Mi esposa, dos machos… y el final más salvaje conmigo

Aquel deseo que me quemaba por dentro empezó a crecer más allá de los sueños. Cada noche que mi esposa me preguntaba si había soñado con ella con otro hombre, yo sentía cómo mi polla se endurecía solo con imaginarlo. Ella me miraba con una sonrisa traviesa, como si quisiera escuchar cada detalle sucio.

Una noche, mientras estábamos en la cama, me atreví a contarle uno de esos sueños con lujo de detalle: cómo la veía desnuda, de rodillas, con la boca llena de verga, con las manos apoyadas en el pecho de un macho que la embestía con fuerza. Ella escuchaba en silencio, mordiendo su labio, su respiración acelerada… y cuando terminé de hablar, me dijo al oído: “Sigue… dime cómo me cogía ese hombre…”.

Ese fue el momento en el que entendí que no solo me dejaba contarlo, sino que se excitaba tanto como yo. Mientras yo hablaba, su mano buscó mi polla, ya dura, y empezó a masturbarme mientras yo describía cómo ese hombre la tomaba del cabello, cómo la hacía gemir, cómo le llenaba el coño sin piedad.

Cada palabra sucia que yo decía la hacía mojarse más. Lo sentí cuando subió a horcajadas sobre mí, empapada, lista para meterse mi polla mientras seguía escuchando lo que yo imaginaba. Montándome con fuerza, me pedía que no dejara de hablar, que siguiera contándole cómo ese otro macho la cogía, cómo le metía una verga enorme hasta hacerla gritar.

El sexo esa noche fue una mezcla de placer y morbo puro. Yo corrí dentro de ella con fuerza mientras decía su nombre mezclado con el de ese hombre imaginario. Ella también acabó, gimiendo fuerte, con la piel sudorosa, los pezones duros, completamente excitada por el relato que se había vuelto realidad parcial, al menos en nuestra cama.

Desde entonces, nuestras noches ya no son iguales. A veces, ella empieza, preguntándome en voz baja: “¿Has soñado algo nuevo?”. Y yo ya no puedo resistirme. Le invento escenas, a veces con dos hombres, a veces con uno que la revienta con una verga gruesa, otras veces con un desconocido que la posee en el coche, en un hotel, en la ducha.

Cada relato se convierte en preámbulo de sexo salvaje entre nosotros. Ella me pide que le describa cómo se la meten, cómo la llenan, cómo le corren adentro mientras yo la penetro con fuerza. Lo que empezó como un sueño ahora es un ritual, un juego de cornudo que nos une más, que hace que el sexo sea intenso, sucio, delicioso.

No sé si algún día daremos el paso de invitar a alguien más, pero sé que, solo con hablarlo, solo con imaginarlo, los dos estamos más calientes que nunca. Y yo, cada vez que la veo gemir mientras escucha mis historias, me siento más excitado que en cualquier otro momento de mi vida.

Fantasía cumplida: El encuentro con otro hombre

Lo que comenzó como un simple juego de palabras, de fantasías sucias al oído, terminó convirtiéndose en una decisión que nos cambió para siempre. Después de semanas jugando con esa idea, una noche, mientras mi esposa montaba mi polla con furia, me susurró: “Si quieres… podemos hacerlo real… pero solo si tú estás de acuerdo”.

Mi corazón se aceleró. Era la señal. El deseo que me carcomía se volvió electricidad en mi piel. Hablamos con calma, fijamos reglas, límites claros. Queríamos morbo, no problemas. Y elegimos bien: un hombre maduro, limpio, discreto, con la herramienta que ella siempre imaginaba en mis historias.

El día llegó. Mi esposa estaba nerviosa y excitada. Vestía un vestido corto, sin ropa interior, y el brillo en sus ojos era pura lujuria contenida. El hombre llegó puntual, educado, seguro. Nos sentamos, hablamos unos minutos… y entonces él la miró de una manera que me dejó sin aire.

