Placeres Prohibidos – Ángel del incesto

Desde que Elizabeth descubrió el encuentro ardiente entre Diego y Atziry en el baño, sentía los celos como un fuego que le quemaba el pecho. La imagen de su hija, entregada al placer con su sobrino, se repetía en su mente, pero el deseo que sentía por Diego era más fuerte que cualquier resentimiento. Resignada, aceptó la realidad: tanto ella como Atziry se habían convertido en las amantes de Diego, putas rendidas a su verga, cogiendo con él en una danza de lujuria que las consumía. Cada encuentro con Diego era una explosión de placer, sus cuerpos sudados entrelazándose en rincones ocultos de la casa, sus gemidos resonando en la penumbra. Elizabeth, con sus senos prominentes temblando bajo sus blusas ajustadas y su vagina palpitando por él, sabía que haría lo que fuera para seguir siendo suya, incluso si eso significaba compartirlo.

Atziry, ajena al pacto silencioso entre su madre y Diego, vivía en su propia burbuja de deseo. Una mañana, apareció en la cocina con una tanga blanca que apenas cubría sus nalgas, la tela fina se hundía en su piel, dejando poco a la imaginación. Su blusa de tirantes, translúcida y pegada a su cuerpo, revelaba los contornos de sus senos, los pezones rosados endurecidos marcándose como si gritaran por atención. Caminaba con una sensualidad descarada, sus caderas se balanceaban mientras preparaba café, el aroma de su perfume cítrico llenaba el aire. Diego, sentado en la mesa, no pudo resistirse. Cuando Atziry pasó a su lado, su mano se disparó hacia su nalga derecha, apretándola con fuerza, sus dedos se hundieron en la carne firme. Mantuvo la mano ahí, acariciándola lentamente durante varios segundos, un gesto posesivo que hizo que Atziry sonriera, mordiéndose el labio inferior mientras un calor líquido crecía entre sus muslos.

Elizabeth, de pie junto a la encimera, sintió una punzada de celos que le atravesó el cuerpo como un cuchillo. Sus ojos miel se entrecerraron, observando la mano de Diego en la nalga de su hija, la forma en que Atziry se arqueaba ligeramente, disfrutando del contacto. La blusa de Elizabeth, ajustada a sus curvas, dejaba ver el movimiento de sus senos mientras su respiración se aceleraba, el deseo y la furia se mezclaban en su interior. Quería gritar, reclamar a Diego como suyo, pero se contuvo, apretando los puños. Sabía que él la estaba provocando, que ese toque descarado era una prueba de su poder sobre ambas. Su vagina, traicionándola, palpitó al imaginar a Diego tomándola con la misma intensidad, su verga llenándola como lo hacía con Atziry.

Atziry, ignorante de los celos de su madre, se giró hacia Diego, su tanga blanca brillando bajo la luz de la cocina, y le lanzó una mirada cargada de invitación antes de continuar con su rutina. Elizabeth, con el corazón latiendo desbocado, se obligó a mantener la calma, su cuerpo vibraba con una mezcla de deseo y posesividad.

Atziry, aun sintiendo el calor de la mano de Diego en su nalga, notó la mirada de su madre desde la encimera de la cocina. Los ojos miel de Elizabeth, cargados de una intensidad que no pudo descifrar, la observaron en silencio, pero sin reprenderla. Para Atziry, esa falta de reacción fue una señal tácita, una autorización implícita para seguir dejando que Diego la tocara con esa posesión descarada. Ignorante de que su madre sabía del fuego que ardía entre ella y su primo, Atziry decidió aprovechar el momento. Con un tono coqueto, sus caderas se balancearon ligeramente bajo la tanga que apenas cubría sus nalgas, se acercó a Elizabeth. —Mamá, ¿me dejas hacer una fiesta el viernes por la noche? —preguntó, con voz melosa, y un dejo juguetón en sus ojos café claro.

Elizabeth, con los brazos aún cruzados bajo sus senos prominentes, frunció el ceño, su falda ajustada marcaba las curvas de sus caderas. —No sé, hija, no me parece buena idea —respondió, con tono firme pero vacilante. Atziry, sin rendirse, dio un paso más cerca, su perfume cítrico llenó el aire. —Por favor, mamá, tú también puedes estar ahí —insistió, y en un gesto audaz, colocó ambas manos sobre los senos de Elizabeth, levantándolos ligeramente bajo la blusa. —Te pones un vestido provocativo para que luzcas estos melones —dijo, rozando con sus dedos la tela, sintiendo la firmeza de los senos de su madre, un movimiento que era tanto provocación como desafío. Elizabeth, sorprendida, sintió un rubor subir por sus mejillas, pero no apartó las manos de su hija. El contacto, inesperado y cargado de una intimidad extraña, la hizo estremecerse, su vagina palpitaba bajo la falda mientras la halagaban.

—Está bien, hija —cedió Elizabeth, su voz se suavizó, con un destello de picardía en sus ojos mientras miraba a Diego, que observaba desde la mesa con una sonrisa contenida. —Pero no te pongas celosa si ese día me robo todas las miradas —añadió, guiñándole un ojo a su sobrino. La idea que cruzó su mente era incendiaria: quería cogerse a Diego en la fiesta, frente a todos, un acto de posesión para demostrarle a Atziry que ella era la verdadera dueña de esa verga que ambas adoraban. Quería que su hija viera cómo Diego se rendía a sus curvas, cómo su cuerpo temblaba bajo sus caricias, dejando claro que Atziry solo tenía prestado lo que en verdad le pertenecía a ella.

Atziry, ajena a los planes de su madre, sonrió con complicidad, lanzándole una mirada a Diego que prometía más. Elizabeth, con el corazón acelerado y los celos aun ardiendo en su pecho, sintió una mezcla de deseo y desafío.

El jueves antes de la fiesta, Atziry se encontraba fuera de casa disfrutando el día con unas amigas, Diego y Elizabeth encontraron un momento robado en el silencio del departamento. Elizabeth, sentada a horcajadas sobre Diego en el sillón del salón, sentía el calor de su cuerpo bajo ella. Su falda ajustada se había deslizado hacia arriba, revelando los muslos blancos y la tela fina de una tanga de encaje negro que se hundía entre sus nalgas. Sus senos prominentes, apretados contra la blusa, rozaban el pecho de Diego mientras se besaban con una pasión desenfrenada, sus lenguas danzaban en un frenesí que llenaba el aire con el sonido húmedo de sus labios. Diego, con las manos hundidas en las nalgas de su tía, las apretaba con fuerza, sintiendo la carne suave ceder bajo sus dedos. —Mañana, tía, quiero que seas la más puta de todas en la fiesta —susurró contra su boca, su voz era grave y cargada de deseo—. Ponte un vestido corto, uno que tengas, que deje ver este par de nalgas perfectas y con un escote que muestre tus tetas. Quiero que todos te miren, que te deseen.

Elizabeth, con la respiración agitada, sintió un escalofrío recorrerla, sus pezones se endurecían bajo la blusa mientras la idea la encendía y avergonzaba a partes iguales. —Pero, Diego, ¿cómo crees? —respondió, su voz temblaba, un rubor subía por sus mejillas—. Ya estoy muy mayor para andar con esas cosas. —Sus palabras, teñidas de inseguridad, fueron cortadas por la mirada endurecida de Diego. Su tono se volvió firme, casi amenazante. —¿No has entendido, ¿verdad? —dijo, sus manos apretaron sus nalgas con más fuerza, haciéndola jadear—. Si yo te digo que hagas algo, lo haces. Eres mi puta, tía. Si no, no habrá más verga para ti. Solo será para tu hijita. —Las palabras, crudas y dominantes, golpearon a Elizabeth como un látigo, su vagina palpitaba bajo la tanga al imaginar a Diego reservando su deseo solo para Atziry.

