MaryCarmen y el Desafío de Liliana
Hola, mi nombre es MaryCarmen F., y si están leyendo esto, es porque desean adentrarse un poco más en los recovecos de mi vida. Para aquellos que llegan nuevos, les recomiendo leer mis relatos anteriores; ahí encontrarán el contexto de los derroteros por los que me ha llevado la existencia.
Habían pasado un par de meses desde aquella madrugada en que Brenda y yo exploramos los límites de nuestra amistad. Cada una siguió con su vida. Brenda, como siempre, era un torbellino de proyectos del conse estudiantil y conquistas fugaces. Yo, dividida entre los estudios, el vóley. Pero en aquel entonces, quien parecía llevar la corona era Liliana. O tal vez era la más fácil. La verdad, no sabría qué término usar, y esa duda siempre me causó una curiosidad morbosa
Liliana era… imparable. Su belleza no era pasiva; era un arma que esgrimía con precisión. Los hombres caían a sus pies con una facilidad que rayaba en lo absurdo. Una tarde, en el departamento de Brenda, decidimos tener una de esas reuniones dedicadas exclusivamente a nosotras. Solo las tres. Brenda y yo, armadas por nuestra nueva complicidad, bromeábamos con un lenguaje cifrado, con miradas que decían más que las palabras. Liliana, que estaba particularmente quieta esa noche, observándonos desde el sillón con su copa en la mano, de repente soltó el vaso sobre la mesa con un golpe seco que nos hizo callar a ambas.
—¿Saben qué? —dijo, su voz era un hilo de seda cargado de algo más fuerte—. Se me hace que se están hablando entre ustedes puras pendejadas.
El silencio se hizo pesado. Brenda y yo nos miramos, sorprendidas por la crudeza de su tono.
—¿A qué te refieres, Lili? —preguntó Brenda, tratando de sonar despreocupada.
Liliana se inclinó hacia adelante, sus ojos azules, aquellos que parecían sacados de un cuento de hadas, nos perforaron con una intensidad que no habíamos visto antes.
—A qué se la pasan con sus miraditas y sus risitas de colegialas. Se creen muy sofisticadas con su secretito. ¿Creen que no me doy cuenta? —Nos miró a cada una, desafiante—. Así que dense el tiro y díganme al pedo. ¿Qué chingados pasó entre ustedes dos?
Brenda enrojeció. Yo sentí un nudo en el estómago, una mezcla de nervios y una excitación rara, peligrosa. Era la pregunta que habíamos estado evitando.
Brenda tomó aire y, con una valentía que siempre admiré, soltó la verdad.
—Tuvimos sexo, Lili. Mary y yo. Aquí, hace dos meses.
Liliana no pareció sorprenderse. Una sonrisa lenta, casi de satisfacción, se dibujó en sus labios perfectos. Era la sonrisa de quien ha confirmado una sospecha que siempre tuvo.
—Ah, con razón —dijo, recostándose de nuevo en el sillón y tomando su copa—. Se me hacía. Se les nota. Se volvieron uña y mugre de la noche a la mañana.
—¿Y te molesta? —pregunté yo, encontrando por fin mi voz.
—Molestarme? —rio, un sonido bajo y melodioso—. Para nada. Solo me da coraje que no me hayan dicho.
—Lili…—logró decir Brenda.
—Oyé, no se hagan. Ustedes dos, solitas, jugando a las novias —Liliana bebió un trago largo—. Yo que pensé que éramos un trío de verdad. De los que comparten todo.
Sus palabras flotaron en la habitación, ninguna de las dos fuimos capaces de responder eso, pero fue Liliana, quien rompió la tensión cambiando ella misma el tema.
Las semanas pasaron, tal vez tres o cuatro, y la dinámica entre nosotras tres se había asentado en una nueva normalidad. No se hablaba abiertamente del desafío que Liliana había lanzado aquella noche, pero flotaba en el aire entre miradas sostenidas y sonrisas que escondían más de lo que mostraban.
Una de esas noches, estábamos en un bar de moda, pero sin la energía de cacería de otras veces. Era una salida de complicidad, de esas donde solo importa la compañía y el tequila que cae con suavidad, calentando la garganta y soltando la lengua. Brenda, Liliana y yo éramos un pequeño universo en nuestra mesa, ajeno al murmullo a nuestro alrededor.
