La naturaleza aflora en MaryCarmen, primera infidelidad
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Hola mi nombre es MaryCarmen, quiero seguir compartiéndoles mis anécdotas, les recuerdo que pueden leer mis otros relatos, o mi presentación para resolver cualquier duda con respecto al hilo de la historia, o si lo prefieren pueden escribirme y con gusto respondo a sus preguntas.
Habían pasado poco más de dos años desde que comencé a salir con Sergio. Nuestra relación era buena, y sobre todo, en el aspecto del sexo las cosas iban intensamente bien. Ambos habíamos aprendido y compartido mucho en esos encuentros que parecían quemar cada rincón de nuestras vidas. No era solo físico, había un encanto y una familiaridad en cada roce, en cada caricia que nos hacía sentir conectados. Salíamos con regularidad y explorábamos, casi como si cada encuentro fuera una nueva faceta de lo que podíamos ser juntos.
Era una relación dulce, sí, pero también con un toque de inquietud: aunque basábamos mucho de nuestro vínculo en la pasión, el rumbo entre nosotros no estaba claro. Había algo en el aire, esa sensación de que ambos buscábamos algo, un próximo paso que aún no terminábamos de definir.
El destino nos llevó a ambos a cambiar de escuela. Ya superábamos los veinte años, y la situación laboral de mi padre se había complicado; pagar una escuela privada ya no era posible para mí. Sergio, por su parte, había decidido cambiar de carrera, lo cual empezó a alejarnos, aunque no tanto como para romper ese lazo. Nos veíamos cada vez menos, pero cuando lo hacíamos, nuestros encuentros eran igual de intensos, llenos de esa pasión que parecía desafiar la distancia.
Después de tanto tiempo juntos, él ya conocía mis secretos, y yo conocía los suyos, compartíamos una complicidad que iba más allá de las palabras. Para mi familia, Sergio era un buen chico, y aunque no les contaba mucho sobre nuestra relación, no podían imaginar la profundidad de todo lo que compartíamos.
Lo que sí cambió al estar en una nueva universidad fue que ahora recorría los pasillos sola. Ya no era común tener a Sergio al lado; en su lugar, de vez en cuando me acompañaba alguna amiga o compañero. Tuve que hacer selectivos para unirme al equipo de voleibol, y después de mucho esfuerzo, logré quedarme. Empecé a pasar más tiempo con las chicas del equipo, lo que me dio cierta visibilidad entre la gente. Mi estilo de vestir, por supuesto, no cambió; seguía usando escotes pronunciados, faldas cortas, y cuando entrenaba o jugaba, prefería ropa ajustada, como siempre había sido mi estilo. Esa seguridad atraía miradas, y aunque yo estaba satisfecha con Sergio, era inevitable que algunos chicos se acercaran, algunos incluso buscando algo más.
Yo no les daba muchas esperanzas, o quizás ninguna, pero no voy a negar que me halagaba ser el centro de esa atención sutil, esa chispa de interés que uno siente al ser observada. Y aunque mantenía mi distancia, era grato saber que esa atracción seguía presente.
Una de tantas veces en que iba caminando por los pasillos, un chico que no había visto antes en la escuela se acercó a mí con una sonrisa amplia y un aire confiado.
—Hola, ¿qué tal? —dijo, mirándome directo a los ojos.
Por cortesía le devolví el saludo sin disminuir el paso.
—Hola, mucho gusto.
Me dirigía a la cafetería; tenía una hora libre y, como todos los días, necesitaba comer algo antes de mi próxima clase. Era mi rutina: pasaba a la cafetería, compraba algo rápido y cinco o diez minutos antes de entrar a clases, recibía mi llamada diaria de Sergio. Sin embargo, el chico continuó caminando a mi lado en silencio, sin decir una palabra, acompañándome como si fuera parte de la costumbre.
—¿Qué pasa, vas a comprar mi comida del día de hoy? —pregunté con un tono burlón, sin detenerme.
—Si tú me lo permites, lo haría con mucho gusto —respondió él, imitando mi tono perfectamente.
Ese comentario me hizo detenerme unos veinte pasos antes de llegar a la puerta de la cafetería. Me giré y lo observé con detenimiento. Era un chico de piel morena, oscura, de ese tono que uno no sabe si es por sus raíces o por tanto sol que había tomado. Sus ojos eran negros y profundos, con una mirada fija y fuerte que se sentía casi intimidante. Tenía el cabello corto, casi al ras, y sus labios gruesos esbozaban una media sonrisa que, en su rostro, más parecía una mueca enigmática. Su nariz era ancha y, nuevamente, esa mirada oscura me obligaba a sostenerle los ojos sin poder mirar hacia otro lado. Definitivamente, su presencia me intimidaba, aunque no sabía cuánto en ese momento.
Después de unos segundos en los que intenté encontrar alguna respuesta ingeniosa y no la hallé, me di por vencida y retomé mi camino hacia la cafetería. Entré, tomé una bandeja y me dirigí a la línea de servicio para pedir mi comida. Miré disimuladamente a mi alrededor, pero él no estaba. “Bueno, parece que me deshice de él”, pensé, sintiendo una ligera satisfacción. Sin embargo, al llegar a la caja y prepararme para pagar, la cajera me miró con una sonrisa cómplice.
—Ya está pagado —me dijo, levantando un dedo tímidamente y señalando una mesa en el fondo de la cafetería. Su sonrisa dejaba claro que estaba al tanto de lo que sucedía.
Giré en dirección a la mesa que había indicado y allí estaba él, sentado con esa misma mueca que pretendía ser una sonrisa. Con un gesto despreocupado, señaló la silla frente a él, invitándome a unirme. Fingí una sonrisa hacia la cajera y, con cierta curiosidad y un poco de cautela, me dirigí hacia la mesa de mi inesperado benefactor.
Al llegar a su mesa, me detuve junto a la silla que él señalaba, pero no me senté. Lo miré fijamente, controlando el tono de mi voz para mantenerlo seco y distante.
—Gracias por la comida, pero no creo que sea una buena idea que nos sentemos juntos —dije con una frialdad intencionada.
Él no pareció inmutarse. La curva en sus labios no desapareció en ningún momento, y al contrario, pareció disfrutar de mi respuesta.
—¿Y por qué es eso? —preguntó, con esa mueca que apenas pasaba por una sonrisa.
—Porque tengo novio, y esto no se verá bien —respondí de manera decidida, dejando claro mi punto.
El chico inclinó la cabeza levemente, sus ojos no dejaron de sostener mi mirada.
—Ah, sí. El chico del auto negro, se ve un buen tipo.
Sentí cómo mi expresión se transformaba de dureza a sorpresa en un parpadeo. ¿Qué carajos sabía este tipo sobre Sergio? Mi reacción fue instintiva, sin pensar, y mi voz subió un poco de tono.
—¿Qué? ¿Me estás espiando? ¿De qué se trata todo esto? —espeté, con el ceño fruncido y los brazos cruzados.
Él levantó las manos en un gesto de calma, pero sus ojos seguían fijos en mí, sin rastros de arrepentimiento.
—¿Espiarte yo? Para nada. Pero toma asiento, te lo explico en un momento. Además, deberías comer, no vaya a pasarse el tiempo… y recuerda que hoy sales hasta las seis.