Sin pensarlo, Elizabeth se lanzó hacia él, sus labios chocaban con los de Diego en un beso apasionado, desesperado. —Perdóname, sobrino, soy una tonta —gimió entre besos, su cuerpo temblaba de deseo mientras se rendía por completo—. Seré la más puta de la fiesta, te lo prometo. —Diego, satisfecho, correspondió su beso, sus manos recorrieron su espalda, atrayéndola más cerca. —Mámame la verga ahora mismo —ordenó, su voz era un gruñido que vibró contra su piel. Elizabeth, ansiosa por complacerlo, se levantó del sillón, dejando caer su falda al suelo en un movimiento rápido, la tanga de encaje negro relució bajo la luz. Diego, con igual urgencia, se bajó los pantalones y el bóxer, liberando su verga dura, palpitante, lista para ella.

Elizabeth se puso de cuclillas frente a él, sus rodillas rozaban el suelo, sus manos temblaban de excitación mientras tomaba el miembro de Diego con ambas manos. Lo masturbó lentamente al principio, sus dedos se deslizaban por la piel caliente, sintiendo cada vena bajo su toque. Luego, con un hambre que no ocultaba, se inclinó y engulló la verga, sus labios la envolvieron con una avidez que arrancó un gemido profundo de Diego. Su lengua danzó alrededor de la punta, lamiendo con precisión antes de deslizarse hacia abajo, tomando más de él en su boca. El salón, impregnado del aroma de su deseo y el sonido húmedo de su mamada, era un escenario donde Elizabeth, rendida al dominio de Diego, sellaba su promesa de ser suya, dispuesta a todo para mantenerlo.

Con la tanga de encaje negro aún puesta, deslizó su mano derecha bajo la tela, sus dedos encontraron su clítoris hinchado, masajeándolo con movimientos rápidos que enviaban chispas de placer por su cuerpo. Su vagina, empapada, acogió dos dedos que se deslizaban con facilidad, imaginando que era la mano de Diego la que la exploraba, sus dedos fuertes se hundían en su calor. Esta fantasía la encendió aún más, y su boca se volvió voraz alrededor de la verga de su sobrino. Sus labios, húmedos y apretados, se deslizaban por el miembro duro, ensalivándolo con una dedicación que llenaba el salón con sonidos húmedos y carnales. Cada lengüetazo, cada succión profunda, resonaba en la casa, mezclándose con arcadas suaves cuando la verga llegaba al fondo de su garganta, haciendo que lágrimas brotaran de sus ojos miel, deslizándose por sus mejillas ruborizadas.

Elizabeth, perdida en su tarea, se atragantaba con una mezcla de devoción y lujuria, su lengua danzaba alrededor de la punta antes de engullir todo el miembro, sintiendo las venas bajo su paladar. Su mano libre acariciaba los testículos de Diego, rozándolos con suavidad, mientras su otra mano seguía frotando su clítoris, sus dedos estaban empapados por sus jugos. Diego, con los ojos en blanco, gruñía de placer, su cuerpo estaba tenso en el sillón mientras observaba a su tía entregarse con una pasión que lo llevaba al borde. —Tía, qué bien lo haces —masculló, su voz estaba rota por el éxtasis, mientras ella, con lágrimas brillando en su rostro, redoblaba sus esfuerzos, decidida a darle el mejor oral de su vida.

Tras casi veinte minutos de esta danza febril, el aire estaba cargado con el aroma de su deseo, y parecía que estaban a punto de pasar a un frenesí aún más intenso. Diego, incapaz de contenerse, colocó una mano en la nuca de Elizabeth, sus dedos se enredaron en su cabello rubio mientras empujaba su verga más profunda en su garganta. Ella, gimiendo contra su piel, acogió el movimiento, su garganta se contrajo alrededor de él, el sonido de sus arcadas llenaba el espacio. Pero justo cuando el placer amenazaba con desbordarlos, un sonido agudo rompió el hechizo: el tintineo de llaves forcejeando en la cerradura de la puerta principal. Elizabeth, con la verga aún en su boca, abrió los ojos de golpe, el pánico se mezcló con el calor que palpitaba entre sus piernas. Diego, congelado por un instante, soltó su agarre, ambos atrapados en la tensión de una interrupción que amenazaba con exponer su secreto ardiente.

La puerta principal se abrió de golpe, y Atziry entró al departamento, el aire cargado de un aroma que le era intensamente familiar: el olor crudo y embriagador de la verga de su primo. Sus sentidos se encendieron, y sin dudarlo, se apresuró hacia el salón, donde sus tacones resonaron en el suelo de madera. Al llegar, sus ojos se abrieron de par en par al encontrar a Diego en el sillón, con su mano envuelta alrededor de su verga dura, masturbándose con movimientos lentos y deliberados. La visión de su primo, con el torso desnudo y los músculos tensos, hizo que un calor líquido se disparara entre sus muslos. Elizabeth, alertada por el sonido de la puerta, se había escabullido con rapidez detrás de la barra de la cocina, agachada, su corazón latía desbocado mientras el aroma de su propia excitación aún estaba impregnaba en su piel.

—Primito, qué rica sorpresa me das —susurró Atziry, cargada de coquetería mientras se mordía el labio inferior, sus ojos recorriendo la verga de Diego, brillante y erecta—. Pero mi mamá está en casa, y si te ve así, no quiero que se le antoje. —Su tono era juguetón, pero con un dejo de posesividad. Diego, con una sonrisa pícara, se recostó en el sillón, su mano aun acariciaba su miembro. —Tranquila, primita, mi tía no ha llegado —mintió, su voz grave vibraba con desafío—. Por eso quise recibirte así, lista para mí. —Desde su escondite, Elizabeth tragaba saliva, el calor de los celos y el deseo se mezclaba en su pecho al escuchar la conversación. Su vagina palpitaba bajo la tanga de encaje negro, traicionada por la imagen mental de Diego y Atziry juntos.

—En ese caso, cógeme aquí mismo —respondió Atziry, dejando caer las bolsas de compras al suelo con un ruido sordo. Sin perder un segundo, se deshizo de su vestido amarillo, el tejido se deslizaba por su cuerpo hasta revelar un conjunto de lencería del mismo color, el sujetador y la tanga abrazaban su piel blanca como un contraste ardiente. Los encajes apenas contenían sus senos firmes, los pezones rosados eran visibles a través de la tela fina, mientras la tanga se hundía entre sus nalgas, destacando su figura esbelta. Diego, con los ojos brillando de lujuria, gruñó de aprobación. —Estás buenísima, prima —dijo, abriendo los brazos para recibirla mientras ella se lanzaba hacia él.

Atziry se subió al sillón, a horcajadas de Diego, sus muslos abiertos lo rodearon mientras sus labios se encontraban en un beso apasionado. Sus lenguas se entrelazaron con urgencia, explorando con un hambre que llenaba el salón con el sonido húmedo de sus bocas. Las manos de Diego recorrieron la espalda de Atziry, deslizándose bajo la tanga para apretar sus nalgas, sintiendo la carne suave ceder bajo sus dedos. Ella, gemía contra su boca, frotó su pelvis contra la verga dura de Diego, la tela de su lencería se empapaba con sus jugos. Elizabeth, desde su escondite, apretó los muslos, su respiración era pesada mientras el espectáculo de su hija y su sobrino encendía un fuego de celos y deseo que amenazaba con consumirla.