Fue ella quien dio el primer paso. Se sentó a su lado, le tomó la mano y la llevó entre sus piernas, mojadas, ardientes. “Así te quería”, le dijo él, con una voz grave que le arrancó un gemido bajo. Me miró, pidiéndome permiso con los ojos. Yo asentí, temblando de excitación.

Se besaron con hambre. El vestido cayó, dejando al descubierto sus pechos duros, llenos de deseo. Él los tomó, los lamió, los mordió suavemente mientras ella gemía como nunca la había oído. Mi polla estaba tan dura que dolía. Verla así, rendida al placer de otro hombre, era como ver materializada cada fantasía sucia que alguna vez me atreví a imaginar.

Él la tomó con firmeza, la inclinó sobre el sofá y la penetró con fuerza. Su grito fue un gemido puro, largo, lleno de placer. Yo me quedé quieto, mirándolos, sintiendo cómo el calor me quemaba la piel. Cada embestida la hacía estremecerse, su cuerpo temblaba, sus uñas se clavaban en el cuero del sofá, pidiendo más, rogando sin palabras que no se detuviera.

Ver cómo otro hombre llenaba a mi esposa, cómo su cuerpo maduro respondía con avidez, cómo el sonido húmedo y sucio llenaba la habitación, fue el momento más salvaje de mi vida. No había celos, solo deseo puro, morboso, que me hacía estremecer con cada golpe profundo que él le daba.

Cuando ella estaba a punto de acabar, me llamó con la voz entrecortada: “Ven… ahora tú… méteme también… quiero sentirlos a los dos cerca, quiero sentir que esto es nuestro”. Me acerqué, la besé con hambre, sentí el sabor de otro hombre en sus labios, y no me importó. La penetré, todavía abierta, húmeda, caliente, mientras él la besaba en el cuello.

El orgasmo nos arrastró a los tres. Fue animal, fue sucio, fue perfecto. No hubo palabras, solo jadeos, piel contra piel, placer compartido. Al final, ella quedó recostada entre ambos, sonriendo con los ojos cerrados, con la respiración aún temblorosa.

Y yo supe, en ese momento, que no solo habíamos cumplido una fantasía: habíamos abierto una puerta a un mundo de deseo compartido que nos pertenecía solo a nosotros. Una experiencia de placer prohibido que no rompió nada… al contrario, nos unió con un lazo aún más íntimo, más intenso, más verdadero.

Un segundo encuentro, esta vez grabando todo en fotos y videos

Pasaron solo unos días antes de que el calor de esa noche nos volviera a consumir. Ni ella ni yo podíamos dejar de pensar en lo que habíamos hecho. Nos mirábamos en silencio, y con solo un roce, el recuerdo de aquel cuerpo ajeno llenándola nos encendía otra vez.

Fue ella quien lo dijo primero, con la voz baja, mientras cenábamos:
– Me muero de ganas de volver a hacerlo… pero esta vez, quiero que quede grabado. Quiero verte después, quiero verte tocándote mientras lo miras otra vez.

Se me erizó la piel. Era como si su excitación me empujara a lugares que antes solo imaginaba en la oscuridad de mis fantasías. La miré fijo, le tomé la mano y le dije lo que ambos sabíamos ya:
– Entonces hagámoslo. Pero esta vez quiero que me mires mientras lo hace. Quiero que sepas que todo esto es nuestro, aunque sea él quien te haga gemir.

El mismo hombre aceptó. Discreto, morboso, dispuesto. Quedamos en un hotel para evitar riesgos, para sentirnos más libres, sin el peso de nuestro hogar detrás. Llegamos con el corazón latiendo fuerte, con la adrenalina llenándonos de electricidad. Yo llevaba mi teléfono cargado, listo para capturar cada instante.

Ella llegó vestida como una diosa sucia: tacones, lencería negra, un abrigo largo que escondía el secreto más caliente de mi vida. Cuando lo vio entrar, se mordió el labio, y supe que ya estaba empapada.