No había terminado de hablar cuando mi expresión ya era un completo poema de incredulidad. Este tipo no solo sabía que Sergio era mi novio, también conocía mi horario de clases, algo que yo nunca mencionaba y mucho menos en voz alta. Y lo peor de todo era que, hasta hoy, nunca lo había visto ni siquiera pasar por los pasillos. ¿Qué estaba pasando?
—A ver… ¿me explicas cómo demonios sabes tú todo eso sobre mí? —solté, haciendo un esfuerzo por mantenerme tranquila, aunque mi voz traicionaba el desconcierto.
—Calma, claro que te lo voy a explicar —dijo él, alzando las manos nuevamente en ese gesto de serenidad—. Pero anda, come algo mientras. Déjame ir por algo para mí, vuelvo en un segundo.
Se levantó y caminó hacia la barra con una lentitud deliberada, dejándome sola en medio de la cafetería, sin respuestas y con muchas preguntas.
Lo observé levantarse, aunque no lo seguí con la mirada, ya que mi asiento estaba de espaldas tanto a la barra como a la entrada de la cafetería. Respiré profundo, tratando de calmarme, y tras mirar mi reloj, admití que debía aprovechar para comer algo. Con el ceño fruncido, empecé a picar la ensalada en mi plato, mordiendo una rodaja de tomate con claros signos de fastidio en mi rostro. No pasó ni un minuto y ya estaba de vuelta, llevando una botella de agua. Sin decir palabra, la destapó y dio un largo trago, manteniendo sus ojos fijos en mí mientras bebía.
No rompí el contacto visual; esa mirada intensa no me intimidaba, pero sí me intrigaba.
—¿Y bien? —pregunté molesta, sin aflojar el tono mientras mordisqueaba el tomate en mi tenedor.
—Bueno, MaryCarmen, déjame explicarte de dónde viene todo esto.
Sentí un escalofrío al escucharlo decir mi nombre; evidentemente sabía más de lo que imaginaba.
—¿Cómo? ¿Además de todo, sabes mi nombre? —pregunté entre sorprendida e incrédula.
Él soltó una breve risa, como si le resultara obvio.
—Por favor, cualquiera que haya asistido a un par de juegos de la selección de voleibol sabe quién eres. —Me crucé de brazos, reconociendo mentalmente que en eso llevaba razón; era evidente que quienes asistían a los partidos sabían mi nombre—. Y en cuanto a tu rutina, tampoco es complicado. Termino mi clase de Resistencia de Materiales en los salones H, y tú pasas todos los días por ahí, viniendo, supongo, de los S o de los R… no estoy seguro.
Lo cierto es que él tenía razón. Salía del S6 y caminaba hacia la cafetería pasando por los salones de Ingeniería, y no podía negar que más de un par de chicos giraban la cabeza para mirarme mientras pasaba. Sin embargo, nunca le di importancia; era normal recibir alguna mirada si una vestía escotes y faldas algo ajustadas. No obstante, esta situación sí me hacía cuestionarme.
Él continuaba mirándome fijamente, con esos ojos que parecían analizar cada reacción mía. Fruncí el ceño, sin ceder.
—Está bien, te concedo esa —admití con tono receloso—, pero ¿y qué hay de mi novio? ¿Cómo sabes quién es? —pregunté, sin la firmeza de momentos atrás.
—Ah, eso es aún más sencillo —respondió él, relajando la expresión en su rostro—. Cada martes y jueves, él viene a recogerte aquí.
Sentí que el tenedor resbalaba de mi mano y caía sobre el plato, haciendo un ruido sordo. Él alzó las manos, buscando calmarme.
—Tranquila, aún no termino —continuó, intentando que su tono sonara suave—. Tampoco es que alguien que entra al estacionamiento con rock a todo volumen pase precisamente desapercibido, ¿verdad?
Apreté los labios, intentando mantener la compostura.
—Bueno, seguramente no es el único que hace eso —repliqué, tratando de restarle importancia.
Él sonrió de lado, como si disfrutara de la situación.
—No, no lo es. Pero la música que les gusta a ustedes dos es… peculiar. Iron Maiden, Black Sabbath… no es algo que suene a menudo por aquí. —Y con eso, mis sospechas se confirmaron; este chico definitivamente era un acosador.
—A ver, entonces, ¿me sigues después de clases o qué? —insistí, sin ocultar mi incomodidad.
—Para nada —respondió con una serenidad desconcertante—. Esta parte es aún más fácil de explicar, y estoy seguro de que tú misma puedes deducirlo.
—¿Yo? ¿Por qué debería?
—A ver, recordemos… ¿dónde te recoge tu novio esos días? —preguntó con tono travieso, disfrutando de hacerme responder.
—En el estacionamiento.
—Claro, en el estacionamiento. Pero, ¿en qué parte exactamente?
—En la parte trasera, frente al estadio de fútbol… a un costado del pasillo que da a las canchas de básquetbol.
—Muy bien, nos estamos acercando —dijo, saboreando cada palabra—. ¿Y recuerdas qué hay justo entre el estadio y ese pasillo?
Suspiré con fastidio, sabiendo la respuesta.
—Los vestuarios del estadio.
—¡Exacto! —exclamó, alzando la voz con entusiasmo, sin importarle el volumen o las miradas curiosas a su alrededor. Yo simplemente lo miré, mientras él mantenía esa mueca de satisfacción en sus labios. Incapaz de sostener su mirada por más tiempo, desvié la vista y volví a concentrarme en la ensalada, tratando de asimilar toda la información.
El equipo de fútbol, claro. No hizo falta que él lo dijera, pues la conexión era evidente. En ese momento, todo encajó. El estadio estaba justo frente a los vestuarios donde entrenaban los chicos, y la rutina de mi novio, el volumen de la música, el modo en que me saludaba, todo tenía sentido. Aunque me sorprendió la facilidad con la que él lo había deducido, la lógica era innegable. Aun así, la sensación de estar siendo observada persistía en mi mente.
Él guardó silencio por un rato, y yo no tuve el valor de levantar la mirada. Mi mente trabajaba a mil por hora, pero al mismo tiempo no sabía cómo reaccionar ante tanta información inesperada. El sonido del teléfono en mi bolsillo me hizo saltar, cortando el silencio tenso que se había formado entre nosotros. Respondí rápidamente, y al mismo tiempo, él se levantó de su silla, como si ya supiera que mi conversación iba a continuar. Tomó la botella de agua, la miró por un instante, y con una mueca burlona, dijo en tono seco:
—Que tengas buen día. Me saludas a Sergio.
El mensaje fue claro, pero no entendí del todo por qué me mencionaba a él. ¿Lo conocía? ¿De dónde? Ni tiempo me dio para hacer preguntas antes de que se alejara. Lo observé irse, confundida, mientras colgaba el teléfono y me quedaba pensando en las palabras que acababa de escuchar. Sergio… Ese nombre, su conocimiento de él… Me sentí un poco más invadida, como si todo estuviera mucho más cerca de lo que me había imaginado.
Después de colgar, traté de sacarme esas ideas de la cabeza. La rutina seguía, como siempre. Terminé de comer y me preparé para la siguiente clase. El resto del día transcurrió sin mayores incidentes, pero la imagen de ese chico y sus palabras no me dejaron tranquila.
La tarde llegó con su acostumbrada calma, y a las seis en punto, después de despedirme de mis amigas, me dirigí al estacionamiento trasero. Era el único lugar tranquilo, apartado, donde podía esperar a Sergio sin que nadie me viera. El estadio estaba cerca, pero lo que más me importaba era ese pequeño espacio en las jardineras, un lugar donde podía esconderme entre los autos. El silencio del lugar me ayudaba a pensar con claridad.