Diego y Atziry, envueltos en un torbellino de deseo, se dejaron caer sobre el sillón del salón, sus cuerpos estaban ansiosos por fundirse una vez más. Diego, con una mirada cargada de desafío, deslizó la tanga amarilla de Atziry por sus muslos, la tela fina rozó su piel antes de que la arrancara por completo. Con un gesto deliberado, la aventó hacia la cocina, donde aterrizó cerca de la barra tras la cual Elizabeth permanecía escondida. El acto fue una provocación directa, una señal para su tía de lo que estaba por suceder. Elizabeth, agachada, vio la prenda caer como un trofeo de la lujuria de Diego, su corazón latía con una mezcla de celos y excitación. Bajó el rostro hacia el suelo, su respiración era agitada mientras debatía internamente si salir y detener el espectáculo o rendirse al deseo que la consumía al imaginar a Diego poseyendo a su hija.

Atziry, ajena a la presencia de su madre, abrió las piernas ampliamente, sus muslos relucían con los jugos que ya empapaban su vagina depilada. —Métemela antes de que llegue mi mamá —susurró con una voz ronca, sus ojos brillaban con lujuria—. Aunque, la verdad, no me importa si se entera. Soy tu puta, primo, y eso me encanta. —Sus palabras, crudas y desafiantes, hicieron que la verga de Diego palpitara con urgencia. Sin preámbulos, aprovechando la humedad que goteaba entre los labios de su prima, se hundió en ella de una sola estocada, su miembro grueso irrumpió en su vagina con una fuerza que arrancó un gemido apasionado de Atziry. Sus caderas se alzaron para encontrarse con él, moviéndose al ritmo de sus embestidas, un baile carnal que llenaba el salón con el sonido húmedo de sus cuerpos chocando.

Diego, con un gruñido de placer, desabrochó el brasier amarillo de Atziry, liberando sus senos firmes, los pezones rosados estaban erectos bajo la luz tenue. Se inclinó sobre ella, su boca devoraba las tetas con una brusquedad que la hacía arquearse. Lamía y mordisqueaba los pezones con avidez, su lengua trazaba círculos mientras sus manos apretaban la carne suave, dejando marcas ligeras en su piel blanca. Atziry, perdida en el éxtasis, gemía sin control, sus caderas se movían más rápido, su vagina se apretaba alrededor de la verga de Diego con cada embestida. —Sí, primo, así, cógeme más duro —jadeó, sus manos se enredaban en el cabello de Diego, atrayéndolo más contra sus senos mientras el placer la consumía.

Desde su escondite, Elizabeth, con la tanga de su hija a centímetros, sentía su vagina palpitar bajo la falda, sus propios jugos humedecían su ropa interior.

Sentía los celos y el deseo arder en su interior mientras los gemidos de Atziry y el sonido rítmico de las embestidas de Diego resonaban desde el salón. La cogida entre su hija y su sobrino se volvía más intensa, los jadeos de Atziry llenaban el aire con una pasión que hacía vibrar el cuerpo de Elizabeth. Incapaz de resistirse, tomó una decisión impulsada por la lujuria. Con dedos temblorosos, recogió la tanga amarilla de Atziry, que yacía en el suelo como un trofeo de la audacia de Diego. La acercó a su rostro, inhalando profundamente el aroma embriagador de los jugos de su hija, un olor dulce y salado que encendió un fuego en su entrepierna. Con un impulso casi animal, lamió la tela justo donde la humedad de Atziry había dejado su marca, saboreándola como si fuera una paleta de hielo, su lengua se deslizaba por el encaje con una mezcla de deseo y amor.

Consumida por la excitación, se acostó en el suelo de la cocina, el frío del azulejo contrastó con el calor abrasador de su piel. Deslizó su propia tanga negra por sus muslos, dejándola a un lado, y comenzó a masturbarse con la prenda de Atziry, frotándola contra su clítoris hinchado. Sus dedos, empapados por sus propios jugos, presionaban la tela contra su vagina, cada roce enviaba descargas de placer que la hacían arquearse. Con la otra mano, levantó su brasier, liberando sus enormes senos, que rebotaron libres, sus pezones estaban endurecidos. Los lamía con avidez, su lengua trazaba círculos alrededor de ellos, mientras los apretaba con fuerza, imaginando que era Diego quien los devoraba, mientras hundía su verga en su vagina en lugar de la de Atziry.

Los gemidos de su hija, cada vez más altos y desesperados, amplificaban su excitación. Elizabeth, perdida en su fantasía, imaginaba que era ella a quien Diego embestía, su cuerpo temblaba bajo sus manos fuertes. El roce de la tanga de Atziry contra su clítoris la llevaba al borde, su vagina palpitaba mientras sus jugos goteaban por sus muslos. Pero en un instante de éxtasis, un gemido agudo escapó de sus labios, rompiendo el silencio de la cocina. Al darse cuenta, el pánico la atravesó. Rápidamente se tapó la boca con una mano, su respiración era agitada mientras dejaba caer la tanga de Atziry donde la había encontrado. Con el corazón latiendo desbocado, se levantó del suelo, con sus senos aún expuestos y su vagina empapada, se escabulló sigilosamente hacia su habitación, cada paso era un esfuerzo por no hacer ruido. Cerró la puerta lentamente, el clic apenas fue audible, mientras el eco de los gemidos de Atziry y Diego seguía resonando en su mente.

Sumidos en un torbellino de éxtasis, sus cuerpos entrelazados en el sillón, envueltos en una lujuria que parecía consumir el aire a su alrededor. Atziry, con las piernas abiertas y su vagina empapada, sentía la verga gruesa de Diego hundiéndose en ella con cada embestida, llenándola hasta el límite. Sus senos desnudos, libres tras la caída de su brasier amarillo, rebotaban con cada movimiento, los pezones rosados endurecidos bajo las caricias bruscas de su primo. Diego, con los ojos oscuros brillando de deseo, besaba apasionadamente a Atziry, sus labios devoraban los suyos en un choque húmedo y febril. Su lengua exploraba su boca, luego descendía a su cuello, lamiendo la piel bronceada, dejando un rastro de saliva antes de hundirse en sus senos, chupando los pezones con una avidez que arrancaba gemidos agudos de su prima.

—Primita, eres mía —gruñó Diego contra su piel, su voz ronca mientras sus manos apretaban las caderas de Atziry, guiándola para que sus movimientos se sincronizaran con los suyos. Cada embestida era profunda, su verga rozaba cada rincón de su vagina húmeda, haciendo que Atziry gritara sin control, sus gemidos resonaban en la sala, ajena a cualquier otra presencia en la casa. El riesgo de estar cogiendo a metros de donde Elizabeth se escondía, detrás de la barra de la cocina, encendía a Diego aún más, su excitación era amplificada por la audacia de su acto prohibido. Atziry, perdida en el placer, sentía su cuerpo al borde del colapso, cada penetración la llevaba más cerca de un orgasmo que prometía ser devastador. —Sigue, primo, cógeme más fuerte —jadeó, sus manos se enredaban en el cabello de Diego, atrayéndolo hacia sus senos mientras sus caderas se movían con desesperación.

Justo cuando el placer amenazaba con estallar, un gemido suave pero inconfundible llegó desde la cocina, rompiendo la concentración de Atziry. Sus se abrieron de golpe, su cuerpo se tensó mientras intentaba identificar el sonido. Por un instante, su oído se agudizó, buscando más pistas, pero el silencio que siguió la hizo dudar. Diego, demasiado inmerso en el ritmo de sus embestidas, no notó su distracción, sus manos apretaban las nalgas de Atziry mientras seguía penetrándola con fuerza. Ella, decidiendo ignorar el ruido, volvió a entregarse al momento, sus gemidos retomaron su intensidad mientras sus caderas se movían con más urgencia. —Hazme venir, primo —susurró, su voz rota por el deseo, mientras su vagina se contraía alrededor de la verga de Diego, llevándolos a ambos al borde de un clímax compartido.

