La culpa la tienes tú

I.  EL NUEVO MIEMBRO DE LA FAMILIA

Todos la llaman Lau. Su estatura baja y cuerpo frágil le daba siempre un aspecto de nena eterna. Pero su nombre de pila es Laura Patricia, aunque solamente su madre cuando estaba enfadada era quien la llamaba por esos dos nombres. Mi tía Lau, era la menor de tres hijos que tuvo mi abuelo con su segundo matrimonio. Y al momento de los acontecimientos que les voy a narrar, ella tenía cuarenta y cuatro años, vivía solo con su único hijo, mi primo Adolfo y se había separado de su marido desde hacía ya tiempo.

A la tía Lau yo la había visto solo unas cuantas veces en la vida. La última vez que yo recordaba haberla visto fue en el funeral de mi abuelo, cuando yo apenas iniciaba la adolescencia. Ella, por razones de trabajo, se había ido a vivir a Barranquilla, así que poco pude interactuar con ella, más allá de escasas reuniones familiares decembrinas. Era en realidad una tía lejana, casi una extraña para mí y de igual manera, yo un extraño para ella.

Un domingo lluvioso de agosto llegué yo empapado a su apartamento del cuarto piso de un edificio de esa calurosa ciudad. No me sentía cómodo con la situación. Yo debía completar una pasantía universitaria de tres meses y medio, aprobar un curso y así poder ganarme el cupo para continuar una carrera. Mi padre insistió que me quedara donde mi tía, su hermana, al menos durante la pasantía universitaria y si lograba ganar el cupo, pues entonces buscaríamos donde quedarme permanentemente para continuar una carrera como tal. Acepté a regañadientes. De todos modos, no tenía opción.

La tía Lau me recibió con amabilidad al yo llegar de un penoso viaje en autobús de más de nueve horas y media desde mi pueblo pequeño. Al verla, me pareció tan diferente a como la recordaba desde que la había visto en el funeral de mi abuelo. Ahora era más señora, más bajita de lo que yo la imaginaba en los recuerdos, pero con un aire más citadino. Su rostro no era bello ciertamente. Tampoco particularmente feo. Tenía esos rasgos marcados, bien óseos, como mi abuelo y mi padre que, si bien convenían mucho en rostros masculinos, no favorecían tanto en una cara de mujer. Sin embargo, sus ojos de cejas pobladas, negros y grandes, eran acuosos y tiernos.

Su sonrisa y su voz nasal me sacaron de mis cavilaciones fisonómicas. Me dio un abrazo. Me instaló enseguida en una habitación chica en donde había una cama plegable para visitas ocasionales. Me presentó a mi primo Adolfo, que me miró con ojos extraños y que yo lo recordaba apenas como un bebé todavía de brazos. Me sentí extraño de estar tan lejos de mi pueblo, de mi casa amplia de campo y sobre todo en una ciudad lejana, y en medio de una familia desconocida.

La gran ventaja de estar allí era que la universidad distaba a unas pocas cuadras. Debía caminar poco menos de media hora. No había gasto en transportes y para un joven, una gran ciudad es todo un mundo por descubrir. Mi tía tuvo la amabilidad de indicarme y acompañarme el primer día a la universidad, antes de irse a su trabajo. Era una mujer organizada que laboraba en el mundo financiero para un banco de inversiones.

Con los días, nos fuimos conociendo. Mis buenas costumbres, fueron creando un clima de confianza y buen entendimiento entre mi tía y yo de manera espontánea. Yo era un chico rutinario, que me levantaba temprano, hacía mi cama, daba los buenos días, salía a trotar, ayudaba a cocinar, lavar los platos, hacer el mercado y hasta a pasear a la perrita Mini, la mascota de la familia.  Mi disciplina y personalidad tranquila no daba problemas sino más bien alivios. Cosa que los mayores aprecian. En definitiva, yo era el típico chico de pueblo, medio inocente y juicioso. Así que cualquier duda o temor que mi tía podía haber tenido antes de mi llegada a su hogar, por temporal que fuera, se había esfumado a la segunda semana de mi estancia al ir conociendo mi comportamiento.

Ella, por su parte, era una mujer muy ordenada, de poco hablar, seria, pero no amargada. La casa la mantenía limpia y organizada. Era una trabajadora disciplinada y una madre abnegada. Desde que se había separado de su marido Tomás, el padre de Adolfo, mi tía había asumido el rol de madre cabeza de hogar con mucha seriedad. Si bien no era la mujer bonita, tampoco era desagradable físicamente. Era bajita, de tez clara, casi pálida, de cuerpo delgado, pero cargaba unos senos bastante abultados que, combinados con sus nalgas escasas y caderas poco sinuosas, le daban un cierto aire caricaturesco, casi cómico si se quiere, pero que también, podía generar morbosidad al gusto de muchos hombres.