Diez minutos después, sin necesidad de verlo, sabía que estaba llegando. La música se filtraba, alta como siempre, y aunque él sabía que debía bajar el volumen antes de llegar hasta donde yo estaba, esa vez lo dejó más alto. Tal vez lo hacía intencionalmente para que lo escuchara.
Me levanté de la jardinera, y como siempre, caminé lentamente hacia su coche. Mientras me acercaba, no pude evitar echar un vistazo hacia los vestuarios. A través de las pequeñas ventanas altas, vi algunas cabezas asomadas. Los chicos estaban ahí, como siempre, probablemente parados sobre las bancas para ver lo que pasaba afuera. Podía reconocer las figuras, pero no lograba distinguir quién era quién. Sabía que él estaba allí, que sus ojos tal vez me seguían, pero no podía verlo.
Llegué hasta el coche y me subí, sin dar más vueltas. Le di un beso a Sergio, lo saludé como siempre, y nos fuimos. Aunque todo parecía normal, la sensación de que algo no estaba del todo bien seguía rondando mi mente.
La confusión era palpable, como una niebla densa que no me dejaba pensar con claridad. Mientras estaba con Sergio, mi mente no dejaba de regresar a esa mirada. Esa intensidad, esa forma en la que me observaba, como si me conociera más de lo que yo misma me conocía. ¡Malditos ojos! Me desconcertaban, y aunque intentaba concentrarme en Sergio, en lo que teníamos entre nosotros, la imagen de ese chico seguía invadiendo mis pensamientos.
Pero aquí estaba, con Sergio, en un motel, sin ningún motivo que me justifique, solo la atracción que sentía por el momento y el deseo que no podía negar. La cena había sido tranquila, con Sergio contándome historias de su día, mientras mi mente divagaba entre recuerdos recientes y pensamientos errantes. Lo que ocurrió en la habitación fue casi un desenfreno, sin pausa, sin espacio para reflexionar. Las paredes se cerraron a nuestro alrededor, y aunque mi cuerpo respondía a las sensaciones que Sergio me ofrecía, mi mente no hacía más que divagar hacia otro lugar.
Mis manos se movían sin control, tocando, recorriendo, buscando algo más que no encontraba en él, como si un impulso más allá de mi voluntad me empujara hacia ese caos. Cada roce de Sergio, cada beso, me hacía preguntarme por qué no podía despejar mi cabeza de esa imagen. Pero estaba ahí, en la cama, en medio de una vorágine de deseo y frustración, buscando algo que no sabía cómo hallar. No era culpa de Sergio, ni de su habilidad, él no tenía la culpa de mi mente desbordada, pero me preguntaba si él lo notaba. ¿Lo veía en mi rostro? ¿Sentía mi desconexión, aunque mi cuerpo respondiera sin querer? No lo sé, pero esa noche, no importa cuánto lo intentamos, no fue suficiente para llenar ese vacío extraño que surgió en mí.
Y aunque el clímax llegó rápidamente, con él y en medio de esa explosión de sensaciones, yo sabía que algo no estaba bien. Sergio siguió, como siempre lo hacía, pero esa sensación de insatisfacción me quedó dando vueltas. Tal vez no se dio cuenta de nada, o tal vez lo sabía, pero no le importaba. Lo cierto era que esa noche, en algún lugar entre lo físico y lo mental, había algo más que no estaba siendo dicho.
Al día siguiente, un miércoles cualquiera, mis clases transcurrieron sin sobresaltos, como una melodía repetida que sabes de memoria. Pero, en mi hora libre, decidí tomar un camino diferente hacia la cafetería. Eran solo cinco minutos extra de caminata, un desvío insignificante… o eso pensé. Llegué por la parte trasera, un camino estrecho y casi solitario que no solía cruzar, y sentí una leve vibración de anticipación, aunque no sabía exactamente qué esperaba encontrar.
Al entrar, tomé una bandeja y me formé, observando a la cajera con cierta cautela. Esta vez no mencionó nada sobre que la cuenta estuviera pagada, lo cual me alivió más de lo que quería admitir. Sin embargo, su risita burlona, apenas audible, quedó grabada en el aire. Ignorándola, agarré mi bandeja y busqué refugio en la mesa más apartada, en el rincón donde las luces parecían desvanecerse un poco.
Me senté con la mirada fija en la puerta. ¿Qué estaba buscando? ¿Por qué el latido sordo en mi pecho cada vez que alguien entraba? Tal vez no esperaba nada en particular… o tal vez sí. En el fondo, deseaba que algo sucediera, aunque no quería admitirlo.
Y, como si mi anhelo susurrado hubiese sido escuchado, él entró. Lo vi detenerse unos pasos más allá de la puerta, sus ojos recorriendo la cafetería, escudriñando cada rincón. No buscaba solo un lugar donde sentarse; buscaba algo, o más bien a alguien. Mis manos se tensaron ligeramente alrededor del borde de la bandeja cuando nuestros ojos se encontraron. Fue solo un segundo, una chispa breve que encendió el momento. Él sostuvo mi mirada, decidido, mientras yo, con una cobardía que no supe de dónde vino, la desvié.
Claro, ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía novio, y lo amaba… o al menos eso repetía en mi mente mientras me convencía de lo absurdo de la situación. Después de ese fugaz cruce de miradas, él simplemente se dirigió a la barra, pidió una botella de agua, y salió de la cafetería sin siquiera voltear. Había algo en la frialdad de su despedida que me decepcionó, aunque, ¿qué esperaba realmente? Habíamos compartido solo unas décimas de segundo, y aun así, en mi mente, ese instante se expandía como si pudiera durar horas.
Respiré profundo, como queriendo disipar la presión en mi pecho. Era el momento de cerrar este capítulo, dar vuelta a la página y seguir con mi vida, porque tenía un novio que adoraba. Eso debía bastar para que esta sensación se desvaneciera, para hacerme olvidar esos ojos que, por un segundo, parecieron desnudar algo dentro de mí.
El día continuó, y traté de enfocarme en todo menos en él. Pero era como una pequeña espina que, aunque invisible, se sentía en cada pensamiento que intentaba evitar. Sabía que debía hacerlo, que no debía pensar en él ni en lo que podría haber sido. Y sin embargo, en el rincón más recóndito de mi mente, ese encuentro quedaba, suave, latente, pero imposible de borrar.
Al día siguiente, jueves, me encontré tomando el mismo camino largo hacia la cafetería. Quizá fue por inercia, quizá por simple curiosidad, o quizás… porque había una parte de mí que quería entender mejor esta atracción fugaz, algo que ni yo misma quería admitir. Caminé esos cinco minutos adicionales, sintiendo cómo cada paso se volvía más intencionado, hasta que lo vi, justo a unos metros de la entrada.
Él estaba ahí, esperándome o no, pero definitivamente esperándome. No había rastro de aquella sonrisa leve y despreocupada que había lanzado en nuestro último encuentro; ahora su rostro estaba firme, con una expresión seria, casi desafiante. Sus ojos, ligeramente entrecerrados, me observaban como si intentaran descifrar algo de mí que yo misma no había terminado de entender. ¿Qué le pasaba a este tipo? Ahora parecía que estaba enojado.
