Mi marido infiel, eso me pone cachonda

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Cuando despertamos, abrazadas, no sabía si sonrojarme, llorar, huir despavorida. Un dulce beso en mis labios, me devolvió a ella. Alicia notó mi inquietud. “No te sientas mal. No puede ser malo sentirse deseada, erizar la piel con el roce de otra piel, disfrutar de las estrellas. Aunque sea otra mujer quien te ame” susurró Alicia.

– Te he sentido mía. He disfrutado de tus caricias. He sentido sensaciones nunca imaginadas. Tus besos han provocado fuertes turbulencias en mi interior, pero lo hecho de menos. Quiero saber de él – mi voz, como un suave aliento, suspiraba por su recuerdo.

Alicia besó mis labios, los acarició con su lengua, dejando el dulce sabor de su aliento impregnado en mi paladar. Mi mirada, vacía, ausente. Abrí ligeramente mi boca, para respirarla, volver a sentirla. Ella, rozando mis labios dijo “llámalo, mi amor”. Lloré.

Nos duchamos, juntas, unidas. Después del desayuno, mi pulso temblaba, el corazón agitado, mi mano sostenía el teléfono, esperando armarme de valor para pulsar su número, el que me llevaría a su voz. La incertidumbre se apoderó de mí. Los tonos de la espera tronaban en mi cabeza. Por fin su voz, triste, sin fuerza, ¿Elisa?, ¿Tienes los documentos? ¿Cuándo firmamos? El mundo se contrajo hasta oprimirme, recordé que ya no era Eli. Mi voz se ahogó en mi interior, imposibilitando decirle “te quiero”. El teléfono estaba mudo cuando Alicia lo recogió del suelo. Fui manantial de lágrimas las dos jornadas siguientes.

Pasaron los meses, eternos, solo aliviado por el amor de Alicia, que se desvivía en mí. Diariamente le enviaba a Juan un mensaje, “te quiero”, nunca respondió.

Una semana de vacaciones con Alicia, en un hotel de la costa, intentaban aliviar mi desasosiego. Los dos primeros días no quise salir del recinto hotelero. Pasaba del jacuzzi a la cama y viceversa. Lugares donde se produjeron escenas de amor jamás pensadas. Una y otra vez nos quisimos. Buscamos nuevas experiencias. Jugamos a sexo. El tercer día Alicia salió toda la mañana. Estuve desnuda en su ausencia, la imagen de su sexo abierto, manando jugos fue mi única compañía. Durante largo rato me recreé en la visión de mi vagina reflejada en el espejo del baño. La abría, acariciaba sus pliegues, la exploraba con mis dedos, sorbía mis sabores adosados a ellos. Por primera vez, saboreé mis pezones, levantándolos con mis manos hasta rozarlos con mis labios. El mundo estuvo paralizado hasta que lo activó de nuevo el sonido de la puerta al abrirse. Alicia me miró, sonriendo, cargada de bolsas de plástico sin inscripciones. Me cogió de la cintura y me acompañó a la cama. Vació el contenido de las bolsas sobre ella y comenzaron a emerger penes artificiales de diferentes tamaños y color. Bragas con sexo masculino adosados. Bolas unidas por finas cuerdas y películas de sexo.

Aumentó mi excitación al ver la cara de Alicia, el brillo de deseo en sus ojos. Se desnudó ante mi mirada, que no dejó de posarse en sus carnes tersas, en sus redondos pezones asomando a la luz. Cuando me ofreció un pene negro, enorme y grueso, mis muslos acogían jugos deslizándose desde mi rajita, que palpitaba sonrojada de lascivia. Acepté el ofrecimiento, comprobando la textura natural de aquel impresionante aparato, imaginándome a un musculoso chico de color adosado a él. Me tendí sobre la cama, abrí mis piernas, mordí mis labios cuando posé el glande sobre mi mojado sexo, al que Alicia abría suavemente con sus dedos para facilitar la entrada de tan formidable pene. Despacio, entre suspiros, fue entrando en toda su plenitud. Fui acelerando las embestidas, entrando y saliendo a un ritmo frenético. Alicia suspiraba viendo como la tenue luz que entraba por la ventana se convertía en destellos brillosos al contacto con los líquidos que el inmenso pene dejaba ver en cada salida de mi vagina. Ella comenzó a cabalgar sobre otro pene que colocó junto a mí. Sus manos apretaban mis pechos duros mientras las mías se afanaban en meter el pene lo más profundo de mi ser. Pasada una eternidad de placer, tuvimos un orgasmo que nos dejó tumbadas, convulsionando nuestros cuerpos como si el demonio se hubiera apoderado de nosotras.

Recobrada la normalidad, nos bañamos juntas y convenimos salir a pasear y comer fuera. Pero debía ser especial nuestro paseo. Decidimos salir con unas bolas chinas introducidas en nuestros sexos. No podía ser el paseo de dos simples turistas. La idea nos mojó de nuevo. Dos bolas para cada sexo, un tanga muy pequeño, un vaquero ajustado para mí y una falda sobre las rodillas para ella. Dos camisetas finas, que dejaran ver nuestros pechos carentes de sujetador que los aprisionaran fueron el complemento.

Salimos del hotel, rodeadas de miradas volteadas a nuestro paso. Sonreímos cuando una joven pellizcó a su embobado acompañante, más pendiente de las formas de mi vagina apretada bajo el vaquero que de las indicaciones del recepcionista. El movimiento de las bolas en mí interior no me dejaban contemplar las calles, los escaparates. Mi mirada se nublaba en cada movimiento. La risa suspirada de Alicia aseguraba que también ella las disfrutaba. Cogidas del brazo fuimos mirando aquí y allá, sin ver nada concreto. El banco de un parque fue nuestro descanso. Alicia dejaba ver sus braguitas a quien se pusiera frente a nosotras. No tuvo recato. Dos jovencitos de unos 20 años, con apenas pelusa en sus barbas, se sentaron en el banco frente a nosotras cuando pasaron por tercera vez por allí. Nuestras miradas se cruzaron. Alicia posó su brazo sobre mi hombro y me besó la mejilla. Yo moví mi culito, como acomodándolo en el asiento, al menos los chicos pensarían eso, cuando la realidad era darle movimiento a las bolas en mi interior. Le pregunté a Alicia muy bajito, acercando mi boca a su oído que qué tal lo llevaba. Ummm… fue su respuesta, confirmando que estaba sumida en el placer. Ella abrió más sus piernas para mostrarla a nuestros circunstanciales mirones. Yo la acompañé en la provocación acariciando levemente mi vagina sobre el pantalón. Nos sonreímos al ver como los jóvenes se acomodaban sus falos que, a esas alturas, suponíamos erectos hasta provocarles dolor.

– ¿Crees que la tendrán tan gruesa como la pollita negra que tenemos esperando? – dije a Alicia, en clara alusión al consolador que disfruté en la mañana, sobre la cama del hotel.

– No lo creo, pero tienen una ventaja, esas pollitas nos pueden dar un sabroso manjar de leche – contestó socarronamente.

Nos levantamos y agarradas por la cintura emprendimos la marcha hacía ningún lugar concreto. El continuo movimiento de las bolas acentuaba nuestro contoneo.

– Creo que tengo que entrar a un servicio urgentemente. En poco tiempo va a parecer que me he meado, mis jugos están cayendo por mis piernas – dijo Alicia, haciendo el gesto de tapar su sexo con la mano.

Mientras esperaba a la puerta de un bar con aspecto cutre a que Alicia limpiara el producto de su excitación, vi aparecer a los jovencitos, con cara de que la casualidad nos cruzó de nuevo. A mi altura, se detuvieron.

– ¿Has perdido a tu amiga, preciosa?, Si quieres te ayudamos a encontrarla – dijo el más locuaz.

– Si quieres te doy una pista para que la encuentres – le dije, llevándome un dedo a la boca y guiñándole un ojo.

– Facilitará las cosas, cariño.

– En estos momentos debe estar con el tanguita a la altura de los tobillos y sus manos limpiando la humedad que habéis provocado en su chochito. Si seguís la flecha, seguro que la encontráis – como la estatua de Colón, mi dedo indicaba el interior del bar plagado de viejos alcohólicos que desprendían un insoportable olor a vinagre.

Cuando se miraron como decidiendo si ir en su busca, apareció Alicia con un pronunciado contoneo seguido de las siluetas y susurros de los habitantes del apestoso antro.

– ¿Pero qué tenemos aquí, cariño?, es que eres una indomable devoradora de pichitas de universidad – dijo, mirando con cara de putilla barata a los dos jovenzuelos, que portaban sendos bultos en sus entrepiernas.

– Es que se han ofrecido a rescatarte y estaba ultimando el asalto al antro cuando has aparecido. Creo que deberíamos pagarle su desinteresado interés de cooperación, ¿No te parece?.

Rieron mi ocurrencia. Alicia sacó un billete de 20 euros de su bolsillo, ofreciéndoselos.

– ¿Será suficiente, chicos? – les dijo, entornando sus ojos, con una voz que se asemejaba a la conejita de Roger Rabitt.

– No…, esto… no queremos dinero… nosotros… – titubeó el parlanchín, al que le temblaba la voz ante la expectativa que se le avecinaba.

– Bueno, Elisa, ya podemos marcharnos, estos chicos deben pertenecer a una ONG – dijo burlona Alicia, que se acercó a ellos dándole un beso en los labios a cada uno.