Al culminar mi primera semana en casa de mi tía. Debía lavar mi ropa acumulada. Mi tía me indicó cómo utilizar la lavadora. Ésta se ubicaba en un espacio estrecho y contiguo a la cocina, en la zona de labores del apartamento. Aprendí a lavar mis prendas de vestir, cosa que, en el pueblo, nunca había hecho. A la semana siguiente, siendo un viernes por la tarde y aun estando a solas, antes de que mi tía y mi primo llegaran, decidí lavar las ropas mientras estudiaba. Busqué mis prendas sucias de la semana que estaban en un cesto dentro de mi habitación. Me fui a la zona de labores, como la primera vez que mi tía me indicó. Pero no encontré el detergente de inmediato. No estaba a la vista. Por pura casualidad noté que al lado de la máquina había un cesto pequeño con tapa. Lo destapé para ver si acaso allí encontraba el detergente. No. No había nada allí, pero si había ropa sucia. No pude evitar el llamado de atención de las prendas íntimas de mi tía. Había varias en la superficie. Un sostén morado, otro negro y un par de pantys femeninos, una morada que hacía juego con el sostenedor y otra rosada. El morbo y la curiosidad me abrumaron de inmediato. Ese fetiche tan intenso e inevitable que todos los hombres tenemos con las prendas femeninas se me activó y me hizo pecar.

Tomé el sostén de copas amplias de mi tía. Olí con morbosidad el aroma de su cuerpo. Era una rara mezcla entre cremas femeninas y sudores. Una erección fue la consecuencia. Al acercar la tanga rosa de encajes sedosos a mis narices, el olor a sexo femenino fue intenso. Me escurrí como bandido a esconderme en el baño con la tanga en la mano y la frote varias veces contra mi pene duro. Después aspiré los aromas íntimos de mi tía masajeándome el miembro con la otra mano hasta que mi primera eyaculación desde que había llegado a Barranquilla se estrelló sin piedad contra la cerámica de la taza blanca en donde yo estaba sentado. Una suerte de culpa me invadió. Me sentí estúpido por un instante, pero el placer fue intenso. Eso no podía negarlo. Me apuré a deshacer la escena del crimen. Dispuse la prenda en el puesto nuevamente y me di cuenta después que los detergentes estaban puestos justo detrás del cesto, algo escondidos. Me puse a lavar y a los pocos minutos, mi tía apareció en el umbral de la puerta, con su rostro cansado después de una dura semana de trabajo. No sé por qué, pero a partir de ese instante, la miré con otros ojos.

Eso se volvió una rutina o más bien un vicio obsceno. Casi a diario, secretamente me masturbaba asiduamente con la prenda sucia del día anterior que mi tía dejaba en la cesta al lado de la lavadora. Solo cuando ella lavaba la ropa los sábados, no había prenda sucia para inspirar mis pajas irremediables. Se las conocí todas. Me sorprendió la variedad siendo ella una mujer poco agraciada y de temperamento serio y vestir conservador. Había tangas, cacheteros con encajes, tangas de algodón, hilos con encajes, calzones tipo bikini, clásicos de abuelitas etc., de varias tonalidades. Me encantaba cuando hallaba vellos púbicos sueltos y manchas amarillosas en la zona del canal vaginal. Olían más intensamente. Aprendí a detectar cuando los había usado con o sin toallas higiénicas o protectores.

El olor de su sexo se registró a fuego en el núcleo de mi cerebro, al punto que cada vez que ese aroma inundaba mis fosas nasales, una asociación a sexo era inevitable, una erección potente y enfermiza era inminente. Solo podía calmármela con un pajazo desesperado y pletórico de pensamientos obscenos aspirando como droga pura los olores rancios a orines y vagina sucia de mi tía Lau.

Entre el estudio, la disciplina, el buen comportamiento y las pajas secretas, transcurrieron varias semanas. Me acostumbré a la vida citadina, fui haciendo amistades en la universidad y mi tía Lau parecía contenta con mi presencia en su hogar. No solo porque yo era una buena compañía, sino también porque yo la ayudaba incluso con las tareas de matemáticas de mi primo Adolfo, con quien por cierto me terminé llevando bien. De todos modos, a pesar de esas masturbaciones obscenas, yo sentía y profesaba un respeto profundo hacía mi tía. Raro era todo eso, pero ambas cosas convivían dentro de mí.

Casi siempre me masturbaba por las tardes, después de regresar de clases cuando aún ni mi tía ni mi primo habían llegado de su cotidianidad. No solo me sentía más en privacidad et intimidad, sino mucho más seguro, puesto que no corría riesgo de ser interrumpido o peor aún pillado en tan vergonzante faena.

Pero un jueves no tuve clases por la mañana. Así que me iba a quedar todo el día solo en el apartamento preparando una presentación académica. El bus escolar ya había recogido a mi primo y minutos más tarde mi tía, vestida muy conservadora pero elegante, se despidió para irse a su trabajo. Al saberme solo y en absoluta privacidad por puro vicio quise hacerme una buena. No estaba particularmente excitado en ese momento. Era como una orden inconsciente que venía del cerebro, que se había activado solo por el hecho de hallarme en soledad plena en el apartamento. Me fui a buscar los calzones de mi tía Lau al cesto como de costumbre. Estaban revueltos con otras prendas. Seguramente debía haber tres calzones sucios; el del lunes, el martes y miércoles. Efectivamente, en la superficie hallé la ropa del día anterior. Un pantalón negro y una blusa color vino tinto. Justo enredado en su pantalón había una tanga estrecha azul turquesa, bastante bonita, con un lazo y encajes en la zona de la vulva. Divisé enseguida una línea algo tenue y pálida en el camino vaginal y otra en la zona anal. Mi pene reaccionó con una erección instantánea. Realmente era como un estímulo automático. Hurgué un poco más al fondo entre prendas de mi primo y de mi tía y pude encontrar las otras dos piezas de la semana. Un hilo negro de sencillo diseño que olía a gloria y una pantaleta clásica de abuela color crema casi sin aroma. Tomé la tanga azul, el hilo negro y me fui dichoso a mi alcoba.