Decidí que lo mejor sería actuar con naturalidad, como si no notara el cambio en su expresión. Así que me dirigí hacia la puerta con la misma tranquilidad que había ensayado en mi mente. Cuando lo alcanzara, lo saludaría con cortesía y seguiría mi camino sin más. Sin embargo, al acercarme, sentí que el aire entre nosotros se volvía más denso, como si cada centímetro de espacio que me aproximaba a él cargara un impulso extraño y magnético.
—Hola, buenos días —le dije al pasar, sin detenerme ni mirarlo directamente, solo un leve movimiento de cabeza para no parecer descortés.
—Buenos días —contestó él, con una voz baja y firme que me siguió por detrás—. ¿Te molesté tanto como para que cambiaras tus hábitos?
Sentí un leve temblor en mis pasos, pero no podía permitirme perder el control.
—No, para nada. Esto no tiene nada que ver contigo. Perdón, pero debo ir a comer, y creo que ya lo sabes. Nos vemos después —respondí sin reducir la velocidad ni un segundo.
Era un mensaje claro, cortante, y si tenía suerte, él lo entendería y se cansaría de esta persecución sin sentido. Por el resto del día, decidí que la “misión” estaba cumplida, y las clases transcurrieron con normalidad o al menos, así lo creí.
Más tarde, al salir, me despedí de mis amigas y caminé al estacionamiento, pensando en pasar unos minutos en mi jardinera favorita antes de irme. Y ahí estaba él, justo en el lugar donde me refugiaba para escapar del día. Mi sorpresa se mezcló con irritación cuando lo vi sentado, como si me hubiera estado esperando.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, dejando escapar mi enojo.
—Esperándote —dijo, como si fuera lo más natural del mundo, con una desfachatez que me dejó perpleja.
—¿Esperándome a mí?
—Por supuesto. Dijiste que tus nuevas rutas no tenían nada que ver conmigo, así que pensé que te buscaría yo.
Respiré hondo, manteniendo el tono frío.
—Ajá, bueno, ya me has visto. Mi novio debe estar por llegar. No quiero verte aquí.
—Bueno, en realidad, lo que tengo que decirte me llevará solo 30 segundos —dijo él, imperturbable.
—¿Y qué es lo que tienes que decirme? —le respondí, y cometí el error de mirarlo directo a los ojos. Su sonrisa, apenas una curva arrogante en sus labios se extendió lentamente.
—Come conmigo mañana.
—¿Estás loco? ¿Por qué iba a comer contigo? —Mis palabras salieron duras, pero su intensidad parecía no afectarle.
—Es solo una invitación a comer. Nada más —respondió, como si fuera lo más simple del mundo.
—No tengo ninguna intención de comer contigo. Ahora vete, Sergio ya debe estar cerca —dije, cruzando los brazos, tratando de mantener la calma. Pero él seguía mirándome con esa intensidad inquietante.
—Mi intención no es irme sin un sí —replicó, sin la menor intención de rendirse.
—Ya te dije que no. No lo haré.
—Perfecto, tienes todo el derecho de decir no. Pero aún me quedan cinco minutos para insistir —dijo, mirando su reloj como si hubiera pactado consigo mismo no ceder antes de tiempo.
Lo miré, incrédula. ¿De dónde salía este nivel de terquedad? Y, justo en ese instante, a lo lejos, escuché la música de Sergio acercándose, ese tipo de música inconfundible que siempre anunciaba su llegada. Lo vi sonreír aún más, y en medio de la incomodidad y la falta de una respuesta coherente, mis labios apenas pronunciaron:
—Está bien, mañana nos vemos.
Él asintió con una satisfacción demasiado evidente y comenzó a caminar hacia los vestidores, sin siquiera voltear atrás.
—Hasta mañana, Mary —dijo en voz baja, tan segura, sabiendo que Sergio no escuchaba y que la distancia haría que pareciera un simple saludo.
El resto de la tarde, y ya cuando la noche se asomaba con su manto oscuro, me encontré perdida en pensamientos de él. Pensamientos que me rondaban con la intensidad de un fuego que no se apagaba, avivados por su atrevimiento, esa mirada de ojos oscuros que parecían leerme el alma, como si supiera todo de mí, incluso lo que yo aún no me atrevía a entender. ¿Me estaba volviendo loca? Tal vez. Pero lo cierto es que no podía dejar de pensar en él.
El viernes llegó con su calma peculiar. Era uno de esos días en los que los pasillos del campus respiraban una quietud extraña, los maestros no daban clase, ya que todo el día estaba destinado a laboratorios. Sin embargo, las pocas clases que teníamos aún nos obligaban a estar allí, perdiendo horas bajo la luz fría y blanca de las aulas. Normalmente, en esos días, me tomaba un descanso para comer, un poco más tarde que de lunes a jueves, entre 30 y 40 minutos después, para no perderme el resto de la jornada. Pero algo en el aire ese día me hizo pensar que tal vez podría evitar la comida, saltarme ese paréntesis de la rutina.
Con ese pensamiento en la cabeza, tomé el camino habitual, el mismo de siempre. Al fin y al cabo, si él quería encontrarme, lo haría de cualquier manera. Ya conocía mi rutina, mis pasos y mis tiempos. No me sorprendió tanto cuando lo vi. Allí estaba, en el mismo punto que todas las tardes, recargado sobre una banca de madera, con su mirada fija en el horizonte. Pero al verme, sus ojos no dudaron ni un segundo. Se giró hacia mí con una suavidad peligrosa, como si hubiera estado esperándome, como si supiera exactamente en qué momento aparecería. Con una sonrisa ligeramente ladeada, se levantó con esa calma inquietante, y con voz suave, me saludó.
— Hola, puntualísima como siempre. — Al decir esto, su tono, tan preciso y cálido, me hizo darme cuenta de cuánto observaba, de cuán atento era a los detalles, algo que, a pesar de parecer halagador, me resultaba un tanto inquietante. ¿Hasta qué punto sabía él cosas de mí?
Decidí no responder de inmediato. Solo dejé escapar una media sonrisa y moví la cabeza en un gesto casi involuntario de saludo mientras seguía caminando hacia la cafetería. No quería dar demasiada importancia a su comentario. A veces, lo mejor era dejar que las palabras se desvanecieran sin demasiada reacción.
Él caminó a mi lado en silencio, como si esa calma fuera su propia manera de medir el espacio entre nosotros. Nadie más parecía notarlo, pero yo no podía dejar de sentirlo: su presencia estaba marcada por una quietud que, a la vez, me descolocaba y me atraía.
Al llegar a la barra, ambos ordenamos lo que acostumbrábamos, y como siempre, él insistió en pagar. Ese gesto se había repetido tantas veces que ya era casi parte del ritual. En el fondo, me preguntaba si realmente lo hacía por cortesía o si había algo más detrás, alguna intención oculta que aún no lograba captar del todo.
La cafetería, llena de estudiantes que disfrutaban de la libertad de un día menos saturado de clases, parecía más bulliciosa de lo normal. Sin embargo, entre toda esa multitud de gente, una mesa pequeña, pegada a la pared, parecía ofrecernos un rincón de intimidad. Esa mesa, tan alejada del centro, se convertía casi en un refugio.
Sin dudarlo, nos dirigimos hacia allí. Yo no esperaba que él fuera a decir algo más, pero no podía evitar preguntarme si, al final, el espacio tan íntimo tenía un propósito. Al sentarme, noté que mi respiración se volvía un poco más profunda, como si el ambiente entre nosotros hubiera cambiado un poco.