No hizo falta hablar mucho. El morbo flotaba en el aire. Le entregué el teléfono a él primero; quería que la grabara mientras yo la desnudaba, mientras le besaba cada centímetro de piel, como si fuera la primera vez, como si la preparara para el banquete que sabíamos que venía.

Cuando él empezó a follarla, yo tomé el control de la cámara. Cada gemido, cada golpe, cada mirada perdida entre el placer y el deseo quedó inmortalizado. Ella me miraba entre embestidas, jadeando mi nombre, diciéndome con los ojos: mírame, amor… mírame mientras otro me hace suya.

Yo temblaba, no de celos, sino de pura lujuria. Grababa su cara, su cuerpo, la forma en que se arqueaba para recibirlo más profundo. Le decía cosas sucias, le recordaba que era mi esposa, que ese placer, aunque otro lo diera, me pertenecía también.

El clímax fue salvaje. Él la llenó con fuerza, con la respiración rota, y yo no pude más: dejé el teléfono a un lado, la tomé de los cabellos, la besé con hambre y la penetré yo también, sintiéndola tibia, húmeda, aún latiendo del orgasmo que le acababan de arrancar.

Todo quedó grabado. Cada gemido, cada movimiento, cada mirada. Horas después, ya en casa, con el cuerpo rendido y el alma todavía temblando, nos acostamos a ver el video juntos. Fue como revivir el fuego, pero multiplicado. Nos masturbamos viéndolo, nos dijimos cosas sucias, reímos de puro morbo, nos besamos con ternura al final.

Sabíamos que ya no había vuelta atrás. Lo habíamos hecho realidad, lo habíamos filmado, y en cada imagen no solo había sexo sucio: había confianza, deseo compartido, amor. Era nuestro secreto más ardiente, un tesoro íntimo que solo nosotros podíamos disfrutar, una puerta que habíamos abierto juntos… y que ahora, ya no queríamos cerrar.

Invitando a un segundo hombre para una doble penetración

El video que grabamos se volvió nuestra droga. Cada noche lo veíamos, cada gemido reproducido en la pantalla nos calentaba más que el anterior. Ya no solo era un recuerdo: era un detonante. Yo me tocaba viéndola ser follada con fuerza, ella se acariciaba escuchando cómo yo gemía detrás de la cámara. Y entre susurros, empezó a surgir una nueva fantasía…

¿Te imaginas… dos a la vez? – me dijo una noche, con la voz rota de deseo, sus dedos perdidos entre sus piernas.
Me quedé en silencio, no porque dudara, sino porque en ese momento lo supe: ese era el siguiente paso, el que ambos necesitábamos.

Pasamos días planeándolo, con la misma discreción, con el mismo morbo creciente que la primera vez. Encontramos al segundo hombre: más joven, más atrevido, con ganas de complacer y obedecer. Yo puse las reglas, como siempre: todo seguro, todo limpio, todo para nuestro placer.

Nos citamos de nuevo, otro hotel, otra habitación llena de electricidad invisible. Ella entró primero, con un vestido rojo que parecía prohibido, con el cabello suelto, con los labios pintados como pecado. Cuando los dos hombres la vieron, se quedaron mudos. No era solo deseo lo que flotaba en el aire: era adoración.

Yo no toqué la cámara esta vez. Me senté, con el corazón latiendo como un tambor, mientras ellos la rodeaban, la besaban, la desnudaban lentamente. Ella jadeaba con los ojos cerrados, perdida entre cuatro manos que la recorrían con hambre.

Cuando la penetraron a la vez, uno delante, otro detrás, ella gritó. Un gemido largo, puro, sucio, el sonido más excitante que había escuchado en mi vida. Yo no podía dejar de mirarla: el vaivén de sus caderas, la forma en que sus pechos se movían, el sudor, el calor, el éxtasis.

Mírame, amor… – me dijo con la voz rota, mientras la llenaban por completo. Esto es para ti.