Atziry, se mantuvo concentrada en el placer que Diego le arrancaba, estaba a segundos de un orgasmo que la haría temblar, su cuerpo estaba completamente rendido al hombre que la poseía sin reservas.

Ambos alcanzaron el clímax en un estallido sincronizado que los dejó temblando. Sus orgasmos, intensos y devastadores, los envolvieron en una ola de placer que resonó en el salón. Atziry, con su vagina palpitando alrededor de la verga de Diego, sintió chorros calientes de semen llenarla, mezclándose con sus propios jugos que goteaban por sus muslos. Diego, gruñendo, apretó sus nalgas con fuerza, su cuerpo se estremeció mientras vaciaba cada gota en su interior. Durante varios minutos, permanecieron así, agitados, abrazándose con una intimidad que contrastaba con la ferocidad de su acto. Sus labios se encontraron en besos tiernos, sus lenguas se mezclaban suavemente, mientras sus respiraciones pesadas llenaban el aire cargado del aroma de su sexo.

Cuando sus cuerpos comenzaron a calmarse, Atziry, con los senos aún desnudos y los pezones sensibles al roce, rompió el silencio. —Tenemos que vestirnos antes de que llegue mi mamá —susurró, con voz suave pero teñida de urgencia, mientras se deslizaba del regazo de Diego, su vagina aún húmeda goteaba ligeramente. Diego, manteniendo la mentira que había tejido, asintió con una sonrisa cómplice. —Sí, primita, mejor apurémonos —respondió, poniéndose de pie para recoger su bóxer y el pantalón, la tela se ajustó a su miembro aún sensible. Atziry, mientras tanto, buscó su tanga amarilla por la sala, sus caderas se balanceaban mientras revisaba el sillón y el suelo. —¿A dónde aventaste mi tanguita, Diego? —preguntó, su tono era algo alterado, un dejo de frustración en su voz mientras su piel blanca relucía bajo la luz, su vagina depilada estaba expuesta ante la mirada hambrienta de su primo.

—Creo que cayó en la cocina —respondió Diego, su voz fue vacilante al darse cuenta de su error. La mención de la cocina, donde Elizabeth permanecía escondida, hizo que su corazón se acelerara. Atziry, sin captar la implicación, frunció el ceño y se dirigió rápidamente hacia la barra, su cuerpo desnudo se movía con una sensualidad natural. —Espera, yo te la traigo —dijo Diego, apresurándose tras ella, el pánico crecía en su pecho. Pero Atziry, ignorándolo, llegó primero y encontró la tanga amarilla en el suelo, justo donde había caído tras el gesto provocador de Diego. Para alivio de él, no había rastro de Elizabeth, quien se había escabullido momentos antes.

Atziry levantó la prenda, sosteniéndola entre sus dedos, y frunció el ceño. —Qué extraño, no recuerdo haberla dejado tan mojada —murmuró, llevándola a su nariz. Un aroma delicioso, pero diferente al suyo, invadió su olfato: una mezcla dulce y almizclada que no reconoció de inmediato. Sus ojos se entrecerraron, una chispa de curiosidad cruzó su mente, pero guardó silencio, decidiendo no profundizar en el misterio. Diego, observándola, sintió un alivio momentáneo, aunque su mirada seguía fija en la vagina depilada de su prima, aún brillante por sus fluidos mezclados.

Ambos terminaron de vestirse en silencio, Atziry deslizó la tanga húmeda por sus muslos, el encaje abrazaba sus nalgas mientras se ponía el vestido amarillo. Juntos, acomodaron el sillón, borrando las evidencias de su encuentro apasionado. Luego, Atziry, con una sonrisa traviesa, se dirigió al baño para ducharse, dejando a Diego solo en la sala, el eco de su orgasmo aun vibraba en su cuerpo.

A la mañana siguiente, el aroma del café recién hecho llenaba la cocina, donde Diego y Elizabeth compartían un desayuno en una calma tensa. Elizabeth, con una blusa ajustada que marcaba sus senos prominentes y una falda que abrazaba sus caderas, cortaba fruta con movimientos precisos, aunque su mente estaba atrapada en los celos y el deseo que la consumían desde el encuentro en la sala. Diego, sentado a la mesa, con una camiseta que delineaba sus músculos y unos jeans ajustados, sorbía su café, su mirada estaba cargada de una confianza que rozaba la arrogancia. El silencio entre ellos vibraba con una tensión sexual no expresada, hasta que el sonido de pasos ligeros rompió la escena.

Atziry salió de su habitación, su figura estaba envuelta en un babydoll morado de tule casi transparente, una prenda que dejaba poco a la imaginación. La tela etérea se adhería a su piel blanca, revelando los contornos de sus senos firmes, los pezones rosados endurecidos eran claramente visibles bajo la luz de la mañana. No llevaba nada debajo, su vagina depilada estaba expuesta bajo el borde del babydoll, un desafío descarado que hizo que el aire se cargara de inmediato. Caminó hacia la cocina con una sensualidad deliberada, sus caderas se balanceaban, consciente de que los ojos de Diego y Elizabeth seguirían cada movimiento. Era una provocación calculada, una prueba para ver cómo reaccionaría su madre ante su descarada exhibición.

Elizabeth, al verla, dejó caer el cuchillo con un tintineo, sus ojos se abrieron con una mezcla de incredulidad y furia contenida. —¡Atziry, vete a vestir decentemente! —espetó, con voz cortante mientras cruzaba los brazos bajo sus senos, haciendo que la blusa se tensara aún más—. ¡Aquí está tu primo presente!

Atziry, con una sonrisa traviesa, se detuvo junto a la mesa, dejando que la luz resaltara la transparencia de su babydoll, sus pezones y la curva de su pelvis quedaron expuestos sin pudor. Diego, sin perder un segundo, intervino con un tono juguetón y provocador. —Por mí no te preocupes, tía —dijo, mientras recorría con la mirada el cuerpo de Atziry con un hambre evidente—. Si mi primita quiere vestirse así, no tengo inconveniente. Además, se ve riquísima. —Su voz, ahora estaba cargada de deseo, hizo que un escalofrío recorriera la piel de Atziry, su vagina palpitó bajo la tela fina.

Elizabeth, con los celos ardiendo en su pecho, sintió un calor traicionero entre sus muslos, su propia excitación la traicionaba. —Diego, por favor, respeta a tu prima —replicó, con tono firme pero tembloroso, sus manos se apretaron contra la encimera—. O al menos respétenme a mí. —Sus palabras intentaban sonar autoritarias, pero el rubor en sus mejillas y el brillo en sus ojos revelaban el conflicto interno entre su indignación y el deseo que Diego despertaba en ella.

Interrumpiendo la reprimenda de su madre, Atziry alzó la voz con un tono juguetón pero firme. —Ya, mamá, ahorita voy a ponerme otra cosa, no te alteres —dijo con picardía mientras se apoyaba en la mesa—. Por cierto, la fiesta de hoy será de disfraces, así que piensen en su mejor opción. —Con un movimiento deliberado, dio media vuelta, el babydoll se levantó lo suficiente para exponer sus nalgas blancas, redondas y firmes.

