La Gemma de la Familia – La Pelea
Un viernes, el sol de la tarde caía con fuerza sobre el patio de la secundaria, bañando todo en un resplandor dorado que hacía brillar la piel blanca de Gemma como si fuera de porcelana. Su cabello rojizo, recogido en una coleta alta, se mecía con cada paso, y su uniforme escolar, una falda plisada que apenas cubría sus muslos y una blusa ajustada que marcaba la curva delicada de sus pechos parecía diseñado para atraer miradas.
Mientras caminaba hacia la salida, con el calor pegajoso adherido a su piel, una figura se interpuso en su camino. Era una chica de unos 18 años, con un cuerpo voluptuoso que desbordaba su uniforme de preparatoria: la falda apenas contenía sus caderas, y la blusa, desabrochada en los primeros botones, dejaba entrever un escote generoso. Su cabello negro caía en ondas desordenadas, y sus ojos ardían con una furia que hizo que Gemma diera un paso atrás.
—Aléjate de Jonathan, o te las verás conmigo —siseó la chica, acercándose tanto que Gemma pudo sentir el calor de su aliento. Su perfume, dulce y embriagador, llenó el espacio entre ellas, y por un instante, Gemma sintió un cosquilleo extraño, una mezcla de miedo y algo más profundo, más prohibido.
—Es mi primo —respondió Gemma, con voz temblorosa pero firme, mientras sus ojos verdes brillaban con desafío—. No podemos alejarnos, vivimos en la misma familia.
Sin previo aviso, la chica se abalanzó sobre ella. Sus uñas largas se clavaron en la espalda de Gemma, dejando marcas rojas que ardían contra su piel sensible. Una cachetada resonó en el aire, haciendo que la mejilla de Gemma se encendiera con un calor punzante. Ella intentó defenderse, sus manos empujaban el cuerpo de la chica, pero el forcejeo era un torbellino de contacto físico: sus cuerpos se rozaban, el sudor se mezclaba, las curvas de una chocando contra las de la otra. La falda de Gemma se levantó en el tumulto, revelando la piel suave de sus muslos y el borde de sus braguitas blancas, mientras la blusa se desajustaba, dejando al descubierto el encaje de su sujetador.
Vero, que observaba desde la distancia, soltó un grito y corrió hacia la camioneta de su padre, estacionada a unos metros. —¡Papá, rápido! ¡Están atacando a Gemma! —jadeó, su voz llena de urgencia.
Rafael, salió de la camioneta con una presencia imponente. Su cuerpo atlético, se movía con una seguridad que cortaba el aire. Su camisa ajustada marcaba cada músculo de su torso, y sus ojos grises destellaban con autoridad mientras se acercaba al tumulto. Con un movimiento firme, separó a las chicas, su mano fuerte sujetaba el brazo de la agresora.
—¡Basta! —rugió Rafael, con voz profunda resonando como un trueno—. Si sigues con esa actitud, te juro que no volverás a acercarte a mi hijo. ¡Esto se acaba aquí!
La chica, con el rostro enrojecido y el cabello desordenado, retrocedió, murmurando algo entre dientes antes de alejarse. Rafael se giró hacia Gemma, sus ojos suavizándose al verla desaliñada, con la mejilla enrojecida y rasguños visibles en la piel expuesta de su espalda y piernas. Por un instante, su mirada recorrió su cuerpo, deteniéndose en las marcas rojas que contrastaban con su piel pálida, y Gemma sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el dolor.
Vero tomó la mano de su prima, con sus dedos cálidos entrelazándose con los de Gemma, y la llevó a la camioneta. La piel de Gemma ardía donde las uñas de la chica habían dejado su marca, y el roce de la tela de su uniforme contra los rasguños enviaba pequeños pinchazos de dolor mezclado con una extraña excitación. Una vez dentro de la camioneta, Rafael subió al volante y se giró hacia ella, su rostro era serio pero cargado de una calidez que hizo que el corazón de Gemma latiera más rápido.
—¿Estás bien, pequeña? —preguntó, envolviéndola como una caricia. Sus ojos se detuvieron en su mejilla enrojecida, y luego bajaron a los rasguños en sus piernas, visibles bajo la falda arrugada.
—S-sí, estoy bien —respondió Gemma, su voz suave, casi un susurro—. Solo me arden un poco las mejillas… y los rasguños en la espalda y las piernas. No es gran cosa.
