boca, ni quitarme esa mordaza médica.
Debió de ser una cuerda la que ató a los hierros de la mordaza por detrás de mi nuca, y empujando tal como hizo con las manos levantó mi cabeza de tal manera que quedaba paralela al suelo, sin caer por su propio peso, tal como me estaba pasando.
- “Dime cómo estás, sumisa”.
- “aagggpjjjatttiaaaagga” – dije queriendo decir excitada.
- “Esto te va a hacer babear como una perra babosa y sumisa”.
Se alejó un momento, ya notando yo cómo se humedecía sin control mi cavidad bucal, y un azote con una fusta plana cayó por partida doble sobre mis nalgas, derecha e izquierda. No pude contarlos, sólo decir aaaggggg, del impacto. Vino dos y tres y llegó a la decena. Sobrepasó la decena, y llegó a la veintena. Mis murmuros por el ardor del culo eran como ráfagas aaaaggghhh aagggg aagagghghhh. Picaba, escocía y quemaba, pero el Amo siguió, y llegó a la treintena.
El hilo de baba ya caía por la boca. Bajaba también por mi barbilla, pero no continuaba hacia el cuerpo, sino caía como una estalactita.
Fue en la treintena de azotes que se detuvo. Acarició mis pechos firmes mirando al suelo, pellizcó mis pezones como el ganadero que quiere sacar leche de las ubres de las vacas, y unas pinzas aprisionaron mis pezones. El dolor era muy notable.
- “¿te duele, sumisa?.
- “gggggjjjgiiiiiiiiii” – respondí amordazada.
- “¿y te gusta?”.
- “ggggjjjiiiiii” – reconocí.
Dos pinzas más, y al sumar cuatro puse dos pinzas más y otras dos más, hasta completar todos los pezones y las aureolas con ocho pinzas. Satisfecho, se alejó, y sin previo aviso su polla entró en mi vagina por detrás. En esa posición entró hasta el fondo del todo, y mi aullido retumbó que rompió hasta la barrera del sonido. Sus golpeteos y sus embistes me empujaban hacia adelante, y dado que las ataduras me mantenían fija provocaba que yo notara hasta las venas de su polla bien adentro.
Perdí todo control de mí misma. Babeaba que aquello era como una cascada, y no me importaba. Las ataduras tensas dolían, y me gustaban. Sufría, y me excitaba. ¡Qué cosa más rara!, pensé para mí, ¡y qué maravillosa!.
Me volví tan extremadamente sensible que notaba su polla restregarse por toda mi cavidad vaginal. Era tal sensibilidad que repercutía la tensión en toda mi pelvis, el clítoris lo notaba hincharse por sí solo, y ante mi perplejidad me vi que me venía un orgasmo que no pude ni frenar ni advertir.
- “ggggjjjjjiiii ggggjjjjjjjjjjjiiiii gppjfiii gggaaaajjjjj” – jadeé incomprensible al correrme.
Ni yo misma supe qué dije.
- “¿te has corrido?” – me preguntó el Amo ralentizando los embistes de su polla.
- “ggggjjjiiii” – reconocí resoplando, porque el Amo seguía follándome, iba y venía sin sacar la polla en ningún momento, incansable, heroico, y en su sobrada energía se permitió el lujo de darme cachetes en el culo, al tiempo mismo que me follaba.
Mi mente se nubló todo el rato que duró. Media hora es poco. Fue mucho más, porque hubo un rato en que se detuvo, y empezó a jugar con vibradores. El instante en que metió un vibrador en mi vagina y otro tocaba mi clítoris fue tremendo, porque del orgasmo casi pierdo el conocimiento. Y no fue un orgasmo. No fueron dos. Fueron tres. Y seguidos. Consecutivos. Y no fueron orgasmos cualesquiera. Fueron bestiales.
Sentí al Amo colocarse delante de mí. Levantó ligeramente la cabeza, y aprovechando la abertura que me forzaba la mordaza metió la polla dentro de mi boca.
- “chupámela, sumisa”.
Moví la lengua, pero baboseaba que era entre humillante y asqueroso y excitante, todo junto. Debía de haber un charco en el suelo, y la polla del Amo aguantaba formidable dura como los dioses del sexo.
No sé cómo lo hice. No podía mover la boca, ni la lengua, ni las manos. Nada. Se me veía sufrir mucho, y creo que eso es lo que le excitó al Amo hasta ya tener ese cosquilleo en su glande que no le salva del orgasmo.
- “Sí, sí, sí, sí” – lo oí gritar eufórico mientras se corría.
Me excitó muchísimo oírle gemir de esa manera. Me sentí muy contenta. Me alegró enormemente, y me excitó hasta ese punto que noté un temblor en mis muslos. Mis labios vaginales dieron un espasmo, e inmersa en ese fabuloso estado emocional noté que me quitaba la mordaza de la boca.
Hice bocanadas porque se me había quedado la mandíbula adormecida.
- “Voy a levantarte el castigo, pero te prohíbo gritar. ¿Me lo prometes, sumisa?”.
- “Sí, Amo, se lo prometo. No gritaré, Amo”. – añadí en segunda frase.
En realidad era una trampa y un juego travieso y perverso del Amo, porque me quitó las pinzas abriéndolas directa. Por lo visto, se enganchan al pezón, algo que yo no sabía, y el dolor fue tan brutal y repentino que metí un grito que se oyó hasta China.
- “¿No has dicho que no gritarías?”.
- “perdón, Amo, perdón. No sabía que dolía tanto”.
El resto de pinzas tuve que morderme los labios, y aun así, en otra pinza volví a gritar.
- “Has vuelto a gritar”.
- “perdón, Amo, le pido perdón. No volveré a gritar. Se lo prometo, Amo”.
Castigo fue meterme el vibrador taladrador. ¿Cuál es? Era una ironía. Aquel vibrador estaba acoplado a una máquina, un simple hierro con polea que oscilaba adelante y atrás. Lo untó para tener lubricante por lo menos media hora. Lo metió al fondo, apretó al interruptor, y el trasto de máquina comenzó a mover recto su vibrador acoplado desde la entrada de mi vagina hasta lo más fondo.
- “¿qué te parece, sumisa?”.
- “me excita muchísimo, Amo. Me excita mucho, Amo”.
Yo jadeaba a lo bestia, porque su abundante y espeso lubricante hacia que el frote con mis paredes vaginales fuese toda una delicia. Iba a correrme en menos de dos minutos.
- “pues no te levanto el castigo. Por gritar. Aquí te quedas sola” – y se fue.
Aquella sensación de abandono, de indefensión, de excitación, y del orgasmo que crecía, fue indescriptible. De bien. De formidable me refiero. Y no protesté, ni me quejé, ni grité. Me limité a disfrutar, a dejarme llevar, a gozar, sin pensar ni un segundo en nada, hasta tal punto que ni tan siquiera conté los orgasmos que tuve. Creo que ya a lo último no se trataba de tener orgasmo, sino que eran uno tras otro, o uno continuo.
Estaba tan concentrada que no supe de la presencia del Amo hasta que sentí la máquina pararse. ¡O se acabó la batería, o el Amo estaba allí!
- “¿has aprendido, sumisa?”.
- “sí Amo” – respondí agotada y suspirando.
Cuando me desató caí de rodillas y tumbada al suelo. No tenía fuerzas ni para andar. Tampoco me hacía falta, porque a cuatro patas me hizo andar hasta el comedor. La comida me esperaba en el suelo, y yo ya tenía las lecciones aprendidas. Comí en silencio de mis platos en el suelo. Lavé los platos al terminar, suyos y míos, y después de comer serví al Amo en su hogar. Limpié muebles con sumo cuidado de no romper nada, levantado objetos poco a poco por los ojos vendados, y colocándolos en su lugar. La tarde la pasamos juntos, con el Amo en el ordenador, escuchando su teclado, y yo a sus pies, algo alejada, junto la pared, de rodillas en el suelo, manos sobre el muslo, cabizbaja, desnuda, a ciegas y en silencio. Aun sin palabras, había esa conexión tan fuerte en que me pasé horas y horas sin pensar ni un segundo en mi novio.
Por la noche volví gustosa a mi jaula, y al levantar se repitió el ciclo, ahora ya sin darme órdenes el Amo. No era necesario. Había aprendido su disciplina.
El domingo tórrido fue casi un calco del día anterior. Recuerdo que el Amo me ordenó bañarme, y ambos desnudos en la ducha fue una vivencia que no podía imaginarme esa dulzura entre Amo y sumisa, y yo jamás había sentido esa felicidad tan curiosa y tan rara. Quizá, la mayor diferencia con el sábado, fue que, al terminar el día, caída la noche, oí el hierro de las esposas cerrarse en mis muñecas a la espalda. ¡Como el viernes! ¡Igual! Volví a notar el olor al garaje. Oí la puerta abrirse, y me hizo entrar en el asiento del copiloto.
- “¿Cómo has de sentarte, sumisa?” – y al instante adopté la posición en la que me educó el viernes.
- “Así, Amo” – dije colocando las piernas correctamente.
Arrancó el coche. Condujo mucho rato. Frenó, ya caída la noche oscura, y al bajar del vehículo noté el asfalto. No se oía gente. Subí el bordillo, y noté las baldosas familiares del paseo de la playa. La arena ya me confirmó que en efecto volvíamos a la playa, y casi tocando la orilla oí el saludo entre el Amo y mi novio.
- “Túmbate en el suelo, sumisa” – me ordenó el Amo.
Obedecí al instante. Entonces me quitó las esposas, y me ordenó colocar las manos tras la nuca y abrir las piernas al máximo, como me había enseñado durante estos días.
- “Gira la cabeza hacia el mar” – me indicó.
Lo hice al instante.
- “Dime. ¿Has disfrutado, sumisa?”.
- “sí Amo, muchísimo”.
- “Mantén los ojos cerrados. No te muevas, no te gires, no me mires, y no hables. No te he dado permiso. ¿Te acuerdas, verdad?”.
- “Sí, Amo. No me moveré. Se lo prometo, Amo”.
Me quitó la capucha que me había mantenido todo el fin de semana con los ojos vendados, y el collar de perrita sumisa. Oí sus pasos cómo se alejaban en la arena tras hablar un minuto con mi novio, y casi me invadió una sensación de añoranza, como si le echara a faltar.
No sabía si ya se había alejado mucho, así que aunque se había ido me mantuve obediente y sumisa en la posición que me dije durante al menos tres o cuatro minutos.
- “cariño, ¿puedo moverme ya? ¿Se ha ido?” – pregunté a mi novio.
- “No, no puedes moverte”.
- “¿no se ha ido?”.
- “sí, sí, se ha ido”.
- “¿pero está cerca?”.
- “No, no está cerca”.
- “¿y por qué no puedo moverme entonces?” – pregunté extrañada.
- “porque yo no te he dado permiso, sumisa” – me dijo mi novio con voz estricta y a la vez dulce.
Me quedé parada y sorprendida. Esbocé una sonrisa de alegría, y al instante respondí:
- “De acuerdo, Amo”.
Y aquí ya comenzó una nueva relación sexual y maravillosa con mi novio, pero esto ya sería otra historia, y os lo explico otro día.
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