Nos fuimos, dejando a los dos tipos petrificados, como formando parte de la hilera de árboles que en perfecta formación se alineaban junto al bordillo de la acera.

Recorrimos dos calles, hasta encontrar la entrada de un centro comercial. Nos adentramos cogidas de la cintura hasta detenernos ante un escaparate de ropa interior femenina. Comentamos las prendas y continuamos la marcha. Acercándome al oído de Alicia le dije que sentía tanta humedad en mi chochito que cuando retirara las maravillosas bolitas liberaría la cascada inmensa que estaba presa en mi interior.

Elegimos una terraza con sillones de mimbre y mesas de cristal de una cafetería que parecía elegante, con camareros perfectamente uniformados y atentos en su trato. Tomamos cerveza y un aperitivo de frutos secos, mientras decidíamos donde comer. Le dije a Alicia que pasaba al servicio porque tenía que liberar el cuerpo, ya que entre los jugos y la cerveza consumida parecía que iba a explotar. Entré en el inmaculado habitáculo, me bajé el tanga que estaba tan mojado que parecía que lo sacaba de la lavadora sin secar. Tiré de la cuerdecita que colgaba de mi raja para sacar las bolitas del placer. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando se abrieron paso entre mis labios. Las chupé, sentándome en el inodoro, dejando caer un sonoro chorro de pipí que duró más de un minuto. En un momento pasó por mi cabeza el cambio que había dado mi vida sexual, que había mutado de casi una inapetencia total del pasado a la excitación casi permanente que Alicia provocaba. Únicamente desaparecida cuando el recuerdo de Juan salpicaba mi ánimo.

Sequé mi vulva, metí nuevamente las bolitas en su nido, subí el tanga y los pantalones y salí al encuentro de Alicia. Cuando nos sirvieron la segunda ronda de cervezas, los vimos nuevamente. Reímos por la curiosa “casualidad”.

– ¿Os habéis perdido camino del cole? – pregunté con evidente guasa.

– No creas, Elisa, estos saben perfectamente donde está el cole, lo que pasa es que deben tener algún examen y están haciendo novillos.

– Pues no. El examen lo tenemos mañana y no estamos en el colegio, sino en la universidad. Estudiamos medicina – dijo el más alto, un tipo moreno con cara de pillo.

– Ah, si…, bueno, entonces ya sois mayorcitos para tomar una cerveza, ¿verdad, doctor? – dijo Alicia, indicando los sillones vacíos.

– Claro que sí, señora o ¿debo decir señorita?

– Llámanos como quieras, cariño – le dije, con claro gesto de provocación en mi cara.

Se sentaron y pidieron una cerveza. Conversamos un rato sobre la carrera de medicina. Le preguntamos qué examen tenían al día siguiente y contestaron que anatomía femenina, la más difícil de las asignaturas. Comprendiendo la broma, seguimos el tema diciendo que nosotras éramos expertas en ese tema desde que las autoridades universitarias instauraron la anatomía femenina como asignatura independiente, ofreciéndonos en su enseñanza gratuitamente para compensar sus atenciones. Los ojos de los chicos adquirieron un tamaño mayor que las bolas que hurgaban en nuestro interior. Continuamos con la conversación de doble sentido hasta que ya no quisimos continuar con la broma, para pasar a la acción.

– ¿Tenéis algún aula libre donde podamos comenzar nuestras enseñanzas? – les pregunté.

– Bueno no exactamente un aula, pero tenemos una vieja furgoneta que puede servir – dijo uno de ellos, visiblemente emocionado.

– Bueno pues vamos allá, que luego es tarde – dijo Alicia, mientras acariciaba su pecho, que tenía su pezón erecto.

Pagamos las consumiciones y nos fuimos en busca de nuevas emociones. Realmente era vieja la furgoneta. Una Volkswagen pintada de naranja fuerte. Una de esas furgonetas usadas por hippies de los años 60. No era precisamente una furgoneta que pasara desapercibida. Vamos, que era visible a kilómetros de distancia. Al menos tenía los cristales traseros tintados de oscuro que preservaba en algo la intimidad de lo que allí iba a acontecer. Ellos sentados en los asientos delanteros y nosotras atrás, soportando el ruido del viejo motor mezclado con la música ininteligible que brotaba de los cascados altavoces del cacharro. La verdad es que no era el ambiente más romántico pero estábamos tan lanzadas que ni por asomo buscábamos romanticismo. Con una buena follada sería suficiente.

Nos adentramos en un bosque de pinos situado a las afuera del pueblo que utilizaban los parroquianos para pasar el día de picnic los fines de semana. A esa hora solo lo habitaba una buena colonia de aves y algún que otro coche con ardientes parejas en su interior.

