La Gemma de la Familia – Pijamada
Gemma, una joven de apenas 18 años, era un torbellino de belleza etérea. Su cabello rojizo caía en cascadas suaves, con un brillo que parecía capturar la luz tenue de la habitación. Su piel, blanca como el alabastro, tenía un leve rubor en las mejillas, y sus ojos verdes destellaban con una mezcla de inocencia y curiosidad audaz. El ballet, que practicaba desde niña, había moldeado su cuerpo en una sinfonía de curvas delicadas: piernas largas y torneadas, caderas que apenas comenzaban a definirse y senos firmes que se insinuaban bajo la camiseta ajustada. Cada movimiento suyo, incluso el más casual, parecía una coreografía, grácil y seductora sin proponérselo.
Era una tarde de julio, y la lluvia golpeaba con furia las ventanas de la vieja casa de Vero, la prima de Gemma. El ambiente dentro era cálido, cargado de risas y susurros, un contraste con el frío grisáceo del exterior. Vero, de la misma edad, era el centro de la reunión. Su cabello castaño, recogido en una coleta desordenada, y su pijama de satén negro, que se adhería a su cuerpo más maduro, le daban un aire de confianza sensual. La habitación estaba llena de cojines esparcidos, luces suaves que proyectaban sombras danzantes y una bandeja de chocolates a medio devorar. Las otras tres amigas —Lila, Sofía y Clara— reían, sentadas en círculo, mientras el juego de verdad o reto comenzaba a caldear el ambiente.
—Gemma, te toca —dijo Vero, reclinándose en el suelo con una sonrisa pícara, sus ojos recorriendo a su prima con un destello de complicidad—. ¿Verdad o reto?
Gemma se mordió el labio inferior, un gesto que hizo que su rostro se iluminara con una mezcla de timidez y desafío. La habitación pareció contener el aliento, y el sonido de la lluvia se desvaneció por un instante.
—Reto —respondió, su voz suave pero decidida, mientras sus ojos verdes se clavaban en Vero.
Las chicas soltaron risitas nerviosas, y Vero arqueó una ceja, inclinándose hacia adelante. —Bien, primita. Quiero que… —hizo una pausa, dejando que la tensión creciera— te quites la camiseta y bailes como si estuvieras en una de tus clases de ballet, pero… más sexy.
Un jadeo colectivo recorrió el círculo. Gemma sintió un calor subirle por el cuello, pero no retrocedió. Había algo en la mirada de Vero, en la forma en que las otras chicas la observaban, que encendía una chispa en su interior. Se puso de pie con la gracia de una bailarina, sus movimientos fluidos mientras sus dedos alcanzaban el borde de la camiseta. Lentamente, con una mezcla de timidez y audacia, la levantó por encima de su cabeza, dejando al descubierto un sujetador de encaje blanco que apenas contenía la curva de sus pechos. La habitación se llenó de susurros de admiración.
—¿Así? —preguntó Gemma, su voz un susurro provocador mientras comenzaba a moverse. Sus caderas se balanceaban al ritmo de una música imaginaria, sus brazos se alzaban con elegancia, pero cada giro y cada paso tenía un matiz sensual, como si estuviera seduciendo a las sombras mismas. Las chicas la miraban embelesadas, y Vero se humedeció los labios, incapaz de apartar la vista.
—Vaya, Gemma… —murmuró Lila, con los ojos abiertos de par en par—. No sabía que podías moverte así.
La risa de Gemma fue suave, casi melódica, mientras giraba lentamente, dejando que su cabello rojizo acariciara su espalda desnuda. La tensión en la habitación era palpable, como si la tormenta afuera hubiera infiltrado un deseo eléctrico en el aire. Vero se levantó, acercándose a su prima con una sonrisa que prometía más travesuras.
—Mi turno —dijo Vero, su voz baja y cargada de intención—. Y creo que esto apenas comienza.
La casa de Vero, una construcción antigua con suelos que crujían y paredes que parecían susurrar secretos, estaba completamente a disposición de las chicas esa noche. La lluvia había cesado, dejando un calor pegajoso que se colaba por las ventanas entreabiertas. El ambiente era una mezcla embriagadora de risas, confidencias y el dulce aroma de esmalte de uñas y perfumes frutales. Gemma, pintaba con cuidado las uñas de Lila, mientras Sofía trenzaba el cabello de Clara con dedos expertos. Las conversaciones giraban en torno a quién les gustaba en la escuela, susurros sobre besos robados y miradas furtivas que hacían sonrojar a más de una.