— ¿Y bien? He cumplido mi palabra, y he venido a comer contigo. ¿Podemos dejar este juego de lado, por favor? — dije, tratando de mantener la seriedad, aunque mi voz temblaba un poco, revelando lo mucho que me había estado removiendo todo esto.
— ¿El juego? No hay ningún juego aquí, Mary. — Su tono fue suave, pero firme, como si estuviera acostumbrado a desarmar las defensas de la gente con una sola mirada.
— Entonces, ¿qué es todo esto? — pregunté, sin poder evitar la confusión que me envolvía. Mi mirada se cruzó con la suya, y algo en sus ojos parecía esconder más de lo que decía. Estaba segura de que no lo entendía todo, pero no quería seguir haciéndome la tonta.
— Simplemente te invité a comer, para conocernos. — Su respuesta fue tan simple y directa que casi me hizo sentir que estaba sobrepensando las cosas.
— Parece que me conoces más que mi propia madre. — Dije, un poco irónica, casi riendo por dentro, aunque mi tono no permitió que la ironía se perdiera.
— No es así. Pero, aunque así fuera, aún falta que tú me conozcas a mí. — Me lanzó una mirada enigmática, y su voz, tranquila, no hizo más que aumentar mi curiosidad. Era cierto, no sabía nada de él, y una parte de mí no podía evitar sentir que tenía que aprender más. Al final de cuentas, ¿no estaba haciéndome daño? Solo una conversación.
— Bien, entonces, dime qué es lo que tienes que contar. — Respondí, mientras exprimía un limón sobre el filete de pescado que había frente a mí, como si eso me diera un poco de control, un respiro ante la tensión que se tejía entre nosotros.
— Gracias por la oportunidad. Me llamo Rolando Martínez, estoy en octavo semestre de ingeniería mecánica. Tengo 22 años y soy mediocampista en la selección de la escuela. Me gusta mucho la música de los setentas y ochentas, aunque no soy tan rockero como tu novio. — Al final, soltó una sonrisa juguetona que me hizo pensar en cómo había tocado ese tema de Sergio. Me sorprendió ver que tenía razón, nuestras preferencias musicales eran bastante similares.
La conversación siguió por un rato más, y aunque el tiempo voló, pude notar que ambos teníamos cosas en común. Hablamos de comida, deportes, música… todo parecía fluir de manera natural, pero había algo más. Algo en el aire que me hacía sentir que este intercambio iba más allá de lo casual.
— Mañana hay una fiesta en casa de un amigo. Más que una fiesta, es una reunión, una tertulia. Él también es de nuestros mismos gustos musicales. ¿No te gustaría ir conmigo? — La pregunta me golpeó de lleno, inesperada y desafiante.
— Vaya… Pensé que habíamos quedado claros en que solo podía existir una amistad. — Mi tono fue más firme de lo que me sentía, pero no podía dejar que él tomara el control de la situación sin más.
— Oye, yo creo que te estás confundiendo. Tú sabes que tengo novio, y no me gustaría que las cosas tomaran un rumbo que no lo es. — A pesar de la calma con la que lo dije, mi pecho latía acelerado, como si algo dentro de mí quisiera sucumbir a la tentación.
— Espera, espera, espera. — Me interrumpió, levantando ambas manos, su gesto exagerado pero pacífico. — Creo que quien está confundiendo las cosas eres tú. Yo en ningún momento te estoy proponiendo que seas mi novia. Perdón, pero jamás fue mi intención. — Sus palabras me dejaron perpleja, y la forma en que lo dijo, tan directo y seguro, me hizo dudar de mis propias conclusiones.
— Simplemente te pedí que fueras conmigo una velada, que escuchemos música, platiquemos a gusto… y si algo más sucede, ya sería entre los dos. — La forma en que expresó esa última parte me descolocó. Hubo algo en su tono que, aunque parecía relajado, destilaba una confianza peligrosa.
— Es que ahí está el problema. ¿Cómo puedes decirme que algo más puede suceder? Entiéndelo, yo no quiero nada más… — Comencé a acomodar mis cosas sobre la charola, sin poder soportar el ardor de la discusión. Estaba decidida a levantarme, a cortar todo ahí.
— ¿Que no quieres nada más? ¿Y cómo puedes estar tan segura de que no quieres nada más? Si ni siquiera te has planteado la idea, ni siquiera lo has considerado como una posibilidad. — Me miró, desafiante. Esas palabras me hicieron tambalear, aunque me negaba a admitirlo.
— Es que no es una posibilidad. — Respondí, pero mi voz sonó más débil de lo que quería.
— ¿Y quién lo dice? ¿Tú, o tu novio? — Su pregunta me caló hondo, y por un momento me quedé en silencio, preguntándome si realmente estaba tan segura de lo que pensaba.
— No importa quién lo diga. — Dije, aunque no pude evitar que la duda se colara en mi mente.
— Bien, disculpa, al final de cuentas creo que tienes razón. Yo soy el confundido. Nunca creí que serías una chica que no puede darse la oportunidad de reunirse con sus amigos fuera del cerrado círculo de su novio… y que vea esa palabra “algo más” como algo necesariamente pecaminoso. No, no es así. Ese “algo más” depende de tu ingenio, de tu gusto, de tu imaginación… ¡pero está bien! — Sus palabras fueron como un reto. Y aunque mi lógica me decía que no debía seguir esa conversación, algo en su tono provocador me dejó inquieta.
Su forma de hablar me estaba calentando la cabeza. Dos años con Sergio, mi vida tan controlada, tan definida… pero las palabras de Rolando me hicieron dudar, y no pude evitar sentirlo. Creo que él notó mi vacilación. Colocó todas sus cosas sobre la bandeja y, sin mirarme directamente, dijo:
— Esta vez no voy a insistir. De 3 a 4 estaré fuera del laboratorio de mecánica. Sé que no son tus rumbos, que nunca caminarías hacia allá… pero si te interesa ir conmigo a la fiesta, simplemente aparece por allí. Déjame verte, ni siquiera necesitas dirigirme la palabra, yo me daré por enterado y me encargaré de todo. Si no te interesa, sabré comprender. — Se levantó, tomó su bandeja y se dirigió a la barra a dejarla. Yo me quedé sentada unos minutos más, el sabor del pescado aún fresco en mi boca, pero mi mente estaba en otro lado, llena de preguntas y posibilidades.
Después de la clase de las dos de la tarde, solía regresar a casa por un rato, descansar, y luego salir a caminar para esperar a que Sergio me recogiera. Si él no podía, siempre había amigas con las que podía hacer planes. Aquella tarde, sin embargo, algo en mí me impulsó a hacer algo diferente.
Iba caminando rumbo a la salida, pero a pocos metros de llegar a ella, una decisión inesperada me detuvo. Sin pensarlo mucho, doblé a la derecha, entrando en un pasillo que no solía recorrer. Ese pasillo me llevaba directamente hacia los laboratorios de ingeniería, y aunque normalmente evitaba esos rincones, esa vez algo me hizo sentir que no estaba cometiendo un error. Era viernes, después de todo, y todo el mundo hacía lo que quería. Así que no era raro que alguien estuviera caminando por allí.
Llegué al laboratorio de electrónica y, al lado de este, estaba el de mecánica. Pero, al verlo, una pequeña chispa de duda se encendió en mí. No quería llegar hasta allí. Algo en mi interior me decía que quizás no era lo más prudente.
