La esposa que necesitaba mi verga más que las oraciones

Andrea siempre me pareció una hembra deliciosa. Tenía esas piernas firmes, un culo redondito que llamaba a meter mano, y unas tetas que pedían ser chupadas hasta dejar marcas. El problema es que su marido, mi amigo, se había vuelto demasiado pegado a la religión… y en el afán de volverse religioso, dejó de revolcarse con semejante mujerón. Un desperdicio total.

Un día que coincidimos solos, me acerqué con confianza. Ella sonrió de esa forma tímida, pero con brillo en los ojos. Y fue suficiente para entender que llevaba años sin sentir una buena verga adentro. Le hablé al oído, le dije lo rica que se veía con esos jeans apretados, y sentí cómo se le erizaba la piel. Andrea estaba sedienta de sexo, y yo iba a darle justo lo que necesitaba.

La primera vez fue en mi carro, en un descampado oscuro. Apenas cerré la puerta, la besé con furia y ella me bajó el cierre con desesperación. Se la metí ahí mismo, de pie, con las ventanas empañadas, su respiración agitada y ese coño empapado tragándose mi verga como si hubiera esperado toda la vida ese momento.

Nos vimos cinco veces en total. En cada encuentro, Andrea se soltaba más. De gemidos tímidos pasó a gritarme “métemela más duro”, a pedirme que la cogiera como puta, que la jalara del pelo, que le llenara la boca de mi leche. Era un volcán dormido que yo había despertado, y me volvía loco verla correrse una y otra vez, con el maquillaje corrido y las piernas temblando.

La última vez que hablamos, ella me dijo que no podíamos seguir, que aquello no iba a terminar bien. Yo lo entendí, aunque por dentro sabía que lo que habíamos vivido iba a quedar marcado en su cuerpo. Quedamos en vernos solo una vez más. Una despedida.

Ese encuentro fue brutal. La tiré en la cama, le abrí las piernas y la cogí con rabia, como si fuera la última comida antes de morir. Le metí la verga hasta el fondo, le mordí las tetas, le jalé el pelo mientras ella gemía como perra en celo. Andrea me pedía más, me rogaba que no parara, y yo se lo di con todo.

La llené tanto de leche que aún hoy me pregunto cómo no terminó embarazada. Sus piernas quedaron temblando, el coño chorreando, su cara sudada y feliz. Me miró con esos ojos de mujer saciada y me dijo bajito: “Esto no lo voy a olvidar jamás”.

Después me alejé de mi amigo, un poco por respeto, otro poco porque sabía que me había follado a su mujer como él jamás se atrevió. No me arrepiento. Andrea merecía sentir una buena verga, gritar de placer, ser tratada como la diosa caliente que era. Y yo fui quien le dio lo que su santo marido nunca pudo.

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Juan Diego
Juan Diego
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