El camionero, su mujer, su amante y Darío

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El camionero llega a su casa después de una larga jornada de carretera y grita: “Mujer, ábrete de piernas”. Se trata de su saludo particular y habitual pero va en serio. Acaba de recorrer cuatrocientos kilómetros con el camión cargado de cebollas sin otro pensamiento que el cuerpo desnudo de su Mari. “Mari, ábrete de piernas que tengo ganas de follarte de aquí a Santurce”. Lleva empalmado desde Salamanca a Valencia y ahora quiere convertir en realidad todo lo que ha imaginado en ese trayecto. Se demora en el salón quitándose la ropa, sabiendo que su Mari ya debe estar desnuda y con las piernas completamente abiertas en la cama de ambos. Mientras se ducha, canta: “Esta noche voy a lamerte bien, por la boca y por el culo, voy a restregar mis huevas por tus tetas, tú te vas a comer mis huevas, y yo voy a penetrarte con mi polla cinco o seis veces antes de que salga el sol, antes de que salga el sol, antes de que salga el sol, por la boca y por el culo”. Y ahora pregunta a voces: “¿Cariño, estás bien desnuda y bien abierta?”. Y añade: “No quiero entrar antes de tiempo”. Al cabo de tres o cuatro segundos oye la dulce voz de su Mari gritando desde el dormitorio: “Tengo el clítoris como un árbol de Navidad”. Estas palabras son suficientes para que su polla reaccione y se ponga a mil por hora.

Cuando ella la descubre, comenta: “Parece que hay ganas”. Y él dice: “A la altura de Cuenca te he imaginado a cuatro patas, como una perra en celo deseando que alguien como yo se la folle. Tenías el ano tan abierto que no me ha quedado otra que aparcar en un descampado, echar las cortinas y hacerme una paja que me ha durado tres minutos”. Mientras habla, hace como si se masturbara, consiguiendo así que la erección le dé a su verga una consistencia de granito. “Cariño, eso te honra”, dice ella, imprimiéndole a su cuerpo la ondulación propia de las serpientes. Pero la Mari no sabe que en ese descampado había un bar, y en ese bar una camarera, y dentro de esa camarera una mujer a la que le gusta mucho ponerse a cuatro patas, como una perra en celo, y ofrecerle su ano al mismo hombre que ahora se está arrodillando entre sus piernas desmesuradamente abiertas. Tampoco le ha dicho que la supuesta paja de la que tanto alardea se la hizo en realidad con la vagina de la camarera. Y, por supuesto, no le ha contado que más tarde se masturbó de nuevo, utilizando esta vez las nalgas situadas un poco más arriba de la referenciada vagina. Pero nada de todo eso importa. Ahora lo único en lo que parece pensar la Mari es en el cuerpo desnudo de su marido, así como en esa polla de veinticuatro centímetros que desafía a la gravedad triunfando sobre ella.

El camionero hace una genuflexión sobre el coño de su Mari y entonces se pone a hablarle bajito. Dice: “Hola, coñín, cuánto tiempo sin verte. Veo que te has lavado bien y que te has perfumado de lo lindo. Gracias, de verdad, te lo prometo, me gustan los coños aseados y bien perfumados. Podría comerme un coño así durante cuatro horas seguidas sin cansarme ni aburrirme, haciéndome un montón de pajas sin parar, enganchando una paja con otra, como quien enciende un pito con la colilla del anterior. ¿Cómo estás? He venido a saludarte y, de paso, lamerte un poco. Mira mi lengua, lo está deseando. Pero, ¿y esas ingles tan afeitadas que tienes alrededor?, ¿qué me dices?, son una delicia. Voy a llenarlas de saliva en cualquier momento. Y por aquí tenemos a la señorita Clítoris, dispuesta a entregarse a mis labios en cuanto a mí me dé la gana. Esa cosita pequeña y al mismo tiempo grande. Señorita Clítoris, voy a chuparle a usted el clítoris hasta que se le ponga como una sandía”. Prosigue su monólogo en términos similares mientras coloca su mano derecha sobre el vientre de la Mari. Un vientre ligeramente abultado según el camionero, decididamente abultado según la mayoría de parroquianos que la conocen, gente del barrio sobre todo.