Fue como si la cordura me hubiese alcanzado de repente. Sin darme cuenta, di media vuelta, dispuesta a alejarme. No tenía nada que hacer allí, ni ninguna razón para seguir adelante. Miré a mi alrededor, asegurándome de que nadie me estuviera observando, de que nadie notara mi extraño proceder.
Pero antes de dar el siguiente paso, lo vi.
A unos 30 metros de distancia, su mirada me atravesó, fija, implacable. Fue un instante tan breve, pero tan intenso, que sentí como si el tiempo se hubiera detenido. Él se aseguró de que yo lo viera, y luego, con una calma casi calculada, desvió la mirada y continuó conversando con sus amigos. No volvió a mirarme.
Quedé helada por un segundo, incapaz de moverme. Mi corazón latía de forma errática, demasiado rápido, como si me hubiera atrapado en un remolino de pensamientos y emociones que no lograba controlar. Sentí una mezcla extraña de nerviosismo y excitación, y la confusión invadió mi mente. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué sentía que algo había cambiado?
Finalmente, me obligué a dar la vuelta y retirarme. “Demonios”, pensé para mis adentros. Mi corazón seguía acelerado, y la sensación de haber hecho algo prohibido no me dejaba en paz. Algo dentro de mí se agitaba, sin explicación. ¿Por qué esa mirada? ¿Por qué la inquietud que no lograba comprender?
Y así, caminé lejos, pero sabía que algo había cambiado.
Esa noche, Sergio y yo fuimos al cine, pero mi mente no estaba allí. Estaba en otro lugar, en algo que no podía quitarme de la cabeza. La trama de la película se desvaneció ante mis ojos, y cuando salimos, ni siquiera recordaba cómo había terminado. Él me hablaba de los planes para el día siguiente, de lo que podíamos hacer, pero yo apenas lo escuchaba. Solo respondí con una excusa tonta, diciéndole que no podía el sábado, que mejor el domingo. Me despedí de él con una sonrisa que no alcanzaba a cubrir la confusión que se acumulaba en mi interior.
Al día siguiente, a las 10:00 de la mañana, teníamos un juego en el auditorio de la universidad. Fue algo bastante sencillo, y terminó en menos de una hora. Mientras me cambiaba en los vestidores, escuché mi teléfono sonar un par de veces. Dos mensajes habían llegado. Los miré con un poco de prisa, aún sacudiéndome la sensación de la mañana.
“Felicidades por la victoria”, decía el primero.
El segundo mensaje simplemente decía: “La fiesta comienza a las 8:00 de la noche. Paso por ti a las 8:30, solo dime a dónde.”
Volví a leer el mensaje, pero esta vez con más cuidado. No había duda de quién lo había enviado. No me molesté en preguntarme cómo había conseguido mi número; ya no importaba. El hecho de que lo tuviera de alguna manera ya me parecía lo de menos.
Suspiré y puse el teléfono nuevamente en mi mochila, sin saber qué hacer. No tenía idea de qué responder. Parte de mí quería ignorarlo, seguir con mi vida, olvidar lo que había comenzado a germinar en mi mente. Pero otra parte, esa parte inquietante, quería algo más.
Así que, me quedé ahí, en silencio, preguntándome hasta dónde estaba dispuesta a llegar.
Al llegar a casa, me di un baño rápido, tratando de despejarme un poco de todo lo que había pasado. Platiqué un rato con mis hermanos, ayudé a mi madre a preparar la comida, como siempre. Sin embargo, mi mente no dejaba de regresar a ese mensaje, a lo que había sucedido esa mañana. Después de terminar con todo, fui directamente a buscar mi maleta y saqué el teléfono, sabiendo que lo más seguro era que ya tendría algunos mensajes de Rolando esperando una respuesta. Me preguntaba si estaría molesto, si tal vez había decidido cancelar la invitación. Me sentía algo culpable, pero también intrigada.
Cuando miré la pantalla, mi sorpresa fue tal que ni un solo mensaje había llegado. No había nada.
Eran casi las 4:00 de la tarde. Podía dejar de contestar el mensaje y simplemente ignorarlo, seguir con mi vida como si nada hubiera pasado. Pero por alguna razón, no pude evitarlo. Algo dentro de mí me empujaba a hacer lo contrario. Quizás era la curiosidad, quizás solo la necesidad de darle una respuesta, de ponerle fin a esa pregunta que llevaba rondando en mi mente. Así que, sin pensarlo mucho más, decidí contestar.
Le envié el mensaje, pidiéndole que pasara a recogerme a una farmacia que quedaba a solo tres cuadras de mi casa. No pude evitar la sensación de que había algo extraño en todo esto, pero ya estaba comprometida. Después de la comida, subí a mi cuarto, dejando atrás todo lo demás. Me senté frente al espejo, pensando qué ponerme. El dilema era extraño: parecía que iba a salir a una cita, pero no, esto no era una cita. Era simplemente un “amigo” invitándome a una fiesta. Aun así, esa pregunta seguía rondando mi cabeza: ¿estaba realmente haciendo lo correcto?
Opté por algo sencillo y casual. Escogí un pantalón de mezclilla que me sentaba cómodo y una blusa blanca con mangas tres cuartos, con botones al frente, que era lo suficientemente relajada, pero aún así con un toque femenino. Por último, me decidí por unos tenis Converse, para que el look fuera todo menos formal, pero sin perder ese aire de “salgo a divertirme”. Era lo que más se acercaba a lo que quería transmitir, algo apropiado para una fiesta, no para una cita.
A las 8:20 de la noche, no pude soportar más la espera en mi casa. Salí con un nudo en el estómago que no lograba desatar. El trayecto a la farmacia era corto, no tardaría más de cinco minutos en llegar, pero el aire fresco parecía necesario para calmar mis nervios. Mi mente no dejaba de girar en torno a lo que estaba por ocurrir. Al llegar, miré mi reloj: 8:24. “Uff,” pensé, tendría que esperar seis largos minutos… suponiendo, claro, que él fuera puntual.
¿Debería haberlo hecho esperar yo a él? Una pequeña revancha por las vueltas que estaba dándome la cabeza. Mientras ese pensamiento me cruzaba, decidí dar una vuelta a la cuadra, esperando que caminar me ayudara a aliviar el nerviosismo y a matar el tiempo. Sin embargo, no había avanzado mucho cuando un auto azul se detuvo justo frente a mí.
Vi la puerta abrirse y a Rolando salir del vehículo. Su sonrisa—o esa mueca que intentaba serlo—se dibujó en su rostro al verme. Mi corazón dio un vuelco inesperado, no tanto por él, sino por el significado del momento. Aquí estaba, poniéndome a prueba, empujándome hacia algo que ni siquiera había terminado de comprender del todo.
- —Hola, perdón por hacerte esperar, —dijo Rolando mientras se apresuraba a abrir la puerta del copiloto—. Por favor, sube.
Mi corazón se aceleró aún más cuando me senté y cerré la puerta. Mientras él daba la vuelta para entrar al auto, una sola pregunta resonaba en mi mente: ¿Qué estoy haciendo aquí? Me acomodé en el asiento, tratando de aparentar tranquilidad, pero mis manos estaban tensas, como si sostuvieran algo invisible.
Durante los 15 minutos que duró el trayecto, la conversación fue ligera, casi superficial. Hablamos del clima, de la música que sonaba en la radio, de la ciudad iluminada bajo el cielo nocturno. Era obvio que ambos estábamos evitando entrar en temas más significativos, tal vez por miedo a lo que podrían desatar.
