La casa de Gabriela

Parte 1: Solos en casa


La casa estaba en silencio, demasiado silencio. Gabriela se asomó por la ventana de su cuarto por quinta vez en menos de dos minutos. Su papá no había dejado el auto, su mamá le mandó una foto desde el supermercado, y su hermano probablemente seguía en la academia. Era su momento, se mordió el labio al mirar la hora en su celular: 4:17 p.m. Adrián llegaría en tres minutos. Ella ya estaba lista. O casi.

Se ajustó los lentes, caminó descalza sobre el piso de su cuarto y se detuvo frente al espejo. Usaba una blusa suelta, sin sujetador, y un short negro de tela delgada. Se giró apenas para mirarse la espalda, subió el cabello en una cola alta y suspiró. No era vanidad: era nervios, era deseo contenido. Habían estado juntos ya varias veces, pero cada encuentro con él la dejaba temblando, y ese día, sola en su casa, no pensaba guardarse nada.

Un golpe seco en la puerta la hizo brincar. Lo reconoció de inmediato.

—¿Hola? —La voz de Adrián, grave, tranquila, con esa sonrisa que se le colaba hasta los muslos.

Gabriela bajó. Abrió la puerta. Ahí estaba él: 1.83 de tentación. Camiseta blanca ceñida, el tatuaje apenas visible por el borde de la manga, y esas manos, Dios, esas manos.
Venía con las mangas recogidas, y ella ya sentía cómo su cuerpo reaccionaba. Mirarle los dedos largos, las venas marcadas, los movimientos pausados cuando cerró la puerta detrás suyo… era como ver porno en cámara lenta.

—¿Segura que estás sola? —le susurró él, ya inclinándose para besarle la mejilla.

—Segurísima.

Él la abrazó por la cintura, y ella sintió cómo su pecho se apretaba al de él. El olor a mar y jabón la envolvió. Él bajó una mano por su espalda hasta el límite del short. Solo apoyó los dedos ahí, sin avanzar más.

—Qué rica hueles —le dijo al oído.

Ella sonrió, pero su corazón iba a mil. Lo guió a su cuarto, sin prender luces, dejando que la luz natural que entraba por la ventana lo iluminara todo: el desorden leve en la cama, su laptop aún abierta, y la botella de agua sobre el velador. Cerró la puerta con seguro.

—¿Tienes calor? —le preguntó.

—Un poco.

—¿Y sed?

—Depende de qué me vas a dar.

Ella rio y caminó hacia él con calma. Se sentó en la cama, cruzó las piernas y lo miró. Se quitó los lentes, los dejó a un lado y lo observó sin decir nada. Él se acercó hasta quedar entre sus piernas, sin tocarla. Solo la miraba.

—Tienes esa cara de que vas a hacer algo que no deberías —le dijo Gabriela.

—¿Y tú? —le respondió Adrián, inclinándose—. Tienes esa cara de que no vas a detenerme.

El primer beso fue lento. Ella sintió cómo él tomaba su rostro con ambas manos, cómo sus pulgares la rozaban con cariño. Eso le encantaba: el control que él tenía con solo tocar, con solo usar sus dedos. Cuando la lengua de Adrián entró en su boca, ella ya sentía que le latía todo el cuerpo. Se presionó más contra él, sintiendo su dureza a través del pantalón, mientras las manos masculinas bajaban por sus costados, jugando con el borde de su blusa.

—Sácatela —le pidió él, suave.

Ella obedeció, dejándola caer al lado. Sus pechos quedaron al descubierto, y Adrián se inclinó para tomarlos con sus manos, lentamente, casi con adoración. Los masajeó despacio, con los pulgares sobre los pezones, haciendo que ella contuviera un gemido.

—Tus manos… —susurró Gabriela, jadeando—. Me vuelves loca con solo eso.

Él la miró directo a los ojos. Sin decir nada, llevó una mano entre sus piernas, por encima del short, y empezó a frotar con presión suave, círculos lentos. Ella se abrió un poco más, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba. Entonces, él se inclinó, y con un movimiento firme la cargó. Ella envolvió sus piernas en su cintura, riéndose sin aire.

—Dios, Adrián…

—Shh… —le murmuró—. Te quiero toda mía.

