Nuestros amigos y nosotros

Autor: Anónimo | 11-Oct

Intercambios
Hace ya bastante tiempo, entablamos relación con un matrimonio, dos chicos estupendos con los que compartíamos algunas salidas: ir al cine, tomar unas copas. El, Jaime, era un chico alto, sanote, algo más joven que yo, muy atractivo físicamente y con un comportamiento noble, leal y sin dobleces ni envidias. Ella, Sylvia, tenía las mismas cualidades morales y de comportamiento pero, en el físico, contrastaba notablemente. Era rubia, no muy alta, menuda, pero redondita, con dos pechitos que eran poco más que dos limones y un culito pequeño, redondo y respingón. Era como una muñeca, pero también muy atractiva y que inspiraba un sentimiento muy particular de querer acariciarla, mitad por ternura y mitad por deseo. Se querían con locura. Se llevaban estupendamente bien y no había entre ellos ninguna incomprensión, salvo que, según me confesó Jaime un día, había una pequeñita laguna: Por culpa de que el tenía un pene demasiado grande y ella una vagina pequeña, muchas veces, al intentar penetrarla, le causaba algo de dolor y acababan haciéndose, mutuamente, una paja. Además, me dije; la pasión fuerte me la provocan los pechos y caderas más grandes y rotundos que los de Sylvia. En una ocasión se le escapó decir: “Así como los que tiene tu mujer.

Aquel verano, un sábado noche, habíamos quedado en cenar juntos para celebrar que se habían comprado coche nuevo. Estaba yo, esperando que Mª Carmen terminara de arreglarse para salir, sentado en el salón de casa, tomando una cerveza y cuando ella apareció casi me atragante, al verla tan hermosa, bellísima, maquillada y vestida con un vestido negro, ceñido que, aunque ya se lo había puesto algunas veces, nunca le vi un escote tan espectacular que le hacían los dos pequeños tirantes y aquel sujetador que le recogían las tetas, dejando ver la parte superior y el canalillo que sugerían multitud de pensamientos eróticos. En aquel momento cruzó por mi mente el recuerdo de Jaime y lo que, en aquella ocasión, me había confesado sobre su predilección sobre los pechos y caderas rotundos y le dije:

- “Con ese escote vas a causar estragos”.
- “Me he puesto este vestido, porque Sylvia me ha dicho que ella iba a ir de blanco y, si yo me ponía este negro, haríamos un bello contraste. Además no creo que vaya exageradamente provocativa pero, si dices eso, me echo un echarpe por los hombros”.
- “No seas tonta - le respondí - Te lo he dicho adrede. Vas muy bien y, además, hace calor. Vámonos.

Fuimos a reunirnos con ellos. Al saludarnos, cuando Jaime besó a Mª Carmen, notamos los tres el gran impacto que le causó aquel escote y aquellas tetas espléndidas y exclamó:

- “Me deja impresionado lo guapísima que estás o, con permiso de estos dos te diría que estas “buenísima”.

Reímos todos y yo también requebré a Sylvia diciéndole que estaba preciosa con aquel vestido. Era verdad; era muy liviano, casi transparente y, como al tener el pecho pequeño, no llevaba sujetador, se le notaban las tetitas y los pezones. Parecía una muñeca. Nos llevaron al restaurante en el que habían reservado mesa. Cenamos muy bien, con excelentes vinos y champán en el postre. En amigable camaradería, charlamos, reímos e hicimos todo tipo de comentarios que, conforme aquellos vinos surtían efecto, eran cada vez un poco mas subidos de tono. Al terminar la cena, para corresponderles, les invitamos nosotros a una Sala de Fiestas que estaba junto al restaurante y en la que hacían un espectáculo erótico. Nos sentamos en el diván de una mesa bien situada, pedimos unos cubatas y contemplamos el pase de las atracciones. Entre el vino, el champán, y los cuba libres, lo que ocurría en la pista nos sugería comentarios cada vez más procaces y de más alto contenido erótico. Yo ya había observado en el restaurante que la mirada de Jaime se posaba, de vez en cuando, en el escote de Mª Carmen, pero, ahora lo hacía más a menudo y con más insistencia y mirada verdaderamente ávida. El ambiente se iba caldeando más y más y, a lo que hablábamos, se unía que las manos, sobre todo las de Jaime, cuando se posaban en el brazo o en la mano, ya no se retiraban tan rápido como antes; se dejaban más tiempo, como no queriendo dejar el contacto.

