Convertí a mi vecina en estrella porno – I
Recién me mudé a esta ciudad en busca de un mejor trabajo, pero la realidad es que esta ciudad me tragó vivo. La renta del departamento vence esta semana, y aunque he metido varias solicitudes de empleo, casi nadie contrata a un fotógrafo. No sé en qué momento se me ocurrió salir de mi pueblo… Allá era el fotógrafo más respetado, el más cotizado. Y aquí… soy un don nadie.
En una de esas salidas para dejar mi currículum, entré a un estudio profesional. La recepcionista no tuvo piedad: directamente me dijo que no me contratarían, y que, si me era sincera, estaba difícil que algún estudio lo hiciera. No sé cómo vio en mi cara la tristeza y la desesperación, pero me recomendó un estudio cerca del centro, en una calle de mala muerte. No tenía elección. Era mi última oportunidad.
Llegué al lugar: un estudio de mala muerte, en una calle de mala muerte. Dudé si entrar, pero el hambre pudo más. Entré… y vaya sorpresa. Por dentro todo era elegante, pero naco. No sé cómo explicarles: era algo raro, llamativo, como sacado de una película pirata de los 2000. Y la recepcionista, amable. Me preguntó qué asuntos tenía. Le expliqué que era fotógrafo y buscaba trabajo. Ella me señaló una enorme puerta de madera que decía “Director” en letras doradas.
—Ve ahí —me dijo—. Platica con Yordi. Él te dirá si te contrata.
¿Una entrevista, así de pronto? Casi estaba llorando de felicidad. Abrí la puerta, y un viejo canoso, de lentes oscuros y una facha que gritaba dinero por todos lados, me saludó con una sonrisa muy amistosa.
—Buenas, hijo. ¿En qué puedo ayudarte?
—Hola, mire… me llamo Miguel. Busco trabajo como fotógrafo. La verdad no me ha ido bien en la ciudad y necesito dinero.
—Vaya, te entiendo. Pero antes de contratarte necesito ver tu trabajo. A ver, tu portafolio con tus modelos.
¿Modelos? Rayos… no tengo. Me vine en ceros a esta ciudad.
—Ah, bueno —me dijo—. No te preocupes, hijo. Busca una modelo, ponle algo erótico o sensual y tómale fotos. Si la sesión me gusta, te pago… y te contrato de una.
¿Erótico? ¿Sensual?
—Claro, hijo. Este es un estudio de contenido para adultos. Si me gusta tu trabajo, podría pagarte entre ocho y quince mil pesos por sesión.
¡A su madre! Era mucho dinero, pensé.
Salí de la agencia con una mezcla de esperanza y desesperación. No conozco a nadie en esta ciudad… ¿Dónde carajos podría encontrar una modelo? Hasta que recordé: mi vecina del 32B, en el mismo edificio de departamentos.
Era una mujer madura, tal vez de unos cuarenta años, pero de muy buen ver. Tenía un semblante cálido, amable. Fue la única que me dio la bienvenida en esta ciudad, la única que siempre me saluda. No hemos hablado nunca, pero su saludo es un rayo de sol en medio de toda esta gente de mierda que siempre tiene prisa y es fría a morir.
Pero jamás aceptaría ser mi modelo. Y menos… para contenido de adultos. Dios.
Esa noche estuve pensando cómo podría pedírselo. Le di mil vueltas al asunto, pero ya sabes: el hambre saca tu mejor lado. Así que ideé un plan.
Y mañana lo pondría en marcha.
Ese día, desde temprano, preparé mi cámara y me puse mi mejor outfit para no parecer un pordiosero. A las diez de la mañana —una hora que consideré prudente— salí de mi departamento rumbo al suyo. Realmente eran como quince pasos: después de todo, es mi vecina.
Toqué su puerta y mis nervios estaban a tope. Cuando escuché que algo se movía adentro, solté mi último suspiro.
Al abrir, apareció mi vecina: Aura.
Usaba unas licras negras y un top deportivo del mismo color, bien pegaditos. Y es que su figura es de modelo, realmente: caderas anchas, piernas largas, unos pechos enormes… Al parecer interrumpí su sesión de yoga. Me saludó toda sudada, apenas secándose con una pequeña toalla.
—Hola vecino, ¡qué milagro! —me dijo con una sonrisa.
—Ho-hola —dije, titubeante. No podía fallar. Tenía que ser convincente.
—Disculpa que te moleste, vecina… es que necesito pedirte un favorsote.
—Uy, vecino, no me digas eso. ¿Es algo grave? ¿Estás bien?
—Sí, no es grave. Solo que… no conozco a nadie aquí.
Me invitó a pasar y me dijo que habláramos en su sala. Al entrar, el ambiente era cálido. Olía a su sudor y a su perfume: un aroma embriagante, dulce, un olor que cualquier hombre mataría por tener pegado a la piel.
Me senté en un sillón blanco, todo esponjoso, y ella se sentó frente a mí.
—Ahora sí, vecino, dime… ¿cómo puedo ayudarte?
—Pues mira… yo estudio fotografía —(primera mentira)—, y me pidieron en la escuela hacer una sesión natural con una modelo. Y, pues, como verás no conozco a nadie, quería pedirte si podrías ayudarme. Necesito hacer esto… o reprobaré.
Ella se me quedó mirando con escepticismo.
—Mira, vecino… realmente no soy fotogénica ni bonita. No creo que sea material para sesión. ¡Reprobarías!
—¡Claro que no! Tú eres —si me permites decirlo— muy bella. Y yo soy excelente fotógrafo. Entonces, puedo hacer maravillas. Vas a ver… Es más: si no te gustan las fotos, las borro.
Ella lo pensó.
—Bueno… pero no sé posar. No soy modelo. ¿Qué debo hacer?
—Mira, se me ocurre una idea. Así como estás vestida… podríamos hacer una sesión de yoga natural. Tú solo haz tus poses normales, y yo te voy dirigiendo. Yo me encargo de los ángulos. ¿Te parece?
—Bueno, vecino… pero me debes una, ¿eh? —dijo entre risas.
Aura empezó muy nerviosa, haciendo sus primeras poses de yoga. Al principio fue difícil tomar buenas fotos, porque su semblante era tímido, rígido. Solo pude atinar algunas tomas decentes, mientras le decía que lo estaba haciendo genial.
Su cuerpo era hermoso. Las prendas se ajustaban a su figura con descaro: ese culo grande y marcado, sus pechos enormes… Dios mío, la física parecía aplicarse de forma cruel sobre ellos. A pesar de su tamaño, se veían firmes, desafiantes, incluso con su edad. Cada foto era una pequeña maravilla.
Y con cada clic de la cámara, ella comenzaba a tomar confianza.
La primera pose fue sencilla, casi tímida. Aura se arrodilló sobre su tapete, estirando los brazos hacia el frente, apoyando el pecho contra sus muslos. Una especie de “niño feliz”, creo que así le llaman. Desde donde estaba, podía ver cómo la tela de sus licras se estiraba hasta el límite. Su trasero se alzaba como una ofrenda callada al lente, redondo, pesado, vivo. Me agaché un poco, manteniendo la cámara cerca del suelo para atrapar esa curva perfecta, esa sombra sutil que nacía entre sus muslos.
—Así estás perfecta… no te muevas —le dije, fingiendo calma.
El obturador sonó tres veces. Y con cada disparo, algo se deslizaba dentro de mí. Un calor lento, sabroso. No era solo deseo… era admiración cruda. Y hambre.
La segunda pose la tomó sentándose con las piernas cruzadas, espalda recta, las manos sobre las rodillas. Cerró los ojos, y por un momento, todo se detuvo. No parecía estar posando: parecía ser. El sudor aún le perlaba la frente y el pecho, y ese brillo sobre su piel morena la hacía ver como sacada de un sueño húmedo de algún dios pagano.
Caminé alrededor de ella, buscando el ángulo correcto, pero terminé frente a su torso. El top deportivo apenas podía con el peso de sus pechos, y al respirar hondo, su pecho subía con lentitud, casi provocando un accidente de tela. Tomé la foto. Luego otra. Me acerqué más, enfocando en su clavícula sudada, en su cuello alargado, en la manera en que su boca, apenas entreabierta, dejaba ver un suspiro sin voz.
La tercera pose fue la que lo cambió todo. Se colocó en lo que llaman “el perro hacia abajo”, con las manos y pies firmes en el suelo, el cuerpo formando una V invertida. Su trasero se alzó, otra vez, pero esta vez no hubo timidez. Ella ya no era la vecina amable del 32B: era una mujer hermosa, consciente de su cuerpo y de que alguien —yo— lo estaba admirando en silencio.
Me acerqué despacio. La cámara colgaba de mi cuello, y por un segundo no supe si tomar la foto o simplemente quedarme ahí, observando. Su respiración era pesada, como si lo supiera, como si ese momento, ese ángulo, ese silencio espeso entre los dos… ya no fuera solo una sesión.
—¿Así está bien? —me preguntó sin moverse, con la voz casi ronca.
Tragué saliva. El aire estaba cargado. Algo en mí tembló, y no fue la cámara.
—Sí… sí, así estás perfecta.
Y tomé la foto.
La sesión seguía, pero algo había cambiado. Aura ya no se movía como una vecina que hacía un favor: ahora lo hacía como si entendiera el efecto que su cuerpo tenía en mí… y le gustara. El sudor le recorría la espalda, bajaba lento por la línea que divide sus omóplatos, y cada vez que cambiaba de pose, ese brillo húmedo hacía que su piel pareciera arder con luz propia.