La recostó en la cama con cuidado, sin dejar de besarla. Bajó besos por su cuello, su pecho, su abdomen. Le quitó el short con lentitud. Ella ya estaba húmeda. Muy húmeda.

—No me hagas esperar —le dijo ella, la voz temblando.

Pero Adrián no se apuró. Abrió sus piernas y bajó su boca sobre ella, sin aviso. La lengua se deslizó con precisión, mientras sus dedos abrían, masajeaban, presionaban. Gabriela se arqueó, se mordió los labios, se sostuvo de las sábanas mientras su cuerpo se sacudía con oleadas de placer. Cuando sintió los dedos dentro, ella jadeó con fuerza.

—Sigue… sigue…

Y él siguió. Con ritmo. Con técnica. Con hambre. Hasta que ella explotó contra su lengua, temblando, sin poder contener los gemidos.

 

Parte 2: Someterse a sus manos

El orgasmo le recorrió el cuerpo como una corriente eléctrica. Gabriela apenas podía respirar. Seguía con las piernas abiertas, la piel erizada, y la respiración entrecortada. Adrián se incorporó despacio, lamiéndose los labios con satisfacción. Sus dedos aún húmedos recorrieron su muslo, y ella sintió que se encendía de nuevo.

—¿Te gustó? —le preguntó él, con esa mirada que siempre la desarmaba.

—¿Lo dudas? —respondió ella con una sonrisa traviesa, aún recuperándose.

Él se levantó de la cama, se quitó la camiseta y el pantalón sin apuro. Gabriela lo miraba desde abajo, mordiendo su labio inferior. El torso firme, los tatuajes que recorrían su brazo derecho, las líneas marcadas que desaparecían bajo el bóxer y las manos… las manos que acababan de hacerla venir como nunca.

—Pónte en cuatro —dijo de pronto, su voz grave, casi un susurro de orden.

Gabriela no respondió. Solo se giró con lentitud, apoyando las rodillas en la cama y arqueando la espalda. Sentía el pulso entre las piernas. Adrián se arrodilló detrás y bajó el bóxer, liberando su erección. Ella miró hacia atrás por encima del hombro. Adrián se estaba tocando con una mano. Con calma. Con esa forma suya de provocar sin apurarse.

—¿Vas a seguir solo mirándome? —le dijo ella.

Adrián se inclinó sobre ella y la tomó de las caderas con fuerza. Gabriela sintió la punta rozarla. Se estremeció.

—Necesito verte rendida —susurró él.

Y entonces, entró. Lento, firme.  Ella soltó un gemido ahogado al sentir cómo la llenaba por completo, los movimientos comenzaron suaves, con una cadencia que la volvía loca: avanzaba, retrocedía, presionaba con ritmo, mientras una de sus manos se deslizaba por su espalda y la otra se apoyaba firme en su nuca, dominando con suavidad. Gabriela no sabía qué la excitaba más: el sonido húmedo de cada embestida, o el peso de esa mano grande sobre ella.

—Adrián… más fuerte —jadeó.

Él obedeció y aceleró, golpeaba profundo, y cada vez que entraba, su pelvis chocaba con fuerza contra sus glúteos. Gabriela estaba al borde otra vez. El colchón crujía, su cuerpo temblaba. Él gruñía bajo, en su oído.

—Te sientes jodidamente perfecta así…

Adrián se detuvo de golpe. La hizo girar y la levantó de nuevo, cargándola con ambas manos bajo los muslos, mientras ella se aferraba a su cuello. Entró de nuevo en ella en esa posición, y el ángulo le arrancó un gemido incontrolable.

—¡Adrián…! ¡Dios!

Él la empujaba contra la pared de su cuarto, penetrándola en el aire, con los músculos tensos y la mirada fija en ella. Gabriela sentía cada embate profundo, cada centímetro. Se besaban entre jadeos, como si se devoraran. Ella alcanzó su segundo orgasmo mientras seguía encima de él, temblando de pies a cabeza.

Pero Adrián aún no había terminado, la dejó sobre la cama, tomó su mano y la llevó hacia su propia entrepierna.

—Tócame —le pidió.

Y Gabriela lo hizo, lo masturbó lento, con esa misma obsesión que tenía desde que lo conoció. Miraba cómo movía su propia mano en torno a él, cómo Adrián cerraba los ojos, cómo jadeaba. Entonces él la guió, bajó su cuerpo y le ofreció su sexo. Ella entendió, lo tomó en la boca, lo acarició con la lengua, lo lamió con hambre.