Cuando los dos chicos pasaron a sentarse junto a nosotras. Alicia me estaba dando un morreo de impresión, mientras que mis manos hurgaban en su chocho en busca de las bolitas, que rozaban mis dedos.

Elegí al más calladito, Carlos Alberto que, según contó, vino desde Ecuador con la intención de terminar sus estudios en España, ya que tenía la posibilidad de realizar las prácticas como becario en un centro que tenía convenio suscrito con universidades de su país. Carlos Alberto era de estatura media, pelado casi al cero por el contorno de su cabeza, a la que coronaba unos pelillos tiesos por los efectos de la gomina que los embadurnaban. Unos labios carnosos sobresalían de su cara, de una belleza que se antojaba deliciosa, exótica. No más de una docena de vellos poblaban su pecho, lo que le hacía atractivo entre sus pectorales muy bien formados por la influencia de la gimnasia que, a buen seguro, practicaba.

Temblando de excitación, miraba como le iba soltando los botones del pantalón que, al bajarlos, junto con los calzones de marca Calvin Klein, dejaron ver una espléndida pollita que, aunque muy delgada, era de unos 22 centímetros de larga. Puse cara de asombro y toqué las venas que parecían escapar del pellejo tenso, a punto de rajarse, diría yo. La tenía realmente preciosa, con una punta más gorda que el tallo y roja. Me la acerqué a la boca, notando las palpitaciones, comencé una mamada que no duró más de un minuto, ya que soltó un intenso chorro de leche caliente que me sorprendió gratamente, aunque hubiera esperado un rato hasta tenerla dentro de mí. Pero me conformé al pensar que con sus 22 añitos, lo había excitado demasiado. Tragué todo el semen que cayó en mi boca, relamiendo mis labios. El acompañante de Alicia no le ando a la zaga. En cuanto que rozó su polla con sus labios vaginales, con la intención de cabalgarlo soltó una catarata que blanqueó el culo de Alicia. Supongo que la inesperada visión previa de la salida de las bolas chinas del coño de Alicia, lo sorprendió tanto que no pudo contener la corrida.

– Elisa, creo que tendremos que aliviarnos solitas. Estos chicos no están preparados para aprobar el examen.

– No creas. Verás como esto ha sido tan solo el calentamiento.

Volteé a mi Adonis, le abrí las nalgas, blanquitas como su semen, y comencé a tocarle la entrada de su culito. Él pareció no estar conforme con este acto, pero cuando puse mi lengua en su ojillo trasero, empezó a coger nuevamente volumen aquél cipote hasta alcanzar su máximo esplendor nuevamente.

– Si quieres aprobar, tendrás que follarme como un verdadero macho. Esta polla debe ser mía, al menos, diez minutos – le dije, autoritariamente.

– Lo intentaré, maestra – dijo Carlos Alberto, mientras tocaba sus testículos, que colgaban esplendorosos, balanceándose por las palpitaciones de su gran cipote.

Me bajé los pantalones, tiré del tanga hacia abajo y dejé mi chochito al aire, dejando ver la cuerdecita de las bolas chinas como único vello de mi sexo. Tiré hasta sacar las bolitas de mi interior. Carlos Alberto, ya sentado, miraba atónico el espectáculo. Suspendí las bolas sobre él y le pedí que las chupara. Inclinó su cabeza hacia atrás, abriendo su boca. Rocé las bolas contra sus labios. Sacó su lengua con ánimo de atraparlas, pero de un ligero tirón hacia arriba, se las retiré tres veces, hasta que dejé que las lamiera. Lo hizo como hechizado. Notaba como su polla estaba tan dura que me invadió un deseo incontrolable de metérmela sin previo aviso. Me di la vuelta, quedando de espaldas a él, y me senté de un solo golpe sobre tan deliciosa verga. Hice que el machote que le dedicaba sus delicadezas a Alicia, enfrentara su polla hacia mi boca. Era más pequeñita que la que hurgaba definitivamente en mi interior, pero bonita como ninguna. La atrapé entre mis labios y la mamé con fruición mientras saltaba sobre la de mi adquisición temporal. Alicia se masturbaba contemplando la escena. Empezó a tocarme los pechos y los testículos balanceantes del que me ofrecía su polla para mamarla.

Me levanté, sintiendo como Carlos Alberto suspiraba en desaprobación de mi acto. Lo tranquilicé cuando apunté su palo hacía mi culito y, lentamente me fui metiendo la ardiente saeta por mi ano. Carlos Alberto no paraba de empujar como un taladro, agarrando mis pechos fuertemente. Depositó su leche en lo más profundo de mi culito, mientras que Alicia consiguió un orgasmo con la masturbación y la visión de mi actuación.

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AlfredoTT
AlfredoTT
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