Liliana, llevaba varias semanas saliendo con un galancete de buena pinta llamado Ricardo. Era atractivo, sin duda, con esa sonrisa de dientes perfectos que prometía diversión, pero a mí siempre me pareció que tenía una cara de morboso que no lograba disimular del todo. Nosotras, por supuesto, le habíamos bromeado a Liliana sobre eso.
—Se te queda viendo como si fueras un plato gourmet y él un comensal con hambre —le dijo Brenda en un tono juguetón, haciendo que Liliana soltara una carcajada.
—Pues que mire, mientras pague la cena —respondió Lili con una sonrisa pícara, encogiéndose de hombros.
En una de esas, Brenda se levantó para ir al baño, dejándome a solas con Liliana. El silencio no fue incómodo, pero sí cargado. Liliana jugueteaba con el borde de su vaso, sus dedos largos y cuidados trazando círculos en el sudor que cubría el cristal.
De pronto, se inclinó hacia mí, su perfume envolviéndome de repente. Su gesto era de top secret, de esos que usaba cuando tenía un chisme jugoso o una idea traviesa.
—Oye, Mary —comenzó, su voz un susurro que solo yo podía escuchar—, tengo que contarte algo, pero no te vayas a espantar.
Sentí un pequeño vuelco en el estómago. Sabía que nada bueno —o quizá todo lo bueno— venía después de una advertencia así.
—Dime —respondí, tratando de sonar más calmada de lo que estaba.
Ella miró hacia el pasillo que llevaba a los baños, asegurándose de que Brenda no regresara, y luego clavó sus ojos azules en los míos.
—Es Ricardo —susurró, acercándose aún más, hasta que su aliento, con un dejo de limón y tequila, me rozó la oreja—. Le gustas.
Un escalofrío me recorrió la espalda. No era la primera vez que un hombre me deseaba, pero venir de la boca de Liliana, en ese contexto, le daba un peso completamente distinto.
—¿Yo? —pregunté, con genuina sorpresa—. Pero si sale contigo.
—Sí, sale conmigo —confirmó ella, sin apartarse—. Pero cuando te ve, se le va el rollo. No para de preguntar por ti.
—Y ahí no termina la cosa —agregó, bajando aún más la voz—. Se le antoja un trío. Contigo y conmigo.
El aire se me atoró en el pecho. La bomba había sido soltada. Miré a Liliana, buscando en su rostro algún signo de que era una broma pesada, pero no lo había. Sus ojos eran serios, aunque esa mueca de picardía no desaparecía de sus labios.
—¿Y… y tú qué piensas? —logré preguntar, mi voz un hilo apenas audible.
Liliana se recostó en su silla, estudiándome. Tomó un sorbo lento de su bebida, como si estuviera saboreando el momento.
—Yo… —dijo, alargando la palabra— no digo que no.
Sus palabras cayeron entre nosotras con el peso de una verdad largamente sospechada. No era un rechazo. Era una puerta abierta de par en par. Un “sí” disfrazado de indiferencia.
Mi mente era un torbellino. Imágenes de Ricardo, de Liliana, de los tres juntos, se mezclaban en mi cabeza de una manera que me resultaba tan perturbadora como excitante. Quería preguntar más, quería saber qué imaginaba ella, qué límites tenía, pero en ese preciso instante, Brenda regresó a la mesa con su energía característica.
—¿De qué hablan tan calladitas? —preguntó, dejándose caer en su silla con una sonrisa.
Liliana y yo intercambiamos una mirada rápida, cargada de un secreto nuevo y peligroso.
—De hombres y sus tonterías —respondió Liliana con una naturalidad pasmosa, como si no hubiera estado proponiendo la transgresión más audaz de la noche.
Pero Liliana, como siempre, no era de dejar las cosas a medias.
Me encontró en la universidad, entre clase y clase. Me abordó con su sonrisa amistosa de siempre.
—Oye, Mary —me dijo, tomándome del brazo con suavidad, pero con firmeza—, no te hagas pendeja. Lo de la otra noche fue neta.
Me quedé mirándola, sin saber qué decir. Mi búsqueda de palabras fue tan evidente que ella no pudo evitar soltar una risa breve.
—No es eso, Lili —logré responder, buscando una excusa que no llegaba—. Es que… nunca lo he hecho.
Era la verdad. Había explorado mi sexualidad con hombres y con mujeres, pero siempre en dinámicas de a dos. La idea de un trío, de ser observada y de observar, de compartir y ser compartida… era un territorio completamente nuevo.
Liliana se acercó un poco más, y su voz bajó a un tono conspirativo, casi un susurro.
—Mira, por eso te digo. Allí voy a estar yo. No vas a estar sola. Yo te cuido, yo te guío. Todo va a estar bien —su mano apretó mi brazo con suavidad—. Si en algún momento no quieres, paramos. Pero no le des tantas vueltas. A veces hay que dejar que las cosas pasen.
Sus palabras tenían una lógica peligrosamente seductora. “Allí voy a estar yo”. Era una promesa de complicidad, de seguridad en medio de lo desconocido. Y entonces, viendo mi resistencia a punto de quebrarse, Liliana sacó su arma secreta: el ruego juguetón.
Hizo un mohín con su boca perfecta, esos labios que sabían cómo formar cada palabra para volverla irresistible.
—Vamos, Mary —dijo, arrastrando las palabras—. ¿No confías en mí? Va a estar divertido. Te lo prometo.
Esa última frase, cargada de todas las insinuaciones posibles, fue la que terminó de quebrar mis defensas. La espinita que llevaba clavada en la libido desde aquella noche en el bar se convirtió en una punzada aguda, imposible de ignorar.
Suspiré, derrotada, pero con una sonrisa que empezaba a asomarse en mis labios.
—Está bien, Lili —dije, finalmente—. Está bien. Hagámoslo.
El brillo de triunfo en sus ojos fue instantáneo. Apretó mi brazo una vez más, ahora en señal de victoria.
—Perfecto. Yo le hablo a Ricardo. Tú solo preocúpate por estar tan irresistible como siempre —
Me quedé allí, en medio del pasillo, con el corazón latiendo a mil por hora. No sabía si lo que sentía era pánico, excitación o una mezcla explosiva de ambas.
El encuentro se arregló para ese mismo viernes. Liliana me avisó que pasarían por mí cerca de las 8.
Las 8:05… las 8:20… las 8:45. Cada minuto que pasaba era una agonía. Estuve tentada en al menos dos ocasiones de agarrar el teléfono y cancelar. La espera no me estaba poniendo nerviosa, me estaba quemando por dentro. La incertidumbre avivaba ese fuego entre mis piernas y a la vez me hacía querer huir.
Finalmente, casi a las 9, escuché el motor de un auto afuera. El timbre sonó y salí, tratando de aparentar una calma que estaba a años luz de mí. Abrí la puerta y ahí estaban. Liliana, con una sonrisa que era pura malicia envuelta en belleza. Y detrás del volante, Ricardo.
—¡Mary! ¿Lista para la aventura?
—Claro —mentí, devolviéndole el abrazo con una fuerza que delataba mis nervios.
Luego, mis ojos se dirigieron al auto. Los ojos de Ricardo. No me saludaron, no sonrieron. Me desnudaron. Fue instantáneo, brutal. Su mirada recorrió mi cuerpo con una intensidad depravada que casi pude sentir como un tacto físico. Sentí un escalofrío y, para mi horror, una humedad instantánea que me traicionó. Respiré hondo, evité su mirada lo mejor que pude y me subí al asiento trasero con la agilidad de una gata, como si no hubiera notado nada.
—Hola, Ricardo —dije con una voz que esperaba sonara casual,
—Mary —respondió él, y en esa sola palabra, en ese tono grave, había una promesa de todo lo que venía.
La idea original, la que Liliana me había vendido, era ir a cenar o por unos drinks antes. Un preámbulo civilizado. Pero apenas arrancaron, alcance a escuchar en voz bajita la conversación al frente.
—No aguanto, Lili —susurró Ricardo, con una urgencia animal.
Ella soltó una risa baja, cargada de lujuria y poder.