Uno de esos vientres que resultan extremadamente peligrosos en posición horizontal, pero que en la vertical parecen pedir a gritos una larga carrera de aquí a Galicia. La mano abierta del camionero se pierde en ese vientre, como si la carne de su Mari se amoldara a esa mano en actitud receptiva y cordial. Ella no lo sabe, pero su marido acaba de sufrir una visión fugaz de otro vientre, una imagen clara de la misma mano posada en otra barriga. No es que quiera comparar la textura dulce y hedonista del vientre de la Mari con la tensión musculosa de la camarera. No sabría cuál de los dos vientres se llevaría a una isla desierta, probablemente los dos. Pero, bueno, qué importa, sólo ha sido un nanomilisegundo de distracción, nada importante comparado con lo que está a punto de hacer. Mientras coge a la Mari por las caderas con ambas manos, recita: “Voy a colarme por ahí con los labios y con el rabo, con la lengua un rato, voy a lamerlo de arriba abajo, de Berlín a Benidorm…”. Entonces se detiene y las risas excitadas de la Mari desaparecen. “¿Qué pasa?”, pregunta ella. “Calla, mujer, que he oído una risa”, dice el camionero. “Yo me estaba riendo, cariño”, dice la Mari. “Ha sido una risa de hombre, estúpida”, ronronea él. “Hay otro hombre aquí”, añade. La Mari no dice nada, pero emite una pícara sonrisa en cuanto la risa, como una liberación de aire a moflete batiente, se estampa en el silencio del dormitorio. “¿Lo has oído?”, masculla el camionero, “hay un hombre debajo de la cama”. Salta al suelo y se agacha. Por el otro lado del lecho matrimonial se yergue un tipo completamente desnudo y empalmado, como debe ser.

El camionero se levanta también y ambos se miran durante una miseria de segundo. El otro tipo tiene la polla tiesa, en cambio, la suya parece el rabo de un roedor acojonado, nunca mejor dicho. La erección del intruso mantiene al camionero paralizado. Tiene ganas de patearle la cara por el mero hecho de vivir, pero esa polla erecta se lo impide, le resulta imposible acercarse a ella, por consiguiente tampoco puede acercarse a su dueño para matarlo a hostias. Sin separar una mandíbula de la otra, con los dientes muy apretados, dice: “¿De qué cojones te estás riendo, cabrón?”. “Es que, es que…”, suelta el otro estúpidamente, “…es que Benidorm no rima con abajo”. “¿De qué coño estás hablando?”, insiste el marido de la Mari. “Pues que la palabra Benidorm no rima con la palabra abajo ni aunque te lo propongas con mucho empeño, eso es todo, aparte de que el poemilla era realmente hilarante”. Tiene un hablar como de la señorita Pepis, y esto sí que le duele al camionero. En estos momentos, al camionero, lo único que le apetece, es pisotearle las pelotas al tipo hasta que revienten. No sería la primera vez. Ya lo hizo antes. Ocurrió en una estación de servicio. Fue a mear, pero como los lavabos estaban muy sucios rodeó el edificio en busca de una tapia más o menos solitaria. Allí estaban los dos muchachos. Uno tenía la polla al aire, los pantalones bajados hasta las pantorrillas, mientras su compañero, en actitud penitente, se la chupaba con urgencia. Al ver al camionero, el segundo salió disparado en dirección a Pamplona. El de la polla fuera, todavía empalmado, y paralizado, se quedó mirando cómo el camionero se acercaba a él con una cara de muy mala leche. Ni se lo pensó, ni emitió un largo discurso de insultos antes de hacerlo. Simplemente, lo hizo, como si eso hubiera sido la cosa más natural del mundo, como un efecto lógico aplicado a una determinada causa. Se arrimó a él y le dio una patada en los huevos que levantó al muchacho varios centímetros del suelo. Acertó de lleno.

Luego se alejó unos metros y se puso a mear. Antes de regresar al camión, se volvió un momento. Lo único que quedaba era el llanto de un marica retorciéndose sobre las manchas de aceite y gasolina del pavimento y con sangre en la entrepierna. Pero ahora no se acuerda de este incidente, ahora sólo se pregunta por qué diablos no le ha roto ya tres o cuatro costillas al tipo. Da un paso al frente, el muchacho se tapa la boca y las fosas nasales con su mano derecha, y extiende la izquierda hacia delante en un gesto espontáneo de pedir paciencia, o clemencia. Se parece mucho a Anthony Perkins en aquella secuencia memorable de Psicosis, pero el camionero no lo sabe porque nunca ha visto la película. Da otro paso, empieza a subirse a la cama para acortar la distancia que le separa del ofensor, es posible que vaya mascullando para sí la frase “¡voy a matarte, hijo de puta!”, y entonces interviene la Mari: “No es lo que parece, cariño”. Se trata de la frase típica, sólo que en este caso es cierta. “Éste es Darío, mi peluquero, sólo ha venido a hacerme un favor”. “Encima lo reconoces, cacho de zorra, te estás riendo de mí”, escupe el camionero. “No me has comprendido, el favor que ha venido a hacerme no es para mí, sino para ti”, explica ella. “Me estás cabreando de verdad”, vocifera él. “¿No te acuerdas? Hoy es el tercer aniversario de la primera vez que te la chupé. Me gustó tanto que he querido regalarte una buena mamada para que sepas lo que se siente”, informa ella en tono neutro. Y añade: “Me encantaría que se la chuparas, me gustaría verlo, me gustaría que lo hicieras por mí”. Una mujer cándida y sin malicia que lima todas las asperezas del mundo. “Pero cariño…”, se derrumba él, “…¿qué estás diciendo?, sabes que yo odio a los homosexuales a muerte”. “No importa”, replica la Mari, “esa no es la cuestión, tú puedes seguir odiando a los homosexuales, incluso puedes odiarlos a muerte si quieres, todo el tiempo que te apetezca, pero esta noche se la vas a chupar a este delante de mí porque yo te lo estoy pidiendo con las piernas abiertas”.

