La visita inoportuna de mi tía
La historia que voy a relatar es verídica, o a menos de ese modo la concibo. Lo ocurrido y lo recordado, lo fantaseado incluso, no se distingue ya en mi memoria. Porque, además, ocurrió hace ya muchos años y jamás se la he contado a nadie, fermentando sólo en mi cabeza. Una reciente visita al terapeuta me ha convencido de que, para mi mejor acomodo con la vida, quizá fuera conveniente relatarle a alguien lo sucedido.
Fui un estudiante universitario, años ha, que provenía de una pequeña localidad castellana, muy apegada al mundo rural y a sus costumbres. De hecho, mi vida sexual fue vigilada, nula, y apenas llegó a unos escuetos achuchones sin provecho. Así que, como cualquiera comprenderá, la posibilidad de trasladarme a la capital y vivir libremente, junto con otros jóvenes de mi edad, me pareció la salvación. Mi mente imaginaba todo tipo de experiencias, aunque esa totalidad quedaba circunscrita a lo visto en las películas, a lo leído en pocos libros y a lo escuchado de los mayores.
Era a principios de los setenta y la cosa funcionó el primer año universitario de una manera un tanto irregular. Mis padres me reclamaban continuamente para las faenas agrícolas y no conseguía tener un fin de semana libre y solo en la capital. Los pocos en que conseguía quedarme, los estudios me lo ocupaban casi por completo, y así no conseguía tener un círculo de amigos que me permitiera salir y disfrutar. Aunque salía de vez en cuando, no era lo que había imaginado. El resultado no fue bueno y mis notas tampoco brillaron. Pero esa fue mi salvación.
Durante ese primer verano, mis padres me recriminaban constantemente mi poco provecho y su esfuerzo. Mi respuesta estaba preparada: necesitaba quedarme muchos más fines de semana y no perder el tiempo de estudio yendo y viniendo. Y así lo acordamos para el curso siguiente. Ahora sí, ahora por fin pude divertirme. Pero en ese segundo año se presentó un problema a los pocos meses. El piso alquilado fue adquirido por los padres de mi compañero, un primo lejano, y aquello devino un continuo trasiego. Familiares y vecinos se presentaban una y otra vez para vernos y reponer fuerzas cuando iban a la capital, cosa que ocurría invariablemente los sábados. Lo peor era mi retahíla de tías, que pasaban revista a mi cuarto e incluso me traían comida y encargos.
En cierta ocasión, un día de primavera, había planificado al milímetro todo el fin de semana. Había quedado con unos amigos para ir al cine a primera hora de la tarde, un paseo posterior con cena y fiesta en mi casa. La chica con la que quería enrollarme iba a venir y parecía dispuesta a que, al menos, conectáramos. De hecho, se había ofrecido a que el sábado por la mañana fuéramos juntos a comprar lo necesario para la noche. Así que me había duchado y perfumado y la esperaba, a eso de las doce. Cuál no sería mi sorpresa cuando al oír el interfono, descubro que no era ella sino una de mis famosas tías.
Esta inoportuna tía se llama Elisa y me comunicó tras el saludo de rigor que tenía hora para una revisión ginecológica mediada la tarde y que había preferido llegar antes, hacer unas compras y descansar en mi casa hasta la hora de la cita. Peor imposible. Le di una excusa, bajé a la calle y esperé a mi amiga hasta que apareció para decirle que los planes habían cambiado, de modo que no podría ir al cine y les esperaba a todos a última hora, para la cena y demás. No pareció gustarle, pero no había otro remedio.
Al subir, mi tía estaba en la cocina trajinando y preparando algo para comer, con las consabidas críticas de lo poco que tenéis en la nevera, lo mal que coméis, lo sucio que está todo, etcétera. Así pasamos el rato, con mi mal humor y su mirada inquisitiva. Y así comimos, viendo la televisión para evitar frases impertinentes. Tras el almuerzo, ella me pidió si podía descansar un rato y yo le cedí mi dormitorio, señalándome que la despertara antes de una hora, porque quería despejarse y arreglarse para la cita de las 18,30.
Serían sobre las tres y yo me puse a ver la tele y a hojear el periódico, sin perder de vista el reloj. Mi intención era despertarla pronto por si acaso, por si se iba antes de lo previsto y podía ir a comprar la bebida y las viandas con mayor tranquilidad. Así que veinte minutos antes de las cuatro fui directamente a la habitación. Estaba dormida y se había cambiado para no arrugarse la ropa. Hacía calor, calor primaveral, pero se había puesto mi albornoz y echado la sábana por encina. La verdad es que así, dormida y respirando profundamente, empezó a despertarme algo el instinto. Pero no, aún me dominaba el enfado. Así que la zarandeé ligeramente para despertarla, sin resultado. Me senté un momento para contemplarla mejor y pensé que podía burlarme, insultarla, y que no se daría cuanta. Pero lo que hice, y no se por qué, quizá para mostrar mi dominio, mi irritación, fue retirar la sábana.
