Cuando mi mujer descubrió las vergas enormes… y yo las latinas ardientes

Yo no sé si esto parezca un invento, pero lo que voy a contar es real. No es fantasía, son experiencias que vivimos mi esposa y yo durante unos años que solo puedo describir como deliciosamente degenerados. Al principio me costó convencerla, era tímida, dudaba, pero cuando agarró confianza y probó el sabor del morbo, fue ella la que terminó armando los encuentros, eligiendo con quién y dónde quería follar.

Siempre buscábamos profesionales, gente que sabía lo que hacía, que no daba problemas y que garantizaba el disfrute. Ella tenía claro lo que quería: le fascinaban los negros con vergas enormes, de esos que parecen no acabar nunca. Yo, en cambio, no podía resistirme a las latinas con culos grandes, tetas firmes y piel ardiente. Así empezamos, como quien abre una puerta que ya no piensa cerrar.

Recuerdo la primera vez que ella se metió con un negro. Lo vimos entrar, alto, fuerte, con una polla que apenas le cabía en los pantalones. Mi mujer tragaba saliva, nerviosa pero excitada, con las piernas cerradas y los pezones marcados bajo la blusa. Cuando la desnudó y la puso en cuatro, yo me corría solo de verla. Ese cabrón le metió la verga despacio al principio, y ella soltó un grito, mezcla de dolor y placer, hasta que empezó a gemir como una puta feliz.

Lo más impresionante fue un tipo que conocimos en Oviedo. Un verdadero fenómeno: su polla era de gruesa como la muñeca del brazo de un hombre. No exagero. Cuando la sacó, mi esposa me miró como diciendo “¿de verdad me va a entrar eso?”. Y entró. Despacio, abriéndola, haciéndola gritar, y al final con embestidas salvajes que la dejaron temblando, sudada, con el coño escurriendo y pidiendo más. Ese día no solo se la follaron, se la rompieron de placer.

Yo también tuve mi premio. Me lancé con mujeres latinas que parecían hechas para el sexo: culonas, tetonas, con piel que ardía bajo mis manos y gemidos calientes que me volvían loco. Me cabalgaban como si yo fuera su toro, me arañaban la espalda, me pedían más leche, más duro, más sucio. Era un festín donde ambos encontrábamos lo que nos volvía locos.

Al final, mi esposa y yo nos mirábamos con complicidad. No había celos, no había reproches. Había sudor, gemidos, corridas compartidas y la certeza de que habíamos encontrado una manera única de querernos.

Fueron años inolvidables. Ahora ya tenemos una edad y no es lo mismo físicamente, pero lo vivido nos sigue dando fantasías. A veces en la cama me susurra: “¿te acuerdas del negro de Oviedo? ¿te acuerdas de la colombiana que te cabalgó hasta correrte tres veces?”. Y solo con esas palabras volvemos a encendernos, como si tuviéramos 30 otra vez.

Hoy entiendo que no hay mayor regalo que haber compartido esos años de morbo con la persona que amas. Ella fue mi esposa, mi amante, mi puta compartida, y yo fui su cómplice. Y aunque ya no lo hagamos con la misma frecuencia, cada recuerdo nos da para noches de sexo salvaje, porque esas experiencias nos marcaron la piel y el alma.

Compartir en tus redes!!
Juan Diego
Juan Diego
Artículos: 22

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *