Placeres prohibidos: La dueña de Diego

La fiesta había dejado una huella imborrable en el departamento, pero también una grieta en la relación entre Elizabeth y Diego. El aire entre ellos, antes cargado de lujuria desenfrenada, ahora estaba teñido de frialdad y rechazo. No era Diego quien había cambiado; era Elizabeth, herida por su desprecio en la noche de la fiesta, quien se negaba a volver a entregarse.

Cada vez que él intentaba acercarse, sus manos buscando las curvas de sus caderas o sus labios anhelando los suyos, ella lo esquivaba con un movimiento brusco, apartándose con una mirada de reproche en sus ojos miel. Cuando Diego, con la verga endurecida bajo sus jeans al recordarla en su micro vestido, golpeaba la puerta de su habitación, solo encontraba el silencio o un seco “vete” que lo dejaba frustrado, su deseo chocaba con un muro.

Elizabeth, sin embargo, encontraba un placer perverso en este juego de resistencia. Cada rechazo era una pequeña victoria, una forma de recuperar el control que Diego le había arrancado. Pero en la soledad de su habitación, su mente estaba cautiva, atrapada en el recuerdo de la silueta angelical de Yareni, cuya lengua había desatado un placer tan intenso que aún hacía temblar su cuerpo. Noche tras noche, Elizabeth se entregaba a esa obsesión.

Desnuda sobre su cama, con las sábanas enredadas a sus pies, tomaba el vibrador, su superficie aún estaba cargada del aroma de sus encuentros pasados. Encendía el juguete, el zumbido llenaba el silencio mientras lo deslizaba por su clítoris hinchado, un gemido escapaba de sus labios al sentir las vibraciones. Su otra mano, temblorosa, subía a sus enormes senos, apretándolos con fuerza, lamía sus pezones con una avidez que la hacía arquearse, imaginando que era la lengua de Yareni la que la devoraba.

Sus muslos, abiertos de par en par, dejaban que sus jugos gotearan por la cama, el vibrador se hundía en su vagina mientras su mente recreaba cada detalle de aquella madrugada: la silueta de alas, la lengua experta que lamía sus pliegues, los mordiscos suaves en su clítoris. Elizabeth gemía sin control, sus caderas se movían al ritmo del vibrador, su vagina se contraía mientras lamía sus propios senos, saboreando la piel salada con una desesperación que la llevaba al borde. Cada orgasmo era una explosión que la dejaba jadeando, su cuerpo empapado en sudor, pero el vacío en su pecho permanecía, alimentado por el rechazo de Diego y el anhelo por esa figura angelical que había despertado algo nuevo en ella.

El dolor de su humillación se mezclaba con el placer de su nuevo descubrimiento, y mientras su cuerpo temblaba bajo el vibrador, sabía que su corazón ya no pertenecía al hombre que la había lastimado, sino a la promesa de un placer que solo una mujer parecía capaz de darle.

Diego, sentado en el sillón del departamento, sentía una frustración que le quemaba el pecho. Elizabeth, la mujer que había deseado durante años, cuya piel suave y senos voluptuosos habían sido suyos en noches de pasión desenfrenada, ahora lo rechazaba con una frialdad que lo desconcertaba. Cada intento de tocarla, sus manos buscando las curvas de sus nalgas, sus labios anhelando el calor de los suyos, era recibido con un gesto de desdén o una puerta cerrada.

Su verga, endurecida por el recuerdo de sus encuentros, palpitaba inútilmente bajo sus jeans. Sin embargo, la indiferencia de Elizabeth hacia la relación entre Diego y Atziry les dio carta blanca. Los primos, aprovechando esa libertad, cogían sin pudor por todo el departamento, sus cuerpos se entrelazaban en una danza carnal que desafiaba cualquier límite. Frente a Elizabeth, se entregaban al placer con descaro: Atziry, con su vagina empapada, montaba a Diego en el sofá, sus gemidos resonaban mientras él lamía sus pezones rosados y sus manos apretaban sus nalgas.

Elizabeth, aunque fingía indiferencia, no podía ignorar el aroma almizclado del sexo que llenaba el aire ni las imágenes de su hija en diferentes posiciones: a cuatro patas, con las piernas abiertas sobre la mesa de la cocina, o cabalgando la verga de Diego con movimientos frenéticos. Cada escena encendía un fuego en su entrepierna, su calzón se humedecía mientras apretaba los muslos para contener el deseo. Pero su mente estaba en otra parte, atrapada en el recuerdo de Yareni, la silueta angelical cuya lengua había explorado su vagina con una maestría que aún la hacía temblar, imaginando la silueta entre sus muslos, sus trencitas rozando su piel.

Un día, mientras Atziry, con el vestido subido y sin ropa interior, se daba sentones sobre la verga de Diego en la sala, Elizabeth irrumpió, su blusa apenas cubría sus senos. —Atziry, invita a Yareni a la casa —dijo, su voz era firme pero cargada de un anhelo que no podía ocultar. Atziry, sin detener sus movimientos, su vagina contrayéndose alrededor de Diego, alzó una ceja con una sonrisa traviesa. —¿A poco te gustó para algo más, mamá? —preguntó, su tono era burlón mientras sus caderas seguían el ritmo. Elizabeth, con el rostro ruborizado, no negó nada, pero respondió con evasivas. —Solo quiero platicar con ella —mintió, sus ojos traicionaban el deseo que la consumía.

Diego, atento a la conversación, notó el brillo en los ojos de su tía. Su mente, astuta y cargada de lujuria, comenzó a trazar un plan. Convenció a Atziry de invitar a Yareni al departamento, sus palabras eran susurradas entre gemidos mientras la embestía. Su objetivo era ambicioso: cogerse a las tres al mismo tiempo, una orgía de cuerpos sudorosos que satisficiera su hambre. Pero también tenía un motivo más oscuro: quería seducir a Yareni, hacerla su novia, y así arrancarle a Elizabeth la mujer que ahora ocupaba su mente. Si lograba eso, estaba seguro de que su tía, consumida por los celos, volvería a él, rendida como su puta, dispuesta a complacerlo como antes.

Días después, en los pasillos vibrantes de la universidad, Atziry encontró un momento a solas con Yareni bajo la sombra de un árbol en el campus. El sol iluminaba el rostro de Yareni, su cabello castaño se balanceaba mientras reía, su cuerpo estaba enfundado en una falda corta que dejaba ver sus muslos dorados y una blusa ajustada que marcaba sus pechos pequeños pero firmes. Atziry, llevaba un vestido ligero que se pegaba a sus curvas, sus nalgas se asomaban ligeramente al sentarse, le mencionó con un tono casual pero cargado de intención: —Oye, mi mamá quiere que vayas al departamento otra vez. —Sus ojos brillaron con picardía, sabiendo que la invitación llevaba un trasfondo sensual.

Yareni, lejos de incomodarse, arqueó una ceja, sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa. —¿A poco no te molesta que tu mamá y yo nos hayamos besado en la fiesta? —preguntó, su voz era suave pero provocadora, mientras se acercaba un poco más, el aroma de su perfume floral llenaba el espacio entre ellas. Atziry, riendo, negó con la cabeza, su cabello suelto rozaba sus hombros desnudos. —Para nada, en mi casa tenemos la mente súper abierta —respondió, su tono era insinuante mientras recordaba la lengua de Yareni en la boca de su madre, un recuerdo que, en secreto, hacía que su vagina palpitara bajo la tanga.

Yareni, encantada por la respuesta, se inclinó aún más, sus dedos rozaron el brazo de Atziry. —Entonces, mejor yo los invito a una fiesta en mi casa. A ti, a tu mamá y a Diego —propuso, su mirada destellaba con una promesa implícita. Atziry, con un cosquilleo de excitación, asintió con entusiasmo. —Me encanta la idea —dijo, imaginando ya las posibilidades de una noche cargada de deseo.

Más tarde, en el departamento, Atziry compartió la invitación con Diego y Elizabeth mientras cenaban. Diego, sentado con una camiseta que delineaba sus músculos y unos jeans que marcaban el contorno de su verga, asintió con una sonrisa confiada. En su mente, el plan estaba claro: ya se había cogido a Yareni en la fiesta anterior, su cuerpo angelical temblando bajo sus embestidas, y ahora quería conquistarla, hacerla suya de forma oficial. Seducirla en su propia casa sería el primer paso para un trío —o más— con Atziry y, eventualmente, recuperar a Elizabeth, cuya resistencia lo frustraba, pero también lo encendía.

Elizabeth, por su parte, sentada con una blusa suelta que dejaba entrever sus grandes senos, sintió un calor subirle por el pecho al escuchar el nombre de Yareni. Su vagina se humedeció al recordar el beso apasionado y la lengua que la había llevado al éxtasis. —Me parece perfecto —dijo, con voz baja, sus ojos brillaban con un deseo que no podía ocultar, ansiosa por volver a probar los labios de Yareni.

El día de la boda de la prima de Yareni llegó, transformando un elegante salón en un escenario de celebración y deseo contenido. Diego, imponente en un traje azul hecho a la medida, exudaba una masculinidad que hacía girar cabezas. La tela abrazaba su cuerpo atlético, delineando los músculos de su pecho y brazos, mientras los pantalones marcaban el contorno de su verga, un bulto que atraía miradas furtivas. Atziry, deslumbrante en un vestido verde esmeralda, caminaba con una sensualidad natural.

El atuendo, aunque no vulgar, se ceñía a sus curvas, resaltando sus nalgas y sus senos firmes, los pezones apenas se insinuaban bajo la tela fina. Cada paso hacía que el vestido se moviera, revelando destellos de sus muslos y encendiendo la imaginación de los presentes.

Elizabeth, en un vestido morado largo y elegante, robaba el aliento de la multitud. La abertura en la pierna izquierda dejaba ver su muslo blanco, subiendo hasta un punto que sugería sin mostrar, mientras el escote profundo en la espalda exponía la curva suave de su columna, invitando a fantasías prohibidas. Sus grandes senos, apenas contenidos por el corpiño, se alzaban con cada movimiento, y su cabello rubio caía en ondas, enmarcando su rostro con una sensualidad madura. No era vulgar, pero su presencia era magnética, cada gesto suyo estaba cargado de una provocación sutil que dominaba el salón.

Yareni, la anfitriona de la noche, brillaba en un vestido rojo que abrazaba su figura esbelta, el color hacía resaltar sus ojos verdes como esmeraldas. La tela se adhería a sus caderas, marcando la curva de sus nalgas y dejando entrever la silueta de sus pechos pequeños pero firmes. Mientras se movía entre los invitados, sus ojos no podían apartarse de Elizabeth. El recuerdo del beso apasionado en la fiesta anterior la perseguía, sus labios aun sentían el calor de los de Elizabeth, y un calor húmedo crecía entre sus muslos, su tanga se empapaba al imaginar un nuevo encuentro. Cada vez que sus miradas se cruzaban, Yareni sentía un cosquilleo en su clítoris, su cuerpo vibraba con el deseo de volver a probarla.

El salón, lleno del aroma de flores, champán y la tensión sexual que flotaba entre los cuatro, vibraba con la promesa de una noche inolvidable. Diego, consciente de las miradas que su cuerpo atraía, planeaba seducir a Yareni, su verga se endurecía al imaginarla rendida a él. Atziry, ajena a los planes de su primo, disfrutaba de las miradas que su vestido provocaba, su vagina palpitaba al pensar en la posibilidad de compartir a Diego con Yareni.

Elizabeth, por su parte, sentía los ojos de Yareni como caricias, su propia excitación crecía mientras imaginaba esos labios verdes explorándola de nuevo. La boda, con su ambiente festivo, era el escenario perfecto para que sus deseos prohibidos chocaran, cada uno esperaba el momento de encender el fuego que los consumía.

La boda había sido un torbellino de risas, alcohol y miradas cargadas de deseo, pero la multitud de invitados había frustrado cualquier posibilidad de un encuentro íntimo entre Diego, Atziry y Elizabeth. Los tres, aun vibrando con la energía de la noche, regresaron al departamento con el cuerpo cargado de anhelo insatisfecho. Al llegar, un escalofrío los recorrió al notar marcas de forcejeo en la puerta principal, la madera astillada alrededor de la cerradura.

El corazón de Elizabeth latió con fuerza, pero supusieron que el intruso al percatarse de la cámara del pasillo y ser observado, había huido sin éxito. Entraron con cautela, revisando cada rincón, pero el departamento estaba intacto, sin nada fuera de lugar. El alivio los envolvió, aunque la adrenalina de la situación los dejó inquietos, incapaces de dormir.

Decidieron relajarse y se fueron a cambiar. Elizabeth emergió con un short diminuto que abrazaba sus caderas, resaltando sus piernas torneadas y el contorno firme de sus nalgas, que parecían esculpidas bajo la tela ajustada. Su blusa de satín rosa, parte del conjunto, se ceñía a sus grandes senos, los pezones se insinuaban bajo el brillo suave del tejido.

Atziry, desafiante en su audacia, optó por una tanguita rosa que dejaba poco a la imaginación, la tela hundida entre sus nalgas, y una blusa de tirantes cortada que exponía su ombligo y la curva inferior de sus senos firmes. Diego, por su parte, se despojó de su traje de la boda, quedándose solo con un bóxer negro que marcaba el bulto prominente de su verga, aún en reposo, pero imponente bajo la tela elástica.

Los tres se acomodaron en el sillón de la sala, la pantalla del televisor proyectaba una película que apenas prestaban atención. Diego, estratégicamente en el centro, sentía el calor de los cuerpos de Atziry y Elizabeth a cada lado, sus muslos se rozaban contra los suyos, la tensión sexual en el aire tan densa como el aroma de sus perfumes.

Sin embargo, Atziry se había quedado profundamente dormida, su cabeza quedó apoyada en el brazo del sillón, vencida por el alcohol de la boda. Diego, con la verga palpitando bajo su bóxer negro, aprovechó la oportunidad. Con un movimiento lento, levantó la blusa de Atziry, exponiendo sus pechos firmes, los pezones rosados endurecidos por el fresco del departamento. Se inclinó y lamió uno de ellos, su lengua trazó círculos lentos, saboreando la piel salada, pero Atziry no respondió, su cuerpo estaba inerte bajo el peso del licor.

Elizabeth, desde el otro lado del sillón, observó la escena, su herida por el rechazo de Diego se desvanecía bajo la influencia del tequila que aún corría por sus venas. El deseo, mezclado con una necesidad de reclamar su poder, la consumió. Sin decir palabra, se giró de lado en el sillón, sus movimientos eran deliberados mientras bajaba su short diminuto, dejando al descubierto sus nalgas blancas y firmes. Con las manos, abrió sus nalgas, exponiendo el ano apretado que relucía bajo la luz tenue. —Sobrino, consiente a tu tía por el ano —susurró, su era voz ronca por el alcohol y la lujuria, sus ojos miel brillaban con una mezcla de desafío y rendición.

Diego, con la verga ya completamente erecta, no pudo resistirse. El bóxer cayó al suelo, liberando su miembro grueso, que palpitaba con urgencia. Se acomodó detrás de Elizabeth en posición de cucharita, presionando su cuerpo contra el de ella, el calor de sus nalgas lo envolvió. Con un movimiento firme, comenzó a embestirla por el ano, su verga se abría paso con una fuerza que arrancó un gemido gutural de Elizabeth. El dolor y el placer se mezclaban en su rostro, sus caderas se empujaban hacia atrás para recibirlo más profundo. Diego, con una mano, desabotonó la blusa de satín rosa de su tía, liberando sus enormes senos, que apretó con rudeza, pellizcando los pezones mientras ella jadeaba, su cuerpo temblaba bajo cada embestida.

Elizabeth, gimiendo sin control, se entregaba de nuevo al dominio de Diego, apretando su ano alrededor de su verga mientras su vagina, empapada, goteaba sobre el sillón. La imagen de Yareni, cuya lengua había encendido su deseo, se mezclaba con el placer que Diego le arrancaba, pero en ese momento no le importaba si Atziry despertaba y los veía. Quería demostrarle a su hija, y a sí misma, que ella era la dueña de Diego, la puta que él no podía resistir. Los gemidos de Elizabeth llenaban la sala, mezclándose con el sonido húmedo de las embestidas y el roce de sus cuerpos, mientras Atziry dormía ajena a la escena, el departamento vibraba con el eco de un deseo prohibido que reclamaba su espacio sin pudor.

Ella, con su short descartado y la blusa de satín rosa abierta, exponiendo sus grandes senos que se balanceaban con cada embestida, giró la cabeza buscando los labios de Diego. Su sobrino, con la verga dura como roca hundiéndose en su ano, respondió con un beso feroz, sus lenguas chocaban en una danza húmeda y apasionada. La lujuria los consumía, sus labios devorándose mientras Diego gruñía contra su boca: —Tía, te extrañé todos estos días. Mi verga te deseó cada maldito minuto. —Sus palabras, cargadas de deseo, hicieron que el cuerpo de Elizabeth temblara, aunque una chispa de resentimiento cruzó sus ojos.

—No te creo —jadeó ella, su voz entrecortada por el placer y el dolor—. Te sigues cogiendo a mi hija frente a mí. —El reproche, mezclado con lujuria, solo avivó el fuego en Diego. Con un movimiento brusco, la jaló hacia él, girándola para que quedara sentada sobre su regazo, sus nalgas blancas se apretaron contra su pelvis. Diego, ahora sentado en el sillón, abrió las piernas de Elizabeth con manos firmes, sus dedos se hundieron en la carne suave de sus muslos. Ella, rendida al deseo, se dejó guiar, sus piernas se abrieron ampliamente, exponiendo su vagina empapada que goteaba jugos sobre el bóxer descartado de Diego.

La verga de Diego, lubricada por el ano de Elizabeth, salió con un movimiento lento, arrancándole un gemido profundo. Sin pausa, en esa misma posición, la penetró por la vagina, su miembro grueso se deslizó con facilidad en su interior chorreante. Elizabeth gritó, su cuerpo se arqueó mientras sus paredes vaginales se contraían alrededor de él, cada embestida enviaba oleadas de placer que la hacían jadear. Sus senos rebotaban con cada movimiento, y Diego, con una mano, los apretaba con rudeza, mientras con la otra guiaba sus caderas para que lo montara con más fuerza, el sonido húmedo de sus cuerpos chocando, llenaban la sala.

Elizabeth, con los ojos entrecerrados y el rostro ruborizado, se entregaba por completo, el dolor de su rechazo había sido olvidado en el torbellino del placer. Atziry, dormida a su lado en el sillón, seguía ajena, su respiración tranquila contrastaba con los gemidos de su madre. Elizabeth, montaba a Diego con una desesperación que mezclaba deseo y desafío, quería reclamarlo, demostrar que su cuerpo aún lo dominaba.

Diego, con su verga dura hundiéndose en la vagina empapada de Elizabeth, respondió a sus reproches con una voz grave y cargada de dominio: —Ambas son mis putas, tía, y siempre lo serán. ¿O no te excita ver cómo me cojo a tu hija? —Sus palabras, crudas y provocadoras, resonaron en el aire mientras embestía con fuerza, sus manos apretaban las caderas de Elizabeth, cuyos jugos chorreaban por sus muslos, manchando el sillón.