Rafael asintió, pero su mirada seguía fija en ella, como si estuviera evaluando algo más que sus heridas. —Te llevaré a casa de tu mamá después de dejar a Vero —dijo, arrancando la camioneta—. Hablaré con mi hermana para explicarle lo que pasó. Nadie va a tocarte así otra vez, ¿entendido?
Gemma asintió, sintiendo el calor de su mirada como una corriente eléctrica que recorría su cuerpo. Mientras la camioneta avanzaba, su mente era un torbellino de emociones: el dolor de los rasguños, la furia hacia la novia de Jonathan, y un deseo incontrolable que la consumía, alimentado por la cercanía de Rafael y la imagen persistente de Jonathan, que seguía siendo su tormento imposible.
El motor de la camioneta de Rafael rugió suavemente mientras se detenía frente a la casa de Gemma, una construcción moderna con ventanales amplios que reflejaban el resplandor anaranjado del atardecer. Gemma, aún con el uniforme escolar desaliñado, bajó del vehículo con un movimiento grácil, su falda plisada subía ligeramente por sus muslos, revelando los rasguños recientes que marcaban su piel pálida como líneas de fuego. Su cabello rojizo, suelto ahora, caía en ondas desordenadas, y la blusa ajustada, con un botón desabrochado por el forcejeo anterior, dejaba entrever el borde de su sujetador de encaje rosa. El calor de la tarde se mezclaba con el calor que aún sentía en su cuerpo, una mezcla de adrenalina y un deseo confuso que la hacía estremecer.
Rafael, con su presencia imponente, descendió tras ella. Su camiseta oscura se adhería a su torso atlético, marcando cada músculo trabajado, y sus jeans ajustados delineaban sus piernas fuertes. Sus ojos grises, intensos y penetrantes, recorrieron a Gemma por un instante, deteniéndose en las marcas rojas de su piel antes de desviar la mirada con un carraspeo. Ella, nerviosa pero decidida, abrió la puerta de la casa y lo invitó a pasar con un gesto tímido.
—Pasa, tío —dijo, con voz suave, pero con un matiz que temblaba entre la inocencia y algo más profundo—. Siéntate, voy a buscar a mi mamá.
La sala era un espacio acogedor, con muebles de cuero suave y cojines de colores cálidos. Rafael se dejó caer en un sofá, sus piernas abiertas con esa seguridad masculina que llenaba el espacio. Mientras tanto, Gemma recorrió la casa, sus pasos resonaban en el silencio. —¡Mamá! —llamó, su voz hacía eco por los pasillos vacíos. Al no obtener respuesta, sacó su celular y marcó el número de su madre.
—¿Gemma? —respondió su madre al otro lado de la línea, su voz apresurada—. Lo siento, cariño, tuve que salir de la ciudad por un caso urgente en el despacho. Estaré de vuelta el lunes. ¿Estás bien?
—S-sí, mamá, estoy con el tío Rafael —respondió Gemma, sus dedos jugueteaban con un mechón de cabello rojizo mientras sentía la mirada de su tío desde la sala, aunque no podía verlo—. No te preocupes.
Colgó y respiró hondo, el aire cálido de la casa envolviéndola como una caricia. Regresó a la sala, sus caderas se balanceaban ligeramente con cada paso, un movimiento inconsciente que hacía que la falda se alzara un poco más, exponiendo la piel suave de sus muslos y los rasguños que aún ardían. Rafael levantó la vista al verla entrar, y por un instante, sus ojos se detuvieron en el contorno de su figura, en la forma en que la blusa se pegaba a su cuerpo, dejando poco a la imaginación.
—No está mi mamá —dijo Gemma, deteniéndose frente a él, sus manos entrelazadas nerviosamente frente a su cuerpo—. Tuvo que salir por trabajo. No vuelve hasta el lunes.
—No te preocupes, pequeña —dijo Rafael, reclinándose en el sofá con una sonrisa que suavizaba la dureza de sus rasgos. Su voz grave vibraba en el aire, y sus ojos grises, intensos y profundos, se posaron en Gemma con una calidez que la hizo estremecer—. Ya tendré oportunidad de hablar con tu madre. Mi hermana siempre está ocupada con su despacho, pero esto es algo que debe saber.
