El cerro, el atajo y su tanga azul

Hoy les contaré la vez que Mayra se dejó follar por otro. Esta vez no hubo planes, todo fluyó con una naturalidad que desarmaba, y por eso fue aún más intenso. Fue la primera vez que viví la experiencia exactamente como la imaginaba: inesperada, provocadora, irrepetible.

Empecemos desde el principio…

Después del primer trío, algo cambió entre nosotros. Como si hubiéramos abierto una puerta que no sabíamos cerrar. Ya no éramos los mismos. En casa, el silencio era un visitante constante. Había algo roto, pero no era la relación; era la forma en que nos mirábamos. La confianza había mutado en morbo, y el cariño en una tensión contenida. Dormíamos juntos, pero no nos tocábamos. Nos deseábamos, pero no nos atrevíamos. Yo pasaba noches viendo el video del trío, ella se encerraba en el baño, y los gemidos que intentaba disimular me hacían eyacular en soledad. Nos masturbábamos cada uno por su cuenta, excitados por lo que habíamos vivido… pero incapaces de hablarlo.

Así estuvimos un par de semanas. Evitándonos. Pero ardiendo. Hasta que una tarde, Mayra llegó con una sonrisa nueva, de esas que se te clavan como un dardo en el pecho. Me dijo que Mario, un amigo de su adolescencia, vendría a la ciudad y quería verla. ¿Qué tal si lo invitábamos a subir el cerro con nosotros?

Accedí. No por simpatía, sino por esa parte mía que ya comenzaba a imaginar cosas. Una parte que no sabía si era celos, fantasía o deseo de ver hasta dónde podía llegar Mayra si se sentía observada. O deseada por otro.

Ella se preparó con un pants gris que se le pegaba a la piel como si no llevara nada debajo. Sabía lo que hacía. Al subir al auto, noté que no traía brasier. Su blusa delgada apenas contenía sus pezones endurecidos por el aire acondicionado. Cuando bajó a buscar a Mario, yo la observaba caminar como si fuera otra mujer. Una versión más libre. Más puta. Más ella.

Él subió, saludó sonriente, y arrancamos hacia el cerro. En el trayecto, ellos hablaron como si no pasara el tiempo. Reían. Se miraban con complicidad. Yo manejaba en silencio, fingiendo atención al camino, pero escuchando cada palabra, cada risa de ella, cada insinuación disimulada de él.

Comimos antes de subir. Mario hablaba sin parar, y Mayra lo seguía con entusiasmo. Yo sabía lo que se estaba gestando. Esa tensión que flota cuando hay electricidad en el aire. Decidimos subir igual, aunque la luz ya escaseaba. Mario dijo conocer un atajo, y a mí me sonó a excusa. Pero también sabía que si decía que no, mataría lo que podía suceder.

Subimos. Él la guiaba. Ella lo dejaba. Yo los miraba de espaldas, viendo cómo el pantalón de Mayra se metía entre sus nalgas con cada paso. Estaba caminando como si supiera que dos pares de ojos la deseaban. Y probablemente lo sabía.

En el desvío, Mario propuso tomar un atajo más empinado. Llegamos a una roca. Él sugirió que yo subiera primero. Cuando la tomé de las manos, el pants se le bajó un poco y vi el hilo azul que se perdía entre su carne. Tragué saliva. Mario estaba justo detrás de ella. Sus manos no solo la empujaron: la agarraron. El gesto fue rápido, pero no inocente. Y ella no dijo nada. Solo se mordió el labio y me miró como si esperara que yo hiciera algo.

Arriba, Mario rompió el silencio con una frase que me atravesó:

—Con todo respeto, Jorge, pero qué nalgas tan ricas tiene tu esposa.

Mayra se rió. Una risa nerviosa, pero no incómoda. Yo, en cambio, me quedé paralizado. Era como si todo lo que había imaginado comenzara a materializarse. Y no podía detenerlo.

—No lo digo por grosero —siguió Mario—. Es que así de duras no se ven todos los días. ¿Qué haces, Mayra? ¿Yoga? ¿O simplemente naciste así de deliciosa?

Ella sonrió. Me miró. Y contestó con naturalidad:

—Caminar. Subir cerros. Y coger cuando se puede.

Las palabras me dejaron sin aire. Él las recibió como si fuera una invitación.

—¿Y sí coges, Jorge? ¿O nomás la tienes de adorno?

Respondí con la verdad. Llevábamos semanas sin tocarnos. Mario abrió los ojos, fingiendo indignación.

—No, hermano. Eso no se vale. Esta mujer no puede estar sin que la agarren. Mayra, ¿usas esos calzones gigantes que espantan la pasión?

—¡Qué te pasa! —respondió ella, divertida.

—A ver, Jorge. ¿Sí o no?

—Pues… a veces parece que sí —dije.

—Mentiroso —respondió ella, fingiendo molestia—. A ver si se atreven, cabrones.

Y sin decir más, se giró, bajó el pants lentamente y mostró su tanga azul eléctrico. Una tira mínima que se deslizaba entre sus nalgas bronceadas, marcadas, perfectas. Yo me quedé mudo. Mario la devoraba con la mirada, con el pantalón abultado.

Mayra se inclinó hacia adelante, moviendo el trasero como una diosa obscena.

—¿Esto es lo que pensaban ver? —preguntó.

—No. Esto supera todo —dijo Mario, mientras se tocaba por encima del short—. Me estoy poniendo duro solo de verte.

Ella no se detuvo. Movía las caderas. Se acariciaba los muslos. Me miraba con ese fuego en los ojos que ya conocía. El fuego que solo enciende cuando sabe que otro la desea. Y que yo, en vez de apagarlo… quiero verlo arder.

Mario no pudo resistirse. Se acercó como si algo lo empujara. Le puso una mano en la cadera, justo en el borde del elástico. No dijo nada. Solo respiraba fuerte, casi con ansiedad. Yo me quedé ahí, inmóvil, con la vista clavada en la piel descubierta de Mayra, sintiendo que todo lo que estaba por pasar iba a romper una parte de mí… y a liberar otra.

Ella no lo detuvo. Se giró lentamente, y sin dejar de mirarme, le tomó la mano a Mario y la deslizó sobre su vientre, llevándola por debajo del pantalón hasta que él sintió lo que yo ya sabía: estaba mojada. No solo excitada. Chorreando. Lo había estado desde antes de llegar al cerro.

—¿Te gusta verla con otro, Jorge? —preguntó Mario, con la voz quebrada por la lujuria.

No pude responder. Solo asentí, con el corazón latiéndome en el cuello, viendo cómo mi esposa se convertía en otra frente a mis ojos. O tal vez en su versión más real.

Ella se acercó a mí, despacio, y me besó. Un beso profundo, sucio, con lengua y mordida. Mientras lo hacía, Mario se acomodaba detrás de ella, bajándole por completo el pants. Vi cómo sus dedos se deslizaban por sus glúteos, los abrían, los recorrían con hambre. Mayra gemía suave, como si no quisiera que se escuchara, pero yo sentía el sonido en la piel.

—Quiero que me veas mientras me tocan —susurró ella en mi oído—. Quiero que veas cómo me pongo cuando me agarran como no te atreves.

Me arrodillé frente a ella. Le besé el vientre, los muslos, la línea húmeda que se marcaba en la tanga. Mario la acariciaba desde atrás. Despacio. Como si leyera sus curvas en braille. Cuando metió los dedos por el costado de la tela, ella se arqueó y jadeó con la boca abierta. Yo no podía más. Me saqué el pantalón. La escena me tenía duro como nunca.

Mario la empujó suavemente contra la roca. Ella se dejó. Abrió las piernas. La tanga apenas se movió a un lado. Él la empezó a tocar con fuerza, con precisión, como si ya la conociera. Ella gemía sin vergüenza, con los ojos cerrados, entregada al momento. Yo me tocaba mirándolos, sintiendo cada sonido, cada roce, como una descarga eléctrica.

—¿Quieres verla coger, Jorge? —preguntó él, bajándose el short sin quitarle los ojos de encima.

—Sí —dije—. Quiero verla toda.

Y la vi. Vi cómo se abría para él, cómo lo dejaba entrar despacio, húmeda y hambrienta. Vi su cara mientras lo sentía adentro, su boca abierta, su cuerpo temblando, sus manos agarradas a la roca como si eso fuera lo único que la mantenía en esta realidad.

Yo me acerqué. Le tomé el rostro. La besé mientras otro hombre la cogía por detrás. Era mi esposa. Y estaba gimiendo por otro. Y sin embargo, esa escena nos unía más que cualquier beso tibio de pareja aburrida.

Mayra me miró con los ojos inyectados de lujuria, con la voz entrecortada.

—Quiero que me miren los dos. Quiero que me usen. Aquí. Ahora. Sin pensar.

Y lo hicimos.

Ahí, entre piedras, sudor y tierra, mi mujer se volvió de todos y de nadie. Y en ese instante supe que ya no había vuelta atrás. Que después de ese polvo, nuestras reglas, nuestros límites y nuestra historia iban a ser otras.

Pero aquí los detalles.

Mario y yo estábamos ya casi desnudos. Mayra, con la tanga corrida a un lado, sentía la piel al descubierto tibia por el sol que se apagaba. Él le acariciaba las caderas con dedos firmes, explorando cada curva como si fuera un mapa prohibido. Ella suspiraba con lentitud, sus ojos entrecerrados, mirándonos a los dos, perdida en el fuego que se encendía.

Yo me arrodillé frente a ella. Deslicé mis manos por sus muslos, subiendo hasta la delicada línea donde empezaba la tela fina. Su piel estaba húmeda, temblorosa, una invitación irresistible. Metí la lengua con suavidad, saboreando la sal y el dulzor de su piel. Ella se dejó caer un poco hacia atrás, aferrándose a la roca, sus jadeos empezaron a acelerarse.

Mario, detrás de ella, comenzó a deslizar sus manos por su espalda, bajando lentamente hacia sus glúteos, apretándolos con hambre. Su respiración se mezclaba con la de Mayra, creando un ritmo casi hipnótico. Él tomó un poco más de control, separando más sus piernas y acariciando la zona que ahora estaba completamente expuesta.