Acabó el espectáculo; atenuaron las luces y sonó la música de baile. Sylvia y Jaime se levantaron y se perdieron, enlazados, en la pista. Nos quedamos solos Mª Carmen y yo. Le pasé el brazo sobre los hombros; se recostó sobre el y le pregunté;

- “¿Qué tal estás?. Te noto algo rara”.
- “Sí - me respondió - Entre las conversaciones que estamos teniendo y que Jaime está mirándome el pecho continuamente, la verdad es que cada vez estoy más nerviosa y excitada y no sé en que puede acabar todo esto”.
-“ Ya te dije - le contesté - que ese escote iba a hacer estragos, porque sabía que a Jaime le atraen los pechos y caderas como las tuyas y debe estar poniéndose cachondo perdido. Tu no te preocupes, déjate llevar y vive el momento”.

La besé en la mejilla; le acaricié en los brazos desnudos y callados estuvimos hasta que regresaron nuestros amigos. -“¿No bailáis?”. Preguntó Jaime. Mª Carmen contestó: “A éste (por mí) no le apetece y como además mucho no le gusta… Entonces le habló Sylvia: Yo también estoy cansada. Baila con Jaime que yo me quedo aquí sentada.” Jaime le tendió la mano. Mª Carmen se levantó y enlazados se fueron a bailar. Sylvia se sentó a mi lado. Estaba sofocada; se lo dije, achacándolo al calor y ella me respondió: -“No es solo el calor. Es que no sé lo que le pasa a Jaime que está supercachondo y la verdad es que, por bailar conmigo, nunca se había puesto en ese estado. Fíjate, tal como están bailando de apretados, tiene que notarle Mª Carmen el pene ya que lo tiene completamente en erección y duro como una piedra. Miré y, efectivamente, no solo bailaban completamente pegados, uno junto al otro, sino que las manos de él iban acariciándole y, sobre todo, aquellas caderas que debían estar volviendole loco. Le dije: “Mira Sylvia. Yo creo que se ido poniendo así de cachondo por culpa de lo que hemos bebido y de los pechos y caderas de Mª Carmen. Continuamente los está mirando cada vez con más pasión. -“Sí - me contestó - ya me he dado cuenta y seguro de que tienes razón y será eso, porque sé que le atraen mucho ese tipo de pechos y caderas como los que tiene tu mujer. Una vez me insinuó que podía operarme del pecho para tener alguna talla más, pero a mí me da miedo. -“No digas tonterías - continué yo -. Esos pechitos que tienes, tan duritos y con esos pezones que se notan a través del vestido, son una verdadera tentación para cualquier hombre. Yo mismo estoy pensando toda la noche en lo delicioso que sería acariciártelos y besarte en los pezones. -“Calla, por favor. Como sigas diciéndome cosas así me vas a poner fuera de mi y completamente excitada”.

Callamos. Le rodeé los hombros con mi brazo, la atraje hacia mí y, muy suavemente, le acaricié la cintura que, con aquel vestido tan sutil, parecía que le tocaba la misma piel. Subí la mano hasta sus pechos y al rozar sus pezones noté que se encrespaban y que su cuerpo se estremecía todo. Seguí rozando su vestido hasta que mi mano se posó sobre su muslo y subiendo hasta su entrepierna note su vello púbico a través del vestido y de sus braguitas. A la vez que acariciaba aquel cuerpo tembloroso, con los ojos entornados miraba hacia la pista donde Mª Carmen y Jaime seguían abrazados, bamboleando sus cuerpos al compás de la lenta música, sin mover apenas los pies del suelo y las manos de él explorando los maravillosos rincones que tenía el cuerpo de mi mujer. Contemplando aquello, mi excitación subió bastante más.