—¿Tanto se te antoja, mi amor? —murmuró, y en el reflejo del espejo retrovisor pude ver cómo su mano se deslizaba sobre el pantalón de él.
Cualquier esperanza de una transición suave se esfumó en ese instante. No hubo cena, no hubo drinks. El ambiente dentro del auto era tan espeso y caliente que podía saborearlo. Ricardo manejó directo, sin disimulos, hacia un motel de esos buenos, discretos, que conocen el valor del anonimato.
Cuando nos detuvimos frente a la habitación, me bajé del carro. No estaba nerviosa por el sexo. Estaba nerviosa por la situación. Por el territorio desconocido. Por ser el objeto de deseo compartido entre dos personas. Por el pacto que estaba a punto de sellarse en esa habitación.
Liliana salió del auto y me tomó de la mano. Sus dedos se entrelazaron con los míos, firmes.
—Tranquila, preciosa —me susurró al oído, su voz un bálsamo y un veneno al mismo tiempo—. Esto va a estar mejor de lo que te imaginas.
Llegó el momento de la verdad, el instante en que las palabras y las miradas se convirtieron en carne, sudor y un deseo que electrizaba el aire. Si creían que conocían todos los límites del placer, les aseguro que lo que vivimos esa noche redefinió todo para mí.
Primero fueron ellos los que se besaron. Fue un espectáculo deliberado, sensual. Liliana, con esa seguridad que la caracteriza, se encargó de la camisa de Ricardo, desabrochando cada botón con la lentitud de una ritual, mientras él, con manos ansiosas, buscaba el cierre de su pantalón. Yo los miraba desde el borde de la cama, sintiéndome como una espectadora en mi propia película, con el corazón latiendo tan fuerte que creía que podían oírlo.
Cuando la blusa de seda de Liliana cayó al suelo, revelando la piel de porcelana de su espalda, ella no miró a Ricardo. Buscó mi mirada. Sus ojos, cargados de un fuego azul, me atravesaron. Y entonces, extendió su mano hacia mí.
Me puse de pie temblando. Era la descarga de la anticipación, de la rendición final. Tomé su mano, y ella me guio al centro de la habitación. Inmediatamente, sentí las manos de Ricardo en mi cintura. Eran grandes, cálidas, y se movieron con una rapidez sorprendente, subiendo directamente hacia mis pechos,. Mientras, Liliana, frente a mí, se encargaba del broche de mi falda. Sus dedos, hábiles y seguros, la desabrocharon y la dejaron caer a mis pies.
Ricardo no pensaba en desabotonar mi blusa. Con un movimiento brusco y práctico, la agarró por la nuca y la sacó por mi cabeza, Pero entonces, decidí actuar Para no sentirme inútil, mis manos buscaron el botón y el cierre del pantalón de Liliana. Mientras Ricardo masajeaba mis pechos y enterraba su rostro en mi cuello, yo liberaba a Liliana de su ropa, hasta que su pantalón se unió a mi falda en el suelo.
Pronto, ambas estábamos en ropa interior, igual que él. O eso creía yo. En el torbellino de sensaciones, de labios y manos, nunca me di cuenta de cuándo él se deshizo de sus boxers. Fue Liliana quien me lo reveló. Ella, que ya besaba y mordisqueaba mis hombros empezó a voltearme con sus besos, poco a poco, guiándome suavemente. Giré sobre mis talones, alejándome un poco de las manos de él, y mi mirada, que buscaba los ojos de Liliana, bajó por instinto.
Un verdadero monstruo.
No por su forma, sino por su tamaño y su imponente erección. Palpitante, grueso, curvado ligeramente hacia arriba. Un silencio se apoderó de mí por un segundo. Liliana, leyéndome como un libro abierto, sonrió contra mi piel.
—Impresionante, ¿verdad? —susurró, y su mano bajó a tomar mi muñeca, guiando mis dedos temblorosos hacia aquella calidez firme
Su otra mano ya acariciaba la entrepierna de mi tanga, encontrando el núcleo húmedo y palpitante que confirmaba que, a pesar de los nervios, mi cuerpo estaba más que listo para lo que viniera.