Diego, incapaz de contenerse, se puso de pie en un impulso, sus jeans ajustados marcaban la erección que crecía ante la visión. Con un movimiento rápido, su mano impactó contra la nalga derecha de Atziry, el sonido de la nalgada resonó en la cocina. La piel blanca de su prima se tiñó de un rojo tenue, la marca de su mano se grabó como un sello de posesión. Atziry dejó escapar un gemido, mitad queja, mitad placer, y giró el rostro hacia él, mordiéndose el labio. —Travieso —susurró, su voz estaba llena de coquetería, antes de caminar hacia su habitación, sus caderas se balancearon con una sensualidad que desafiaba a ambos.

Cuando Atziry desapareció, Diego volvió a sentarse frente a Elizabeth, quien apretaba su taza de café, sus senos prominentes subían y bajaban bajo la blusa con cada respiración agitada. Los celos ardían en sus ojos miel, pero Diego no le dio tiempo a procesarlos. —Ya la oíste, tía, será de disfraces —dijo, su voz era autoritaria, inclinándose hacia ella hasta que sus rostros estuvieron a centímetros—. Pero eso no cambia nada. Quiero que te vistas como te dije: el vestido más corto que tengas, con un escote que deje ver esas tetas perfectas. Serás la más puta de todas, porque te voy a coger frente a todos. —Sus palabras, crudas y dominantes, hicieron que un escalofrío recorriera el cuerpo de Elizabeth, su vagina palpitó bajo la falda mientras imaginaba la escena.

Sin esperar respuesta, Diego se acercó más, tomando su rostro entre sus manos y la besó con una pasión que le robó el aliento. Sus labios se fundieron, sus lenguas se entrelazaron en un baile húmedo, mientras sus manos bajaron para apretar las caderas de Elizabeth, sintiendo la curva de sus nalgas bajo la tela. Ella, rendida al deseo, correspondió el beso con igual intensidad, un gemido quedó atrapado en su garganta. Cuando se separaron, Diego se levantó, dejándola sola en la cocina, sentada con su café, su rostro estaba ruborizado y una sonrisa traviesa curvó sus labios. La idea de ser tomada por Diego frente a todos, en una exhibición pública de su sumisión, no la incomodaba; al contrario, la encendía, su cuerpo vibró con la promesa de ser reclamada por él en la fiesta.

La cocina, impregnada del aroma del café y la tensión sexual que aún flotaba, era testigo de la audacia de Diego y la rendición de Elizabeth, quien, sola con sus pensamientos, ya imaginaba el vestido que usaría para cumplir su mandato, lista para demostrar que ella también podía ser la reina de su deseo.

La noche de la fiesta transformó el pequeño departamento en un hervidero de risas, música pulsante y deseo latente. Los invitados llegaban en un goteo constante, llenando el espacio con una energía vibrante pero cuidadosamente controlada por Atziry, quien había invitado justo a las personas necesarias para mantener un ambiente íntimo pero animado. Algunos lucían disfraces inspirados en la serie del momento, con capas oscuras y máscaras que destilaban misterio. Otros, más atrevidos, optaron por atuendos provocadores: vestidos ceñidos que marcaban curvas generosas, tops que apenas contenían senos voluptuosos y medias de rejilla que insinuaban más de lo que cubrían. Unos pocos se limitaron a pintar sus rostros como calaveras, los colores vibrantes destacando bajo las luces tenues, añadiendo un toque macabro pero sensual al ambiente.

Atziry, la reina de la noche se había disfrazado de Wednesday Addams, pero con un giro descaradamente erótico. Su vestido negro, tan corto que apenas rozaba la parte superior de sus muslos, dejaba al descubierto la curva inferior de sus nalgas blancas con cada paso, un espectáculo que atraía miradas hambrientas. El escote pronunciado del atuendo abrazaba sus senos firmes, la tela fina delineaba los pezones rosados que se endurecían con la emoción de la fiesta. Su piel pálida, casi luminosa bajo la luz suave, contrastaba con el negro del vestido, convirtiéndola en el centro de todas las miradas. Sin embargo, sus trenzas, parte esencial del disfraz, se deshacían, mechones sueltos caían sobre sus hombros y rompían la ilusión. Frustrada, Atziry se escabulló del bullicio, sus tacones resonaron mientras se dirigía al cuarto de su madre, decidida a encontrar algo que perfeccionara su look.

Entró a la habitación de Elizabeth, el aire estaba impregnado de un perfume floral que se mezclaba con la tensión sexual que Atziry llevaba consigo. La luz de una lámpara de mesa proyectaba sombras suaves sobre el tocador, donde comenzó a rebuscar en los cajones con dedos ansiosos, sus uñas pintadas de negro para el disfraz se deslizaban entre cosméticos, joyas y telas en busca de una cinta para el cabello. Cada movimiento hacía que el vestido se alzara, exponiendo más de sus nalgas, la piel blanca relucía como una invitación. Su vagina, apenas cubierta por una tanga de terciopelo negra que había elegido para provocar, palpitaba con el calor de la anticipación, sabiendo que Diego estaba en la fiesta, sus ojos oscuros siguiéndola, deseándola. Inclinada sobre el tocador, sus senos presionaban contra la tela, sus pezones endurecidos rozando el borde del escote, enviando escalofríos por su cuerpo.

Mientras buscaba una cinta para sus trenzas deshechas, sus dedos tropezaron con algo inesperado: un vibrador, escondido entre las telas. Atziry se quedó inmóvil por un instante, sus ojos brillaron con una mezcla de sorpresa y picardía. —Mi mamá es una cochinota —susurró para sí misma, una sonrisa traviesa curvó sus labios mientras miraba hacia la puerta para asegurarse de que estaba cerrada.

Confirmando su privacidad, Atziry encendió el vibrador, el zumbido suave resonó en la habitación silenciosa. Con un movimiento lento, deslizó su tanga de terciopelo a un lado, exponiendo su vagina depilada, ya reluciente por la excitación. Posicionó el juguete en la entrada de su vagina, el contacto inicial envió una descarga de placer que hizo que sus rodillas temblaran. Un gemido suave escapó de sus labios mientras el vibrador rozaba su clítoris, las vibraciones intensas hacían que su cuerpo se arqueara. Incapaz de sostenerse, se dejó caer sobre la cama de Elizabeth, el colchón crujió bajo su peso mientras abría las piernas, el vestido subió hasta su cintura. Sus senos, apenas contenidos por el escote pronunciado, rebotaban ligeramente.

Atziry, con los ojos entrecerrados, comenzó a deslizar el vibrador dentro de su vagina, imaginando que era la verga de Diego penetrándola. Cada movimiento del juguete la llevaba más lejos, su mente recreaba las embestidas de su primo, su cuerpo sudoroso sobre el suyo. Sus gemidos se volvieron más audibles, el zumbido del vibrador se mezcló con el sonido húmedo de su vagina mientras sus jugos goteaban por sus muslos. Sus caderas se movían instintivamente, buscando más profundidad, más intensidad, mientras sus dedos libres apretaban un pezón a través del vestido, amplificando el éxtasis que la consumía.

Pero justo cuando el placer amenazaba con estallar, un golpe fuerte en la puerta la arrancó de su trance. —¡Atziry, apúrate! —gritó una de sus amigas desde el pasillo—. ¡Los invitados siguen llegando y la anfitriona no está! —Atziry, con el corazón acelerado, sacó el vibrador de su interior con un movimiento rápido, un jadeo escapó de sus labios mientras su vagina palpitaba, aún al borde del clímax. Se levantó de la cama, acomodando su tanga y el vestido como pudo, el tejido se pegó a su piel húmeda. Olvidando el vibrador, lo dejó sobre la colcha, su superficie había quedado brillante por sus jugos, y salió de la habitación con pasos apresurados, su rostro ruborizado y su cuerpo vibrando de deseo insatisfecho.

