Consolando a mi tio-abuelo

Dos meses antes de cumplir 19 años, llegamos a la casa de mis abuelos y nos enteramos de que mi bisabuela acababa de morir. Todos estaban destrozados: algunos lloraban en silencio, otros se consolaban entre sí. Quien más me llamó la atención fue mi tío-abuelo Pepe, hijo menor. Aunque rondaba los sesenta años, alto, con algo de panza, poco pelo y barba cerrada, en ese momento parecía muy desconsolado.

Al recibir la noticia, Pepe no pudo contener el llanto y salió al patio trasero. En la sala, los familiares comentaban lo afectado que estaba, y su esposa pedía que lo dejaran solo un rato para que se calmara. Mi abuela, preocupada por su hermano, se me acercó y me dijo: «Hija, por favor, ve a ver a mi hermano Pepe. Habla con él, a ver si logras calmarlo».

Salí al patio y lo encontré recargado contra la pared, llorando sin control. Me acerqué y lo abracé. Él se quedó quieto, con los brazos caídos, pero seguía sollozando. No sabía bien cómo reaccionar, y en un intento por distraerlo y movida por una curiosidad que venía sintiendo desde hacía tiempo sobre el cuerpo de un hombre mayor, desabroché su pantalón y bajé su calzoncillo blanco. Su pene, grueso pero pequeño y arrugado, quedó al descubierto.

Empecé a acariciarlo con suavidad, y poco a poco dejó de llorar. Me miró fijamente, sin decir palabra. Me arrodillé y lo tomé en mi boca. Tenía un sabor fuerte, pero con el tiempo empezó a gustarme y su pene comenzó a endurecerse. Él me tomó de la cabeza y comenzó a moverse con un ritmo que a veces me ahogaba. A pesar de todo, me excitaba, y jadeaba con su pene dentro de mi boca.

Después de unos cinco minutos, me levantó por los brazos y me miró a los ojos. Con su mano, me limpió los fluidos embarrados alrededor de mi boca. Acto seguido, me besó con una intensidad que nunca antes había sentido. Metió su lengua en mi boca con destreza mientras sus manos recorrían mi espalda y mis nalgas. Yo, cada vez más nerviosa y excitada, me quité el brasier para sentir sus manos directamente sobre mis pechos.

Dejó de besarme, me levantó la blusa y comenzó a chupar mis pezones. Sus manos no dejaban de acariciarme, y aunque temía que alguien saliera al patio y nos descubriera, él me susurró: «No te preocupes, vive el momento. Además, no puedo embarazarte, mis balas son de salva». Me dejé llevar.

Me bajé el pantalón y me ayudó con mi calzoncito. Me giró, me inclinó hacia adelante y comenzó a recorrer con su barba y su lengua cada centímetro de mi espalda baja, mi cola y mi vagina. Fue una sensación completamente nueva para mí. Después, intentó penetrarme, pero me dolió mucho y grité. Se detuvo, usó primero los dedos para prepararme y luego intentó de nuevo. Esta vez logró entrar, aunque el dolor persistió. Poco a poco, el placer comenzó a ganarle al dolor, y ya no me importaba nada más: solo quería que él olvidara su pena, aunque fuera por un momento.

Después de un rato, me dijo entre jadeos: «No grites tan fuerte, nos van a oír». Pero ya era tarde para contenerme. Finalmente, llegó al clímax con un gemido ronco, apretándome las caderas y dejándome llena de su semen. Saco su pene, me vestí rápidamente y entré a la casa pasando por la sala hacia el baño; su esposa se me quedo mirando fijamente ya que caminaba chueco por qué me dolía la vagina, entre al baño a limpiarme y acomodarme bien la ropa, me di cuenta que traía mi pantalón manchado de semen fresco. Minutos después, él entró también, como si nada hubiera pasado.

Durante semanas no pude dejar de revivir mentalmente lo ocurrido, el sabor de su pene, su olor, la intensidad con la que me había hecho suya. Nunca imaginé que un hombre mayor pudiera hacerlo tan bien.

Después del funeral, mi tío-abuelo Pepe regresó a su ciudad con su esposa e hijas. A la semana me habló por teléfono contándome que tenía una semana durmiendo en la sala porque su esposa se dio cuenta que cogimos en el patio y no nos hemos vuelto a ver, ni hablar.

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