La Bella y La Bestia de Humberto
Humberto era un hombre feo, muy feo, sus manos rudas y fuertes, su rostro carcomido por un acné mal cuidado y un bigote negro y tupido. Tenía 35 años, y yo 18. Cada vez que lo veía lo sabía feo, horrible, pero a mí me encantaba. Me había descubierto teniendo pensamientos lascivos sobre él. Me imaginaba su bigote tieso, rasposo correrme por la entrepierna. Por supuesto que no le prestaba ninguna atención porque, en aquellos entonces, tenía arraigado el mal de la adolescencia, me ceñía a los prejuicios de amigos y amigas. En el trabajo siempre estábamos riéndonos y cotilleando sobre Humberto. Me pregunto si inconscientemente no se les antojaba también.
En fin, que una tarde, organizamos una fiesta en grupo, saliendo del trabajo. Habíamos decidido ir a casa de María Amparo y sólo contábamos con un auto para todo el equipo. Nos metimos todos dentro del auto; y a mí me toco, por mala suerte, o por fortuna, irme sentada en las piernas de Humberto. Intente parecer lo más neutra posible. Borrar a Humberto del espacio, y hacer como si me hubiera tocado sentarme en el aire. Lo que sucedió no me lo esperaba.
Esa tarde me había puesto un vestido blanco, corto, holgado, apenas me llegaba a la mitad del muslo, lo adornaba un hermoso escote a la espalda que la dejaba casi al descubierto. Me di cuenta que Humberto se movía nervioso, no hallaba donde poner su mano. Lo voltee a ver con una mirada fulminante y detuvo su mano colocándola finalmente en mi espalda. No quise decir nada por miedo a las burlas y chistes que seguramente vendrían por parte de mis compañeros si decía algo.
Su mano no estaba tan mal, era tibia, fuerte, apaciguadora. Comenzó a moverla, lenta y suave, acariciando mi columna. De arriba abajo y de derecha a izquierda. Me hice un poco hacia adelante para que pudiera moverse con mayor libertad. Entró debajo de la ropa, hurgado cada vez con mayor atrevimiento. Yo hacía como que no pasaba nada, pero él se daba cuenta de mis temblores y respingos. Su otra mano se posó con menos miedo en mi rodilla, acariciando la curvatura y después deslizándose dentro del vestido acariciaba el vellón de mi sexo. Su dedo se divertía sacando fluidos que se iban regando por mi pierna.
Cuando llegamos a nuestro destino yo estaba totalmente empapada y excitada. Buscaba cada momento para rozarme con Humberto, para dejar que me tocara sin que nadie se diera cuenta. Cómo si a él también le gustará jugar a eso. Metía mano por debajo de mi falda, acariciaba mis nalgas justo en el momento que nadie lo veía, así nos pasamos parte de la noche. Yo muriéndome de ganas y él haciéndolas crecer.
Las bebidas estaban en la cocina y uno tenía que entrar y salir de ella para servirse, la noche iba avanzando y las ganas también. Y cuando el hambre y las ganas de comer se juntan pues:
Humberto y yo nos encontramos en la cocina. Él se servía una cuba y yo entraba por otra. Sin querer lo empuje con la puerta. Disculpa, le dije. No hay problema, contesto. ¿Quieres que te sirva algo?, me preguntó. Y no sé si fue un lapsus, mis ganas que se desbordaban, la borrachera incipiente o que carajos, el caso es que de mi boca salió una contestación que no esperaba pero que mucho me urgía: ¡Tu verga! Le conteste. Me quedé sorprendida lo mismo que él, salvo que Humberto supo reaccionar más rápido que yo.
Se me acercó avivadamente y sacando su pene al aire me dijo: Pues tómala, y me soltó un beso que me pareció eterno. Sostuve su pene con mi mano, era grande y grueso, carnoso y vibrante. Estaba ya dispuesto, erguido y caliente. Comencé a masturbarlo con energía, sintiendo como no me cabía en la mano e imaginando lo que estaba a punto de pasarme. Lo bese, bese esa cara fea con esos labios jugosos, con ese bigote rasposo y travieso, bese la cara llena de cicatrices, y bese su cuello, lo mordí y chupe. Le desabotone la camisa y deje al descubierto su pecho, ancho, velludo, con unos músculos firmes pero no muy trabajados. Bese su pancita, su ombligo, mientras le quitaba el cinturón y bajaba su pantalón para tener mayor posibilidad de maniobra. Y entonces se la mame.
Le mame la verga como me imaginaba que solamente yo sabía hacerlo. Regodeándome en cada momento, sintiendo cada chupada, cada entrada de su verga en mi boca, sintiendo toda la carne en mis labios, esos labios grandes y gruesos que la vida me había dado para ser una gran mamadora. Lengüetee y chupe con voracidad y ferocidad aquel pedazo de carne ardiente. Paladeando su sabor su textura, relamiéndome la lengua con cada envestida. Subí para recibir nuevamente la caricia de sus bigotes. Le dí la espalda y me doble para sostenerme contra la pared e invitarlo a que diera su envestida.
Sentí como me acariciaba las piernas que se me doblaban en cada espasmo de creciente lujuria, me quitó la tanga y metió sus bigotes entre mis piernas, mojando con su lengua lo que ya estaba mojado, degustando del sabor que emanaba de mi vagina, empapando su cara con mis fluidos. Y llenándose de mí.
Se puso de pie y me tomo por la cadera, dejo entrar su verga sin mayor problema, golpeando mis nalgas con sus caderas y fregando mi sexo con el suyo. Era violento y cariñoso, amable y procaz, activo y pasivo, pretencioso y humilde, aquel hombre feo pero de lujuria hermosa hacía que todo lo que me gustaba de un hombre no importara. En ese momento decidí que iba a adoptar a Humberto por novio y amante durante un buen rato. Fue por eso que cuando salimos de la cocina y las quejas de: No podíamos entrar, gracias por desocupar la cocina, etc. Y las bromas que se vinieron me importaron muy poco.
Humberto se sentó y yo sobre sus piernas. Nos llamaron entonces la Bella y la Bestia y yo tuve el tino de besar a Humberto en la boca y decir a viva voz: Sí su verga es la bella y mi vagina la bestia.
Que tengan dulces y lúbricos pensamientos.
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