Finalmente, llegamos a una colonia céntrica. Rolando estacionó frente a una casa amplia, iluminada con luces cálidas que escapaban por las ventanas. Desde afuera, se escuchaba a Phil Collins resonando en las bocinas, como un preludio de lo que nos esperaba.
—Es aquí —dijo, sonriéndome antes de bajar del auto.
Al entrar, él comenzó a saludar a sus amigos, uno a uno. Yo seguía sus pasos de cerca mientras me presentaba como “una amiga de la escuela”. Aunque no conocía a nadie, el ambiente era cómodo. La casa estaba decorada de manera sencilla, con muebles amplios y música que llenaba cada rincón. La reunión no parecía una fiesta salvaje, sino más bien una tertulia animada.
Nos ofrecieron bebidas, y Rolando y yo nos integramos a la conversación con un pequeño grupo. No había más de quince personas, todas relajadas y de buen humor. La velada transcurrió entre risas, anécdotas y bromas, hasta que, casi sin darme cuenta, la dinámica de la reunión cambió. Pasadas las 10:00 de la noche, los grupos se fueron fragmentando. Algunos empezaron a bailar cerca de la sala, otros reían a carcajadas en una esquina, mientras los más tranquilos se sumergían en conversaciones íntimas.
Y entonces lo noté. Rolando y yo estábamos sentados en un sofá junto a la pared, hablando. Habíamos quedado completamente solos. Los sonidos a nuestro alrededor se convirtieron en un murmullo distante mientras nuestras palabras parecían hacerse más cercana
—¿Te agradó la reunión, Mary? —preguntó Rolando con una amabilidad que parecía esconder algo más.
—Sí, tus amigos tienen excelente charla, —respondí con una sonrisa genuina, sintiéndome cómoda en su compañía.
—Lo sé, por eso son mis amigos, —contestó con un aire de confianza que, de alguna manera, me hizo sonreír aún más.
El tiempo en el sofá se deslizó con sorprendente fluidez. Durante la media hora que continuamos platicando, descubrimos que teníamos tantas cosas en común que resultaba casi desconcertante. El sonido de la música se volvía cada vez más fuerte, obligándonos a inclinarnos hacia el otro para escucharnos bien. Era un acercamiento inevitable, y quizás ambos lo sabíamos.
En una de esas veces, Rolando se inclinó hacia mí, y yo, convencida de que quería decirme algo al oído, hice lo mismo. Pero no fue una palabra lo que llegó a mí. Sus labios se posaron sobre los míos, suaves y cautelosos al principio, como si esperaran algún tipo de respuesta.
Mi cuerpo se tensó por el asombro, pero no me aparté. Sus labios se movían despacio, con una mezcla de dulzura y osadía que me paralizó por unos segundos. Finalmente, me retiré un poco, como si buscara un respiro, un momento para asimilar lo que acababa de pasar.
Sin embargo, su mirada oscura atrapó la mía, fija y decidida, como un imán del que no podía escapar. Ese instante fue suficiente para deshacer mi intento de distancia. Volví hacia él, mis labios regresaron a los suyos con una urgencia distinta, una que se correspondía con la intensidad que él ahora mostraba.
Esta vez no hubo titubeos. Sus besos se volvieron agresivos, voraces, cargados de una pasión que me sorprendió y me encendió al mismo tiempo. Su lengua se abrió paso entre mis labios y encontró la mía, uniendo nuestros ritmos en un juego que se sintió más íntimo de lo que habría imaginado.
La mano izquierda de Rolando comenzó a deslizarse desde la parte externa de mi pierna, lenta y firme, como si estuviera trazando un mapa invisible en mi piel. Llegó hasta mi cadera, donde se detuvo apenas unos segundos, suficiente para que un cosquilleo subiera por mi espalda. Mi propia mano, como si actuara por sí sola, se movió detrás de su nuca. Sabía lo que estaba haciendo, y él también. Había perdido el control, y su mirada intensa parecía confirmarlo.
Sin avisar, su mano subió desde mi cadera, abriéndose paso por debajo de mi blusa. La calidez de sus dedos encendió mi piel al contacto con mi seno, y no pude evitar que mis pezones se endurecieran al instante. Una oleada de sensaciones recorrió mi cuerpo, bajando hasta donde la humedad ya comenzaba a hacerse presente. Era como si todo mi ser respondiera a su tacto, sin resistencia.
Abrí los ojos y miré a mi alrededor, buscando algo que pudiera devolverme la calma. Nadie parecía estar prestándonos atención; cada grupo seguía en su propio mundo. Pero él lo notó. Sacó la mano de debajo de mi blusa con un movimiento tranquilo, casi calculado, y murmuró:
—Espérame aquí.
Se levantó y cruzó la sala hacia el dueño de la casa, inclinándose para decirle algo al oído. Observé desde la distancia cómo el anfitrión señalaba hacia las escaleras y luego hacia el techo, dejándome claro de qué se trataba. Todo mi ser me decía que ese era el momento para levantarme, para poner fin a esto, pero mis piernas no respondieron.
Rolando volvió hacia mí con paso seguro. Cuando llegó, me extendió su mano derecha, y sin decir nada, la tomé. Caminamos juntos hacia las escaleras, nuestras manos entrelazadas como si estuvieran sellando un pacto silencioso. Conté cada escalón mientras subíamos: uno, dos, tres… hasta dieciséis. Cada paso retumbaba dentro de mí como un tambor marcando el ritmo de lo inevitable.
Al llegar a la planta alta, giramos hacia la segunda puerta. Rolando la abrió con calma y entramos en una habitación amplia, con una cama matrimonial justo en el centro. La puerta se cerró detrás de mí con un suave clic, el seguro girando como si marcara el punto de no retorno.
Rolando no perdió el tiempo y sus labios encontraron nuevamente los míos, reclamándolos con intensidad. Respondí sin vacilar, dejándome llevar por el calor del momento. Sus manos, firmes pero cuidadosas, se deslizaron hasta mis pechos, explorando con una mezcla de urgencia y ternura que aceleraba mi respiración. Mis propias manos buscaron su abdomen, sintiendo los contornos definidos de su cuerpo a través de la tela.
Cuando noté su mano derecha luchando con los botones de mi blusa, retrocedí apenas unos centímetros para facilitarle el movimiento. Aproveché el momento para tomar los bordes de su playera y levantarla, dejándola caer al suelo. Su torso quedó expuesto, firme y atractivo, y no pude evitar trazar un camino con la yema de mis dedos por su piel cálida mientras él desabrochaba el último botón de mi blusa, empujándola hacia atrás para dejarla caer.
Su boca encontró el camino al espacio entre mis pechos, su aliento cálido enviando escalofríos por mi piel. Con precisión, liberó el broche de mi bra, que cayó al suelo sin que yo pudiera siquiera procesarlo, y en un instante, su lengua comenzó a jugar con uno de mis pezones. Mi respiración se volvió errática, y un jadeo escapó de mis labios y la humedad de mi entrepierna total, mientras mis manos se perdían en el poco cabello que adornaba su cabeza, aferrándome a él como si necesitara algo a lo cual sostenerme en medio de las olas de placer que me recorrían.