No había celos, no había miedo, solo fuego. Ellos la tomaban como si fuera suya, y sin embargo, en cada mirada, en cada palabra suya, estaba claro: todo ese placer, todo ese desenfreno, seguía siendo nuestro.

Yo terminé corriéndome solo con mirarla, con escucharla, con ver su cuerpo recibir más de lo que jamás había soñado. Y cuando acabaron, cuando su respiración era apenas un hilo, la abracé. Le besé el cuello, la boca, los ojos. Le susurré que era la mujer más perfecta, la más valiente, la más mía.

Los hombres se fueron discretos, dejando tras de sí solo el olor del sexo, el calor del pecado compartido. Ella se quedó sobre mí, temblando aún, con la sonrisa de quien ha cruzado un límite y ha encontrado placer del otro lado.

Esa noche no dormimos. Nos tocamos, nos besamos, nos contamos cada detalle, cada sensación. La amé como nunca, con el corazón acelerado, con el alma incendiada. Y mientras la abrazaba, lo supe con absoluta certeza: ese mundo ya era nuestro.

Al fin solos

Cuando los dos hombres se marcharon, el silencio del cuarto era distinto: pesado, húmedo, lleno de ese aroma a sexo que se queda flotando como si las paredes también hubieran gozado. Ella seguía jadeando sobre la cama, el vestido rojo arrugado a un lado, el cabello pegado a la frente. Yo la miraba, con el corazón golpeando fuerte, sintiendo que jamás había deseado tanto a mi mujer como en ese instante.

Me acerqué, la tomé de la cintura y la besé profundo, con hambre, con amor, con todo el fuego acumulado que me quemaba desde el pecho hasta el sexo. Ella me respondió con un gemido suave, casi un ronroneo excitante, y me atrajo hacia ella.

No dijimos nada. Nuestras bocas hablaron con besos sucios, con lenguas urgentes, con mordidas llenas de pasión. Mis manos recorrieron cada curva aún húmeda, cada centímetro de su piel ardiente, y su cuerpo me pedía más, mucho más.

  • Hazme tuya ahora -me susurró entre jadeos, con los ojos brillando como brasas.

La penetré con fuerza, con ansias de marcar cada rincón que antes habían llenado otros, no por celos, sino por puro deseo de volver a encontrarnos en medio del caos. Cada embestida era un latido compartido, un gemido que nos pertenecía solo a nosotros.

Ella se aferró a mí con las piernas, me besó el cuello, me arañó la espalda. Su placer era salvaje, su voz una mezcla de lujuria y amor, un canto sucio que solo yo entendía.

  • Te amo… – me dijo con la voz rota, mientras sus paredes temblaban a mi alrededor.

Nos movimos como si el mundo fuera a terminar esa noche, como si todo lo vivido hubiera sido solo el preludio de este momento, el verdadero, el que cerraba el círculo.

Su orgasmo llegó como un grito contenido, como una ola que la arqueó entera bajo mí. Yo la seguí, incapaz de resistirme a su cuerpo, a su calor, a la forma en que me miraba con los labios abiertos y la piel erizada.

Nos corrimos juntos, largos, intensos, jadeando como animales saciados, pero unidos como amantes eternos.

Quedamos ahí, abrazados, bañados en sudor, con el corazón aún latiendo como loco, con la respiración entrecortada. Le besé la frente, los ojos, los labios, y ella me sonrió con ternura, esa sonrisa que era solo mía.

  • Lo que pasó hoy… – dijo entre susurros …no me separa de ti, me une más.
  • Lo sé le respondí, acariciando su rostro. Porque todo esto, cada segundo, lo compartimos juntos.

Nos quedamos dormidos así, entrelazados, envueltos en ese calor delicioso de sexo, amor y confianza absoluta. Y mientras el sueño me vencía, pensé con una certeza suave y profunda: acabábamos de escribir la noche más intensa, más sucia y más hermosa de toda nuestra historia.

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Juan Felipe
Juan Felipe
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