Como tenía la intención de masturbarme en la ducha, no me desesperé. Entré en mi habitación para coger la toalla e irme al baño, pero en la radio que yo mantenía en la mesita de noche justo al lado de mi cama, sonaba una canción que me encantaba. Me senté al borde de la cama para alzar el volumen de la radio. Me sentí cómodo allí y decidí mejor reclinarme en la cama. No tenía afanes. Yo estaba sin camisa, en calzoncillos y con las prendas sucias de mi tía en la mano. Las comencé a oler. El estímulo auditivo de la canción y olfativo de olores vaginales me embriagaron al instante. La excitación fue creciendo aún más. Dejé la tanga bien dispuesta encima de mi cara, como tapa narices para respirar profundamente los aromas femeninos. Eran olores profundos, bellos y enloquecedores. Imágenes de todo tipo se me venían a la mente. Recuerdos de Cecilia la vecina culona del pueblo, de Claudia mi primera novia, de Sofía la tetona del colegio. Imágenes obscenas todas. Pero también, imaginaba muchas cosas de mi tía. Sus tetas grandes ciertamente era lo que más me inspiraba, pero ¿qué geometría tendrían sus aureolas? o ¿cómo debían verse esos pezones?, ¿qué figura hacía su pelaje púbico? ¿sería abundante o escaso y recortado? Todo eso pasaba en segundos por mi mente sucia mientras mi otra mano meneaba juguetonamente la verga enredada en el hilo negro. Respiraba profundamente para intentar robarle el último vaho del sexo de mi tía al trapo que cubría parte de mi rostro. Me hundí en un abismo de placeres. Estaba siendo sin duda la paja más intensa y sabrosa que me había permitido desde que vivía en ese piso.

  • ¡Ay! ¿qué haces?

Fue como un torpedo que me sacó de mi estado de éxtasis. Me tomó unos cuantos segundos comprender la realidad. Por un instante pensé que era una pesadilla o algo que yo estaba imaginando. Pero desafortunadamente no era así. Todo era real. Era mi tía con su voz nasal y su rostro de sorpresa que no sé por qué carajos se había devuelto al apartamento. No sé cómo no escuché ni la puerta al abrirse ni sus pasos al entrar. Bueno, fácil de explicarlo con la música tan elevada. Sí. Era ella bajo el umbral de la puerta de la habitación. Por primera vez la vi grande como si fuera una mujer de dos metros de estatura. La vergüenza más grande del mundo me aplastó como una mosca. Sentí que toda mi vida se estaba yendo por un sumidero. Di un salto torpe de la cama. Me subí mi calzoncillo aun con mi pene duro y enredado con su diminuta prenda negra, escondí estúpidamente la tanga azul bajo mi almohada como si ella no la hubiera ya visto y bajé por completo el volumen de la radio. Mi tía, atónita, con su mano en el pecho y sus ojos acuosos dilatados me miraba con su rostro serio.

Me llevé las manos a la cara temblando como un chiquito. Sentí que la vida se me había partido en dos.

  • Tía que pena. Dios mío, que pena. Qué vergüenza – ni sabía que decir.

Hubo un silencio de ultratumba por unos largos segundos. Ella respiraba profundamente y después con voz aun algo alterada, pero con un tono esforzadamente claro y calmado dijo:

  • Asegúrate de que esta situación no vuelva a pasar y por favor respeta mis cosas. Devuelve eso al cesto de ropa sucia y ve lavarte la cara que debe estar bien cochina.

Se alejó. Entró en su alcoba. Tomó algo. Seguramente aquello olvidado por lo que había regresado a buscar, por desgracia para mí. Caminó deprisa, estaba atrasada para llegar a su oficina, cerró la puerta con fuerza, quizás con enojo y se marchó. Un silencio de muerte se apoderó de ese espacio y también de mí por dentro. La vergüenza sobrepasaba mi capacidad de gestionarla. Temblaba como un chiquillo perdido y asustado. Maldije el momento en que decidí quedarme en esa cama y no irme a la ducha como lo había pensado. Así, ella ni se hubiera enterado de mis obscenidades. Pero ya de nada valía, era tarde.

Ese jueves septembrino fue quizás el día más largo y agobiante de mi vida. Después de tirar las dos prendas sucias de cualquier forma dentro del cesto, no pude concentrarme en nada más que en lo terrorífico que sería mi futuro inmediato. Apenas lograba caminar avergonzado y asustado como un loco furibundo por los espacios de ese piso. Temblaba, lloriqueaba, mi corazón se mantenía alterado. Me sentí como un farsante que había sido descubierto. Me mataba el alma el saber que había decepcionado a mi tía, por quien, al fin y al cabo, yo sentía respeto y un cariño que se había ido construyendo con el paso de los días. Me sentí miserable. No tenía ni idea de que hacer o de que iba a suceder. Pensaba que mi tía, muy seguramente me correría de su casa. ¿A dónde iría yo entonces a vivir para culminar mi pasantía? ¿Como le explicaría todo eso a mis padres? Ellos inocentes de todo esto, allá en el pueblo. ¡Qué dilema!, ¡qué mierdero había formado en mi cabeza! Estaba asustado. Estaba perdido.

