Culeo bajo el sol caribeño

Autor: Anónimo | 10-Mar

Heterosexuales
No era la primera vez que visitaba la isla. Anteriormente la compañía para la que trabajo me había enviado a ese país a prestar mis servicios de asesoría técnica administrativa en hoteles de centros turísticos. Siempre me ha gustado. Es un país de clima agradable, como en todas las islas del Caribe, los artículos son relativamente baratos, y puedo usar ropa ligera a mis anchas. El aire limpio y puro que se respira allá me hace olvidar mis problemas, y me recuerda cuan importante es gozar la vida.

Pero lo que más me ha agradado, por lo lascivo que soy, es la promiscuidad de sus mujeres. Allí es muy fácil llevar a una hembra a la cama. En los años que llevo viajando a esa isla, he comprobado que el calor tropical enciende en las mujeres las ganas de ser penetradas. Ese es uno de los encantos del trópico. Las mujeres de allá son tan bellas como las judías: blancas, de cabellos y ojos claros, y de gruesas carnes; también las hay morenas de grandes tetas, sedientas de sexo.

Al llegar al aeropuerto alquilé un auto bastante nuevo. Las chicas de allá se impresionan fácilmente con los autos, así que el costo del alquiler lo valía.

No llevaba mucho tiempo conduciendo por la desolada carretera principal rumbo a mi destino (un complejo turístico a 250km de la capital), cuando noté que una voluptuosa mujer en short y suéter de tiritas me hizo señas para que le diera el bote. Me detuve junto a la carretera, y por el retrovisor la vi corriendo hacia el auto. Abrió la puerta del pasajero, se inclinó un poco y me preguntó con su simpático acento del Caribe:

- ¿Pasa por Caldenosa?

- Bueno, yo voy a Vasallero, - respondí - pero si no me equivoco, paso por ahí…

- Sí, está en su camino…

- ¡Sube, entonces! - le dije, haciendo un ademán para que entrara al auto.

- ¡Gracias! - me replicó con una linda sonrisa.

Confieso que me sentía preocupado de que ella se percatara de la forma lasciva en la que la miré. Al inclinarse para pedirme el favor pude contemplar las enormes blancas tetas que se vislumbraban gracias a su escote. Cuando se subió al auto no pude evitar el babearme al ver sus piernas, blancas, gruesas y carnosas, como solían ser las de mi mujer, cuando ella era joven. Su lindo rostro de ángel me hipnotizaba, con esos ojos azules, y sus cabellos rubios enmarcando su tierna faz. El baño de sol que recibió esperando junto a la carretera por un aventón le sonrojó la piel de los brazos y las piernas.

Durante largo rato estuvimos en silencio. Nos faltaba mucho trecho por recorrer para llegar a Cardenosa, y ya caía la tarde. Yo no paraba de babearme cada momento que miraba sus tetas o sus piernas. Me era difícil conservar el auto en el carril de la carretera. Comencé a masturbarme con la mente. Me imaginé haciéndole el amor en todas las posiciones que conozco. Mi pene iniciaba la erección, cuando súbitamente ella rompió el silencio:

- Y, ¿Usted visita la isla por turismo?

- En verdad, la compañía para la que trabajo me ha enviado aquí, pero aprovecharé el tiempo para visitar sus hermosas playas. No es la primera vez que vengo; he venido otras veces y me han enviado a otros países - respondí, sin poder evitar contemplar sus hermosos ojos

- ¡No, caballero! ¡Se debe conocer mucho con un trabajo como el suyo! - replicó ella, con una bella sonrisa.

- No es necesario que me trates de usted - le hice notar - Vamos a viajar juntos por largo rato, y las formalidades nos quitarán comodidad - le dije, con la obvia y lasciva intención de ganarme algo de su confianza.

- ¡Eso es verdad! - me replicó con su acento caribeño, regalándome otra de sus tiernas sonrisas.

A partir de entonces conversamos cómodamente sobre nosotros. La verdad es que la gente de allá es tan amigable, que no me costó mucho entrar en confianza con ella. Supe entonces que tenía 18 años, y viajaba a su pueblo natal para visitar a sus abuelitos por parte de padre, entre otras cosas. Durante la amena conversación no paré de devorar con la mirada sus suculentas piernas y tetas. Pasadas un par de horas tuve ganas de orinar, por la prolongada erección que tanto me esforzaba por ocultar.

- Me voy a detener un momento - le avisé.

