Conejita Traviesa – Capitulo 1: Revelación de Sexo
Conocí a Vanessa a través de Facebook, un lugar donde las conexiones inesperadas pueden encender chispas imposibles de ignorar. Yo tenía 29 años, lleno de curiosidad y energía, cuando su perfil apareció en una sugerencia de amigos. Ella, una mujer de 38 años, cabello oscuro y piel blanca, con un cuerpo que parecía esculpido con cuidado: curvas perfectas, cintura definida y una presencia que desprendía confianza. Su sonrisa en las fotos era un imán, y sin pensarlo mucho, le envié un mensaje. No esperaba que respondiera, pero lo hizo.
Al principio, todo era ligero, casi inocente. Hablábamos de música, de películas, de pequeños detalles de la vida. Pero había algo en sus palabras, en la manera en que dejaba caer un “tú eres diferente” o un “me haces sonreír como nadie”, que hacía que mi pulso se acelerara.
—Eres un encanto, ¿sabes? —me escribió una noche, con un emoji de guiño que parecía prometer más de lo que decía.
—¿Yo? Solo soy un chico que no puede dejar de leer tus mensajes —respondí, probando las aguas.
—Oh, pequeño, si sigues así, vas a meterte en problemas conmigo —replicó, y juro que podía imaginarla mordiéndose el labio al escribirlo.
Pronto, nuestras charlas se volvieron más frecuentes, más íntimas. Los mensajes subían de tono, como si estuviéramos bailando en el borde de algo prohibido. Una noche, me propuso una videollamada. Acepté sin dudar, aunque mi corazón latía como tambor. Cuando su rostro apareció en la pantalla, su cabello caía en ondas suaves sobre sus hombros, y sus ojos verdes brillaban con una chispa traviesa.
—¿Qué tal me veo? —preguntó, inclinándose hacia la cámara, dejando que el escote de su blusa revelara un poco más de lo necesario.
—Demasiado bien para mi salud mental —respondí, con una sonrisa nerviosa.
Ella rio, un sonido cálido que me envolvió. Luego, con un movimiento lento, casi teatral, se quitó la blusa, dejando a la vista un sostén negro de encaje que apenas contenía su figura. Mi respiración se entrecortó.
—¿Te gusta lo que ves? —susurró, su voz baja, cargada de intención.
—Vanessa, estás jugando sucio —dije, intentando mantener la compostura, aunque mi cuerpo ya estaba reaccionando.
—¿Sucio? Esto no es nada, pequeño. Solo estoy empezando —respondió, y se acercó más a la cámara, dejando que la luz resaltara cada curva de su piel.
Las videollamadas se convirtieron en nuestro ritual. A veces, ella dejaba caer el sostén, dejando que la cámara capturara solo lo suficiente para volverme loco, sus pezones eran de un color rosa exquisito. Cada encuentro virtual era un juego de seducción, un preludio de algo que ambos sabíamos que queríamos, pero que aún no habíamos cruzado.
El 16 de noviembre de 2019 marcó un antes y un después. Mi mejor amigo y su esposa organizaban una fiesta de revelación de sexo para su bebé, y yo, con una mezcla de audacia y deseo, invité a Vanessa. No estaba seguro de si aceptaría, pero cuando dijo que sí, supe que esa noche sería inolvidable.
Llegó a la fiesta con un vestido negro entallado que parecía diseñado para provocar. El tejido se adhería a su cuerpo como una segunda piel, resaltando su culo firme y redondeado, sus senos grandes y perfectamente formados, y esa cintura que invitaba a perderse en ella. Sus piernas, blancas y torneadas, brillaban bajo las luces del lugar, y cada paso suyo era una declaración de poder. Mis amigos no podían quitarle los ojos de encima, y yo, con una mezcla de orgullo y deseo, me sentía el hombre más afortunado de la sala.
—Estás causando un alboroto, ¿lo sabes? —le susurré al oído mientras la guiaba hacia la pista de baile.
Ella giró la cabeza, su cabello rozó mi mejilla, y me miró con esos ojos que prometían problemas.
—¿Celoso? —respondió, con una sonrisa pícara—. Porque si lo estás, puedo hacer que todos se mueran de envidia.
Antes de que pudiera responder, la música cambió a un ritmo lento y sensual. Vanessa se pegó a mí, su cuerpo se moldeaba al mío como si hubiéramos ensayado cada movimiento. Sus caderas se mecían contra las mías, su pecho rozaba mi torso, sus manos se deslizaban por mi espalda con una lentitud que me hacía contener el aliento. Cada roce era deliberado, un desafío silencioso que me hacía arder.
—Estás muy callado —dijo, con voz baja, casi un ronroneo, mientras sus labios rozaban el lóbulo de mi oreja—. ¿Es que no te gusta bailar conmigo?