Gemma asintió, sintiendo un nudo en el estómago. Se levantó, sus caderas se balancearon con la gracia natural de una bailarina, y se dirigió a la cocina. El roce de la falda contra sus muslos sensibles enviaba pequeños pinchazos de dolor y placer que la hacían contener el aliento. Regresó con un vaso de agua, el cristal frío contrastaba con el calor de su piel. Al entregárselo a Rafael, sus dedos rozaron los suyos, ásperos y fuertes, y una corriente eléctrica recorrió su cuerpo, haciendo que sus pezones se endurecieran bajo la blusa ajustada. El contacto, aunque fugaz, fue suficiente para que un escalofrío la envolviera, y sus ojos verdes se alzaron, encontrándose con la mirada de Rafael, que parecía notar cada detalle de su reacción.
Se sentó a su lado, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo atlético. La camiseta de Rafael se adhería a su torso, marcando cada músculo, y el aroma de su colonia, masculino y embriagador, llenaba el espacio entre ellos. Él carraspeó, rompiendo el silencio. —Quiero disculparme por Jimena, la novia de Jonathan —dijo, con tono serio pero suave—. No debería haberte tocado. No es justo que pagues por los celos de alguien más.
Gemma bajó la mirada, sus manos jugueteaban con el borde de su falda, que se había subido lo suficiente como para revelar más de sus muslos. La mención de Jonathan hizo que su pecho se apretara, y un velo de tristeza cubrió su rostro. Rafael lo notó de inmediato, inclinándose hacia ella, su brazo rozó el suyo en un gesto que era tanto protector como íntimo.
—¿Estás bien, sobrina? —preguntó, con voz baja, casi un murmullo, mientras sus ojos buscaban los de ella. Había una intensidad en su mirada que la hizo sentir desnuda, vulnerable, pero también extrañamente deseada.
Gemma tragó saliva, sus labios temblaban mientras luchaba por contener las emociones que la consumían. —S-sí, estoy bien —respondió, pero su voz se quebró, y las palabras salieron en un susurro—. Es solo que… desde que volví a ver a Jonathan, hace meses, yo… me enamoré de él. —Sus ojos se nublaron, y su confesión salió como un torrente, cargada de un deseo que no podía controlar—. Sé que no puede ser, tío. Es mi primo, y tiene novia, pero… lo amo. Lo amo de verdad.
Rafael, sentado a su lado en el sofá, esbozó una sonrisa que era a la vez tranquilizadora y cargada de una intensidad que hizo que el corazón de Gemma latiera con fuerza. —Me refería físicamente, pequeña —dijo, con voz grave y profunda, con un matiz juguetón que la tomó por sorpresa—. ¿Estás bien después de lo que pasó con Jimena?
Gemma sintió un rubor ardiente subirle desde el pecho hasta las mejillas, tiñendo su rostro de un rosa intenso. La confesión sobre sus sentimientos por Jonathan aún resonaba en el aire, y la vergüenza la consumió. —Por favor, tío… que esto no salga de aquí —susurró, sus ojos verdes bajos, temblaban bajo sus pestañas largas—. No quiero que nadie más lo sepa.
Rafael inclinó la cabeza, su mirada se suavizó, aunque había un brillo en sus ojos grises que la hizo estremecer. —Tranquila, Gemma —respondió, su voz era murmullo cálido que parecía envolverla—. Es algo que ya hemos notado en la familia. No te preocupes, esto queda entre nosotros.
Intentando escapar de la intensidad del momento, Gemma cambió de tema, sus dedos rozaban instintivamente el rasguño en su cuello, donde la piel ardía bajo el roce de su propia mano. —Me duele un poco… el rasguño que me hizo Jimena aquí —dijo, su voz era temblorosa, señalando la marca roja que se extendía justo bajo su clavícula.
—Déjame verlo —dijo Rafael, su tono era firme pero cargado de una suavidad que la hizo contener el aliento. Se acercó más, su cuerpo grande y cálido invadió el espacio de Gemma. Con dedos fuertes pero delicados, movió lentamente el borde de la blusa escolar, deslizando la tela hacia un lado para exponer la piel sensible de su cuello. El roce de sus manos, ásperas pero cuidadosas, envió un escalofrío por la columna de Gemma, y su respiración se volvió superficial.