- Como no - dijo ella, como si entendiera la razón de la parada.

Detuve el vehículo a un lado de la solitaria carretera. Me bajé, y de espaldas al auto, comencé a orinar. Por el alivio de vaciar mi vejiga, cerré los ojos. Cuando terminé y abrí los ojos, Yusmarys (como es su nombre) se hallaba a un par de metros a mi derecha, mirando al horizonte. Me asusté, pues no me había percatado de que se había bajado del auto. Por supuesto, también me excitó el tener mi pene descubierto frente a ella.

- Es bello mi país, ¿verdad? - dijo sin dejar de mirar al horizonte.

Dirigió entonces su mirada hacia mí, y por unos instantes contempló mi pinga. Me regaló una sonrisa morbosa, contempló una vez más mi falo, y regresó al vehículo. De vuelta en el camino, esporádicamente teníamos conversaciones cortas, simulando que lo ocurrido no era nada; pero estaba más que claro lo que ambos teníamos en la mente: hacer el amor. Ya había anochecido, y me desesperaba la idea de perder la oportunidad de comerme semejante hembra. Sin poder contener las ganas, desvié el auto súbitamente por una carretera adjunta a la carretera principal y, después de avanzar unos metros, detuve el carro detrás de un robusto árbol que estaba junto a la carretera. Yusmarys protestó:

- ¡Qué te pasa, chico! ¿Qué es lo que quieres?

- ¡Tú sabes qué es lo que quiero, buenona!

- ¡No, chico! ¡No!

La abracé por la fuerza, a pesar de que la resistencia que puso fue ficticia: estoy seguro de que ella tenía tantas ganas como yo. Besé sus carnosos labios, la libido la tenía a cien. Pasé mis manos por sus tetas, por sus piernas, por su cálido rostro. Al rato, ella me correspondió acariciando mi espalda y mis brazos. Salí del auto y corrí al otro lado. Tomé su brazo y la metí en el asiento trasero. Le quité el short, y los pantis. Su vulva estaba completamente húmeda. Pude ver sus líquidos. Veloz como el rayo, me quieté la camisa, me bajé los pantalones cortos que tenía puesto, y me abalancé sobre ella.

Fue delicioso sentir mis genitales sobre los suyos. Ambos estábamos agitados por las ansias de placer. Nos abrazamos y besamos como si quisiéramos fundirnos el uno con el otro. Lentamente me deslicé hasta que mi boca llegó a su vulva y se la lamí con todo gusto. La muy zorra no paraba de jadear por el gozo; apretaba mi cabeza hacia su micha.

- ¡Oh, qué rico! ¡Así, papi, así! - gritaba la culona.

Al cabo de un rato, aproximé mi pinga a su boca. Ella la tomó con sus tiernas manitas, me la sacudió con mucha habilidad, y comenzó a mamarme con tremenda maestría. Se notaba que ya tenía experiencia chupando. Tuve que hacer gala de mucho autocontrol para no venirme cuando me pasaba la lengua por los testículos. Metía mis huevos en su boca, como si se los fuera a tragar, y de vuelta succionaba fuertemente todo mi pene. Yo la tomaba por la cabeza, y la empujaba contra mi entrepierna, para asegurarme que se tragara toda mi pinga. Después le ordené:

- ¡Abre las piernas!

- Como quieras - me respondió sumisa.

Le enterré de un solo viaje mi pinga en su lubricada micha. La muy zorra no paraba de pedirme más, más, más, y más.

- Eres como todas las de aquí - le dije jadeando por el esfuerzo - No pueden estar tranquilas sin que un macho se las coma.

- ¡Sí, papi, sí! ¡Hacía tiempo que no me templaban! ¡Dame, dame!

- ¡Toma, putita! ¡Toma!

- ¡Ah! ¡Ah!

Mis envestidas fueron despiadadas, sobre todo desde el momento en que me pasó sus manos por mi espalda y me apretó las nalgas. Pasados varios minutos, el éxtasis me había sobrecogido, y descargué grandes chorros de semen dentro de ella.

- ¡Oh, está calentito! - dijo gustosa de sentir mi leche en su cuerpo.

Descansamos un rato. Desnudos y abrazados, conversamos unos minutos. Me comentó que desde que su antiguo novio y ella rompieron, no había vuelto a hacer el amor.

- Ya se hace tarde. Deberíamos reanudar la marcha – dijo mientras tomaba su short, con ademán de ponérselo.

