Orgía inesperada

Autor: Anónimo | 16-Jan

Orgias
Mirna y yo habíamos terminado cinco meses atrás, para frustración de mi vida sexual y de mi vanidad, porque nunca he tenido mujer más bella y me hacía sentir grande, muy grande, pasear por la Universidad con ella de la mano, y porque cogía como las diosas; pero para descanso de mi espíritu, porque los ocho meses que duró nuestro noviazgo formal fueron una tormenta permanente.

Mirna era, es, como una princesa de El Palacio de Hierro, salvo por la estatura, porque medía 1.63 o 1.64. Fuera de eso, podía haber salido en cinemex en esos anuncios: su carita parecía sacada de un cuadro de Boticelli, y es delgada, de muy buen cuerpo y, sobre todo, tiene una mirada ardiente, que asoma tras sus verdes ojos cuando ella así lo quiere, por entre sus largas pestañas. Imagínensela.

Durante tres meses nos esquivamos con éxito, pero cuando empezó el siguiente semestre (último) coincidimos en una clase fundamental, y aunque apenas nos dábamos los buenos días, me dolía verla. Así, pasaron dos meses hasta que salimos de viaje de prácticas, quizá unos 75 chavos en dos camiones, con tres profesores, a algún lugar del sureste mexicano. El viaje duró seis días y cinco noches y marcó mi último encuentro con Mirna, el último, pero el más heterodoxo, ni duda cabe.

Yo compartí cuarto, en los hoteles en que paramos, con Raúl, un buen amigo (por cierto, he contado alguna historia suya en ésta página), que era uno de los más chupamaros de mi grupo de camaradas -ninguno abstemio, no-, así que ya sabía que, a menos que se ligara una chavita, cosa no tan fácil, estaría todas las noches en el cuarto del “escuadrón suicida” (cuatro tíos que compartían habitación, a los que les decíamos así por su manera de beber hasta caer, y olé). Yo tenía la mira puesta en Angélica, una buena y querida amiga, pero la vista de Mirna, sentada unos lugares delante de mí, me hizo olvidarlo todo.

La primera noche, volviendo del trabajo que había que hacer, no lo vi por ningún lado y tuve que ahogar penas con el escuadrón suicida, pero el segundo día la seguí, platicamos, nos tiramos varias indirectas y, como era de esperarse (donde hubo fuego, dicen), terminamos follando como desesperados. Ella no se, pero yo, en esos cinco meses, sólo había tenido una más de mis reincidencias con Ariadna, y estaba que reventaba. Yo sabía, y ella también, que lo nuestro no tenía futuro, pero mi cuerpo tenía sed del suyo (¿por qué no podíamos ser sólo amantes?, ¿por qué contaminar el sexo con tanto royo?), de la curva de su cintura, de la flexible dureza de sus muslos, del brillo mate de su estómago, de la húmeda cavidad del sexo, de sus ojos mirándome, muy abiertos, en el instante anterior al orgasmo.

Al día siguiente, en una hermosísima ciudad semiselvática, discutimos como en los viejos tiempos, hasta que la convencí de que no regresaríamos, pero que ya en vacaciones, había que disfrutar, que despedir nuestros cuerpos, y ella accedió, y esa noche volví a gozarla, no con la urgencia de la víspera, pero con igual hambre, y como la víspera, ella se fue antes de que llegara Raúl.

Todo hubiese podido quedar ahí, pero la cuarta noche, en vez de retirarnos discretamente, las amigas de Mirna nos jalaron a su habitación, donde bebimos tres o cuatro cubas y fumamos un par de porros. Yo era el único varón del cuarto, y las chicas contaban historias bastante subiditas de color y todos moríamos de risa y, finalmente, Mirna se despidió diciendo que allá ellas, que se quedaran con el paliqueo, y que ya nos íbamos a ejercer. Riendo aún, entramos en la habitación, pero la tardanza, las cubetas, la mota, la excitación palmaria que la plática de las chicas me había provocado, hicieron que se me olvidara colocar el mensaje “no molestar” convenido con Raulito.

Aquella vez, Mirna estaba en cuatro patas, con la cara vuelta hacia la puerta, y yo dándole desde atrás, cuando Raúl entró, con una buena dosis de alcohol encima, pero lejos aún de la borrachera. Raúl se nos quedó viendo, y tras el shock inicial, amagó dar media vuelta para salir musitando “perdón”, pero Mirna se salió de donde estaba (yo, al ver entrar a Raúl, me hinqué y la solté), dejándome sentado, con el pito al aire y a medio comer, y acercándosele le dijo: “bien, Raúl, ya que estás aquí, cumple mi fantasía de tener dos penes a la vez. No creo que Pablo se oponga”, diciendo esto último sin voltear a verme.