Llegó mi primo del colegio por la tarde poco antes del crepúsculo. Se encerró a jugar videojuegos como de costumbre. Tuve que hacer un esfuerzo para hacer los quehaceres y parecer como si todo estuviera normal. A los pocos minutos escuché los tacones de mi tía al entrar. Me asusté. Yo estaba en la cocina. No sabía qué iba a suceder. No sabía si debía mirarla a la cara. No sabía si era mejor dejarla hablar o yo tomar la delantera y ofrecerle disculpas, aunque estas no sirvieran ya para nada.

Ella entró a la cocina. Puso una bolsa con panes que había comprado seguramente en la panadería de la esquina. Me saludó con un “buenas” algo seco. Le respondí con voz pasita sin mirarla. Ni me escuché casi a mí mismo por el ruido de los tumbos ensordecedores que daba mi propio corazón. Parecía querer romper mis costillas para salir. No me dijo más nada, aunque normalmente es de poco hablar. Se fue de inmediato a saludar y hablar brevemente con su hijo. Yo me apuré a terminar de arreglar bien las cosas de la cocina que no pude hacer durante el día perdido en mis preocupaciones. El miedo y la incertidumbre me abrumaban.

Ella se encerró en su cuarto, como de costumbre, para desvestirse y ponerse ropa cómoda de estar en casa. Al rato regresó ya con su envoltorio de ropa del trabajo, entró en el cuartito de labores y en el cesto, ese cesto mágico de mis problemas echó además sus prendas íntimas, sucias del día. Yo estaba sirviendo la cena. No sé qué era más grande en mi interior, si el miedo o la vergüenza. Hice un esfuerzo y pregunté sin mirarla: – ¿Va a cenar? Ella me respondió que sí pero que teníamos que hablar antes.

Allí estábamos, ambos de pie, en la cocina. Yo me giré apoyándome en el mesón. Ella, pequeña, se dispuso frente a mí con sus brazos cruzados un poco por debajo de sus senos carnosos. Tenía una vieja blusa azul de tirantas delgadas que mal tapaban los hilos del sostenedor y que afloraban un bonito escote. La falda blanca simple era volada hasta poco más encima de sus rodillas, le daba hasta cierto aire juvenil. Me miró a los ojos con una mueca de desapruebo en su boca delgada. Yo con la tensión en máximos, apenas si lograba hacer un esfuerzo para no desplomarle del susto. Empezó entonces con voz muy baja a hablarme para que mi primo distraído en su juego no tuviera la más mínima sospecha de que algo transcendental había sucedido.

  • Lo de esta mañana no me lo esperaba de ti. Eso estuvo muy mal hecho. Es una falta de respeto que tomes mis cosas íntimas para hacer tus cosas. Te pido el favor de que no lo vuelvas a hacer. Al menos de que yo no me entere, o peor aún de que Adolfito tampoco lo sepa, por Dios. Yo sé que ustedes los hombres, son así. Cochinos y morbosos. Tu eres un hombre joven con necesidades como cualquiera. Se que es normal que tú te toques el cuerpo, pero es algo tuyo en tu intimidad. Asegúrate de que nadie tenga por que enterarse de eso. Solo te pido eso por favor. No tengo nada más que decirte.

No la interrumpí en ningún momento. Sus frases eran certeras, claras, como estudiadas. Pero me sentí algo aliviado pese a lo fría que fue.

  • Tía. Estoy muy avergonzado. No tengo nada que decir. Si cree que deba irme a otro lugar, prefiero que me lo haga saber.
  • No, no. Tampoco es para tanto. Simplemente respeta las cosas ajenas y ya. Yo no te estoy juzgando ni veo mal que te jales tu cosa. Eso es asunto tuyo. Eso es normal y sobre todo en hombres jóvenes. Solo asegúrate de que lo hagas en privacidad. Es todo. No tienes que estar tomando mis prendas. Eso es todo.

II.  DESPUES DE LA PILLADA

No le di más vueltas al asunto. Lo importante era que esos terribles escenarios que me había imaginado con angustia se habían esfumado con las palabras de mi tía Lau. No tenía que irme de allí ni tampoco ya parecía especialmente molesta u ofendida o al menos no a la escala que yo lo había imaginado. De todos modos, un incómodo sentimiento de vergüenza aleteaba encima de mi cabeza.

Pasaron los días. Unos pocos. Tal vez cuatro o cinco en los que no me hice pajas. Por miedo, vergüenza, desanimo, culpa. No sé por cual razón. Quizás por una combinación de un poco de todas. Pero eso no funciona así. La naturaleza y la dopamina son muy fuertes. Tremendamente fuertes como para pretender inútilmente enfrentarlas o ignorarlas.  Nuevamente caí en la tentación. Cada vez en mi privacidad, estando solo en el apartamento, era difícil no volcarme a la zona de labores, destapar el cesto y tomar entre mis manos las prendas íntimas de mi tía Lau. Sencillamente, ahora debía yo tener más cuidado. Solo tomaba una a la vez, el cesto lo dejaba abierto y me pajeaba de pie justo allí, al lado de la lavadora y no completamente desnudo para deshacer la escena al mínimo ruido percibido. Así no corría riesgo de que Adolfito o mi tía Lau me pillaran. Estudiaba bien cómo y encima de que pieza estaba la prenda que tomaba para volverla a colocar allí, justo después de gozar de la eyaculación.