El camionero titubea, es un tipo duro, pero su Mari lo debilita hasta la extenuación. Se fija en esa polla y luego mira el coño de su esposa, abierto, esperándole. Darío parece ahora menos tenso, y ya no se ríe. El camionero se sienta al borde de la cama. La Mari se incorpora y se arrodilla entre los dos hombres. “He venido para eso”, manifiesta tontamente el peluquero. “No puedo, creo que no puedo”, se lamenta el conductor de camiones. “Ánimo…”, dice la mujer, “sólo es una polla. Mírala, ni siquiera con el miedo que ha pasado el pobre Darío se ha venido abajo”. Acaricia la verga del peluquero, la coge, la sopesa, como mostrándole las excelencias del género a un posible comprador, chupador en este caso. “Dime un pueblo o una ciudad que rime con abajo, yo no conozco ninguno”, su voz es la de un hombre que ha cedido a lo inevitable. “Horcajo, sin ir más lejos, el pueblo de mi madre, que está en Cáceres, no te jode”, suelta Darío como si se lo hubiera aprendido de memoria. “Eso sí”, dice el camionero antes de ponerse de hinojos delante de sus piernas. “Eres todo un hombre”, anuncia la Mari en cuanto comprende las intenciones de su marido. “Al contrario, si me chupo esa polla me convertiré en menos hombre”, medita éste. “Estás muy equivocado…”, insiste la esposa, “… serás mi héroe de por vida”.”Pero, ¿y si me gusta?”, confiesa el camionero. Su esposa le mira en silencio durante uno o dos segundos y luego le lanza una sonora carcajada. “Eso es precisamente lo que pretendo, tonto, pues que te guste, ¿o no has comprendido que se trata de un regalo?, me encantaría que pudieras chuparte tu propia polla para no tener que recurrir al amigo Darío, pero eso es imposible. Por mí, puedes seguir chupando pollas el resto de tu vida, mientras no te eches un o una amante nunca. Eso me lo tienes que prometer”. Su marido la mira y sonríe complacido. Vamos a ello, parece pensar. Y así es cómo el camionero homófobo le chupa la polla a un peluquero marica llamado Darío. Ésta es su primera mamada, pero no seré la última. Al principio toma la polla con ambas manos como si estuviera cogiendo un gorrión moribundo.

Luego la aprieta, tira de ella hacia atrás, descubriendo un glande muy contento de ver al fin un poco de luz. “Ten cuidado, que es muy juguetón”, dice Darío con la sonoridad mecánica de una muñeca de cuerda. Y a partir de ahí todo transcurre por el conocido sendero de una mamada al uso. Sólo que por más que succiona el camionero, más dura se pone la polla que se está chupando, y menos eyacula ésta. Un atleta del autocontrol. “Pero si se te ha puesto dura, cariño. Eres un auténtico campeón”, grita la Mari sazonada de alborozo, eso quiere decir que su regalo ha sido un éxito. No tarda ni diez segundos en encontrar la postura idónea para chupársela a su vez a su marido. De repente, Darío se agacha y empieza a besar al camionero. Éste, sumamente excitado, no reacciona y acepta esos besos como si los hubiera estado esperando desde el comienzo de los tiempos. La cosa va creciendo en intensidad hasta que ocurre lo que suele suceder en esta clase de situaciones. Que todos acaban follando con todos. Darío busca el culo del camionero y lo encuentra. En estos momentos, éste se distrae introduciendo su lengua en el coño de la Mari. De rodillas, como un perro en celo deseando que alguien como Darío se lo folle. Así que al peluquero no le resulta difícil sodomizarlo a placer durante una hora y media.

Al día siguiente, subido en su camión, el marido de la Mari no hace otra cosa que recordar la orgía con cierta nostalgia, como temiendo que no vuelva a repetirse, o más bien como temiendo desear que se repita. Cuando ve por el parabrisas el descampado de la camarera, mete una marcha corta y aprieta el acelerador. Las cebollas se agitan en el remolque.

Y ésta, queridos niños, es una historia ejemplarizante, con moraleja, para que todos aprendáis que no se le debe patear los huevos a nadie, bajo ningún concepto. Muchos pensaréis que la anécdota es autobiográfica, que yo soy el camionero y que Susi es la camarera del cuento. Estáis muy equivocados. Susi no se parece ni de lejos a esa mujer del camino, y lo que yo pueda sentir hacia ella es muy diferente a lo que siente el camionero por su amante. Por mi parte, ni siquiera tengo carné de conducir. Eso es todo, niños. Mañana más.

Carmen Love
Agosto 2006

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AlfredoTT
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