La fiesta estaba en su apogeo, el pequeño departamento vibraba con el ritmo de la música sensual y las risas que se mezclaban con el tintineo de copas. Atziry, radiante en su diminuto vestido de Wednesday Addams, se movía entre sus amigas con una energía magnética. La tela negra, cortísima, se adhería a su cuerpo, subiendo por sus muslos y dejando entrever la curva de sus nalgas blancas con cada giro. El escote pronunciado resaltaba sus senos firmes, los pezones rosados apenas eran ocultos por la tela fina, atrayendo miradas cargadas de deseo. Reía y bailaba, presentando a Diego a sus amigas con un brillo de orgullo en los ojos, sabiendo el efecto que su primo causaba en ellas.

Diego, disfrazado de Superman, era una visión imponente. El traje azul ceñido delineaba cada músculo de su torso, sus brazos fuertes y su cintura definida, pero era el bulto prominente en su entrepierna lo que capturaba la atención. Su verga, aunque en reposo, se marcaba con una claridad provocadora bajo el tejido elástico, un contorno que hacía que varias amigas de Atziry no pudieran apartar la vista. Sus miradas hambrientas recorrían el bulto, sus labios permanecían entreabiertos mientras apretaban los muslos, imaginando el calor de ese miembro dentro de ellas, sus vaginas se humedecían ante la sola idea. Diego, consciente de su poder, esbozó una sonrisa confiada, sus ojos oscuros destellaban con la promesa de aprovechar esa lujuria más tarde en la noche.

Atziry, inmersa en el frenesí de la fiesta, giraba al ritmo de la música, su vestido subía para revelar destellos de su tanga de terciopelo negro, pero una sombra de curiosidad cruzó su mente. Escudriñó la multitud, buscando a su madre, Elizabeth, cuya ausencia comenzaba a inquietarla. Acercándose a Diego, rozó su brazo con la mano, dejando su aliento cálido contra su oído mientras preguntaba: —Diego, ¿has visto a mi mamá? ¿Ya llegó? —Su voz, suave pero cargada de intriga, vibró contra la piel de Diego, quien sintió un cosquilleo recorrerlo. Él, dejando que su mirada se deslizara por el escote de Atziry, negó con la cabeza. —No, primita, no la he visto —respondió, su tono era bajo y provocador, aunque en su mente también se preguntaba dónde estaba Elizabeth, recordando las órdenes que le había dado para esa noche.

El departamento, lleno del aroma de perfumes caros, sudor y alcohol, palpitaba con una energía sexual palpable. Los disfraces —enfermeras con faldas mínimas, superhéroes con trajes ajustados, rostros pintados de calaveras— añadían un toque de fantasía erótica al ambiente. Atziry, ajena por el momento a la ausencia de su madre, seguía moviendo las caderas, su vestido subía con cada paso, invitando a Diego a imaginar lo que haría con ella más tarde.

De pronto, un coro de silbidos y gritos masculinos rompió el bullicio, resonando por las paredes como una ola de admiración. Los hombres, con los ojos encendidos, chiflaban a una figura que irrumpió en la entrada, su presencia capturó cada mirada. Atziry, moviendo las caderas al ritmo de la música, y Diego, imponente en su traje de Superman, voltearon al unísono, curiosos por el alboroto. Sus ojos se abrieron de par en par al ver a Elizabeth, que entraba al departamento como una reina de la lujuria, luciendo un micro vestido de Alicia en el País de las Maravillas que era puro pecado.

El vestido, de un azul brillante y obscenamente corto, apenas cubría sus muslos, dejando ver las calcetas de tela fina que subían hasta las rodillas, rematadas con ligueros que se hundían en la carne blanca de sus muslos, resaltando sus curvas. El escote, despampanante, dejaba al descubierto el nacimiento de sus grandes senos, que se alzaban con cada paso, apenas contenidos por la tela. Su cabello rubio, liso como una cascada, caía sobre sus hombros, coronado por una diadema negra que completaba el disfraz. Elizabeth exudaba una sensualidad descarada, su cuerpo vibraba con una confianza que hacía que todas las demás mujeres en la fiesta parecieran desvanecerse. Diego, con la verga palpitando bajo su traje ajustado, no podía apartar la vista; su tía estaba más exquisita que cualquier otra, y la promesa de cogérsela frente a todos encendía un fuego en su interior. Atziry, por su parte, recorrió a su madre con una mirada de arriba abajo, pero guardó silencio, sin dejar traslucir sus pensamientos.

Atziry, retomando su rol de anfitriona, se acercó a Elizabeth para presentarla a sus amigas, su vestido subía con cada paso. Entre el grupo, destacó una chica disfrazada de ángel, con un vestido blanco translúcido que dejaba ver sus curvas y un par de trencitas que le daban un aire inocente pero provocador. Era la amiga bisexual de la que Atziry había hablado alguna vez, Yareni, una belleza de piel dorada y ojos verdes que destilaban deseo. Cuando se acercó a saludar a Elizabeth, se inclinó con una sonrisa coqueta y rozó la comisura de sus labios con un beso, un gesto que hizo que el aire se cargara aún más. Elizabeth, metida en su papel de femme fatale, no dudó. Tomó el rostro de la chica entre sus manos, sus dedos rozaron su piel suave, y le plantó un beso apasionado en la boca, sus labios se fundieron en un choque húmedo y prolongado que arrancó aplausos y gritos de los presentes.

Diego, con la verga endurecida bajo el traje, aplaudió con una sonrisa traviesa, su mirada estaba fija en Elizabeth, imaginándola rendida a él más tarde. Atziry, a su lado, también aplaudió, aunque un destello de celos cruzó su mente al ver a su madre tomar el centro del escenario.

La fiesta ardía en el pequeño departamento, el aire denso con el aroma de licor, sudor y una lujuria que flotaba entre los cuerpos que se movían al ritmo de la música. Atziry y Elizabeth, cada una en su propio juego de seducción, se habían convertido en el centro de la noche, bebiendo tragos de tequila que quemaban sus gargantas y bailando con una sensualidad que encendía el ambiente. Atziry, con su vestido de Wednesday Addams subiendo por sus muslos, dejaba destellos de sus nalgas blancas y su tanga negra mientras giraba, sus senos firmes rebotaban bajo el escote pronunciado. Elizabeth, en su micro vestido de Alicia en el País de las Maravillas, movía las caderas con una audacia que hacía que sus grandes senos se alzaran, el escote apenas los podía contener, mientras las calcetas y ligueros resaltaban sus muslos. Ambas, sin decirlo, competían por ser la reina de la noche, sus cuerpos provocadores atraían miradas hambrientas.

Elizabeth, con cada sorbo de licor, sentía el deseo crecer, su vagina palpitaba bajo la tanga mientras recordaba la promesa de Diego: cogérsela frente a todos. Cada movimiento suyo era una invitación, sus caderas rozaron a los invitados, sus ojos buscaban a Diego, imaginándolo, tomándola en medio de la fiesta. Atziry, ajena a la relación secreta entre su madre y su primo, también anhelaba lo mismo, pero por razones distintas. Quería que Diego la poseyera frente a todos, en un acto para demostrarle a Elizabeth que ella era la dueña de su primo, ignorante del fuego que ardía entre él y su madre. Sus bailes eran un desafío, su vestido subía más con cada giro, sus pezones rosados marcándose bajo la tela fina, su vagina empapada por la idea de ser reclamada.