Entonces, sin previo aviso, Rafael se inclinó hacia ella. Sus labios, cálidos y firmes, rozaron el rasguño en su cuello con una suavidad que contrastaba con la intensidad de su presencia. El primer beso fue apenas un susurro contra su piel, pero pronto se volvió más profundo, más deliberado, sus labios exploraban la curva de su cuello con una lentitud que la hizo jadear. Gemma cerró los ojos, su cuerpo la traicionaba mientras un calor líquido se extendía desde su pecho hasta su entrepierna. Inclinó la cabeza instintivamente, ofreciendo más de su cuello a los besos de Rafael, cada contacto enviaba oleadas de placer que la hacían apretar los muslos bajo la falda.
Sus manos, temblorosas, se posaron en el brazo de Rafael, sintiendo la dureza de sus músculos bajo la camiseta. El aroma de su colonia, masculino y embriagador, la envolvía, y por un momento, se perdió en la sensación de sus labios cálidos, en la forma en que su aliento rozaba su piel, encendiendo un deseo que no podía controlar. Pero entonces, como un relámpago, un remordimiento la golpeó. La imagen de Jonathan, de su madre, de la realidad de quién era Rafael, irrumpió en su mente, y con un jadeo, se apartó rápidamente, retrocediendo en el sofá.
—Tío, no… —susurró, con voz quebrada, sus mejillas ardían mientras se ajustaba la blusa con manos temblorosas. Sus ojos verdes, llenos de confusión y deseo, se clavaron en los de Rafael, quien la miraba con una mezcla de sorpresa y algo más profundo, algo que hizo que el aire entre ellos vibrara con una tensión insoportable.
Rafael, sentado a su lado, rompió el silencio tenso con una voz grave, teñida de vergüenza. —Perdóname, pequeña —dijo, sus ojos esquivaron los de ella por un instante—. No era mi intención besarte de esa manera. No sé qué me pasó.
Gemma lo miró fijamente, sus ojos brillaban con una mezcla de confusión y un anhelo que no podía ocultar. Su respiración era entrecortada, y el roce de los labios de Rafael en su cuello aún quemaba en su piel. —No es por eso por lo que me levanté —susurró, su voz era temblorosa pero firme, mientras sus manos se retorcían nerviosamente sobre su falda—. Es por Vero… y por tía Maribel. Las quiero demasiado, no podría hacerles algo así.
Rafael alzó la vista, sorprendido, y un destello de algo más profundo cruzó su mirada. —¿Entonces no te molestó mi beso? —preguntó, con voz más baja, casi un ronroneo, mientras se inclinaba ligeramente hacia ella.
Gemma mordió su labio inferior, un gesto que hizo que su rostro se iluminara con una sensualidad inconsciente. Negó con la cabeza, sus mejillas enrojecieron mientras confesaba en un susurro: —No, no me molestó. Me… me gustó mucho. Pero…
No pudo terminar. En un movimiento rápido, Rafael la tomó por la cintura y la jaló hacia él, sentándola sobre sus piernas. El contacto de sus cuerpos fue eléctrico: la falda de Gemma se subió, exponiendo la piel suave de sus muslos, y el calor de las piernas musculosas de Rafael bajo ella la hizo jadear. Él colocó una de sus manos grandes y cálidas sobre la suya, guiándola lentamente hacia la entrepierna de su pantalón. Bajo la tela ajustada, Gemma sintió la forma de su verga: larga, dura, gruesa, palpitando con una intensidad que la hizo contener el aliento. Sus dedos, temblorosos pero curiosos, comenzaron a acariciarlo lentamente, trazando su contorno con una mezcla de timidez y fascinación. La tela apenas contenía la evidencia de su deseo, y cada roce hacía que un calor líquido se acumulara entre los muslos de Gemma.
—¿Te gusta? —preguntó Rafael, con voz cargada de lujuria, sus ojos estaban clavados en los de ella, oscurecidos por un deseo crudo que la hizo estremecer.
Gemma asintió, incapaz de apartar la mirada de él. —Sí… me gusta mucho —admitió, su voz era apenas un susurro, mientras sus dedos seguían explorando, cada movimiento enviaba oleadas de calor por su cuerpo. Pero de pronto, se detuvo, retirando la mano como si la hubiera quemado. —No puedo —dijo, su voz se quebraba mientras bajaba la mirada, tímida y vulnerable.
—¿Por qué no, Gemma? —preguntó Rafael, inclinándose más cerca, su aliento cálido rozando su rostro—. Si te encantó tocarlo, se te nota en los ojos.
Ella lo miró, sus mejillas ardían, sus labios temblaban mientras confesaba en un susurro casi inaudible: —Porque… soy virgen.