Al fin volvieron a la mesa. Iban ardiendo; la mirada algo perdida y cierto nerviosismo al hablar. Además, él que, por cierto, al no llevar chaqueta, no podía disimular el gran bulto de su entrepierna, continuó llevando enlazada por la cintura y, sin soltarla, se sentaron. Yo tampoco separé mis manos de los hombros y de los muslos de Sylvia. Ya ninguno disimulábamos lo que cada uno sentía. Entonces Sylvia habló así: -“Se me ha ocurrido una idea, a ver que os parece. Tenemos en casa una botella de champán que llevamos mucho tiempo guardando para una ocasión especial y como no se nos va a presentar ninguna mejor que ésta, os propongo vayamos a casa, nos la bebemos y acabamos allí la velada. Incluso os podéis quedar a dormir. Nos pareció estupendo; nos levantamos y nos fuimos.

Al llegar, mientras ellas se acicalaban en los aseos, Jaime y yo nos instalamos en el salón y, después de sacar la botella de champán y las copas, nos sentamos en dos sofás colocados en ángulo. Abrió la botella, llenó las copas y esperamos. Cuando llegaron, sin saber el por qué y de una forma de lo más natural, Mª Carmen se sentó en el sofá de Jaime y Sylvia en el mío. Brindamos. Juntamos las copas, después las cuatro caras; nos besamos todos y bebimos.

Sacó Jaime una baraja y propuso un juego que consistía en hacer cuatro montones con las cartas y que cada uno de nosotros elegía uno y el que sacare la carta más alta le impondría al que sacase la más baja una penitencia, que podría consistir en quitarse alguna prenda o hacerle algo a algún otro. Como todos seguíamos muy calientes, aceptamos sin rechistar y con entusiasmo. Comenzó el juego. Conforme avanzaba los comentarios eran más procaces, el ambiente se iba caldeando, nos íbamos poniendo más y más cachondos y el sexo flotaba en toda la habitación. En una ocasión Jaime, que había ganado, le pidió a Mª Carmen, que había perdido, que tenía que dejarse que yo le quitase el sujetador. Lo hice y, al sentirse libres de aquella cárcel que los oprimía, sus pechos saltaron gozosos y se mostraron en toda se esplendidez. Miré a Jaime y pensé que iba a marearse. En justa venganza, cuando fui yo el que ganó le dije a Jaime que le quitase el sujetador a Sylvia (yo ya sabía que no llevaba, pues la había estado acariciando en la sala de fiestas). Al decirlo ella le exigí que se bajase los tirantes del vestido, dejando éste en la cintura y al aire aquellas tetitas que me produjeron un fuerte deseo de acariciar y de besar aquellas fresitas tiesas que parecían sus pezones.

Seguimos. Mª Carmen que, como los demás, estaba ya completamente sumergida en aquel ambiente de lujuria y de deseos contenidos, cuando le tocó su turno, me pidió que le quitase a Sylvia “la prenda más húmeda que lleve”. Al sacarle sus braguitas, blancas como su vestido, nos mostró su “rajita”, coronada por un pubis cubierto de un vello rubio. A continuación fui yo el que le dije a Mª Carmen que tenía que quitarle los pantalones a Jaime (no sabíamos que al llegar a casa e ir al baño, como estaba excitado y el boxer le molestaba, se lo había quitado y no llevaba nada debajo del pantalón). Desabrochó el botón, bajó la cremallera y, al tirar de la prenda hacia abajo, saltó, como un auténtico muelle, el pene, grande, grueso, tieso, erecto y duro como una roca. Mª Carmen, agarrando todavía el pantalón con manos temblorosas, miraba con ojos llenos de asombro, aquella espléndida “herramienta” que, aunque ya la había sentido pegada a su vientre, cuando bailaron, no imaginó que era de aquel tamaño y de aquella turgencia. Admirando aquello su vagina debió recibir una oleada de calores y fluidos vaginales, de tanto deseo como la debió de invadir. Eso es lo que yo pensé y también recordé el chochito de Sylvia y el por qué de sus problemas de penetración.

Al fin vino el clímax del juego cuando Sylvia, al ganar y perder Jaime tuvo la idea “diabólica” de pedirle, como prenda, que acariciase los pechos de Mª Carmen un tiempo mínimo de 25 segundos. Jaime, sin pantalón y con aquella inmensa verga apuntando hacia arriba, se giró, pasó sus manos por debajo de los brazos de ella, que le había dado la espalda, y empezó a sobar aquellas hermosas tetas que le tenían obsesionado. Sylvia y yo contamos los segundos, 1-2-3... No pudo aguantar los 25. Con los ojos cargados de deseo, siguió magreándole los pechos y empezó a besarle el cuello y las orejas. Le bajo la mano al pubis y, al empezar a acariciarlo, las piernas de ella iban abriéndose, poco a poco, ofreciendo aquel coño encendido de deseo a aquella mano que lo sobaba con fruición.