Si Mirna vestida es un bombón, desnuda es espectacular, y me imagino lo que sentía Raulito viéndola caminar hacia él, blanca y delgada, con sus pechos pequeños pero bien erguidos, su cintura de sílfide y sus suaves caderas... viéndola caminar, descalza, con su paso de gacela, hasta llegar a su lado, y empinándose sobre las puntas de los pies (Raúl mide cerca de 1.80) rodearle el cuello con sus brazos y jalarle la cabeza hasta darle un ardiente beso. Si la escena para mí fue muy larga, para él ha de haber sido eterna. Sin voltear a verme en ningún momento, empezó a desabrochar la camisa de Raúl, mientras él me echaba miradas en que se mezclaban el deseo y el temor. Yo, resignado, le hice una seña de inteligencia, y me senté en la cama, con la polla casi en estado de reposo. Me sentía raro viendo lo que siempre había gozado, me empezó a gustar verla desde lejos, apreciar su espléndida figura desvistiendo al azorado Raúl.

Pronto estaba Raúl en cueros, tan flaco como yo (bueno, no tanto), y con el miembro escandalosamente enhiesto. Mirna se hincó y empezó a hacerle una mamada de urgencia, y cuando Raúl quiso subirla, ella dijo “no, mi rey, quiero que la siguiente dures”, y siguió succionando hasta hacerlo venirse. Entonces, por fin, volteó a verme, y como era obvio que yo había aceptado tácitamente la situación, jaló a Raúl del brazo, y al llegar junto a mi me obligó a acostarme boca arriba, hincó sus rodillas en la cama y bajó su boca hasta mi pene, ya amorcillado, y antes de metérselo en la boca, volteó a ver a Raúl y le dijo: “ándale, mi rey, no seas tímido: gózame, penétrame por detrás”: así hablaba ella, y apenas empezaba.

Yo me puse una almohada detrás de la cabeza, y mientras sentía cómo su lengua me erizaba la polla y sus vellitos, observaba las maniobras de Raúl en la retaguardia de Mirna. Cuando Raúl se vino (a pesar del alcohol que tenía adentro y de la mamada precedente: es que tenía como tres meses sin comerse una rosca y Mirna, ya lo he dicho, es una princesa), Mirna reptó sobre mi cuerpo, empapada en sudor, y se metió mi verga en su coño, que escurría sus fluidos y los de mi camarada. Totalmente acostada sobre mi, con sus piernas al lado de las mías, empezó a moverse en lentos y pequeños círculos, tratando de que su clítoris rozara con mi cuerpo todo el tiempo. Raúl se preparó un saque de coca, dándose un pericazo, que Mirna, metida en lo suyo, no vio.

Yo tenía los ojos cerrados, sintiendo sus movimientos sobre mi sexo, su estómago y sus pechos sobre mi cuerpo, y sólo cuando sentí un peso mayor comprendí que mi joven amigo subía. Abrí los ojos, sólo para ver los de ella abiertos como platos. Dejó de moverse mientras Raúl le la verga a empujones por el culo. Pero una vez que se sintió ensartada por ambas cavidades, reanudó sus suaves movimientos circulares, que yo sentía además de los martillazos que, desde arriba, Raúl le propinaba. Nos venimos casi simultáneamente los tres, y yo derribé la pirámide. Quedamos tendidos en la cama, yo acariciándole los pechos y dándole largos besos en la boca, mientras Raúl le sobaba las nalgas. Era bastante tarde y ella estaba quedándose dormida, cuando Raúl se paró y nos invitó a seguirlo. Sobre el tocador había quedado su bolsa de coca, y preparó tres líneas, se metió la primera y nos invitó a secundarlo.

Yo sabía que Mirna había probado la coca, que se metía ocasionalmente. Yo he de confesar que sólo me había periqueado dos veces antes, una con Raúl, luego de tres días de borrachera, y otra con Celia (esa es una historia que otro día contaré en ésta página), y me encantaba el efecto eufórico que solía producirme, la euforia y el corte del cansancio y la borrachera, y aunque al final solía ponerme un poco paranoico, estaba convencido de que mientras sólo lo hiciera muy de cuando, en cuando, mantendría a raya el peligro, así que una vez que Mirna terminó su parte, yo aspiré la mía.