Con una mano levantó el borde de la tanga y la deslizó más abajo, dejando sus sensuales nalgas completamente libres. Mayra gimió y arqueó su espalda, invitándolo a entrar, a poseerla. El aire entre nosotros estaba cargado, pesado, casi eléctrico.

Mario comenzó a besar el cuello de Mayra, bajando hasta sus hombros, mordiéndolos con suavidad pero firmeza. Mientras, yo seguía explorando su centro con la lengua, penetrándola con cuidado, sintiendo cómo respondía a cada movimiento. Sus dedos se enredaron en mi cabello, empujándome con deseo.

De repente, Mario deslizó un dedo lentamente por la entrada húmeda de Mayra, haciéndola suspirar fuerte. Después otro más, entrando despacio, girando dentro de ella para aumentar su placer. Ella se mordía el labio, sus caderas moviéndose al ritmo de esos dedos expertos.

Con un movimiento lento y decidido, Mario se posicionó detrás de Mayra, y sin aviso, la penetró con suavidad. El contacto fue inmediato y profundo. Ella gritó con placer, apretando la roca con fuerza, mientras sus caderas se movían en pequeños impulsos para ajustar la penetración.

Yo me levanté, me quité la ropa por completo, y me coloqué frente a ella. Le tomé las manos y la besé con pasión, mientras ella sentía la embestida de Mario atrás. El contraste entre la lengua y la dureza dentro de ella la volvía loca.

Mario empezó a marcar un ritmo más fuerte, mientras Mayra gemía y gritaba cada vez más alto, sus ojos cerrados, la cabeza lanzada hacia atrás. Yo la acariciaba por delante, tocando sus pechos, pellizcando sus pezones erectos con lentitud cruel.

Sentí su cuerpo vibrar entre mis manos y los de Mario. Sus piernas temblaban y ella pedía más con sus movimientos, más rápido, más profundo, más fuerte.

Ella empezó a jadear con fuerza, sus caderas se movían en espiral mientras el placer la consumía. Mario no disminuyó el ritmo, y yo pasé mis manos a su cabello, tirando suavemente para intensificar su excitación.

En un instante, su cuerpo se tensó y un grito largo y desesperado escapó de su garganta cuando alcanzó el orgasmo. Las contracciones en su interior envolvieron a Mario, que se aferraba a su cintura para no perder el control.

Después de unos segundos, Mayra seguía temblando, aún llena de placer, pero Mario no se detuvo. Empezó a moverse más lento, disfrutando cada sensación, mientras yo besaba su cuello, su clavícula, su rostro sudoroso y radiante.

Ella me miraba con una mezcla de deseo y sumisión, entregada totalmente a nosotros dos. Nos pidió que la tomáramos juntos, que no la dejáramos ir.

Sin palabras, la penetramos juntos. Mario entraba por detrás y yo por delante, sus gemidos y nuestros movimientos sincronizados formaban una sinfonía de deseo. El tacto de sus dedos en mi espalda y el sudor que nos cubría creaban una atmósfera de intimidad brutal y apasionada.

El clímax se acercaba para los tres. Sus manos aferradas a nosotros, su cuerpo vibrando entre dos fuerzas opuestas pero complementarias. Nos mirábamos entre nosotros, compartiendo la misma explosión contenida, el mismo fuego que nos quemaba.

Cuando por fin estallamos, fue un estallido salvaje, sin límites. Mayra gritó nuestros nombres, sus uñas arañaron la piel de Mario y la mía. Nos abrazamos los tres, entre sudor, respiraciones entrecortadas y susurros temblorosos.

Después, quedamos inmóviles, tocándonos y sintiendo el eco del placer recorrernos el cuerpo. Sabíamos que nada sería igual, que ese momento había abierto una puerta a un mundo nuevo de sensaciones y verdades.

Mientras nos abrazábamos, aún temblorosos y fundidos en ese torbellino de sensaciones, una calma profunda comenzó a envolvernos. Mayra apoyó su cabeza en mi pecho, y pude sentir su corazón latir desbocado, igual que el mío. Mario nos miraba con una mezcla de ternura y deseo, como si en ese instante fuéramos algo más que tres cuerpos: éramos un único fuego vivo, irrepetible.

Los susurros se volvieron confesiones. Palabras que rompían barreras, que desnudaban no solo la piel, sino las inseguridades, los miedos, las ganas de descubrir y pertenecer. Esa noche, bajo el manto oscuro del cielo que nos cubría, entendimos que habíamos cruzado un umbral.

No solo habíamos explorado el placer físico, sino la conexión más profunda con nosotros mismos y entre nosotros. Era el inicio de algo que cambiaría todo. Una nueva forma de sentir, de vivir, de amar sin reglas ni cadenas.

Y mientras el silencio nos envolvía, el eco de nuestros jadeos todavía resonaba en la roca, recordándonos que habíamos descubierto un secreto imposible de olvidar: el poder de entregarse, sin miedo, al deseo y a la verdad que arde en lo más íntimo.

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cavernicola17
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