Mientras, en el otro sofá, mirando embobados el espectáculo que nos ofrecía la otra pareja, Sylvia y yo llegamos a unos altos índices de excitación. Se encontraba ella sentada, con las piernas encima del sofá, apoyada su espalda sobre mi pecho. Yo le sobaba sus tetitas que producían en mí un sentimiento muy particular; cogía sus pezones entre mis dedos, besaba su cuello y mi otra mano jugueteaba con el vello rubio y suave de su pubis. Cuando abrió sus piernas y bajé mi mano hasta su “rajita”, estaba toda tan empapada que se lo dije: “Tienes el chochito todo chorreando.” - Sí - me contestó - y eso que cuando hemos venido me he cambiado porque ya lo tenía completamente mojado. Es que estoy muy cachonda.

Mirando a la otra pareja vimos que estaban haciendo un auténtico 69. Ella estaba completamente tendida en el sofá, con el cuerpo ligeramente arqueado de cintura para abajo para que los labios y la lengua de Jaime pudieran penetrar y chupar mejor aquella “almeja” palpitante. Yo miraba embobado y, el contemplar aquello me produjo una extraña sensación. Pensaba en el placer que sentiría aquel coño, que yo había chupado tantas veces, con otra boca distinta y otra excitación diferente y mi cuerpo se estremecía de deseo y de placer. Ella, por su parte, con una mano le manoseaba los huevos; con la otra tenía agarrada la gran verga y bajándole el escroto, dejando al descubierto todo el “capullo” chupaba con los labios y con la lengua ya que no le cabía en la boca. Sylvia, que toda excitada también miraba la escena, me dijo: - “Fíjate en lo que le está haciendo Jaime a tu mujer. A mí nunca me ha hecho “eso” y jamás he sentido una lengua en mi “rajita”. Solo de pensarlo me corro”. Besándola, le pedí que se girase (para así poder yo seguir viendo el espectáculo del otro sofá) y colocándola boca abajo le acaricié su culito menudo y respingón y, cuando abrió las piernas le posé la punta de la lengua en el “agujerito”, respondiendo con un estremecimiento y un gritito de placer. Bajé la lengua a su chochito; se la pase varias veces por sus labios, antes de metérsela dentro, mientras mis labios succionaban su clítoris. Ella jadeaba, gritaba y se retorcía de gusto.

La otra pareja, a la que yo veía perfectamente, ya estaban follando salvajemente. La enorme polla de Jaime bombeaba, una y otra vez, entrando y saliendo completamente del coño de Mª Carmen, que ya se había adaptado completamente a aquel tamaño, mientras los cojones le golpeaban en el culo a cada embestida. Yo miraba, a la vez que seguía chupándole el chochito a Sylvia y escuchaba los gemidos y a veces de Mª Carmen cada vez que era penetrada. Aquellos sonidos me transmitían sus orgasmos y el grandísimo placer que debía estar sintiendo. Me parecía que yo mismo lo sentía y mi excitación subió de tal manera que no pude resistir más. Puse a Sylvia boca arriba, apoyó sus piernas en mis hombros y metí mi polla en aquel chochito que estaba cachondísimo; mis manos acariciaban sus tetitas, la follaba y se corría una y otra vez. Yo aguantaba, sintiendo el placer que me proporcionaba aquel coñito humedecido de tanta corrida y el ver y oír la felicidad de mi mujer con aquel “polvazo” que se estaba echando y que alguna vez debía de haber soñado. Aguanté hasta que un grito más fuerte me hizo comprender que, al sentir en el coño la leche caliente y los espasmos del pijo de Jaime que se corría, Mª Carmen sentía el orgasmo más fuerte, me dejé llevar y me corrí dentro de Sylvia con un intenso placer.