Elizabeth, montada sobre Diego, con sus grandes senos rebotando con cada movimiento, gritó entre gemidos, su cuerpo temblaba de placer. —¡Sí, me excita! —confesó, con voz rota por la intensidad del momento—. Me encanta ver cómo tu verga entra en la vagina de mi hija. —El deseo la consumía, el ver a Diego poseyendo a Atziry avivaba el fuego entre sus piernas. Diego, con una sonrisa arrogante, deslizó sus manos hacia los senos de Elizabeth, apretándolos con rudeza, pellizcando los pezones mientras besaba su espalda desnuda, su lengua trazaba un camino húmedo por la curva expuesta de su columna, haciéndola arquearse aún más.

En ese momento, Atziry, profundamente dormida a su lado en el sillón, se movió ligeramente, su tanguita rosa se deslizó para revelar las nalgas blancas y firmes que brillaban bajo la luz tenue. Diego, con los ojos encendidos de lujuria, miró a Elizabeth y le susurró al oído: —Desde esta posición, dale de nalgadas a tu hija. —Su tono era un mandato, cargado de desafío. Elizabeth dudó, su corazón se aceleraba por la mezcla de resistencia y deseo, pero el alcohol y el placer la vencieron. Si Atziry despertaba, demostraría quién tenía el control. Con una mano temblorosa, levantó la palma y la dejó caer con fuerza sobre las nalgas de su hija, el sonido seco resonó en la sala. La piel blanca de Atziry se tiñó de rojo, la marca de la mano de Elizabeth quedaba grabada, pero su hija permaneció inmóvil, atrapada en el sueño inducido por el licor.

Diego, con la verga palpitando dentro de Elizabeth, gruñó de satisfacción, embistiendo con más fuerza mientras ella seguía azotando las nalgas de Atziry, cada golpe era una mezcla de castigo y deseo. Elizabeth, gimiendo y jadeando, se dejaba llevar, su vagina se contraía alrededor de Diego mientras su mente se llenaba de imágenes de su hija y su sobrino, el placer prohibido amplificaba cada sensación. Elizabeth, rendida a Diego, se entregaba al papel de su puta, sabiendo que Atziry, aunque dormida, era parte de su juego de poder y deseo.

Diego, con la verga dura y brillante por los jugos de Elizabeth, decidió llevar el juego a un nivel más audaz. Mirándola con ojos oscuros llenos de autoridad, le ordenó: —Levántate y lame los senos de tu hija. —Su voz era un mandato, cargada de una dominación que hizo que Elizabeth temblara, su vagina palpitaba a pesar de la resistencia que crecía en su pecho.

—¡No, eso no! —protestó Elizabeth, su voz era temblorosa, pero la mirada implacable de Diego y el calor del alcohol en su sangre la doblegaron. —Hazlo, te lo ordeno —repitió él, su tono era cortante. Elizabeth, con el corazón acelerado y una mezcla de culpa y excitación, se rindió. Sacó la verga de Diego de su vagina con un gemido, el vacío la dejó temblorosa, y se acomodó en el sillón, posicionándose en cuatro patas junto al cuerpo dormido de Atziry. Sus rodillas se hundieron en el cojín, sus nalgas blancas quedaban expuestas, la blusa de satín rosa abierta dejaba sus grandes senos balancearse libremente.

Con manos temblorosas, Elizabeth levantó la blusa de tirantes de Atziry, exponiendo sus pechos firmes. No podía creer lo que estaba a punto de hacer, pero el deseo y la sumisión a Diego la empujaron. Se inclinó, su lengua rozó primero un pezón con cautela, luego lamió con más audacia, saboreando la piel suave y salada de su hija. Sus lamidas se volvieron más intensas, alternando entre ambos senos, succionando ligeramente mientras un gemido escapaba de sus labios, el tabú de sus acciones encendió un fuego en su vagina que goteaba jugos por sus muslos.

Diego, al ver la escena, gruñó de satisfacción, su verga palpitaba con una urgencia feroz. Se posicionó detrás de Elizabeth, sus manos se aferraron a sus nalgas mientras ella seguía lamiendo los senos de Atziry. Sin preámbulos, la penetró por la vagina de nuevo, su miembro grueso se deslizó con facilidad en su interior empapado. Cada embestida era profunda, el sonido húmedo de sus cuerpos chocando, se mezclaba con los gemidos de Elizabeth, que jadeaba contra los pechos de su hija. Diego, con una mano, apretaba las nalgas de su tía, mientras con la otra alcanzaba uno de sus senos, pellizcando el pezón con rudeza.

Elizabeth, en cuatro patas sobre el sillón, gemía sin control mientras su lengua devoraba los pechos de Atziry, dormida a su lado. Sus labios succionaban los pezones rosados de su hija, escupiendo sobre ellos, dejando un rastro de saliva que brillaba bajo la luz tenue. Mordisqueaba con delicadeza, sus dientes rozaban la piel sensible, mientras su mano libre apretaba los senos firmes, amasándolos con una mezcla de ternura y deseo febril. Al mismo tiempo, la verga de Diego, gruesa y pulsante se hundía en su vagina con embestidas profundas, cada movimiento le arrancaba jadeos que resonaban en el espacio. Elizabeth gozaba de la cogida de su sobrino, su cuerpo temblaba bajo el peso de su dominio, mientras la transgresión de poseer los senos de Atziry amplificaba su placer hasta un punto insoportable.

Sin previo aviso, un orgasmo devastador la atravesó como un relámpago. Elizabeth arqueó la espalda, su cabeza se echó hacia atrás mientras un grito gutural escapaba de su garganta. Sus jugos, calientes y abundantes, salpicaron las nalgas blancas de Atziry, que seguían expuestas por la tanguita rosa, y escurrieron por sus propios muslos, dejando un charco brillante en el sillón. Diego, sintiendo las contracciones de la vagina de su tía, no pudo contenerse. Con un gruñido, liberó su semen dentro de ella, llenándola con chorros cálidos que se mezclaban con sus fluidos, su verga palpitaba mientras se vaciaba por completo. Ambos quedaron agitados, sus respiraciones pesadas llenaban el silencio, sus cuerpos sudorosos estaban pegados en el sillón, atrapados en el éxtasis compartido.