Con el “monstruo” de Ricardo palpitando en mi mano, instintivamente empecé a menearlo, a acariciar su longitud con un ritmo que él, evidentemente, disfrutó al instante. Un gruñido gutural salió de su garganta, y sus caderas respondieron con pequeños empujones. Pero no estuve sola por mucho tiempo.
Pronto, la mano de Liliana se unió a la mía. Sus dedos, más delicados, pero igual de diestros, se deslizaron por debajo, acariciando y masajeando sus huevos con una presión que hizo que Ricardo cerrara los ojos y arqueara la espalda.
Sin decir una palabra, un impulso me llevó a ponerme de rodillas frente a él. Y Liliana, como mi reflejo en un espejo perverso, me imitó al instante, arrodillándose a mi lado. Nuestras miradas se encontraron, y fue un entendimiento total. No hicieron falta las palabras.
Nos turnamos. Yo tomaba aquella verga en mi boca, sintiendo cómo llenaba cada espacio, deslizándome hasta la base, ahogándome un poco en su tamaño, pero disfrutando del poder que tenía sobre su placer. Luego, me separaba, jadeante, y era Liliana quien, con una sonrisa desafiante, se lo metía por completo, demostrando una habilidad que me hizo sentir, por un segundo, una novata.
Fue él quien pidió clemencia. Con las manos temblorosas, nos tomó de los brazos y nos levantó.
—Alto… o si no esto se acaba aquí mismo —jadeó, con una voz ronca que delataba lo cerca que estaba del límite.
Nos guio hacia la cama. Su intención era clara, y la urgencia en sus ojos era un fuego que nos consumía a las tres. Entonces, sus manos se posaron en mis caderas y me acomodó en cuatro sobre la cama. Escuché el crujido del envoltorio del preservativo. Mientras Ricardo se lo ponía —lo supuse por el sonido y el movimiento—, sentí las manos de Liliana en mi cintura. Sus dedos se engancharon en el elástico de mi tanga y, con un solo movimiento hábil, me la bajó hasta mis rodillas. No hubo preámbulos, ni caricias de preparación. No hizo falta.
La penetración no fue suave. Fue un embate profundo, que me hizo gritar en lugar de gemir. Un grito que era mitad sorpresa, mitad absoluta satisfacción. Se lo agradecí. En ese momento, no quería ternura; quería sentirme usada, llena, partida en dos por ese “monstruo” que tanto me había impresionado. No hubo tiempo para disfrutar el ritmo, porque casi de inmediato, Liliana se acomodó frente a mí.
Se arrodilló, abriendo sus piernas, y con sus manos guio mi cabeza hacia su sexo. Su aroma, intenso y dulce, invadió mis sentidos. Allí estaba yo, empalada por Ricardo que comenzaba a encontrar un ritmo brutal detrás de mí, y al mismo tiempo, con la boca y la lengua buscando darle placer a Liliana, que se arqueaba frente a mí, con sus manos enredadas en mi cabello.
Resulta ser que Ricardo era bastante bueno en eso. O quizás era la sensación del momento, la electricidad de tener a Liliana tan cerca, de sentirme observada y deseada al mismo tiempo. Pero la verdad es que no tardé mucho en correrme, y lo hice escandalosamente. Un grito ahogado contra el sexo de Liliana, seguido de una serie de espasmos incontrolables que hicieron que mi espalda se arqueara y que mis uñas se clavaran en las sábanas. Ricardo lo sintió, porque un gruñido de satisfacción salió de él, y sus embestidas se volvieron más profundas, más posesivas, como si mi orgasmo hubiera avivado su fuego.
Liliana, siempre práctica y hambrienta, no perdió el tiempo. En cuanto mis convulsiones empezaron a ceder, con una fuerza suave pero firme, me apartó del camino. Fue un movimiento fluido, casi coreografiado. Mientras yo me dejaba caer de costado en la cama, jadeante y cubierta de un sudor pegajoso, ella se colocó en mi lugar, de rodillas, ofreciéndose a su hombre.
Pero no fue solo un cambio de posición. Fue un ritual. Con una destreza que hablaba de una intimidad profunda, Liliana despojó a Ricardo del preservativo usado. Lo vi en sus manos por un segundo, un testigo mudo del orgasmo que acababa de sacarme, antes de que cayera al suelo. Luego, sin pérdida de tiempo, guió su miembro, aun increíblemente erecto y brillante, hacia su entrada.