Así pasaron varias semanas. Mis pajas cotidianas aspirando olores vaginales arrancados de los calzones sucios de tía Lau volvieron a hacer parte del placer diario. Mi relación con ella con los días fue volviendo lentamente a la normalidad, amable, tranquila sin tanto dialogo, pero con un aprecio que estaba a la vista. Sobre todo, porque Adolfito fue mejorando sustancialmente sus calificaciones en matemáticas gracias a mi ayuda. Parecía que después de ese percance, había podido encontrar un equilibrio entre el respeto a mi tía, mi buen comportamiento y mis impulsos sexuales materializados en pajas intensas bien aliñadas con sus bragas usadas.

Extrañamente, en mi cabeza, no pululaban casi pensamientos incestuosos con mi tía Lau. A pesar de que sus olores nutrían poderosamente mis pajas, siempre al masturbarme, yo imaginaba escenas con otras mujeres de mi entorno pueblerino o incluso de mi nuevo entorno universitario. Pensaba mucho en las tetas de Clara, una chica de la universidad que hacía la pasantía conmigo. Era chiquita, bonita, algo gordita, bien culona y tetona. Me producía un erotismo fuerte.

Pasaron varias semanas, hasta que llegó el cumpleaños de mi tía. Iba a cumplir cuarenta y cuatro años. Yo, con poco dinero, no podía regalarle gran cosa. Sin embargo, se me ocurrió una idea. Regalarle un arreglo floral. Un detalle un poco cursi, pero bueno, detalle al fin de cuentas. Unas flores de agradecimiento, no de enamorado claro está.

Sabía que le gustaban mucho las flores porque la escuché comentarlo con amigas de ella con las que a veces hablaba telefónicamente. Justamente, Clara, la chica de la universidad con quien había hecho algo de amistad, tenía un tío cuyo negocio era una floristería, en donde ella trabajaba los sábados. Le comenté que yo quería regalarle un arreglo de flores a mi tía para ver que podía recomendarme a bajo costo. Clara no solo me dijo que ella si podía ayudarme, sino que era una buena idea. Me consiguió un tremendo arreglo de flores, de esos super caros, a precio de huevo. Lo hizo con retales de flores que van quedando y con vasijas de vidrio que, por tener un mínimo defecto, normalmente se desechan. Yo solo tenía que pagar por el envío prácticamente.

Para celebrar su cumpleaños, ese viernes mi tía Lau, había invitado al apartamento a tres amigas colegas del trabajo. Todas más o menos de su edad. A una de ellas, ya antes yo la había conocido y las otras dos las conocía por referencia cuando mi tía de vez en cuando las mencionaba en conversaciones o comentarios. Eran bastantes amigas entre sí y para mi tía, mujer sola, tan lejos de su tierra natal y de su familia sanguínea, esas amigas eran casi como su familia. Yo la ayudé mucho a limpiar y a atenderlas, a servir comida y hasta bebidas. María, la más gorda, tomaba cervezas, Carla la de apariencia mayor y Jimena, la más bonita, tomaban aguardiente. Mi tía también se unía a éstas dos últimas bebiendo trago corto. Hablaban, se reían, charlaban y chismoseaban a todos los otros colegas de su trabajo. Yo saqué mis mejores galas para atenderlas como un buen barman, aunque también bebía cerveza con algo de moderación.

Las flores llegaron a eso de las siete de la noche como una sorpresa para mi tía. Me dio algo de vergüenza cuando ese enorme ramo de flores blancas, amarillas y moradas entraron por la puerta. Era sorprendentemente más grande de lo que yo me imaginaba cuando Clara me lo describió. Me puse rojo. Mi tía asombrada, no podía creerlo. No se lo esperaba y no tenía la más mínima sospecha de quien podía haber enviado semejante detalle. Las otras mujeres, sorprendidas, con ojos atónitos y expresiones eufóricas en sus rostros, expresaron esa envidia amigable y emocionante típica de drama femenino. Un aroma floral invadió la salita. Ellas, hasta le hacían bromas a mi tía, inventando que debía haber algún un enamorado tapado del cual ella no quería contarles.

El momento crucial llegó cuando tía Lau tomó la tarjeta después de acomodar el ramo de flores en la mesa de centro de los muebles. Todas quedaron en silencio, en ese suspenso de final de película de enamorados tontos. Mi tía leyó sin hablar. Todas expectantes miraban desesperadas a mi tía leer y ver como sus pupilas expresaban asombro y regocijo a la vez. Yo me sentía algo incómodo, allí, de pie frente a ellas cuatro. Parecían cuatro adolescentes.  Yo no esperaba tampoco que el ramo llegara en ese momento, sino mucho antes de que las invitadas llegaran. Mi tía alzó la mirada para buscar la mía. Sonreí con gracia, vergüenza, regocijo. Ella se balanceó hacía mí, me dio un abrazo fuerte, un beso bien estampado en la mejilla derecha y me dijo “Ay gracias, sobrino lindo”

Todas me miraron con rostros de emoción de telenovela. Me abrumaron.