—Así… —susurró él—. Tan buena… tan mía…

Adrián terminó en su boca, mientras ella lo miraba a los ojos, sin dejar de acariciarlo con sus dedos hasta el último espasmo. Cuando acabó, ambos se quedaron en silencio. Solo se escuchaban sus respiraciones y en la habitación aún flotaba el olor del deseo.

 

Parte 3: Donde podrían atraparlos

Gabriela se dejó caer boca arriba sobre la cama, jadeando. El cuerpo aún le temblaba. Las piernas abiertas, los pechos subiendo y bajando con cada respiración, los labios húmedos, calientes, entreabiertos. Adrián la observaba desde el borde de la cama, con una sonrisa torcida en los labios.

—¿Qué pasa? —le dijo ella, mirándolo con el rostro ruborizado—. ¿Acaso no estás satisfecho?

—Sí. Pero aún no estoy tranquilo.

—¿Por qué?

Adrián se levantó y caminó hacia la puerta. Se asomó al pasillo. Silencio. Volteó a mirarla con una mirada cómplice.

—Porque todavía no te he follado donde podrían atraparnos.

Gabriela se incorporó lentamente, el corazón latiendo fuerte. El solo pensamiento la excitaba.

—¿Quieres que bajemos a la sala? —preguntó, con una mezcla de incredulidad y morbo.

—Sí, pero esta vez —dijo Adrián, acercándose y tomándola por la muñeca—, no quiero que te calles.

La llevó de la mano, desnuda, con el cabello revuelto y las piernas aún temblorosas. Al llegar a la sala, la apoyó contra la pared, con la ventana abierta y la cortina apenas moviéndose por el viento. Afuera, se oía el ruido lejano de un auto, un perro ladrando, una moto. Podía pasar cualquiera, podía verlos cualquiera.

—Adrián… —susurró ella, con los ojos brillando de excitación.

Él se arrodilló delante de ella, separándole las piernas con ambas manos.
—Grita si te gusta —le dijo.
Y la besó allí abajo sin piedad.

La lengua de Adrián entraba y salía de ella con ritmo firme. La punta acariciaba su clítoris mientras dos dedos se abrían paso, con un vaivén que la enloquecía. Gabriela no podía controlar los gemidos, y su voz empezaba a subir. Se aferraba al respaldo del sofá mientras su cuerpo se arqueaba.

—¡Adrián! Ah… ¡Dios, sí! ¡Ahhh… no pares…!

Él metía y sacaba los dedos con velocidad, mientras la chupaba con hambre. El sonido húmedo de su lengua y sus gemidos se mezclaban en el aire. Estaban en el corazón de la casa, a metros de la puerta, y a ella ya no le importaba.

Gabriela gritó su orgasmo sin censura, aferrándose a su cabello, gimiendo alto, jadeando entre dientes, sintiendo cómo las piernas le fallaban. Adrián se incorporó con el rostro brillante, satisfecho. La alzó en brazos de nuevo y la puso sobre el sofá.

—Ahora mírame —le ordenó—. Quiero verte la cara cuando te vengas otra vez.

Se posicionó sobre ella y la penetró de nuevo, esta vez más rápido, más salvaje. Las embestidas eran directas, profundas, y cada vez que él entraba, ella gemía sin freno. Las manos de Adrián la sostenían por las caderas, clavando los dedos con fuerza, mientras el sofá crujía bajo ellos.

—¡Ah! ¡Ah, Adrián! ¡Así… más… no pares! —gritaba ella, sin pudor.

Él se inclinó sobre su cuerpo, la besó con fiereza, y luego se incorporó otra vez para empujar más fuerte. Las piernas de Gabriela temblaban, sus pezones estaban duros, y su espalda se arqueaba cada vez que el placer le subía en oleadas.

—¡Me voy a venir… me voy a…!

—Hazlo —le dijo él, con los dientes apretados—. Córrete para mí.

Y ella se vino gritando, temblando de pies a cabeza, con un gemido que resonó por toda la sala. En ese momento, los dos sintieron el riesgo real: un taxi frenó en la puerta. Gabriela abrió los ojos, aterrada y excitada al ver por la ventana de quién se trataba.