- Todavía no hemos acabado - le dije

- ¡No, caballero! ¡Si que te gusta templar! - exclamó con su bella sonrisa.

- ¡Sí, me gusta mucho! Pero ahora quiero el culo.

- ¿Qué? Tu estas loco, chico.

- ¡Vamos! Me vas a decir que nunca te lo han hecho por ahí

- ¡Jamás! Nunca lo he permitido. Además, mis amigas me han dicho que una sangra mucho cuando se hace por ese hueco.

- Te pagaré, si quieres.

Por un momento permaneció callada. La situación económica en esa isla hace que cualquier entrada económica sea bienvenida.

- Te pagaré. Tu culo lo vale - le insistí.

- Y, ¿cuanto vas a pagar? – me preguntó con voz temblorosa.

- Veinte dólares. No seas tonta. Sé que aquí veinte dólares es mucha plata

Meditó durante un par de segundos y me dijo:

- Está bien. Pero me pagas primero.

- Como gustes - respondí

Le extendí el pago. Luego se volteó lentamente, entregándome las gruesas carnes de sus nalgas y su diminuto ano. Ella respiraba con ansiedad.

- Pondré saliva en mi pinga, para lubricar - observé, para tranquilizarla.

- Dale suave, por favor - me replicó, casi suplicando.

Pasé algo de saliva en la roja cabeza de mi ya erecto pene, la puse frente a su culito, y lentamente fui empujando mi miembro dentro de ella. Pude sentir cómo se iban estirando sus pliegues anales, y de seguro ella lo sintió también, pues pegó un desgarrador grito:

- ¡Ooooh! ¡Me mataaas! ¡Nooo! ¡Me mataaaas!

- ¡Siénteme, mamita, siénteme! - fue lo que alcance a decir, abrumado por el placer.

- ¡Ya, para! ¡Para, para! - suplicó - ¡Me está doliendo!

- ¡No voy a parar! ¡Te pagué y me vas a aguantar! - le ordené.

Al ver que tenía la mitad de mi pene la había penetrado, noté un hilo de sangre que emanaba desde sus nalgas y llegaba hasta su muslo derecho. La seguí penetrando y finalmente todo mi miembro había invadido aquella diminuta cavidad. Mi nalgona pareja apretaba los asientos del auto, para ayudarse a desahogar el dolor. Inicié entonces mis movimientos rítmicos, con los que los gritos de la hembra fueron más fuertes que antes. Era poco probable que alguien en la solitaria campiña la escuchara, así que no me importaba. ¡Oh, cuanto placer sentí! Me hizo recordar la primera vez que culeé a mi mujer. Era fenomenal sentir mi pene rozando sus tejidos anales y mis huevos golpeando la parte baja de sus nalgas. Al cabo de un rato noté un fluido anal que le brindaba algo de lubricación, pero igual los cartílagos de su culo seguían estirándose para poder dar espacio a mi pinga, de modo que los gritos y los insultos no acabaron hasta cuando no pude contenerme más, y le hice una entrega de leche en sus intestinos.

- Eres un cabrón - me dijo en confianza, con una sonrisa en sus labios, después un reposo de varios minutos - El culo todavía me arde.

- Y de seguro te arderá por mucho tiempo más - repliqué con tono sarcástico y orgulloso - Además, no te quejes, porque te pagué.

- ¡Cabrón! - dijo una vez más sonriente - Debe ser difícil tener un marido como tú.

- Si tu fueras mi esposa, te daría por el culo todos los días.

- ¡Ay, no! ¡Qué espanto!

Luego, nos vestimos. Inspeccioné el vehículo por si lo había dañado en las osadas maniobras que había ejecutado anteriormente, pero no le causé desperfecto alguno. Retomamos nuestro camino, y llegamos sin novedad a Cardenosa. Conduje a Yusmarys hasta el frente de la casa de sus abuelos. Antes de bajar, me preguntó:

- ¿Te gustaría tener una esposa en la isla?

- Claro, siempre y cuando seas tú.

- Ok. Entonces, déjame aquí, llega a Vasallelo, y me buscas mañana en la noche. No es mucho camino de aquí a allá. Me llevas a tu hostal, y me quedo allí contigo por el tiempo que estés en la isla.

- ¡Perfecto! - repliqué, encantado

Desde entonces ella ha sido mi concubina cada vez que viajo a la isla.

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