  • ¡Ah! Con un sobrino así en casa, pues, hasta corre peligro conmigo ja, ja, ja – dijo la gorda María con actitud algo vulgar. Me sonrojé.
  • Ya sabes nene. A donde María no vayas porque corres peligro. Es una loca enferma ja, ja – agregó Jimena con jocosidad.

Carla, la que parecía más discreta de todas, me dio un abrazo y me dijo. Que lindo detalles. Tu tía lo necesitaba. Ella te aprecia mucho. No los dice a cada rato en el trabajo. Ya entiendo bien porqué.

Todos esos cumplidos me hacían sonrojar y sentir algo de vergüenza y regocijo al mismo tiempo.

Después de la euforia que causó el ramo de flores, los tragos de alcohol continuaron con algo menos de moderación. Jimena, que estaba quizás un poco borracha me sacó a bailar una vieja bachata que sonaba en la radio. Alzó el volumen y yo bailé con ella. Olía rico su perfume. Su cuerpo delgado y bonito se acopló con el mío. Todas se sorprendieron de mi manera de bailar. Siempre se me hizo fácil el baile. Hasta mi tía Lau quedó sorprendida y aplaudieron cuando la pieza acabó. Me sentía el centro de atención de esas señoras mayores con mucho sonrojo.

La primera en despedirse fue Clara cuando su marido vino a buscarla en su auto. Al poco rato, ya pasadas las once de la noche, Jimena se marchó en un taxi, no sin antes bailar otra pieza conmigo. Finalmente, María, también bailó conmigo un poco torpemente de lo borracha y después su hermana pasó a buscarla. Era poco más de medianoche. Yo me apuré a recoger el desorden de platos y botellas que estaban regados por la sala. Me dispuse a ordenar un poco la cocina y botar cosas en la cesta de la basura. La música sonaba. Estaba yo de pie frente al fregadero de la cocina, sentí que un par de brazos delgados me abrazaron desde atrás. Mi tía reclinó su cabeza contra mi espalda y me dijo – ¡Qué bonito detalle! Gracias. ¡Que lindo!

Me giré. Le correspondí el abrazo con respeto. Sentí el tufo de aguardiente en su respiración. Su abrazo fue intenso. Nunca había sentido un abrazo de ella así de cerca, fuerte y caluroso. Un cosquilleo recorrió mi cuerpo. No necesariamente de morbo en ese momento.

Ella me haló y me pidió que bailara con ella. Era una salsa lenta, de esas románticas que a ella le gustaban. Bailamos despacio. El abrazo se hizo intenso y sentí cierta seducción en su forma resuelta de bailar. Me daba algo de vueltas la cabeza a pesar de que yo no había bebido mucho. Mi tía Lau, aunque no estaba tan borracha como Jimena, parecía de todos modos bastante entonada. Sus pechos grandes contra mi cuerpo se sentían suaves y cálidos. Terminamos la pieza. Ella se separó sonriente y me dijo que tenía que ir a hacer chichi. Yo volví a la cocina a terminar lo que estaba haciendo.

Otra vez mi tía regresó. Me haló por el brazo con un aire de mujer contenta de embriaguez y por su cumpleaños. Tenía un vestido color vinotinto, lizo y sencillo, de una sola pieza, con escote en forma de v y algo volado que le cubría hasta un poco por encima de sus rodillas. Sus senos voluminosos se asomaban sin vulgaridad. Lucía agraciada con el pelo tocado y sus labios pintados de rojo carmesí. Traía una mano escondida detrás de su espalda y me dijo – Ven, siéntate ahí – señalándome una de las sillas de la mesa de comedor contigua a la cocina.

Me senté y me puso intrigado al verla con un rostro pícaro, su mano derecha la escondía detrás de su espalda, como tramando algo. Sonreí mirándola allí de pie frente a mí. Me pidió que cerrara los ojos. Lo hice, pero no se fiaba de ello así que se dispuso detrás de la silla y con la mano desocupada cubrió mis ojos y me dijo que me tenía una sorpresa y no se valía abrir los ojos ni tocar nada con mis manos. Me puse más intrigado todavía. Mi tía no solía ser juguetona, pero entendía que algo borracha estaba.

  • Huele este perfume. Sin tocar por favor – me dijo.

Olí. Al inicio no sentí nada. Ella acercó su mano aún más hacía mis narices. Olí, aspiraba y un olor familiar, muy familiar comenzó a penetrar mis fosas nasales. Era, era un olor a todo, menos a perfume, era ese olor que me activaba. Por varios momentos pensé que lo estaba imaginando, pero no. El olor se hacía vivo y penetrante. ¿Era ese olor? No. No podía ser. Olía a, a, cuerpo sucio, a sexo, a vagina. No. No era posible eso. O era una broma pesada quizás. Mi tía no es de bromas. Lo debía estar imaginando.

  • ¿Te gusta el perfume?
  • Tía, ¿perfume?, huele a otra cosa – respondí ingenuamente
  • ¿Te gusta o no?
  • Ay, tía – yo no sabía que responder. Me sentía todo confundido. Inseguro de mis sensaciones.
  • Ay, Miguel, ya veo que no te gustó mi sorpresa – me dijo con tono de decepción sin destapar mis ojos.
  • Tía, si, si, es que…huele a…- me daba vergüenza decirlo. No podía creer que mi tía me estaba haciendo oler algo con aroma a sexo que yo no podía mirar porque tenía los ojos tapados.
  • ¿A qué? ¿A qué huele?
  • Tía, huele como a zona íntima de mujer.
  • Ja, como conoces de bien ese olor, ¿te gusta o no?