A medida que las horas pasaban, la fiesta alcanzaba su clímax y luego comenzaba a desvanecerse. Los invitados, embriagados por el alcohol y la lujuria, se fueron retirando, dejando tras de sí un rastro de risas y recuerdos. Algunos hombres, con la discreción que el deseo les permitía, habían sacado fotos a escondidas de las nalgas de Atziry, expuestas por su vestido corto, y de los senos voluptuosos de Elizabeth, apenas contenidos por su escote. Esas imágenes, capturadas en secreto, serían material para sus fantasías solitarias, sus manos imaginarían la piel de madre e hija mientras se masturbaban en la privacidad de sus hogares.

La fiesta había menguado, dejando el departamento sumido en un silencio roto solo por los ronquidos suaves de unos pocos invitados que se habían quedado dormidos en el sillón, sus cuerpos desparramados entre vasos vacíos y restos de disfraces. Solo quedaban Atziry, Diego, Elizabeth y Yareni, cuya presencia añadía una chispa de intriga a la noche. Elizabeth, con el rostro ruborizado por el tequila que aún calentaba su sangre, se acercó a Diego en un rincón de la sala. Su micro vestido se adhería a sus curvas, su escote dejaba ver el rebote de sus grandes senos, los ligueros se tensaban contra sus muslos. Se inclinó hacia él, su aliento cálido rozó su oído mientras susurraba con una voz cargada de deseo: —Sobrino, cúmpleme lo que prometiste… cógeme aquí, ahora. —Sus ojos brillaban con lujuria, su vagina palpitaba bajo la tanga al imaginarlo tomándola frente a todos.

Diego, con su traje de Superman aun delineando su verga prominente, la miró con una sonrisa fría. La idea de un trío con Atziry y Yareni, cuya belleza angelical y trencitas lo habían tentado toda la noche, lo consumía. —No, tía, esta noche no —respondió, su tono fue cortante, mientras sus ojos se desviaban hacia la habitación de Atziry, donde las dos chicas lo esperaban. Elizabeth, herida por el rechazo, sintió un nudo en el pecho, sus ojos se humedecieron mientras Diego, sin mirarla de nuevo, se dirigió a la habitación de su prima. La puerta se cerró tras él, dejando a Elizabeth sola en el salón, el eco de la música se desvanecía mientras las lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas. Se sentía humillada, vieja, descartada por el hombre que la había poseído con tanta intensidad antes.

Con pasos pesados, Elizabeth se dirigió a su habitación, el dolor y el alcohol le nublaban la mente. Al entrar, sus ojos captaron el vibrador que yacía sobre la cama, su superficie brillaba bajo la luz tenue. Por un instante, pensó que algún invitado lo había encontrado y dejado allí, pero el pensamiento se desvaneció rápidamente, opacado por su tristeza. Se dejó caer en la cama, el micro vestido subió por sus muslos, exponiendo la tanga negra empapada por su deseo insatisfecho. Miró el techo, las lágrimas cayeron silenciosas, pero poco a poco una sensación extraña comenzó a invadirla, un calor que crecía desde su entrepierna, avivado por el alcohol y el recuerdo de Diego.

Sin pensarlo demasiado, Elizabeth tomó el vibrador, sus dedos temblaron mientras lo encendía. El zumbido suave llenó la habitación, y con un movimiento lento, deslizó la tanga por sus muslos, dejando su vagina expuesta, reluciente por sus jugos. Se acostó, abriendo las piernas, y llevó el vibrador a su clítoris, un gemido escapó de sus labios al sentir las vibraciones intensas. Nunca lo había usado con tanta desesperación; su mano libre levantó su vestido, liberando sus enormes senos, que apretó con fuerza, pellizcando los pezones mientras imaginaba a Diego embistiéndola. Los gemidos de Atziry y Yareni, que se filtraban desde la otra habitación, solo avivaban su lujuria, su vagina se contraía alrededor del vibrador mientras lo deslizaba dentro, cada movimiento la llevaba a un éxtasis que mezclaba placer y dolor, atrapada entre la humillación y un deseo que no podía apagar.

Elizabeth yacía en su cama, consumida por un placer que había transformado su llanto en un fuego ardiente. El vibrador, zumbando incansable dentro de su vagina, enviaba oleadas de éxtasis que la hacían arquearse, sus jugos goteaban por sus muslos mientras el alcohol amplificaba cada sensación. Sus enormes senos, liberados, rebotaban con cada movimiento, y ella, con un hambre voraz, los lamía, su lengua trazaba círculos alrededor de sus pezones, saboreando su propia piel con gemidos que resonaban en la habitación. La tanga negra, descartada a un lado, yacía olvidada en el suelo, el aroma de su excitación llenaba el aire mientras su cuerpo temblaba al borde de un clímax devastador.

De pronto, el chirrido de la puerta de su habitación rompió el trance. Elizabeth, con la vista nublada por el tequila y el placer, detuvo sus movimientos, pero no sacó el vibrador, que seguía vibrando dentro de su vagina, manteniéndola al filo del éxtasis. A contraluz, en el marco de la puerta, apareció la silueta de una chica con alas de ángel, las plumas blancas brillaban tenuemente bajo la luz del pasillo. Era Yareni, cuya belleza había encendido chispas horas antes con un beso fugaz. Sin pedir permiso, entró, cerrando la puerta con seguro tras de sí, el clic resonó como una promesa. Elizabeth, con la mente nublada, recordó el roce de sus labios en la comisura de su boca durante la fiesta, un beso que ahora parecía un preludio a algo más.

Con su disfraz de ángel, se acercó lentamente, el vestido blanco translúcido revelando las curvas de su cuerpo, sus trencitas se balanceaban con cada paso. Elizabeth, sólo observaba la silueta de aquel hermoso cuerpo y las alas de ángel, pero ebria y rendida al momento, no protestó. Sabía que Diego se había encerrado con Atziry en su habitación, dejando a Yareni fuera de su encuentro sexual, y esa exclusión parecía haberla llevado hasta ella.

La silueta de Yareni, con su disfraz de ángel apenas discernible en la oscuridad, se posicionó entre sus piernas, una figura femenina que parecía flotar en las sombras. Elizabeth, con la vista nublada por el tequila, intentaba distinguir el rostro de la chica que horas antes le había robado un beso, pero solo veía contornos, un aura sensual que la hacía estremecerse.

Yareni, sin pronunciar palabra, tomó el vibrador con dedos delicados, retirándolo lentamente de la vagina de Elizabeth. El movimiento arrancó un gemido profundo de su garganta, su cuerpo se retorció de placer mientras sus paredes internas se contraían, extrañando el contacto. La silueta de Yareni se inclinó hacia adelante, su aliento cálido rozó la piel de Elizabeth antes de que su lengua encontrara su clítoris. El primer contacto fue eléctrico, una lamida experta que hizo que Elizabeth arqueara la espalda, sus senos rebotaron mientras un grito ahogado escapaba de sus labios. La lengua jugueteaba con su clítoris hinchado, trazando círculos precisos, luego se hundía entre los pliegues de su vagina, saboreando los jugos dulces que Elizabeth liberaba en abundancia. Cada movimiento era una danza de placer, la lengua exploraba con una destreza que hacía que Elizabeth se retorciera, sus manos se aferraban a las sábanas.