Él entró con fuerza. Un gemido gutural, de pura animalidad, escapó de los labios de Liliana. Sus ojos se cerraron por un segundo, y entonces se abrieron para buscarme a mí. Se inclinó hacia adelante, sus labios encontrando los míos en un beso salado, que sabía a su sexo, a su sudor y a un deseo que no conocía límites. Mientras Ricardo la poseía desde atrás con una intensidad que hacía temblar la cama, nosotras nos devorábamos con la boca, nuestras lenguas jugando un juego paralelo al de sus caderas.
No pasó mucho tiempo antes de que Ricardo alcanzara su clímax. Un quejido ronco, un último empujón profundo, y luego el silencio tenso de la liberación. Lo vi sobre el cuerpo de Liliana, temblando, mientras vaciaba su leche en una serie de chorros cálidos que pintaron la espalda y el redondo culo de ella.
Pero Liliana no había terminado. Mientras Ricardo aún palpitaba sobre ella, sus propios dedos volaron hacia su clítoris. Los vi, hábiles y urgentes, frotando ese pequeño punto con una precisión milimétrica. Sus caderas seguían moviéndose en pequeños círculos, buscando la fricción final. Sus gemidos, que se habían mezclado con los de él, ahora se elevaron en un crescendo propio, hasta que un estremecimiento igual de violento que el mío la recorrió. Su cuerpo se tensó y luego se derrumbó, completando el ciclo, siguiendo a Ricardo en el clímax con una sincronía perfecta.
Quedamos los tres quietos por un momento, solo el sonido de nuestra respiración agitada llenando la habitación. Ricardo se desplomó a un lado, exhausto. Liliana y yo, separadas por unos centímetros, nos miramos. En sus ojos no había triunfo, ni vergüenza. Solo un cansancio satisfecho y esa complicidad que ahora estaba sellada a fuego, o mejor dicho, a fuego y semen.
Resulta que nada es perfecto. Y a pesar de la… impresionante dotación de Ricardo, y del fuego con el que empezó todo, la verdad es que al pobre galán solo le alcanzó el vigor para una sola batalla. Fue intensa, sí, inolvidable, pero única. Y, seamos sinceros, para un trío —e incluso para una pareja si uno es un poco exigente—, eso no es algo precisamente ideal.
Así que, después de ese primer y furioso asalto, la noche terminó ahí. No hubo reencuentro, ni segunda ronda, ni el despertar enredados entre las sábanas. Todo bien. No había decepción, solo la comprensión tácita de que el espectáculo había concluido. Liliana y yo tuvimos nuestro momento, lo compartimos con un hombre, y hasta ahí.
No hubo una segunda parte. Y, para serles completamente honesta, ninguna de las dos lo volvió a mencionar jamás. No hizo falta. Se había vivido, se había disfrutado con una intensidad que saturó los sentidos, y simplemente no había más que dar. El deseo se había consumido por completo en ese único y feroz incendio.
Pocos días después —ni siquiera una semana—, Liliana y Ricardo terminaron. Sentí la curiosidad, esa punzada de preguntarme si yo había sido, de alguna manera, el catalizador. Así que se lo pregunté.
Liliana, con su franqueza característica, lo negó con un gesto de la mano, como espantando un mosquito.
—Para nada, Mary. Tú no tuviste nada que ver —dijo, y le creí. Pero en mi interior, ya había formado mi propia teoría: Aunque bien dotado, el hombre era poca cosa para una mujer como Liliana. Demasiado exigente para lo que en realidad podía ofrecer a largo plazo. Demasiado fuego fatuo. Y me quedé con esa certeza.
Con el tiempo, como suele pasar, Liliana y yo también nos distanciamos. Al igual que con Brenda, no fue por un pleito, un reproche o una herida. Fue la vida, simple y llanamente. Los caminos se bifurcaron. Las responsabilidades, las carreras, los nuevos amores… el mundo nos fue llevando por rumbos distintos.
La vida sigue, y con ella, nuevas historias que contar. Gracias por acompañarme en este recuerdo. Besos, MaryCarmen.
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