Luego de eso, me quedé unos instantes parado, con los ojos cerrados, esperando el efecto. Raúl dijo “chúpamela”, y oí que alguien abría la puerta del baño y que corrió un poco de agua. Cuando abrí los ojos vi que Raúl estaba sentado en la cama y Mirna, hincada en el suelo, terminaba de limpiarle la rígida verga con una toalla empapada. Una vez que lo hubo limpiado, lo hizo acostarse y empezó a darle unos suaves lengüetazos en el frenillo y el glande. Estaba en la misma posición que antes conmigo, con las rodillas hincadas a ambos lados de las piernas de Raúl, mostrando sus encantos, y verla así, verla chupar, aunados a la medicina que había tomado, me templaron otra vez. Me subí a la cama, me ensalivé la verga (no sin trabajos, porque tenía la boca bien seca), le puse la cabecita en la entrada del culo, y suavemente, muy suavemente, con su ayuda, se la fui metiendo en el estrecho orificio.

Dejé mi pito reposar un rato en su cavidad, y luego empecé un violento mete saca que, en pocos minutos, me hizo llenarle su agujero con un poco de leche (no quedaba mucho). Me eché al lado de ellos, y Mirna dejó de chupársela a Raúl, para cabalgarlo nuevamente, haciéndolo venirse rápidamente. Entonces se tendió a mi lado y dijo: “Raúl: es hora, cabrito, de que tus jugos regresen a ti”. Abrió las piernas y atrajo la cabeza de mi amigo a su sexo. Yo la besé –me encanta besar-, aunque la boca le sabía un poco a semen. Ahí estuve, sobándole las tetas, besándola, mientras Raúl terminaba su trabajo.

Mirna se vino con un largo suspiro, y dijo que se quería bañar. Los dejé ahí y fui a preparar la tina. Eran altas horas de la madrugada pero no tenía sueño, aunque no me creía capaz de volvérsela a meter. La tina se fue llenando, y yo observaba el agua subir. No se cuanto tiempo estuve ahí, paro cuando salí, de manera increíble, los encontré follando, otra vez, ahora en la posición del misionero, que tanto le gusta a Mirna, ella con sus piernas flexionadas, rodeando la cadera de Raúl. Me senté cerca de ellos, a verlos. Pensaba si así me vería yo cuando se la metía, cuando lo hacíamos en nuestros tiempos de noviecitos. Era más que agradable verla, con la falsa alteración importada desde los Andes Peruanos, retorcerse debajo de un varón. Ver su cuerpo empapado de sudor, todavía capaz de recibir y dar placer. Yo me acariciaba la adolorida verga, que sólo estaba amorcillada, y los veía, la veía a ella, más bien.

Antes de que terminaran me adelanté y me sumergí en la tina, y poco después ellos me alcanzaron. Como no cabíamos los tres, Raúl se duchó (la regadera estaba a un lado) y se fue a dormir, mientras Mirna se quedaba conmigo. No hablamos, sólo dejábamos que el agua nos limpiara, nos relajara. Estuvimos ahí un muy largo rato, renovando el agua para que no se enfriara. Salimos. Había un resto de coca y Mirna, brillante en su desnudez, hizo dos delgadas líneas que aspiramos. “Hoy termina el viaje”, dijo hoy, porque eran cerca de las cinco de la mañana: dos horas después estábamos todos citados a desayunar. “Sácate las últimas ganas, porque no volveremos a hacerlo”.

Volvió a besarme, untando su cuerpo junto al mío. Sus besos me prendieron otra vez. La acosté delicadamente. Cuando intenté penetrarla estaba seca, pero la saliva y los empujones me permitieron llegar al fondo, y la fui cogiendo como la última vez, como la primera, con la mayor delicadeza, buscando alargar el tiempo, mientras ella, con la verga adentro, empezó a segregar jugos. Se paró y se fue: no quería salir de nuestra habitación. Yo me quedé sentado y, aunque no acostumbro fumar, encendí un cigarrillo del paquete de Raúl. Dejé que pasara una hora y lo desperté. “¿Soñé o fue cierto?”, preguntó.

No quiero contarles cómo empecé a sentirme dos horas después, ya en el bus. Ahí decidí que no quería más bajones de coca y menos, mucho menos, si se me iba una mujer como esa. Pero todo el malestar no compensaban la maravilla de esa larga noche en vela, ni la delicia que siento siempre al recordarla.

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