—Vanessa, si sigues así, no sé si podré controlarme —respondí, mi mano apretó suavemente su cintura y parte de su nalga izquierda, sintiendo la curva perfecta de su cuerpo bajo mis dedos.
Ella soltó una risa suave, vibrante, y se giró, presionando su espalda contra mi pecho, dejando que su cuerpo se deslizara contra el mío al ritmo de la música. El vestido apenas contenía sus formas, y cada movimiento suyo era una invitación a imaginar lo que vendría después.
—¿Controlarte? —susurró, girando la cabeza para mirarme por encima del hombro—. No quiero que lo hagas.
La fiesta seguía a nuestro alrededor, pero para mí, solo existía ella. Sus movimientos, su calor, la forma en que me miraba como si supiera exactamente lo que estaba provocando. Cuando la canción terminó, me tomó de la mano y me llevó a un rincón más oscuro del lugar, lejos de las miradas curiosas.
—¿Sabes cuánto me estás volviendo loca? —dijo, apoyándose contra la pared, su pecho subiendo y bajando con cada respiración.
—Tú eres la que me está matando —respondí, acercándome hasta que nuestros rostros estaban a centímetros—. Ese vestido, tu forma de moverte… Vanessa, eres puro fuego.
Ella sonrió, esa sonrisa que me había atrapado desde el primer día, y deslizó una mano por mi pecho.
—Entonces, ¿qué vas a hacer al respecto? —preguntó, su voz cargada de desafío.
No respondí con palabras. Me incliné y la besé, un beso que llevaba semanas de mensajes, videollamadas y deseo acumulado. Sus labios eran suaves, cálidos, y respondieron con una intensidad que me hizo olvidar dónde estábamos. Sus manos se enredaron en mi cabello, y por un momento, el mundo se redujo a ese rincón, a su cuerpo contra el mío, a la promesa de lo que vendría después.
Cuando la fiesta terminó, el bullicio se desvaneció, y los invitados se fueron dispersando. Vanessa, sin embargo, no tenía prisa por irse. Me miró con esos ojos que parecían saber exactamente lo que quería, y me tomó de la mano.
—Vamos a un lugar más tranquilo —susurró, su voz cargada de promesas.
La llevé a la estética de mi tío, un espacio que conocía bien, donde sabía que tendríamos privacidad. Nos acomodamos en un sillón de cuero en una esquina apartada, la luz tenue creando un ambiente íntimo. Vanessa no perdió tiempo: se acercó, subió a mi regazo, sus piernas a cada lado de las mías, y me besó con una pasión que hizo que el aire se volviera denso.
—Te deseé toda la noche —dijo entre besos, sus manos recorrieron mi pecho, desabotonando lentamente mi camisa.
—Eres un sueño, Vanessa —respondí, mi voz ronca, mientras mis manos exploraban la suavidad de su espalda.
Los besos se volvieron más profundos, más urgentes, pero yo quería más. Mis manos encontraron el borde de su vestido negro y lo levanté con cuidado, revelando la curva perfecta de sus nalgas, blancas y redondeadas, divididas por una tanga rosa que apenas cubría su piel. Las apreté con firmeza, sintiendo su suavidad bajo mis dedos, y ella dejó escapar un gemido suave que me encendió aún más.
No dijo nada, solo se movió, ajustándose sobre mí, dejando que su cuerpo se frotara contra el mío. A través de la barrera de nuestra ropa, sentí el calor de su vagina rozando mi erección, un movimiento lento y deliberado que me hizo jadear. Sus gemidos eran exquisitos, un sonido que vibraba en mi pecho mientras colocaba mis manos en sus senos. Deslicé el vestido hacia abajo, liberando sus pechos, y mi lengua trazó círculos alrededor de sus pezones rosados, que se endurecieron bajo mi toque. Los besé, los lamí, los estrujé con una mezcla de reverencia y deseo, mientras ella arqueaba la espalda, entregándose al placer.
—Sigue… no pares —susurró, su voz era entrecortada, sus caderas se movían con más intensidad.
No podía parar, no quería. Sus movimientos se volvieron más rápidos, más desesperados, y el roce entre nosotros era una tortura deliciosa. Sus gemidos se intensificaron, cada uno más profundo, más crudo, hasta que su cuerpo tembló sobre el mío. Con un grito ahogado, Vanessa alcanzó un orgasmo explosivo, su cuerpo convulsionó mientras se aferraba a mí, su respiración se sentía agitada contra mi cuello. Sentí la humedad a través de la ropa, y su calor me envolvió como una corriente.
Exhaustos, nos quedamos allí, ella aún en mi regazo, nuestros cuerpos entrelazados. Sus labios encontraron los míos en un beso lento, casi tierno, y poco a poco, el cansancio nos venció. Nos quedamos dormidos en el sillón, envueltos en el calor del otro, con el eco de esa noche resonando en cada rincón de mi alma.
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