Estábamos ya los cuatro derrengados. Nos sentamos juntos, en el mismo sofá y, todavía con la respiración entrecortada, nos besamos y, recogiendo las ropas nos fuimos a nuestras habitaciones, desnudos, con mis brazos rodeando los hombros de Mª Carmen y el suyo en mi cintura. Ya en nuestro dormitorio la abracé, la besé en la boca y acariciando sus tetas (que habían sido, indirectamente, las causantes de todo lo ocurrido aquella noche), le besé los dos pezones con cariño y pasamos al baño. En la bañera dejamos que el agua corriera abundantemente sobre nuestros cuerpos, Me puse gel en las manos y empecé a aplicárselo por todo el cuerpo, sobándola a la vez muy suave y cariñosamente, sobre todo en aquel hermoso pecho (que había sido la tentación irresistible para Jaime), en su vientre, sus caderas, sus brazos, su culo, sus piernas y su coño, limpiando hasta la vagina que aún conservaba restos del semen que allí depositó la polla de Jaime. Sobando y sobando con aquella suavidad a la que ayudaba la espuma del gel, poco a poco, iba subiendo en los dos una excitación que nos hacía rozarnos uno contra el otro. Al secarla, con delicadeza, le pedí me explicase sus sensaciones de aquella noche y ella, algo tímida y vergonzosa, a pesar de que yo la animaba con mis caricias y mis palabras, fue detallándome las emociones que había ido sintiendo. La primera el sentirse deseada, de nuevo, con aquella vehemencia y notar que su cuerpo todavía despertaba pasiones y deseos tan fuertes. Las caricias de Jaime en sus brazos, su espalda y sus caderas, la había transportado a su juventud y sintió la misma turbación que la primera vez que unas manos de hombre hurgaron en su cuerpo, despertándola al sexo. Al sentir su pene, durísimo, contra su pubis, había vuelto a sentir, como entonces, que las piernas le fallaban, que estaba embriagada mucho mas que con el alcohol, y había tenido que agarrarse a él, todavía con mas fuerza. Luego, cuando ya en la casa, le hicimos que tirara de sus pantalones y apareció aquella polla como un tronco quedó completamente alelada y sin habla, al pensar lo que podría sentir al tener todo “aquello” dentro de ella.

Al irme contando sus vivencias de aquella noche, volvía a revivir todo lo que había sentido y, a mí al escucharla, me hacía partícipe de todas aquellas emociones y, en los dos, iba subiendo la excitación hasta unos niveles insoportables. Puse mi mano en su coño y, nuevamente estaba mojadísimo, chorreando de deseo de nuevos placeres que se habían despertado al contarme todo lo que le había ocurrido. A mí me ocurría lo mismo. Me arrodillé en la bañera; cogí su culo con mis manos, la besé en el pubis y ella, subiendo una pierna al borde de la bañera, me ofreció aquella “gruta del amor”, toda mojada y palpitante que pedía con ansia ser “comida”. Aplasté mi boca sobre su “raja, a la que la postura de pié hacía que se proyectase hacia fuera. Chupé su clítoris metiéndomelo todo en la boca; metí la lengua en la vagina y la punta alcanzó a lamer los rincones mas profundos a los que nunca había llegado mi lengua, facilitado por la postura y porque ella se abría todavía mas, al agacharse ligeramente y, cogiendo mi cabeza, con sus dos manos, la apretaba contra su chocho.

Al sentir mi lengua tan adentro y que no paraba de moverse, un temblor la recorrió toda, dio un grito y empezó a correrse, una y otra vez, mejor dicho, tuvo un orgasmo continuo que llenaba mi cara con los fluidos de sus corridas y que me transportaron a un estado de borrachera de amor, que me hacía chupar y chupar de aquel maravilloso tesoro que mi mujer tenía entre las piernas. No pude más. La lleve a la cama y la penetré con tanta ansia que me dio la impresión de que le metía también los cojones. Bombeé sobre su coño, con unas entradas y salidas tan deliciosas que me hacía gozar como nunca antes lo había hecho y, enseguida, noté el chorro de fuego de mi semen que me recorrió la polla y se depositó en el fondo de su coño. El orgasmo fue tan intenso que hizo que me quedase completamente sin fuerzas y extenuado, con la polla dentro, a la que sacudían unos espasmos de placer. Besando y acariciando aquel precioso cuerpo de mujer, tuve la sensación de haber conocido el Amor con mayúsculas. Así nos quedamos dormidos.

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