—Vamos con una más —le dije, con la voz apenas firme.
Ella se sentó sobre sus talones, el torso erguido, las manos detrás de la cabeza. Una pose de descanso, pero cargada de algo más. Algo primitivo. El top estaba mojado, pegado a su piel, delineando cada curva, cada volumen. Me agaché frente a ella, buscando la luz, y justo cuando encuadré… sucedió.
El tirante izquierdo de su top, resbalado por el sudor y la tensión, cayó por su hombro. Lento. Como si tuviera vida propia.
No dije nada. No podía. La tela cedió apenas un poco, pero lo suficiente para que la parte superior de su pecho —suave, redonda, tan perfectamente formado que dolía mirarlo— quedara expuesta. No del todo. Pero casi. La aureola asomaba, rebelde, como burlándose del pudor.
Aura lo notó. Claro que lo notó. Se quedó quieta, inmóvil. Su pecho subía y bajaba con la respiración. Me miró. No dijo ni una palabra. Solo… me miró.
Y yo supe que ese momento era un umbral. Lo cruzábamos o lo dejábamos suspenso, flotando como el vapor que llenaba el cuarto.
Mi pulgar temblaba sobre el botón de la cámara.
—¿Quieres que me lo suba? —preguntó, como quien lanza un anzuelo con miel.
Tragué saliva. Sentí que todo se apretaba por dentro: el deseo, la adrenalina, el miedo a arruinarlo todo.
—No… aún no —dije, intentando sonar profesional. Fallando.
Ella sonrió. No con burla, sino con una calma peligrosa. Como si entendiera que yo también estaba desnudo, pero por dentro. Y volvió a posar. El tirante seguía suelto, colgando como un secreto a punto de contarse. La tela bajaba con cada respiración, desafiando la gravedad, el pudor… y mi paciencia.
Disparé. Una, dos, tres fotos.
Cada clic era como un latido.
Yo sabía que debía ser cuidadoso. Que ese momento no se podía forzar. Que ella estaba jugando, sí, pero también confiando en mí. Y esa confianza, tan frágil como la tela que rozaba su pecho, era lo más valioso en esa habitación.
Y lo más peligroso.
No sé cuánto tiempo llevábamos en eso. Aura seguía moviéndose, posando, respirando hondo mientras la tela húmeda seguía desafiando la física. El tirante aún caído, su pecho a un milímetro de la exposición total, sus ojos brillando con una mezcla de nervios y picardía. Y yo… yo ya no podía más.
La cámara temblaba entre mis manos. Mis piernas igual. El deseo me había tomado por completo. Y para colmo, el pantalón comenzaba a delatarme.
La erección fue inevitable.
Insoportable.
Sabía que si me quedaba un minuto más, si tomaba una foto más, si ella me miraba otra vez con esa media sonrisa cómplice… iba a perder el control. Y no podía. No ahí. No con ella. No de esa manera.
—Creo que… que con eso es suficiente, vecina. ¡Te la rifaste! Gracias, de verdad.
Me levanté de golpe, sin darle tiempo a responder. Apagué la cámara, recogí mis cosas con torpeza y huí de su departamento como si estuviera escapando de un incendio invisible. Apenas crucé la puerta de mi depa, me apoyé contra la pared, sudando frío, el pulso desbocado, la cabeza hecha un nudo.
Esa mujer me iba a volver loco.
Esa noche, entre la confusión, el calor y el insomnio, me encerré a editar. Cada foto era una prueba de que el deseo también puede ser arte. Su cuerpo, sus gestos, la luz sobre su piel… Era una galería sensual sin caer en lo vulgar. Justo lo que necesitaba.
Las envié a la agencia.
Tres días después, me citaron.
Volví a ese estudio extraño del centro. El mismo pasillo, la misma puerta con letras doradas. Entré. Y ahí estaba Yordi, con esa sonrisa torcida y sus lentes oscuros.
—Miguelito… ¡te la rifaste, cabrón! Las fotos están de locos. Arte, erotismo, clase… me llegaron comentarios buenísimos. Mira —dijo, sacando un sobre grueso—: tu primera paga. Ocho mil baros limpios. Y eso que fue de prueba.
Lo tomé, temblando. Era real. Por fin.
—Pero escúchame bien —dijo, bajando el tono—. Queremos más. El cliente quiere ver a esa modelo en ropa interior. Dice que tiene potencial, que tiene algo que no se ve en otras. Así que si te la puedes convencer… tenemos más trabajo. Y más billete.
Me quedé en silencio. El sobre pesaba en mis manos, pero más pesado era lo que se venía: ¿Cómo le iba a pedir eso? ¿Cómo iba a lograr que posara en ropa interior sin romper esa confianza tan frágil?
Salí del estudio con el corazón en la garganta.
Aura… ¿aceptaría?
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