El silencio que siguió fue pesado, cargado de una tensión que vibraba en el aire. Rafael no se movió, pero su mirada se intensificó, recorriendo el cuerpo de Gemma con una mezcla de sorpresa y deseo. Ella sintió su piel arder bajo esa mirada, consciente de la falda arrugada, de la blusa desajustada, de la forma en que sus muslos seguían apoyados sobre él. El deseo que la consumía era abrumador, pero también lo era el peso de su confesión, dejando la sala suspendida en un momento que parecía a punto de romperse.
Rafael la miró con ojos grises encendidos por un deseo crudo. Su voz, grave y persuasiva, rompió el silencio. —¿Y qué mejor que perderla con alguien que conoces, pequeña? —dijo, inclinándose hacia ella, su aliento cálido rozó su rostro—. Alguien que sabe cómo cuidarte.
Gemma sintió un calor líquido acumularse entre sus muslos, su cuerpo nuevamente la traicionaba mientras su respiración se volvía pesada. —Sí… sería bueno —susurró, con voz temblorosa, cargada de un anhelo que no podía controlar—. Pero no podría traicionar a tía Maribel ni a Vero. No estaría bien.
Rafael tomó su rostro entre sus manos grandes y cálidas, sus dedos ásperos pero gentiles rozaron la suavidad de sus mejillas. Se acercó más, sus labios a centímetros de los de ella, y su voz bajó a un murmullo seductor. —Por ellas no te preocupes, Gemma. Este es nuestro momento. ¿O acaso piensas contarles? —Sus palabras, cargadas de una promesa prohibida, encendieron una chispa en el cuerpo de Gemma, desatando una oleada de deseo que la hizo jadear.
Sin pensarlo, Gemma se lanzó hacia él, sus labios encontraron los de Rafael en un beso voraz, desesperado. Sus lenguas se buscaron con una urgencia febril, entrelazándose en un baile húmedo y ardiente que la hizo gemir contra su boca. Sus manos, temblorosas pero decididas, volvieron a la entrepierna de Rafael, acariciando la verga que se marcaba con fuerza bajo sus jeans. Era larga, dura, palpitante, y cada roce de sus dedos enviaba descargas de placer por su cuerpo, haciendo que su vagina se humedeciera aún más, empapando la tela fina de sus braguitas.
Rafael, consumido por la lujuria, comenzó a desabotonar la blusa de Gemma con dedos rápidos pero precisos. La tela se abrió, revelando sus pechos redondos y perfectos, sostenidos por un sostén de encaje rosa que apenas contenía su firmeza. Los ojos de Rafael se oscurecieron de deseo, y con un gruñido bajo, se abalanzó sobre ellos, sus labios cálidos y hambrientos besaban la piel expuesta justo por encima del encaje. No quitó el sostén, pero sus besos eran intensos, mordisqueando y lamiendo la curva de sus pechos, mientras sus manos se deslizaban por la cintura de Gemma, apretándola contra él.
Gemma arqueó la espalda, un gemido escapó de sus labios mientras sus manos se aferraban a los hombros de Rafael, sintiendo la dureza de sus músculos bajo la camiseta. Cada beso en su piel enviaba oleadas de placer que la hacían temblar, sus pezones endureciéndose contra el encaje, ansiosos por más. El calor entre sus muslos era insoportable, y su cuerpo se movía instintivamente, buscando más contacto, más fricción, mientras los gemidos de aprobación escapaban de su garganta, resonando en la sala vacía como un eco de su deseo desatado.
Minutos después sus manos, grandes y firmes, encontraron el cierre del sostén rosa de Gemma, y con un movimiento lento pero decidido, lo desabrochó. La prenda cayó al suelo, liberando los pechos redondos y llenos de su sobrina, que se alzaban con una perfección juvenil, sus pezones rosados estaban endurecidos por la excitación. La mirada de Rafael los devoró, un hambre cruda reflejada en su rostro mientras su respiración se volvía más pesada.
—Dios, Gemma… —murmuró, con voz ronca, casi un gruñido, mientras sus manos ascendían para tomarlos. Sus palmas cálidas envolvieron los senos de Gemma, apretándolos con una mezcla de reverencia y urgencia que la hizo jadear. Sus dedos, ásperos pero precisos, acariciaron la piel sensible, rozaban sus pezones antes de que su boca se abalanzara sobre ellos.
Continuará…
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