Tras unos minutos de recuperación, Elizabeth, con el rostro ruborizado y los senos aún expuestos bajo la blusa de satín abierta, se giró hacia Diego. Sus ojos miel, brillando con una mezcla de satisfacción y desafío, encontraron los suyos. Se inclinó y lo besó con una pasión feroz, sus lenguas se entrelazaron en un choque húmedo que sabía a deseo y rendición. Luego, sin decir palabra, se levantó, sus nalgas se balancearon mientras se dirigía a su habitación, el short empapado marcaba su piel. Esa noche, Elizabeth dormiría plácidamente, su cuerpo había sido saciado por el placer y su mente estaba en paz tras reclamar a Diego, aunque fuera por un momento.

Diego, aún con la verga sensible, miró a Atziry, que seguía sumida en un sueño profundo, ajena al espectáculo prohibido. Con una sonrisa traviesa, la levantó en sus brazos, llevando su cuerpo ligero y cálido contra el suyo. La llevó a su habitación, colocándola con cuidado en la cama. Deslizó su tanguita rosa hacia un lado, exponiendo su vagina depilada, y se posicionó detrás de ella. Con un movimiento lento, la penetró por atrás, su verga se deslizó con facilidad en su interior húmedo. Atziry, aún dormida, dejó escapar un suspiro suave, mientras Diego, abrazándola en posición de cucharita, se quedó dentro de ella, con su cuerpo pegado al suyo.

La mañana siguiente irrumpió con una luz suave que se filtraba por las cortinas del departamento, y Elizabeth se despertó con una sonrisa satisfecha, su cuerpo aun vibraba por el éxtasis de la noche anterior. Al levantarse, sintió el semen de Diego escurriendo por sus muslos, una prueba cálida y pegajosa de su encuentro prohibido que la hizo estremecerse. Su vagina, sensible y húmeda, palpitaba con el recuerdo de las embestidas de su sobrino.

Desnuda, con sus grandes senos balanceándose, se dirigió al baño, pero antes abrió la puerta de la habitación de Atziry, incapaz de resistir la curiosidad. Allí, bajo la tenue luz del amanecer, encontró a su hija en cuatro patas sobre la cama, gimiendo con la cabeza hundida en una almohada, las lágrimas de placer brillaban en sus ojos mientras la verga de Diego la penetraba con un ritmo implacable. Las nalgas de Atziry temblaban con cada embestida, su tanguita rosa tirada en el suelo, y el aroma del sexo llenaba la habitación.

—Apúrate, hija, que me vas a acompañar —dijo Elizabeth, con voz firme pero cargada de una sensualidad que no podía ocultar, sus ojos recorrían el cuerpo sudoroso de Atziry. La joven, mordía la almohada con más fuerza, solo asintió con la cabeza, sus gemidos ahogados resonaban mientras Diego seguía embistiéndola, su mirada desafiante se encontraba con la de Elizabeth por un instante. Minutos después, madre e hija se apresuraron a prepararse, dejando a Diego solo en el departamento. Él, con el cuerpo aún caliente por la noche, se metió a bañar, el agua caliente se deslizaba por su torso musculoso, su verga todavía sensible recordaba los cuerpos de Atziry y Elizabeth. Tras vestirse con una camiseta ajustada y jeans que marcaban su bulto prominente, el timbre del departamento sonó, interrumpiendo sus pensamientos.

Al abrir la puerta, Diego se encontró con Yareni, cuya belleza lo dejó sin aliento. Su cabello ondulado caía suelto sobre sus hombros, brillando bajo el sol de la mañana, y su vestido blanco floreado se adhería a su figura esbelta, resaltando sus pechos pequeños y la curva suave de sus caderas. Sus ojos verdes destellaban con una mezcla de inocencia y picardía, y Diego sintió un calor subirle por la entrepierna al imaginarla desnuda. —Busco a Elizabeth —dijo Yareni, su voz era suave como una caricia. Diego, recuperando la compostura, respondió con una sonrisa confiada: —Salió con Atziry, pero… ¿te gustaría ir a comer un helado conmigo? —Sus ojos la recorrieron, deteniéndose en el borde del vestido que dejaba entrever sus muslos dorados. Yareni, tras un instante de duda, asintió con una sonrisa que encendió aún más el deseo de Diego.

Ella dio media vuelta para irse, pero la invitación de Diego la detuvo, y la promesa de un helado se convirtió en el preludio de algo más. El departamento, aún impregnado del aroma de la lujuria de la noche anterior, quedó atrás mientras Diego y Yareni salían, él con la mente llena de planes para seducirla, su verga endureciéndose al imaginarla gimiendo bajo su cuerpo, mientras el recuerdo de Elizabeth y Atziry seguía ardiendo en su piel.

La plaza bullía con el murmullo de la gente, pero para Diego, solo existía Yareni. Su forma de caminar, con un balanceo sensual de las caderas, era hipnótica; el vestido blanco floreado se adhería a su figura, resaltando la curva de sus nalgas y la suavidad de sus muslos dorados, que relucían bajo el sol del mediodía. Sus piernas, largas y torneadas, volvían loco a Diego, su verga se endurecía bajo los jeans mientras la seguía con la mirada, perdido en la fantasía de tenerlas envueltas alrededor de su cintura.

Los ojos verdes de Yareni brillaban con una mezcla de inocencia y provocación, y su cabello ondulado cayendo sobre sus hombros, lo tenían atrapado. Aunque ya la había poseído en la fiesta, su ternura ahora, la forma en que sonreía tímidamente mientras charlaban, lo encendía de una manera nueva.

Sentados en una heladería al aire libre, con el sol calentando sus pieles, Diego no podía apartar los ojos de ella. Sus pupilas se alternaban entre los ojos esmeralda de Yareni y el escote del vestido, que dejaba entrever el nacimiento de sus pechos pequeños pero firmes, los pezones apenas insinuados bajo la tela ligera. Mientras lamían sus helados, Diego, con una voz grave y cargada de intención, rompió el silencio: —¿Te gustó aquel trío en la fiesta? —Sus ojos la recorrieron, deteniéndose en sus labios húmedos por el helado. Yareni, ruborizándose, bajó la mirada, sus mejillas se tornaron rosadas. —Sí… pero más por el tamaño de tu verga —admitió, su voz era suave, pero con un dejo de picardía que hizo que Diego sintiera un calor subirle por la entrepierna.

Él se inclinó más cerca, su aliento rozaba el rostro de Yareni. —Me fascinó estar contigo. Tu cuerpo me vuelve loco, tus ojos, todo tú… me gustas mucho —confesó, su tono era sincero pero cargado de deseo. Yareni, ahora más roja, mordió su labio inferior, su tanga se humedecía bajo el vestido al escuchar sus palabras. —Tú también me gustas —respondió, sus ojos se encontraron con los de él, una chispa de lujuria destellaba entre ellos. Diego, aprovechando el momento, se acercó aún más. —¿Quieres ser mi novia? —preguntó, su mano rozaba la suya sobre la mesa. Yareni, con el corazón acelerado, asintió de inmediato, una sonrisa iluminaba su rostro.

