Borracha, caliente y sin control: la noche que mi esposo me dejó para otro hombre
Borrachos y sin reglas
Era tarde, más de las tres de la mañana. La música aún sonaba baja en la sala, las botellas vacías sobre la mesa, y nosotros tres ahí: mi esposo, su amigo Julio y yo. Las risas eran flojas, las palabras arrastradas. Estábamos borrachos… peligrosamente borrachos.
Julio me miraba de una forma distinta a la habitual. Esa noche, no había formalidades ni distancia. Cuando me levanté para poner otra canción, él también lo hizo, y sin preguntar, me tomó de la cintura para bailar.
Sentí sus manos recorrer mi culo redondo con descaro. Me apretaba fuerte, como si midiera cada curva. Yo reía, aunque por dentro una corriente de calor me recorría. Su mano bajó a mis muslos, acariciando por debajo de la falda.
Me acercó a su pecho, y mientras me movía, bajó la cabeza para besarme el cuello. El calor de su respiración, mezclado con el aroma a alcohol, me hizo cerrar los ojos. Mi esposo estaba ahí, sentado, observando todo… y no dijo nada.
Eso me desconcertó más que las manos de Julio. Lo miré por encima del hombro de su amigo, y él solo sonrió. Una sonrisa… ¿de aprobación? No lo sé. Pero esa mirada fue suficiente para que Julio se atreviera más.
En un movimiento rápido, me empujó hacia el sillón de la sala. Sentí el respaldo en mi espalda, y antes de reaccionar, sus manos ya estaban levantando mi falda. El aire frío de la madrugada me acarició la piel desnuda cuando bajó mis bragas hasta las rodillas.
Lo vi abrir su pantalón, sacar su verga dura, y no hubo pausa. Me la metió de un solo empujón, arrancándome un gemido ahogado. Mi esposo seguía sentado, viendo cada detalle.
Al principio, mi mente era un caos. No había planeado nada de esto, no estaba segura de quererlo… pero el cuerpo borracho y caliente no razona. El roce de su verga entrando y saliendo, el sonido húmedo y su respiración acelerada me envolvieron. Empecé a mover las caderas para recibirlo mejor.
Julio me cogía fuerte, con un ritmo rápido, como quien aprovecha cada segundo. Sus manos me abrían las piernas más y más, haciéndome sentir completamente expuesta. Yo jadeaba, mordiéndome el labio, mientras veía cómo mi marido solo observaba, con una copa en la mano.
La sala se llenaba con el golpe de nuestros cuerpos y mis gemidos cada vez menos contenidos. Él me daba nalgadas, me apretaba los pechos por encima de la blusa, me besaba el cuello. Yo lo agarraba del pelo, pidiéndole sin palabras que no se detuviera.
Fue sexo de borrachera, intenso, descontrolado. Sentía la mezcla de lujuria y morbo al saber que mi esposo lo veía todo. Julio no frenó ni un instante, como si estuviera decidido a correrse dentro de mí sin importar las consecuencias.
Y lo hizo. Con un gemido grave, empujó hasta el fondo y me llenó con su semen caliente. Sentí cada pulsación, cada gota. Me estremecí, mordiéndome fuerte para no gritar más de lo que ya lo había hecho.
Cuando salió, el líquido espeso empezó a escurrir por mi muslo. Yo aún respiraba agitada, con las piernas abiertas, el vestido arrugado, la ropa interior caída. Julio me dio una última mirada y se sentó de nuevo.
Mi esposo bebió un trago y me miró sin decir una palabra. Ni un reproche, ni una pregunta. Solo ese silencio que pesaba más que cualquier conversación.
Me subí la ropa interior, intenté recomponerme, y nos quedamos un rato más, como si nada hubiera pasado. Pero dentro de mí, sabía que ese momento se había grabado para siempre.
Nunca volvimos a hablar del tema. Ni esa noche, ni después. Pero cada vez que miro el sillón de la sala… recuerdo todo.
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