Respondí con un sí, breve y miedoso, aunque claro. Por fin mi tía destapó mis ojos, pero puso de un tajo su mano en mis narices. Sentí la textura de una tela sedosa y olor se hizo aún más fuerte. Olía a sexo puro. Pude ver entonces incrédulo que mi propia tía estaba restregando por mi cara una prenda de mujer con un penetrante olor a sexo. Me sentí abrumado y contrariado. No sabía si sonreír, reír, quedarme serio, hablar o no hablar.

  • Yo sé que este olor te gusta. No sientas vergüenza. Relájate.
  • Ay, tía, pero, pero ¿y eso? – apenas lograba medio articular palabras frente a la gestualidad pícara de una tía que normalmente es seria y recatada.
  • Me la acabo de quitar. Tiene los olores frescos de ahora mismo – me dijo al oído.
  • Tía, ay, tía, pero, pero…
  • Huele, huele, huélela – me restregaba suavemente su tanga color rojo por mi cara y mis narices.
  • Te gusta, ¿verdad?, dime que sí te gusta.
  • Sí, sí, tía, sí. Mucho. Lo siento, pero sí me gusta – me confesé confundido aún.
  • Shhh – habla pacito. Adolfito está dormido – después me dijo con voz muy baja y seductora otra vez al oído:
  • Quiero verte otra vez como aquel día.
  • ¿Verme? ¿Qué día? – todo me daba vueltas en la cabeza. Honestamente no entendía nada a pesar de lo obvio. Estaba vuelto un ocho entre morbo, sorpresa, vergüenza y asombro, desconcierto, susto.
  • Ay, Miguel, ese día, que te pillé en la cama haciéndotela con mi tanga sucia en tu cara – me dio mucha vergüenza al oírla decir eso.
  • Tía, ¿es en serio? – ella se reía con picardía sin emitir carcajadas al verme tan desajustado.
  • Si es en serio. Quiero verte otra vez. No creas que eres el único que sufre de morbo. A uno también le da eso de vez en cuando.

Yo no dije más nada. Solo intenté digerir incrédulo la cantidad de emociones que semejante situación me generaban. Mi tía Lau, se sentó en la otra silla frente a mí, no sin antes dejar la prenda íntima encima de la mesa, justo en mi puesto como si se tratara de un postre.

  • Anda Miguel, quiero verte. Hazlo como aquella vez – enterneció su voz.
  • Ay, tía, me da, me da vergüenza – me puse colorado.
  • Nada de eso. Muy bien que estabas aquel día. Ándate.

Tomé con timidez la tanga. Nueva, bella, con encajes. Pude tocar la humedad resbaladiza. Realmente se la acababa de quitar. Olía a gloria. La aspiré suavemente, con algo de recelo. Me daba asombro que ella me estuviera viendo en semejante acto. Me tocaba por encima de mi ropa. Mi pene a pesar de lo tenso y raro de esa circunstancia respondía bien al activante aromático. Me daba rubor la idea de sacármela. Solo me sobaba el bulto por encima. Cerré los ojos momentáneamente y me entregué a los aromas sexuales profundos.

  • Pero, sácala. Quiero ver todo como aquel día.
  • Sí, sí. Tía, pero…pero…ese día…yo, yo creí que estaba usted molesta y hasta ofendida.
  • Miguel, ay, Miguel, que poco conoces a una mujer. ¿Crees que yo dejaría mis calzones sucios en el mismo puesto, si eso me hubiese ofendido? Los sigo dejando ahí, en el cesto, como siempre. Donde los puedas encontrar fácilmente. Me gusta la idea de que te calientes con ellos. Anda y déjame verte otra vez, por favor.

Todo me quedó claro. Sentí regocijo y asombro. Me bajé mi pantalón y mi calzoncillo a la vez. Volví a sentarme en la silla así, semi desnudo, con mis pantalones abajo hechos un ocho entre mis pantorrillas. No podía creer que yo me estaba desnudando, con una erección potente, frente a ella. Sus ojos eran expectantes, atónitos y con su boca hacía gestos procaces. Me comencé a masturbar despacio. Ella miraba mi rostro, mis gestos y a ratos mi acto de paja. Nos mirábamos fijamente por momentos a los ojos. Los tenía brillantes y más acuosos de lo normal, con sus pupilas dilatadas. Le gustaba lo que veía. Parecía de repente toda una puta, viendo como yo me pajeaba oliendo sus calzones.

Me fui relajando, me fui sintiendo en confianza poco a poco. Mis jadeos fueron in crescendo. Ella allí, sentada en la silla frente a mí y en silencio, también comenzó a tocarse los muslos y sus piernas las iba abriendo como alas de mariposa. Pero la silla no me permitía ver más allá de dos muslos carnosos que se juntaban y se separaban. Ella no decía una palabra. Solo me miraba embelesada. Parecía disfrutar de todo eso. Mirar mis gestos genuinos de morbosidad le divertía. Se mordisqueaba los labios y se acariciaba sus muslos, su abdomen y sus pechos por encima de su vestido. Yo mantenía el mismo ritmo lento y excitante. Mi glande gordo se asomaba y se escondía entre mi mano derecha y con la izquierda sostenía pegado a mi cara la tanga sucia recién quitada.