—¡Mierda! ¡Es mi hermano!

Adrián se incorporó al instante, Gabriela, aún con las piernas temblando, se levantó como pudo, cubriéndose el pecho, el cabello revuelto y el cuerpo aún húmedo, acomodaron las cosas rápidamente y corrieron escaleras arriba, entre risas, suspiros y jadeos, con el corazón latiendo de miedo y deseo a la vez.

 

Parte 4: Silencio, que está afuera

Ambos entraron al cuarto sofocados, riéndose en silencio como niños traviesos. Gabriela cerró la puerta con seguro y se apoyó contra ella, jadeando aún, con el rostro encendido por el orgasmo y el susto.

—¡Estás loco! —susurró—. ¡Nos iban a ver!

Adrián la miró con una sonrisa ladina. Seguía sin ropa, con el torso brillante por el sudor, y la erección aún latente entre sus piernas, Gabriela bajó la mirada. La tenía frente a ella, grande, palpitante, perfecta.

—Te hiciste el fuerte, pero estás a punto de explotar, ¿no? —le dijo ella, mordiendo su labio inferior.

—Contigo así… es imposible no estarlo.

Gabriela se acercó con lentitud, deslizando las manos por su abdomen. Lo empujó hasta sentarlo al borde de la cama, Adrián la miró sin decir nada, sus ojos ardían de deseo. Ella se arrodilló entre sus piernas y sin esperar más, tomó su erección con una mano y se la llevó a la boca.

Al principio fue lento, jugaba con la lengua en la punta, lo rodeaba, lo humedecía. Luego, fue metiéndolo más, con la boca caliente y húmeda, mientras la mano acariciaba la base y los testículos. Adrián jadeó fuerte, y su cuerpo se tensó.

—Dios, Gabriela… no te detengas…

Ella no lo hizo. Iba cada vez más profundo, tragando con habilidad, mientras lo miraba con esos ojos brillantes tras los lentes. Una de sus manos se aferró al muslo de él, la otra lo sostenía con firmeza, marcando el ritmo.

Adrián se inclinó un poco hacia atrás, soltando un suspiro. Le encantaba verla así, entre sus piernas, tan dispuesta, tan suya.

De pronto, alguien tocó la puerta.

—¡Gabi! —se oyó la voz de su hermano del otro lado—. ¿Estás ahí?

Gabriela se quedó congelada con él en la boca, los ojos abiertos, pero no se detuvo. Miró a Adrián mientras bajaba el ritmo solo un poco. Siguió moviendo la lengua, más lenta, más provocadora.

—¿Qué pasa? —respondió ella con voz algo apagada, sin sacar del todo la boca de él.

—¿Tienes hambre? Mamá dejó pollo en la refri.

Ella sacó apenas los labios para responder con naturalidad.

—Ah… sí, gracias… ahorita bajo.

Mientras tanto, seguía masturbándolo discretamente, su lengua acariciando solo la punta ahora, sus labios suaves, su respiración caliente.

—Ya, pero apúrate —dijo su hermano—. No se vayan a enfriar.

—Ya, ya… en cinco bajo.

El silencio volvió. Gabriela miró a Adrián, que estaba conteniendo el aliento, con la mandíbula tensa y los dedos enterrados en las sábanas. Ella sonrió con la boca llena, lo tomó con firmeza y aceleró el ritmo.

Adrián soltó un gruñido contenido.

—Me voy a correr… —jadeó en susurros.

Ella no se detuvo. Lo chupó con fuerza, mientras lo miraba, mientras su lengua lo acariciaba por completo. Y entonces, él acabó en su boca, con un temblor en las piernas y un gemido ahogado entre los dientes.

Gabriela tragó sin soltarlo del todo, saboreando cada gota, sin apuro, hasta que él quedó temblando, exhausto.

Se limpió los labios con el dorso de la mano, lo miró y dijo:

—¿Y aún no estás tranquilo?

Adrián soltó una risa baja, jadeando.

—Ahora sí… aunque contigo nunca estoy a salvo.

Ella se acomodó a su lado, ambos aún desnudos, riéndose como si no acabaran de desafiar todas las reglas de la casa.

Afuera, el mundo seguía.
Adentro, solo existían ellos dos.
Y el deseo que aún prometía más.

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NoctisRouge
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