El silencio de Yareni, roto solo por los sonidos húmedos de su boca y los gemidos de Elizabeth, añadía una capa de misterio al encuentro. Sin dejar de lamer, introdujo dos dedos en la vagina empapada de Elizabeth, deslizándolos con facilidad gracias a la humedad que goteaba por sus muslos. Los dedos se movían con un ritmo implacable, entrando y saliendo mientras su lengua seguía devorando el clítoris, succionándolo suavemente antes de acelerar el ritmo. Elizabeth, perdida en el éxtasis, sentía que le estaban haciendo el mejor sexo oral de su vida, cada lamida y cada embestida de los dedos la llevaban más cerca de un clímax que amenazaba con romperla. Sus senos, pesados y sensibles, se alzaban con cada respiración agitada.

La habitación, impregnada del aroma almizclado de la excitación de Elizabeth y el eco de los gemidos que resonaban desde la habitación de Atziry, era un santuario de placer prohibido. Yareni, en su silencio, dominaba el cuerpo de Elizabeth, llevándola a un éxtasis que borraba el dolor de su rechazo anterior, mientras la oscuridad las envolvía en una danza de deseo que no necesitaba palabras.

La silueta angelical apenas discernible en la penumbra se hundió aún más entre sus piernas, sus manos firmes abrieron los muslos de Elizabeth para acercarse más. Retiró los dedos que habían estado explorando su interior, dejando un vacío que pronto llenó con su boca. La lengua se sumergió en la vagina de Elizabeth, lamiendo con una intensidad voraz, saboreando cada gota de los jugos que fluían abundantes. Mordisqueaba el clítoris hinchado con una precisión que hacía que Elizabeth se arqueara, sus caderas empujaban contra el rostro de la chica, mientras pequeños mordiscos en los labios vaginales enviaban descargas de placer por su cuerpo.

Elizabeth, perdida en el éxtasis, se retorcía en la cama, sus manos subían para agarrar sus enormes senos, apretándolos con fuerza mientras su lengua lamía los pezones, el sabor de su propia piel intensificaba su lujuria. Sus ojos se pusieron en blanco, su cuerpo temblaba mientras gemía, jadeaba y gritaba, los sonidos resonando en la habitación. La silueta, en un silencio absoluto, seguía devorándola, su lengua danzaba entre los pliegues, succionando el clítoris antes de hundirse más profundo, el sonido húmedo de su saliva se mezclaba con los jugos de Elizabeth. La habitación estaba llena de los lengüetazos, los chasquidos húmedos y los gemidos desgarradores de Elizabeth, un concierto de deseo que parecía no tener fin.

Tras varios minutos de esta danza implacable, Elizabeth alcanzó el borde del clímax. Colocó sus manos en la cabeza de Yareni, sus dedos se enredaron en las trencitas, empujándola más contra su vagina, desesperada por sentirla aún más profundo. —¡Sigue, por favor! —gritó, su voz estaba rota por el placer. Su cuerpo se arqueó violentamente, y un orgasmo descomunal la atravesó, una explosión de jugos que inundó el rostro de Yareni, empapando sus labios y mejillas. Elizabeth, agitada, colapsó sobre la cama, su pecho subía y bajaba con respiraciones pesadas, sus muslos temblaban mientras intentaba recuperarse. La chica, sin decir una palabra, se levantó lentamente, y su silueta angelical se reflejaba contra la luz del pasillo. Con un movimiento grácil, salió de la habitación, dejando tras de sí solo el eco de su presencia y el aroma de su encuentro.

Elizabeth, aun temblando, yacía en la cama, con el vibrador olvidado a su lado, su cuerpo empapado en sudor y sus propios fluidos. Mientras su respiración se estabilizaba, una revelación la envolvió: las mujeres también la deseaban, la querían con una pasión que igualaba la suya. La idea, nueva y embriagadora, la llenó de una extraña calma. Cerró los ojos, con una sonrisa débil curvando sus labios, y se durmió con el pensamiento de que, si un hombre como Diego no la amaba, una mujer como Yareni podría llenar ese vacío, su cuerpo aun vibraba con el recuerdo de aquel orgasmo que la había liberado.

A la mañana siguiente, Elizabeth estaba sentada en la cocina, el peso de la cruda marcaba ojeras bajo sus ojos, pero una sonrisa sutil curvaba sus labios, traicionando el placer que aún resonaba en su cuerpo tras la madrugada. Vestía solo una blusa ligera, apenas abotonada, que dejaba entrever el contorno de sus grandes senos, sus pezones se marcaban contra la tela fina. Un calzón blanco, casi transparente, abrazaba sus caderas, revelando las curvas de sus nalgas y los muslos blancos que temblaban ligeramente al recordar la lengua experta de la madrugada. Mientras tomaba sorbos lentos de su café, una cápsula de ibuprofeno descansaba en su mano, un intento de calmar el dolor de cabeza. Cada trago del café amargo la llevaba de vuelta a la noche anterior, al éxtasis que había inundado su vagina, y al mirar sus muslos, notó cómo su calzón se humedecía, dejando un rastro brillante en la silla de madera donde estaba sentada.

El silencio de la cocina se rompió cuando la puerta de la habitación de Atziry se abrió. Yareni, con su disfraz de ángel ligeramente desarreglado, salió junto a Atziry y Diego, los tres con el aire de quienes habían compartido una noche intensa. Atziry, con un short diminuto que apenas cubría sus nalgas y una camiseta ajustada, lucía una mezcla de satisfacción y cansancio. Diego, en bóxer y camiseta, exudaba una confianza arrogante, su verga aún se marcaba bajo la tela. Yareni, lista para irse, se despidió con una sonrisa, pero antes de cruzar la puerta, Elizabeth se levantó, sus piernas desnudas se movieron con una sensualidad inconsciente. Sin dudarlo, se acercó a Yareni y la tomó por el rostro, sus dedos rozaron las trencitas aún intactas, y le plantó un beso apasionado, sus labios se fundieron en un choque húmedo que hizo que Yareni respondiera con igual intensidad. El beso, breve pero cargado de deseo, dejó un eco en el aire antes de que Yareni saliera, cerrando la puerta tras de sí.

Elizabeth, aún herida por el rechazo de Diego, giró hacia él y Atziry, su mirada miel endurecida por los celos y el dolor. Diego, consciente de que su tía sabía de su relación con su prima, la sostuvo con una calma desafiante, sin inmutarse. Atziry, en cambio, bajó la mirada, un rubor subía por sus mejillas. —Perdóname por lo de anoche, mamá —empezó, su voz temblaba con arrepentimiento. Pero Elizabeth, levantando la palma de su mano como una barrera, la interrumpió con frialdad. —Si ustedes quieren seguir cogiendo, háganlo. A mí ya no me importa —dijo, con tono cortante mientras su blusa se abría ligeramente, revelando más de sus senos. Sin esperar respuesta, se giró y se metió a su habitación, el eco de sus palabras dejaba a Diego y Atziry atónitos, con un torbellino de dudas en sus mentes.

Atziry, a pesar de la tensión, sintió una oleada de alivio, interpretando las palabras de su madre como un consentimiento tácito. Su cuerpo aún vibraba con el recuerdo de Diego dentro de ella, y la idea de seguir sin restricciones la llenó de una felicidad culpable. Diego, por su parte, mantuvo su expresión imperturbable, aunque un destello de intriga cruzó sus ojos. La cocina, impregnada del aroma del café y la humedad que Elizabeth había dejado en la silla, quedó en silencio mientras los dos primos decidían no molestarla, dejando que la puerta cerrada de su habitación guardara los secretos de una noche donde los deseos prohibidos habían redefinido sus lazos.

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Soy ElPecado, tejedor de deseos en palabras. Mis relatos eróticos encienden pasiones ocultas, explorando la sensualidad y el taboo con un toque melancólico. Cada frase es un susurro candente que despierta la piel y el alma, siempre en el filo del placer prohibido.

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