—Pero… ¿seguirás cogiendo con Atziry? Sé lo que hay entre ustedes —dijo, su voz mezclaba curiosidad y cautela. Diego, con una sonrisa confiada, respondió: —Haré lo que tú me pidas. —Yareni, tras un instante de reflexión, lo miró fijamente. —No me molesta, pero mantengamos esto en secreto por ahora. Quiero hablar con Atziry yo misma, tantear el terreno —explicó, su tono era firme pero suave. A Diego, la idea le cayó como anillo al dedo. Sellaron el momento con un beso apasionado, sus lenguas se entrelazaban mientras el sabor del helado se mezclaba en sus bocas, sus cuerpos se acercaron hasta que el calor entre ellos era insoportable.

Tras terminar los helados, Diego tomó su mano, con sus dedos entrelazados mientras una corriente de deseo los recorría. —Vamos a un hotel cerca de aquí —susurró, su voz estaba cargada de promesa. Yareni, con los ojos brillantes y la vagina palpitando bajo su vestido, asintió sin dudar.

La puerta de la habitación del hotel se cerró con un clic suave, sellando a Diego y Yareni en un santuario de deseo. La luz tenue de una lámpara bañaba la cama en tonos cálidos, y ambos se acercaron lentamente, con sus manos entrelazadas, los dedos rozándose con una electricidad que anticipaba lo inevitable. Yareni se recostó boca arriba, su vestido blanco floreado subía ligeramente por sus muslos dorados, revelando la piel suave que brillaba bajo la luz.

Diego, apoyado sobre un codo, la observó con una intensidad que hacía que su verga palpitara bajo los jeans. Sus ojos recorrían cada centímetro de su cuerpo: las curvas delicadas de sus caderas, los pechos pequeños pero firmes que se marcaban bajo la tela, y esos ojos verdes que lo atrapaban como un hechizo. Aunque ya la había poseído en la fiesta, esta vez era diferente; un afecto genuino se mezclaba con su lujuria, haciendo que quisiera saborear cada segundo.

Yareni, con su tanguita ya empapada por la anticipación, no mostraba prisa. Sus labios, entreabiertos, dejaban escapar un suspiro mientras lo miraba, disfrutando la intimidad del momento. Colocó una mano detrás de la nuca de Diego, sus dedos rozaron su cabello, y lo jaló hacia ella con una suavidad que contrastaba con el fuego que ardía en su interior. Sus labios se encontraron en un beso lento, casi reverente, sus lenguas se rozaban con una sensualidad pausada, explorándose como si fuera la primera vez.

El sabor dulce del helado aún persistía en sus bocas, mezclándose con el calor de sus alientos. Diego, con una mano libre, comenzó a acariciar los muslos de Yareni, sus dedos trazaban círculos lentos sobre la piel suave, sintiendo la calidez que emanaba de ella. No levantó el vestido, dejando que la tela rozara sus dedos, prolongando la tensión que hacía que la vagina de Yareni palpitara, sus jugos humedecían aún más la tela fina de su tanga.

Cada caricia era una promesa, cada beso una chispa que encendía sus cuerpos. Yareni arqueó ligeramente la espalda, sus pechos se presionaban contra el vestido, los pezones endurecidos se marcaban bajo la tela. Diego, con la verga endureciéndose cada vez más, mantuvo el ritmo lento, sus dedos subiendo apenas un poco más por los muslos de Yareni, rozando el borde del vestido sin cruzarlo, saboreando la expectativa. Ella, con un gemido suave contra sus labios, apretó más su nuca, profundizando el beso, su lengua danzaba con la suya en un ritmo que anticipaba lo que vendría.

Ambos se pusieron de rodillas sobre el colchón, sus cuerpos se encontraban tan cerca que el calor de sus pieles se mezclaba. Yareni, con los ojos brillando de deseo, tomó la camiseta de Diego y la deslizó hacia arriba, revelando su torso musculoso, los pectorales definidos relucían con un leve brillo de sudor. Sus manos temblaron ligeramente mientras acariciaba su pecho, sus dedos recorrían cada músculo con una lentitud deliberada. Inclinándose, comenzó a besar sus pectorales, su lengua trazaba caminos húmedos sobre la piel salada, saboreando el sabor masculino de Diego. Cada beso era una caricia, sus labios succionaban suavemente, arrancándole un gruñido bajo que hizo que su verga palpitara bajo los jeans.

Diego, con la respiración acelerada, tomó el cierre del vestido de Yareni y lo bajó con una lentitud que era casi una tortura. La tela se deslizó, descubriendo primero los hombros delicados, luego los senos pequeños pero firmes, dejando ver sus pezones rosados erectos bajo la luz tenue. El vestido cayó más, revelando el abdomen plano de Yareni, su piel dorada invitaba a ser tocada. Diego se inclinó, su aliento cálido rozaba los senos de Yareni antes de que su lengua los alcanzara.

Lamió con cuidado, sus movimientos eran lentos y llenos de pasión, saboreando la suavidad de su piel mientras succionaba un pezón, luego el otro, alternando con mordiscos suaves que hacían que Yareni arqueara la espalda. Sus suspiros eran suaves, casi etéreos, pero cargados de un placer que nunca había sentido con tanta intensidad. Nadie la había disfrutado así, y su cuerpo se rendía por completo, su tanga estaba empapada bajo el vestido que ahora yacía en sus caderas.

Yareni, con el corazón acelerado y la vagina palpitando, colocó ambas manos en los hombros de Diego, deteniéndolo con un toque firme pero gentil. Se acercó a su oído, su cabello ondulado rozaba su mejilla, y susurró con una voz temblorosa de deseo: —Quiero que me hagas sexo oral. —Las palabras, apenas audibles, eran una súplica cargada de lujuria, su aliento cálido enviaba escalofríos por la espalda de Diego. Su verga, estaba endurecida al máximo, presionaba contra los jeans, ansiosa por complacerla. Yareni, con los ojos entrecerrados y los labios entreabiertos, se entregaba por completo, su cuerpo vibraba con la expectativa de sentir la lengua de Diego explorándola.