A medida que la noche avanzaba, el ambiente se volvía más relajado, casi íntimo. Algunas chicas, como Lila y Clara, ya lucían pijamas ligeros de algodón, pero otras, incluida la prima de Gemma, optaron por quedarse en ropa interior. El calor húmedo de la noche hacía que el encaje de sus braguitas y los sujetadores de colores vibrantes se adhirieran a sus pieles, delineando curvas que la penumbra apenas suavizaba. Sofia, con su piel bronceada y una confianza descarada, se paseaba por la habitación en un conjunto de lencería negra, riendo mientras provocaba a las demás con comentarios subidos de tono.
—¿No te mueres de calor, Gemma? —preguntó, recostándose en el sofá con una pierna cruzada sobre la otra, dejando que la tela de su ropa interior marcara cada detalle—. Deberías quitarte algo, ¡estamos entre chicas!
Gemma, aún en su pijama corto, sonrió tímidamente, pero un rubor le subió a las mejillas. —Tal vez después —respondió, con voz baja, casi un murmullo, mientras sus ojos se desviaban hacia la silueta de Sofia, iluminada por la luz de una lampara cercana.
De pronto, un ruido seco resonó en la casa, como si algo pesado hubiera caído en el piso de abajo. Las risas se apagaron al instante, y todas se miraron con los ojos muy abiertos. El silencio que siguió fue pesado, roto solo por el zumbido lejano de un ventilador.
—¿Qué fue eso? —susurró Sofía, abrazándose a un cojín.
—No sé, pero no me gusta —dijo Clara, acercándose más a Lila, quien ya estaba temblando.
Vero, siempre la más atrevida, se puso de pie. —Vamos, chicas, no sean miedosas. Seguro fue solo el viento o algo. Pero alguien tiene que ir a ver.
Todas las miradas se volvieron hacia Gemma, quien sintió un nudo en el estómago. —¡¿Yo?! —protestó, su voz temblorosa—. ¿Por qué yo? ¡No quiero bajar sola!
—Porque eres la valiente, primita —dijo Vero con una sonrisa traviesa, acercándose para darle un empujoncito juguetón—. Además, te ves muy mona cuando estás nerviosa.
Tras una rápida votación, Gemma no tuvo escapatoria. Con el corazón latiendo con fuerza, se levantó, sus manos temblaban ligeramente mientras se ajustaba sus panties. La idea de fantasmas o algo peor cruzó su mente, alimentada por la oscuridad que envolvía la casa. Las chicas la animaron con risitas nerviosas mientras ella, armándose de valor, salió de la habitación.
El pasillo estaba sumido en una penumbra densa, apenas iluminado por el resplandor lejano de las luces de la sala. Gemma avanzó con pasos cautelosos, sus manos deslizándose por la pared fría, buscando el interruptor. Su respiración era entrecortada, y el silencio de la casa parecía amplificar cada pequeño crujido. De repente, otro ruido, esta vez más cercano, como pasos suaves en la madera. Se detuvo, su cuerpo tenso, el calor de la noche mezclándose con el escalofrío que le recorría la espalda.
—¿Hola? —susurró, su voz apenas audible, mientras su mano se detenía en la pared. Entonces, una sombra se movió al final del pasillo, y el corazón de Gemma dio un vuelco.
De pronto, un escalofrío le recorrió la columna, no por el frío, sino por la sensación de ser observada. Se giró lentamente, y allí, al final del pasillo, bajo la sombra parpadeante de una lámpara, estaba él. Un chico alto, de hombros anchos y cuerpo atlético, esculpido como si cada músculo hubiera sido tallado con precisión. Su camiseta ajustada marcaba el contorno de su pecho, y unos jeans oscuros abrazaban sus piernas con una promesa de fuerza. Pero fue su mirada lo que la paralizó: unos ojos oscuros, profundos, que parecían desnudarla más allá de la ropa interior, recorriendo cada centímetro de su figura con una intensidad que la hizo estremecer.
—Wow… ¡Qué buenas nalgas! —dijo él, su voz era grave y cargada de una audacia que cortó el silencio como un relámpago.
Gemma sintió un calor abrasador subirle desde el pecho hasta las mejillas, sus ojos verdes abiertos de par en par al recordar que estaba prácticamente desnuda, con solo las braguitas cubriendo su intimidad. El rubor la consumió, y con un gritito ahogado, dio un salto hacia atrás, corriendo a refugiarse detrás de un sillón polvoriento en la sala. Sus manos intentaron cubrirse instintivamente, aunque el mueble apenas ocultaba la curva de su cuerpo expuesto.