Quitar la sábana no cambió las cosas, porque el albornoz la cubría casi por completo, así que desanudé el cinturón suavemente y empecé a retirar la parte que cubría uno de sus muslos. Pero los tenía muy juntos, así que sólo podía ver la parte superior de sus bragas. El impulso me dominó. Sin pensarlo, decidí acariciar sus piernas y muslos ligeramente por donde pudiera hasta que, al poco, ella empezó a moverse y con el movimiento a abrir las piernas. Aquello era otra cosa. Ahora podía contemplar su cuerpo y era magnífico. Decidí, pues, masajearlo con mi mano por el interior de los muslos y jugar un poco con ese monte de venus que intuía. El pequeño promontorio era evidente y yo lo acariciaba con suavidad. Primero jugaba con sus pelos, los que asomaban junto al elástico de las bragas. Y luego, con el dedo, repasaba con delicadeza su rajita y lo que decían que era el clítoris. Al poco, Elisa estaba literalmente desparramaba, con las piernas muy abiertas y una excitación muy evidente. Lo que siguió fue mucho más de lo imaginado.
Con tanto masaje y caricia, ella empezó a manifestar cierta agitación, moviendo la boca y la lengua como si se relamiera y tocándose de vez en cuando los pechos con las manos. Aunque llevaba el sujetador, podía observar que sus pezones asomaban cada vez más porque el tejido era fino. Yo continué, ahora incluso con mis labios y lengua, besando aquí y allá, con cierto esmero y cuidado, pero con alguna osadía, llegando a dar pequeños mordiscos y chupetones. Y claro, ocurrió lo inevitable. Me pasé de la raya y ella acabó despertándose, totalmente azorada y un tanto desorientada. Lo que hizo fue soltar unas frases inconexas y cubrirse. Yo, por mi parte, repuse que era la hora y salí. Era evidente que ambos estábamos tan avergonzados como excitados. Mi miembro estaba duro como la piedra y a punto de reventar. Y ella, lo había visto y notado, tenía las bragas completamente mojadas. Pero uno no se acuesta con su tía o con su sobrino, al menos en mi familia de entonces.
Al cabo de unos minutos ella salió también, más sonriente y simpática, con una bata de andar por casa que se había traído y me dijo que iba a fregar la comida y a prepararme algo para la cena. Estábamos en la cocina, ella en el fregadero y yo detrás, apoyado en la mesa y muy excitado. Manteníamos una conversación, pero era evidente que no tenía sentido. Así que, con algunas dudas, le dije que iba a ayudarla y Elisa aceptó. Pero no era limpiar lo que yo deseaba: así que me puse detrás, diciéndole que no aclaraba bien los platos y que iba a enseñarle a hacerlo correctamente. Ella se rió, pero no objetó nada. Quedé apretado a ella con mis brazos sobre los suyos, como dirigiendo sus movimientos, con mi miembro sobresaliente pegado a sus nalgas, para que notara la hinchazón. Ella no me rechazó, sino todo lo contrario, y empezó a mover suavemente su culo echándose hacia atrás, para asentir, para solazarse también. Sin embargo, continuó fregando los cacharros y sin decir nada, así que liberé mis manos mojadas y empecé a desabrochar botones hasta poder subirle la bata. Su culo estaba ahora libre de ropa y de inmediato me abrí la bragueta para que notara también mi carne. Mi pene sobre sus nalgas y mis manos dentro de la bata, acariciando sus pechos.
Era un juego: yo continúo fregando y a ver qué haces. Eso debió pensar, pues así estuvimos unos minutos, con leves jadeos y pequeños suspiros incluidos. Hasta que ella puso primero una mano en mi culo para apretarlo y después se dio la vuelta y empezó a besarme como una posesa, mientras con su mano cogía mi miembro y lo acariciaba. La aparté un poco para verla mejor. A pesar de la ropa interior, que no la mejoraba, tenía un cuerpo espléndido. Unos pechos carnosos y redondos, un culo majestuoso y unas piernas bien contorneadas. De todos modos, no tuve tiempo para mucho más, pues ella estaba más caliente de lo que imaginaba. Con la bata a medio abrir, se retiró parte de las bragas, sin quitárselas, y se introdujo mi miembro mientras exclamaba de gusto. Estábamos recostados en el fregadero y acabamos en el sofá, yo debajo y ella subida, arañándome con las uñas e insultándome: eres un hijo puta, me has puesto calentorra, cabrón, fóllame toda.
Cosas así no las había oído nunca, pero no me arredré e hice lo mismo. Hice que se levantara y la llevé a la habitación. Ella delante, yo pegado a su trasero, como antes, apretando su culo con mi pene y estrujando sus tetas con mis manos. En cuanto entramos le arranqué todo, las bragas, el sujetador y la bata e hice que se arrodillase. La cogí por el pelo y le dije: mámamela, chupa, putón. Me sorprendí a mi mismo, pero dio efecto. Lo hizo con deleite hasta que me corrí y se tragó todo mi semen. Después me indicó que hiciera lo propio y me dijo cómo: Ahora te toca a ti. Voy a abrirme de piernas y vas a usar tu lengua como yo te diga. Y lo hizo, y tuvo un orgasmo y se puso a cuatro patas y la monté por detrás y nos duchamos y la cogió se la metió dentro otra vez y, vestida para irse, le volví a meter mano y... Elisa llegó tarde. Yo tuve que anular la cena y la fiesta posterior.
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