Yareni, con un movimiento lento y provocador, se deshizo del vestido floreado, dejando que la tela cayera al suelo como una caricia susurrante, revelando su cuerpo desnudo. Sus pechos pequeños, coronados por pezones rosados y erectos, y su abdomen plano brillaban bajo la luz suave. Con un gesto deliberado, deslizó su tanga empapada por sus muslos, la tela húmeda aterrizaba junto al vestido, dejando su vagina depilada expuesta, reluciendo con sus jugos. Se recostó en la cama, su cabello ondulado se esparció sobre la almohada, y con una mirada cargada de deseo, se mordió el pulgar de la mano izquierda de manera atrevida, sus ojos verdes destellaban con una invitación silenciosa.

Abrió las piernas lentamente, sus muslos dorados se separaron para revelar su clítoris hinchado, que comenzó a masajear con dedos temblorosos, sus movimientos circulares hacían que sus jugos brillaran, llamando a Diego con una promesa de placer absoluto.

Diego, hipnotizado por la visión, sintió su verga endurecerse al máximo bajo los jeans, palpitando con una urgencia que apenas podía contener. Se acercó con una lentitud deliberada, sus ojos recorrieron cada centímetro de Yareni, desde sus pechos hasta la vagina que lo invitaba. Arrodillándose entre sus piernas, colocó sus manos bajo los muslos de ella, levantándolos ligeramente para abrirla aún más, sintiendo su piel suave y cálida bajo sus palmas.

Inclinó la cabeza, su aliento caliente rozaba la vagina antes de que su lengua la tocara. Comenzó a lamer con una pasión contenida, su lengua trazó caminos lentos por los pliegues, saboreando el dulzor salado de sus jugos. Llenó su clítoris de saliva, succionándolo suavemente antes de hundirse más, explorando cada rincón con una devoción que hacía que Yareni arqueara la espalda, sus gemidos llenaban la habitación.

Sin dejar de lamer, Diego introdujo dos dedos en su vagina, sintiendo cómo las paredes húmedas se contraían alrededor de ellos. Los movió con un ritmo preciso, entrando y saliendo mientras su lengua seguía danzando sobre el clítoris, alternando entre lamidas rápidas y succiones profundas. Yareni, con los ojos en blanco, se retorcía en la cama, sus manos se aferraban a las sábanas mientras gemía apasionadamente, su voz se rompía en gritos de placer. —¡Te deseo dentro de mí, ya! —gritó, su cuerpo temblaba, su vagina empapada palpitaba con una necesidad desesperada. Diego, extasiado por el aroma almizclado de su excitación y el sabor que lo consumía, sintió su verga pulsar, ansiosa por complacerla.

Sin detenerse, se movió con agilidad, desabrochando su cinturón y deslizando sus jeans y bóxers por sus muslos, liberando su verga erecta, gruesa y pulsante, que se alzó orgullosa bajo la luz suave. Yareni, recostada con las piernas abiertas, y sus jugos goteando por la cama, lo observaba con ojos verdes llenos de deseo, mordiendo su labio mientras masajeaba sus propios pechos, los pezones rosados estaban totalmente endurecidos.

Diego se acomodó frente a la entrada de su vagina, la punta de su verga rozaba los pliegues húmedos antes de penetrarla lentamente. Yareni dejó escapar un gemido profundo, sus muslos temblaban mientras lo sentía llenarla, cada centímetro de su carne abría paso en su interior cálido y apretado. Ella lo envolvió con sus piernas, cruzándolas alrededor de su cintura, un abrazo desesperado que gritaba que no quería que ese placer terminara. Diego, con movimientos lentos al principio, comenzó a embestirla, sus caderas marcaban un ritmo que hacía que los senos de Yareni rebotaran suavemente. Sus gemidos llenaban la habitación, mezclándose con el sonido húmedo de sus cuerpos chocando.

Las embestidas se volvieron más rápidas, más intensas, y Diego, inclinándose, capturó los labios de Yareni en un beso apasionado, sus lenguas danzaban con una urgencia febril. —Me encantas, estoy enamorado de ti —gruñó contra su boca, sus palabras eran entrecortadas por la lujuria. Yareni, con los ojos entrecerrados y el cuerpo temblando, respondió jadeando: —Yo también te amo. —Sus palabras eran un susurro roto, su vagina se contraía alrededor de la verga de Diego.

Tras varios minutos de embestidas frenéticas, Yareni arqueó la espalda, sus uñas se clavaron en los hombros de Diego. —¡Me voy a venir! —gritó, con su voz quebrándose. Diego, sintiendo el clímax acercarse, gruñó: —Yo también, mi amor. —Y entonces, mientras ella le gritaba jadeando: —¡Préñame, lléname! —, él explotó, llenando su vagina con chorros calientes de semen, su verga palpitaba mientras inundaba su interior.

Yareni, aferrándose a él con las piernas, exprimió cada gota, sintiendo el calor de su semen llenándola, sus paredes vaginales se contraían para retenerlo. Cuando terminaron, exhaustos, Diego se dejó caer boca arriba, su pecho subía y bajaba con respiraciones pesadas. Yareni, con un brillo de satisfacción en el rostro, se subió encima de él, sus muslos dejaron un rastro de sus jugos y el semen de Diego que goteaba sobre sus testículos.

Lo besó apasionadamente, sus labios se fundieron en un choque húmedo, sus lenguas se exploraban con una ternura que contrastaba con la intensidad de su encuentro. Mientras se besaban, Diego acariciaba su cabello ondulado, sus dedos acariciaban las hebras suaves, y Yareni apoyó la cabeza en su pecho, escuchando los latidos de su corazón. Así, envueltos en el aroma de su sexo y el calor de sus cuerpos, se quedaron dormidos.

La noche caía sobre el departamento, y Diego, al regresar de un largo día con su ahora novia, notó un destello sutil en una esquina del salón. Una cámara de seguridad, discretamente instalada, captaba la escena. Elizabeth, con una blusa ligera que dejaba entrever el contorno de sus grandes senos, explicó con una sonrisa casual: —Es por seguridad, sobrino. —Pero sus ojos miel brillaban con un secreto más oscuro. En el fondo, Elizabeth anhelaba grabar las cogidas desenfrenadas que llenaban el departamento de gemidos y sudor.

La idea de conservar esos momentos, de revivirlos una y otra vez en la privacidad de su habitación, hacía que su vagina palpitara, su tanga se humedecía al imaginar los videos de Diego poseyéndola o a Atziry entregándose a su primo. Era un placer que guardaría para sí misma, un tesoro prohibido que alimentaba su lujuria.

Casi un año pasó, y la dinámica en el departamento se volvió un torbellino de deseo oculto. Diego y Elizabeth continuaban sus encuentros clandestinos, sus cuerpos chocaban en la penumbra de la habitación de ella. Elizabeth, con sus nalgas blancas expuestas y los pezones endurecidos, gemía mientras Diego la embestía por la vagina, su verga gruesa la llenaba hasta el borde.