—¡Vero! ¡Chicas! ¡Ayúdenme! —gritó, su voz temblorosa pero aguda, resonando en la casa silenciosa—. ¡Hay alguien aquí!
El alboroto atrajo a las demás como un enjambre. Lila, Vero y Clara irrumpieron en la sala, armadas con cojines y una linterna, sus rostros una mezcla de miedo y determinación. Sofia, aún en su provocador conjunto de lencería negra, blandía una botella de esmalte de uñas como si fuera un arma.
—¡¿Quién eres, pervertido?! —gritó Clara, alzando un cojín como si fuera a lanzarlo.
Pero Vero, que llegó última, se detuvo en seco al ver la figura del chico. Su expresión pasó de la alarma a una risa contenida. —Tranquilas, chicas, no es un ladrón —dijo, cruzándose de brazos con una sonrisa pícara—. Es solo mi hermano, Jonathan.
Él, indiferente al caos que había provocado, levantó una mano en un saludo despreocupado. —Buenas noches, señoritas —dijo, su voz estaba teñida de diversión mientras sus ojos se detenían un segundo más en Gemma, que seguía agazapada tras el sillón, sus mejillas ardiendo. Sin decir más, se giró y desapareció por el pasillo hacia su habitación, dejando tras de sí un silencio cargado de electricidad.
Gemma, aun temblando, se asomó desde su escondite, su respiración estaba agitada. —¡Vero, por qué no dijiste que tu hermano estaba aquí! —susurró con furia, aunque el calor en su cuerpo no era solo de vergüenza. La mirada de su primo, esa intensidad cruda y sin filtros, seguía quemándole la piel.
Vero se acercó, agachándose junto al sillón con una sonrisa traviesa. —¿Y perderme esta escena? —susurró, rozando con un dedo el brazo desnudo de Gemma, provocándole un nuevo escalofrío—. Además, primita, no me digas que no te gustó cómo te miró.
Las demás chicas soltaron risitas, pero el ambiente había cambiado. La presencia de aquel chico, aunque breve, había encendido algo en la sala, un deseo latente que flotaba entre ellas como el calor pegajoso de la noche.
Todas regresaron a la habitación de Vero que era un santuario de feminidad, empapada en tonos rosados que contrastaban con la penumbra de la noche. Las paredes estaban adornadas con pósters de ídolos pop y estanterías repletas de peluches de Hello Kitty, cuyos ojos brillantes parecían vigilar el caos de la pijamada. Las chicas, aun vibrando por el encuentro en el pasillo, se dejaron caer sobre la alfombra mullida y los cojines esparcidos. Gemma, con sus mejillas aún encendidas, se sentó en el borde de la cama, sus braguitas de encaje blanco delineaban la curva suave de sus caderas. Su cabello rojizo caía en mechones desordenados sobre sus hombros desnudos, y sus ojos verdes brillaban con un destello de inquietud y deseo.
La conversación pronto giró hacia Jonathan, el hermano de Vero, cuyo breve pero impactante paso por la sala había dejado una marca en todas. Lila, recostada boca abajo con su pijama corto subiendo por sus muslos, fue la primera en hablar.
—¿Viste esos brazos? —susurró, mordiéndose el labio—. Jonathan debe pasar horas en el gimnasio. Y esa mirada… uf, casi me derrito.
Clara, con su pijama que apenas contenía sus curvas, soltó una risita. —Y ese jean ajustado, por Dios. No sé cómo Vero vive con un chico así en casa.
Gemma, aunque callada al principio, no podía sacarse a Jonathan de la cabeza. Aunque era su primo, hacía años que no lo veía, y el hombre en que se había convertido la había dejado sin aliento. Su cuerpo atlético, la forma en que la camiseta se adhería a su pecho definido, y esa mirada penetrante que parecía desnudarla sin esfuerzo… Todo eso se repetía en su mente como un bucle interminable.
—Es… diferente a como lo recordaba —admitió Gemma en voz baja, sus dedos jugueteaban nerviosamente con el borde de su brasier. Su voz tenía un matiz de anhelo, y el calor que sentía no era solo por la noche húmeda.
Sofia, aún en su provocador conjunto de lencería negra, se acercó a Gemma, sentándose tan cerca que sus muslos se rozaron. —¿Diferente? Vamos, amiga, di la verdad —susurró con una sonrisa traviesa, su aliento cálido rozando el oído de Gemma—. Te puso caliente, ¿verdad?
