Del miedo al goce en la playa

Vacaciones en San Blas

Desde pequeña tuve inseguridades por ser gordita, entré al equipo de voleibol y ya estaba mucho más delgada. Mis tetas, sin embargo, siguieron igual de grandes, y mi trasero —no enorme, pero firme y bien formado por el ejercicio— llamaba la atención. Comencé a recibir miradas y piropos de hombres mayores, algo que me excitaba demasiado. Esa fascinación me llevó a mi primera experiencia sexual con dos albañiles a los dieciocho años, y desde entonces, los chicos de mi edad ya no me interesaban.

Pasaron cinco meses sin tener relaciones. Era verano, y mis padres me enviaron de vacaciones con mis tíos y mis dos primas (una de mi edad y otra mayor). Mi mamá, embarazada, prefirió quedarse en casa. El plan era acampar en San Blas, cerca de la playa. Llevaba shorts de licra ajustados y tops deportivos —los únicos que soportaban mis tetas—.

El viaje y las primeras miradas
El coche de mi tío, viejo y sin aire acondicionado, hacía el viaje sofocante. Mi tía sugirió detenerse para cambiarnos. Me quité el pantalón de mezclilla y, sin querer, bajé el calzón más de lo necesario. Solo mi tío lo notó. Decidí quitármelo por completo, disfrutando su mirada, y me puse la licra y el top. Mis primas llevaban shorts cortos y bras, mi tía un vestido holgado (supongo que por vergüenza de su cuerpo, algo que entendía por mi infancia gordita).

Al llegar, armamos la casa de campaña pegada al coche para mayor soporte. Mi tía se quedó a dormir, mientras mis primas, mi tío y yo fuimos al mar. Como no sabía nadar, mi tío me enseñó: “Agárrate de mis hombros”, dijo, y yo obedecí, sintiendo sus manos en mi espalda mientras flotábamos.

El señor de los mangos
En la orilla, un vendedor mayor —gordo, canoso— se me acercó:
—¿Quieres un mango, amiguita? —preguntó, mirándome descaradamente los pechos y la licra pegada a mi entrepierna.
—No tengo dinero —respondí.
—Te lo regalo —sonrió—. Estás muy bonita. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho, pero pronto cumplo diecinueve.
—¿Y ya tan desarrollada? —murmuró, admirándome.
Me giré, coqueta, y le agradecí. Cuando mi tío regresó, le conté lo del mango, y él solo se rio.

La noche en la casa de campaña
Por la noche, el clima refrescó. Mi tía durmió en el coche, mis primas en un colchón inflable, y yo compartí otro con mi tío bajo una cobija. Noté toques furtivos: sus manos en mis tetas, mis nalgas… pero fingí dormir.

A la mañana siguiente, me cambié frente a él “sin darme cuenta”. Se disculpó, pero bromeamos sobre mis curvas:
—Enflacaste, pero esto no se bajó —dije, apretando mis pechos.
—Es cierto —admitió él—. Hasta mangos te ganaste.
—Solo por enseñarlas —reí.

El juego en la playa y el encuentro con el vendedor
Al día siguiente, me quedé en la playa mientras los demás salieron. El señor de los mangos apareció de nuevo:
—¿Tan sola, corazón? —preguntó, ayudándome a enterrarme en la arena. Sus manos “accidentalmente” rozaron mis tetas y mi entrepierna.
—Gracias —dije, sonriendo—. Aunque me las apretó mucho.
—Cuando quieras te las masajeo bien —susurró.

Más tarde, lo seguí a su camioneta. Entre los árboles, me besó con hambre, lamió mi concha y me penetró brutalmente. Dolió más que mi primera vez, pero el dolor se mezcló con placer.
—Cógeme rápido —gemí, arañándolo—. ¡Pero date prisa!
Terminó dentro de mí, dejándome adolorida pero satisfecha.

El desenlace con mi tío
Es noche, ya en la casa de campaña, me acurruqué contra mi tío:
—Abrázame, tengo frío —susurré, quitándome el top.
Su verga, dura, se posó entre mis nalgas. Con cuidado, la guié a mi ano, y él me penetró lentamente, conteniendo los gemidos. Después, le chupé hasta que acabó en mi boca.

Al regresar a casa, nunca volví a ver al vendedor. Mi tío y yo repetimos algunas veces, pero siempre con más cuidado. Esa vacación me enseñó dos cosas: lo excitante que es el peligro… y lo importante es elegir bien a los hombres que lo provocan.

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