Cada embestida era un secreto compartido, un placer que mantenían oculto de Atziry. Mientras tanto, Atziry y Diego seguían entregándose a su pasión, a veces en la intimidad de su habitación, otras con un descaro que desafiaba las normas. En el sofá, Atziry, con un short diminuto que dejaba ver sus nalgas, montaba a Diego, su vagina empapada se deslizaba sobre su verga mientras gemía, ajena a las miradas de su madre.

Elizabeth, desde la penumbra del pasillo o detrás de una puerta entreabierta, observaba esas escenas con una mezcla de celos y excitación. Su mano se deslizaba bajo su ropa, encontrando su clítoris hinchado, y se masturbaba en silencio, sus dedos se movían al ritmo de los gemidos de Atziry. La visión de la verga de Diego entrando y saliendo de la vagina de su hija, los jugos goteando por sus muslos, la llevaba al borde del éxtasis.

A veces, se mordía los labios para no gritar, sus propios senos los apretaba con la mano libre mientras imaginaba unirse a ellos, pero se contenía, sabiendo que la cámara capturaba cada momento. Los videos, que revisaba en la soledad de su habitación, eran su vicio privado: imágenes de Diego embistiendo a Atziry, de sus propios encuentros con él, de los gemidos y los cuerpos sudorosos que llenaban el departamento.

Atziry, sumida en su propio placer, nunca notó las miradas furtivas de su madre ni los dedos que se deslizaban en su vagina mientras observaba.

Pero un día el departamento, cargado de una tensión que se había acumulado durante meses, se convirtió en el escenario de una revelación que cambiaría todo. Atziry, con el corazón dividido entre la lujuria y la resignación, ya sabía del romance entre Diego y Yareni, un secreto que había guardado mientras seguía entregándose a las embestidas de su primo en las noches febriles. Pero Elizabeth, atrapada en su propio mundo de deseo y videos prohibidos, permanecía ajena a la verdad.

Ese día, cuando Diego cruzó la puerta del departamento con Yareni de la mano, presentándola como su novia, el aire se volvió denso. Yareni, radiante en un vestido ajustado que abrazaba sus caderas y dejaba entrever el contorno de sus pechos pequeños, sus ojos brillaban con una mezcla de amor y picardía, sonrió tímidamente. Elizabeth, con una blusa suelta que apenas ocultaba sus grandes senos y un short que resaltaba sus nalgas blancas, sintió una punzada de celos que le apretó el pecho, no solo por Diego, sino por Yareni, cuya lengua aún habitaba sus fantasías más húmedas.

Elizabeth, luchando por mantener la compostura, forzó una sonrisa mientras su vagina palpitaba bajo la tela, traicionada por el recuerdo de aquella madrugada en que Yareni la había devorado. Sus ojos miel recorrieron el cuerpo de la joven, deteniéndose en sus labios, imaginándolos entre sus muslos, mientras Diego, con una camiseta que marcaba sus músculos y unos jeans que delineaban su verga prominente, hablaba con orgullo de su relación. Pero la noticia que soltó a continuación fue como un golpe: —Yareni y yo nos vamos a casar —anunció, su mano apretaba la de ella.

Elizabeth y Atziry, sentadas en el sofá, quedaron en shock, sus cuerpos aun vibraban con el eco de los encuentros prohibidos con Diego. Elizabeth sintió una punzada en el pecho, su vagina palpitaba al imaginar a Diego, su verga gruesa llenándola, ahora la perdería para siempre. Atziry apretó los puños, su corazón estaba acelerado por la idea de perder al primo que la había poseído en cada rincón del departamento. Ambas, atrapadas en su lujuria y celos, luchaban por procesar la noticia.

Elizabeth, forzando una sonrisa que escondía el fuego de sus celos, se levantó y abrazó a Yareni, sus manos rozaban los hombros desnudos de la joven —Les deseo lo mejor —dijo, su voz era dulce pero cargada de un deseo reprimido, sus ojos se detuvieron en los labios de Yareni, recordando su sabor. En un impulso, añadió: —¿Por qué no se vienen a vivir con nosotras? Haremos espacio. —La oferta, aunque aparentemente inocente, estaba teñida de una esperanza desesperada de mantener a Diego cerca, de seguir sintiendo su verga dentro de ella, y tal vez, de volver a probar a Yareni.

Yareni negó con la cabeza, su expresión era firme. —No, Elizabeth. No soportaría compartir a mi esposo con Atziry —respondió, su voz era suave pero decidida, ajena al hecho de que también estaba arrancando a Diego de los brazos de Elizabeth. —Nos mudaremos a Monterrey. Mi papá nos dará una casa como regalo de bodas. —Sus palabras cayeron como un golpe, y Atziry, con los ojos llenos de lágrimas, se levantó de un salto. —¡No te lo lleves, Yareni! —suplicó, su voz se quebraba —. No me importa compartirlo, te lo juro. —Pero Yareni, con una mirada que mezclaba compasión y resolución, se mantuvo firme. —No quiero eso, Atziry. Lo quiero solo para mí —dijo, sin saber que sus palabras también cortaban el hilo que unía a Elizabeth con Diego.

Atziry, con el rostro empapado en lágrimas, corrió a su habitación, el eco de sus sollozos resonaba en el pasillo. Su cuerpo, aún cálido por los recuerdos de Diego penetrándola, temblaba de frustración, su vagina palpitaba con un deseo que ahora parecía inalcanzable. Elizabeth, quedándose sola con Diego y Yareni, fingió fortaleza, pero sus celos ardían como brasas. Su mente evocaba las noches en que Diego la había embestido, su semen llenándola, y las veces que se había masturbado viendo a su hija montarlo.

Sabía que sus vidas cambiarían, que el departamento, impregnado del aroma de sus encuentros prohibidos, perdería el fuego que los había consumido. Mientras Diego tomaba la mano de Yareni, su verga se marcaba bajo los jeans, Elizabeth sintió un nudo en la garganta, su tanga se empapaba por un deseo que no podía expresar. La partida de Diego a Monterrey con Yareni marcaba el fin de una era.

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ElPecado
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Soy ElPecado, tejedor de deseos en palabras. Mis relatos eróticos encienden pasiones ocultas, explorando la sensualidad y el taboo con un toque melancólico. Cada frase es un susurro candente que despierta la piel y el alma, siempre en el filo del placer prohibido.

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