Gemma se sonrojó intensamente, sus ojos esquivaban las miradas curiosas de las demás. —¡No es eso! —protestó, aunque el rubor en su rostro y la forma en que apretaba las piernas traicionaban sus palabras.
—¡Basta, chicas! —interrumpió Vero, levantándose de un salto desde su posición en el suelo. Ahora con su pijama de satén negro se deslizó ligeramente, dejando entrever el borde de su ropa interior—. Mi hermano es un idiota, ¿okay? Siempre anda con esa actitud de galán que no soporto. Cambiemos de tema antes de que me den arcadas.
Las risas llenaron la habitación, rompiendo momentáneamente la tensión, pero el aire seguía cargado de una energía sensual, como si el encuentro con Jonathan hubiera encendido un fuego que ninguna quería apagar. Las chicas retomaron la pijamada, pintándose las uñas con colores brillantes, trenzando mechones de cabello y compartiendo secretos subidos de tono. Entre risas y susurros, las horas se deslizaron, y el reloj marcó casi las cinco de la mañana.
Gemma, recostada sobre un montón de cojines, no podía concentrarse en las bromas de las demás. Su mente seguía atrapada en Jonathan, en la forma en que su cuerpo se movía con una seguridad magnética, en el destello de sus ojos que parecía prometer algo prohibido. Cada vez que cerraba los ojos, imaginaba su voz grave, sus manos fuertes, y un calor pulsante se extendía por su cuerpo, haciéndola apretar los muslos bajo la sábana fina que la cubría. La noche, lejos de terminar, parecía estar apenas comenzando.
Días después de la pijamada, Gemma salió de la casa de Vero, pues había ido a hacer tarea juntas. El sol de la tarde caía con fuerza, bañando su piel blanca en un resplandor cálido que hacía brillar su cabello rojizo como fuego líquido. Llevaba una falda corta de la secundaria que se mecía con cada paso, abrazando sus caderas juveniles, y una blusa ajustada dejaba entrever el contorno de sus senos perfectamente formados, apenas contenidos por un sujetador de encaje rosa. Cada movimiento suyo, moldeado por años de ballet, era una danza inconsciente, sensual sin esfuerzo, como si su cuerpo estuviera diseñado para atraer miradas.
Al doblar la esquina, el mundo pareció detenerse. Allí estaba Jonathan, apoyado contra una pared con esa actitud despreocupada que lo hacía irresistible. Su cuerpo atlético, envuelto en una camiseta negra que marcaba cada músculo de su torso, exudaba una masculinidad cruda. Sus ojos oscuros, profundos y peligrosos, se clavaron en Gemma, pero no en su rostro. Su mirada descendió sin pudor, deteniéndose en el escote de su blusa, donde la curva de sus pechos se insinuaba bajo la tela fina. Un calor abrasador recorrió el cuerpo de Gemma, y su respiración se entrecortó.
—Hola. ¿Tú eres la de las nalgas bonitas del otro día? —dijo él, con su voz grave y teñida de una audacia que hizo que el aire se volviera denso. Sus labios se curvaron en una sonrisa ladeada, y sus ojos finalmente subieron para encontrarse con los de ella, brillando con un destello de desafío.
Gemma sintió un rubor intenso subirle desde el pecho hasta las mejillas, tiñendo su piel de un rosa vibrante. Bajó la mirada, sus pestañas largas temblando mientras sus dedos jugaban nerviosamente con el borde de su falda. La vergüenza y el deseo se mezclaron en su interior, porque, aunque sabía que debía sentirse ofendida, el comentario de Jonathan había encendido algo en ella, una chispa que le hacía imaginar sus manos recorriendo su cuerpo.
—S-sí, soy Gemma, tu prim… —empezó a decir, su voz suave y temblorosa, pero las palabras se le atragantaron. No podía creer que Jonathan no la reconociera, que la viera solo como una chica más, una desconocida con un cuerpo que le había llamado la atención. La idea la hizo estremecer, pero también la llenó de un anhelo prohibido.
Antes de que pudiera terminar, una voz aguda rompió el momento. —¡John! ¡Por aquí! —gritó una chica desde el otro lado de la calle. Era alta, con curvas generosas y un vestido ceñido que no dejaba nada a la imaginación. Jonathan giró la cabeza, y sin siquiera despedirse, se alejó de Gemma con pasos seguros, dejando tras de sí una estela de colonia masculina que se le quedó grabada en los sentidos.