El calor entre nosotros era palpable, cada movimiento más atrevido que el anterior. Su boca dejó mi piel, y mis manos, como obedeciendo un instinto propio, buscaron el botón de su pantalón. Con rapidez y una extraña seguridad, lo desabroché y bajé la cremallera. La tela cayó con facilidad, revelando su pene erecto con la cabeza roja y con cierto brillo debido al líquido preseminal que ya se dejaba ver. Lo tomé con ambas manos y pasé mi pulgar sobre la cabeza, esparciendo todo ese líquido por toda su cabeza, Rolando cerró los ojos, inclino su cabeza hacia atrás, yo me puse de rodillas, y comencé a recorrer todo el largo de ese maravilloso pene con mi lengua, hasta llegar a la punta y después metérmela en la boca, lo comencé a chupar arriba y abajo, ayudándome con mi mano derecha, mientras que con la izquierda acariciaba sus testículos.
Rolando, visiblemente encendido, tomó la iniciativa con una intensidad que apenas podía procesar. Me levantó con una facilidad que me dejó sin aliento y me llevó directamente a la cama, colocándome de rodillas sobre ella. Sus manos, firmes pero delicadas, comenzaron a despojarme de mi pantalón, cada movimiento deliberado aumentando la tensión que ya sentía en mi interior. Una vez tumbada, él deslizó sus dedos entre mi piel y el elástico de mis bragas, retirándolas lentamente, tomándose su tiempo como si quisiera saborear cada segundo de anticipación.
Yo no podía esperar más; la excitación era un río desbordado. Apenas mis bragas estuvieron fuera, utilicé mis piernas para atraerlo hacia mí, cerrando cualquier distancia entre nuestros cuerpos. La penetración fue sencilla, casi natural, facilitada por la posición de mis piernas y la humedad evidente de mi entrepierna. Sentirlo dentro de mí era como si una chispa recorriera todo mi ser. Él recorrió mi cuello con su boca, dejando besos y mordiscos que enviaban escalofríos por mi piel, mientras mis uñas se clavaban en su espalda con un fervor que ni yo misma reconocí
Era como si toda la tensión acumulada durante el día hubiera encontrado un punto de liberación. Pero esto no iba a ser solo su momento; yo también tenía planes para nosotros. Con decisión, mi mano derecha buscó su costado, aplicando una leve presión sobre sus costillas hasta que logré que rodara sobre la cama. Tomé el control y me coloqué a horcajadas sobre él.
Mi mano izquierda buscó su erección, guiándola hacia la entrada de mi cuerpo, húmeda y palpitante. Su mirada, una mezcla de sorpresa y deseo, me electrizó, y justo cuando parecía que iba a decir algo, me dejé caer sobre él. La profundidad y el vigor de la penetración nos arrancaron gemidos simultáneos. Mis caderas comenzaron a moverse, subiendo y bajando sobre su imponente falo, cada movimiento llevando mi placer a nuevas alturas. Sus manos se aferraban a mis caderas, y el gesto en su rostro me decía que estaba disfrutando tanto como yo.
Queriendo alargar ese momento, incliné mi cuerpo hacia atrás, dejando que mis pechos se alzaran orgullosos, con los pezones apuntando hacia el techo. El ritmo de mis movimientos disminuyó ligeramente, permitiendo que ambos disfrutáramos de la conexión sin la urgencia de llegar al clímax tan pronto. Sus manos se relajaron, pero las mías no; me aferraba a él con la certeza de que esta noche sería inolvidable.
Entonces, con una fuerza que me sorprendió, Rolando se incorporó, sosteniéndome con firmeza mientras retomaba el control. Sus caderas comenzaron a moverse con un ritmo pausado, como si quisiera marcar el compás de nuestro placer compartido. El calor, los gemidos y la conexión entre nosotros se intensificaron aún más, prometiendo una noche que quedaría grabada en nuestra piel y memoria.
Poco a poco, nuestros cuerpos comenzaron a calmarse, aunque el sudor que nos cubría era testigo de la intensidad que acabábamos de compartir. Rolando, con su respiración aún agitada, me atrajo hacia él, sus labios buscándome en un beso lento, casi agradecido. Después, con una facilidad que solo aumentaba mi admiración por él, me levantó nuevamente para tenderme con suavidad sobre la cama. Me recosté, tratando de recuperar el aliento mientras relajaba mis piernas, pero él no me dio tregua.
Enseguida, sus dedos volvieron a explorarme, encontrando mi centro con precisión. Con una firmeza deliciosa, utilizó esa conexión para guiarse, penetrándome nuevamente desde atrás. Esta vez no había pausas ni titubeos; sus movimientos eran rápidos, urgentes, llenos de un frenesí compartido. Mi cuerpo reaccionaba a cada embestida, el placer construyéndose como una tormenta que se avecina. Mientras sus caderas marcaban un ritmo implacable, una de sus manos sujetaba mi pierna, elevándola en el aire, aumentando la profundidad de cada entrada.
Cada vez lo sentía más dentro de mí, cada embestida haciendo que mi interior lo envolviera con más fuerza, como si mi cuerpo lo reclamara por completo. Y entonces, lo sentí: esa electricidad que comenzaba en mi núcleo, expandiéndose como un torrente, subiendo por mi columna hasta explotar en cada fibra de mi ser. Espasmos intensos recorrieron mi cuerpo, robándome el aliento, dejándome completamente vulnerable. Apenas había terminado de estremecerme cuando sentí sobre mi espalda el impacto cálido de varios chorros, su respiración pesada junto a mi oído y los gemidos roncos que me hacían saber que él también había alcanzado su límite.
Me dejé caer rendida sobre el colchón, completamente satisfecha, disfrutando del eco de nuestras respiraciones acompasadas. Por un momento, el mundo se detuvo y solo existíamos nosotros dos en esa habitación. Sin embargo, su mano no tardó en volver a mí, acariciando mi pecho antes de pellizcar con suavidad mi pezón, provocándome un escalofrío que me hizo pensar que podría seguir así toda la noche.
Pero una inquietud comenzó a instalarse en mi mente. A pesar de lo increíble que estaba siendo, no podía ignorar la realidad de la fiesta que transcurría bajo nosotros, ni el hecho de que todos nos habían visto subir las escaleras. Algo me decía que lo mejor sería dejar que la noche terminara aquí, al menos por ahora. Después de todo, ¿quién sabe? Tal vez el destino se encargaría de que este no fuera nuestro último encuentro.
Esa noche, después de terminar la velada con sus amigos, Rolando me llevó a mi casa. Aunque lo que había pasado entre nosotros había sido algo intenso, no se convirtió en un vínculo más allá de lo que fue: una serie de momentos compartidos y una conexión que no pedía nada más. Mi relación con Sergio comenzó a deteriorarse poco a poco, y aunque en su momento intenté no atribuirlo a mi situación con Rolando, quizás algunas de las actitudes que surgieron sí fueron influenciadas por lo sucedido.
Un par de meses después, mi relación con Sergio llegó a su fin. No había sido algo planeado, pero las circunstancias nos llevaron por caminos diferentes. A pesar de las especulaciones, nunca hubo una relación seria con Rolando. Él mismo dejó claro que no buscaba compromisos y lo que pasó entre nosotros fue solo una etapa que se cerró de manera natural.
Mi vida siguió adelante, con las lecciones que esos momentos me dejaron. Aunque Rolando también pasó a formar parte de mi pasado, aún conservo algunas amistades de aquellas tertulias que compartimos. La vida es impredecible, y aunque algunos capítulos se cierran, otros nuevos siempre están por escribirse. Pero eso es tema para otro relato.
Por favor recuerden que sus comentarios son bienvenidos ya saben cómo contactarme, besos, MaryCarmen
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