Gemma se quedó congelada, su corazón se apretaba mientras veía a Jonathan acercarse a la otra chica. Sus manos se entrelazaron con las de ella, y cuando sus labios se encontraron en un beso lento y posesivo, algo dentro de Gemma se rompió. Sus ojos se nublaron, y un nudo de tristeza y deseo se formó en su pecho. Sabía que lo que sentía por Jonathan, su primo, era imposible, un sueño roto antes de siquiera empezar. Pero eso no impedía que su cuerpo reaccionara, que su piel ardiera al recordar cómo la había mirado, cómo su voz había vibrado al hablarle.
Se giró, abrazándose a sí misma, y caminó lentamente hacia casa, con el corazón destrozado pero incapaz de borrar la imagen de Jonathan de su mente. Cada paso resonaba con un anhelo que sabía que nunca podría cumplir, pero que la consumía como un fuego lento, quemándola desde adentro.
Tres meses habían pasado desde aquella tarde, y Gemma se había convertido en una presencia constante en la casa de su prima Vero. Cada tarde, después de sus clases de ballet, cruzaba la ciudad con el corazón acelerado, no solo por ver a Vero, sino por la posibilidad de encontrarse con Jonathan. Su cabello rojizo, ahora más largo, caía en ondas sedosas sobre su espalda, y su cuerpo, aún en desarrollo, se había vuelto más provocador: sus caderas se marcaban con una curva suave bajo sus leggins ajustados, y sus pechos se alzaban firmes bajo blusas que parecían abrazar cada centímetro de su piel blanca. A sus 18 años, Gemma exudaba una sensualidad que ella misma no terminaba de comprender, pero que no pasaba desapercibida.
La casa de Vero era un refugio cálido, impregnado del aroma a café recién hecho y el encanto acogedor de su tía Maribel, una mujer de unos 40 años, era un espectáculo de belleza madura: su cabello oscuro caía en rizos perfectos, y su figura escultural, moldeada por años de yoga, se destacaba en vestidos ceñidos que delineaban sus curvas generosas. Cada vez que abrazaba a Gemma, su perfume floral envolvía a la joven, y la calidez de su cuerpo despertaba en ella un cosquilleo que la confundía.
Su tío Rafael, por su parte, era un hombre de presencia imponente. Su cuerpo atlético, fruto de horas en el gimnasio, se marcaba bajo camisas ajustadas que dejaban poco a la imaginación. Trataba a Gemma con una ternura paternal, pero sus ojos grises, intensos y profundos, a veces parecían detenerse un segundo de más en su figura, haciendo que ella sintiera un calor incontrolable subir por su nuca.
Sin embargo, era Jonathan quien dominaba los pensamientos de Gemma. Su primo, con su cuerpo esculpido y esa sonrisa arrogante que prometía problemas, se había convertido en su obsesión. La relación entre ellos era un juego cruel de seducción y rechazo. Jonathan sabía del enamoramiento de Gemma, y lo usaba a su antojo. En los momentos en que estaban a solas, él se acercaba demasiado, su aliento cálido rozando el cuello de Gemma mientras susurraba:
—Sabes que te amo, ¿verdad? —decía, sus dedos rozaban apenas el brazo de Gemma, enviando descargas eléctricas por su piel—. Si no tuviera novia, estaría contigo en un segundo.
Esas palabras eran un veneno dulce que la envolvía, haciendo que su cuerpo se encendiera de deseo. Gemma imaginaba sus manos fuertes recorriendo su cintura, sus labios encontrando los suyos en un beso que nunca llegaba. Pero luego lo veía con su novia, una chica de curvas exuberantes que colgaba de su brazo, y la realidad la golpeaba como un puñetazo. Jonathan no dejaba a su pareja, y cada palabra de amor que le dedicaba a Gemma era solo un juego para alimentar su ego.
En las noches, sola en su habitación, Gemma se sentía estúpida por sucumbir a esos sentimientos. Su cuerpo traicionero ardía cada vez que pensaba en Jonathan: en su torso desnudo cuando salía de la ducha, con gotas de agua deslizándose por su piel bronceada; en la forma en que sus jeans marcaban cada músculo de sus muslos; en la intensidad de su mirada cuando la encontraba en ropa ajustada. El deseo sexual que la consumía era una fuerza que no podía controlar, un torbellino que la hacía apretar su mano contra sus muslos bajo las sábanas, imaginando lo imposible. Aún sin cumplir los 19, Gemma estaba atrapada en un amor prohibido que la destrozaba y la encendía al mismo tiempo, un fuego que no sabía cómo apagar.
Continuará…
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