  • Sigue, así, así, Miguel – por fin habló, casi en un gemido.

Yo meneaba mi verga. Ella alzó las piernas en la silla doblando sus rodillas. Puso sus talones al borde de la silla. La saya del vestido se tumbó por gravedad desnudando por completo sus piernas. Pude divisar sus nalgas sin dejar de oler su tanga recién quitada. Abrió sus piernas con un aleteo sinuoso. Su mano derecha tapaba su sexo. Ella meneaba y frotaba sus dedos por su vagina oculta a mi vista solamente por su mano. La escena no podía ser más estimulante para un joven escaso de sexo real como yo. Me costaba creer que todo eso estuviera sucediendo. Pero así era. Todo era real. Mi tía también inició gemidos suaves sin dejar de mirar mi rostro y mi acto pajero.

La intensidad de todo eso se hizo más patente. Para mi fortuna, ella retiró su mano de su zona vaginal y se acarició sus muslos. Por fin le conocí su vulva, rojiza, carnosa y con vellos púbicos, aunque solo por un breve instante. Bajo después sus piernas y la saya volvió a cubrirlo todo. Se puso de pie. Yo detuve mi paja.

  • No pares, hm, sigue por fa.

Obedecí. Seguí pajeándome allí sentado con su tanga en mi cara todavía. Ella se acercó. Se acomodó de pie detrás de mi silla. La perdí de mi campo visual. Desde atrás su mano retiró la tanga que yo sostenía con mi mano. Restregó sus dedos índice y medio por mis narices. Estaban mojados. Sucios de ella. Sucios de sus jugos íntimos, cálidos acabados de recoger de su gruta húmeda. El olor intenso, pegajoso, invasivo, groseramente morboso. Aspiré como un drogadicto perdido y rastrero. Sus tetas grandes sirvieron de apoyo a mi cabeza que se balanceaba en un éxtasis sin precedentes. El cosquilleo en mi verga era inevitable. Punto de no retorno. Alcancé a decir:

  • Ay, tía-aa ah ahh, hmmm
  • Shhhh, baja la voz – alanzó a decirme como con un eco lejano.

Eyaculé a borbotones ahí sentado y vencido. Mi leche describía parábolas que chocaban con la zona del piso donde poco antes habíamos bailado. Mi tía, desde atrás me abrazo fuerte disfrutando sonriente con cada espasmo que yo daba al eyacular con mi pájaro en total libertad.

  • Hmm, si, que lindo, Miguel. Hm, sí. Te viniste por mí. Te viniste para mí. Que rico, que rico.

Se reclinó un poco. Extendió su mano y para sorpresa mía. Me agarró la verga. Me masturbaba y acariciaba el falo con suavidad dejando que su mano se ensuciara de los últimos escupitajos de semen que salían ya sin mucha fuerza por la boquilla del glande. Le divertía sentir en su mano las palpitaciones post eyaculatorias del pene. Me miraba con ojos dilatados y desafiantes mordisqueando sus labios, como para que no me quedara ninguna duda de que eso era lo que ella quería ver, hacer y que estaba satisfecha. Yo exhalé el orgasmo.

Sentí ganas de lanzarme, tocarla, quitarle el vestido, conocerle y comerle las tetas o alzarle le falda y meterle mano a su cuca mojada, lamérsela como perro hambriento. Quería ser yo el atrevido, pero fui mesurado. De todos modos, el respeto estaba allí. Sentado conmigo. Preferí dejar que siguiera siendo ella quien timoneara toda esta locura incestuosa.

Mi verga se relajó hasta ponerse fláccida. Ella, con actitud de autoridad me hizo un gesto para que yo volviera a subirme mis pantalones y tapar mi desnudez. Lo hice. Entonces. Ella se me sentó en el regazo, con sus piernas abiertas, frente a mí, en esa pose tan fantaseada, como si estuviéramos copulando en la silla. Sentí el calor de su cuca desnuda justo encima del calor de mi verga ya medio dormida. Me abrazó. Pensé que me iba a besar. Pero no. Solo acercó su rostro peligrosamente al mío. El tufo a ron le salía en su respiración agitada. Ahí noté que ella también estaba alterada sexualmente. Respiramos en silencio varios largos segundos.

  • Ya sé que esto fue loco. No sé qué pienses de mí ahora. Soy tu tía, pero soy mujer también. Perdóname que te haya puesto incómodo con todo esto, pero eres irresistible a veces para una mujer tan sola como yo. La culpa la tienes tú.

Me dijo cada frase con una precisión de financista. Tomaba un respiro antes de decir cada una. Su tono era de mujer algo tomada, pero bien consciente. Su mirada, esa mirada, con sus ojos grandes acuosos yo los conocía bien. Eran como de mujer enamorada.

  • No muchos hombres son así, Miguel. Juiciosos, lindos, detallistas, colaboradores, respetuosos, disciplinados, siempre limpios y bien vestidos. Eso nos pone loca a muchas por si no lo sabías. Gracias por esas flores tan lindas.

Me quedé en silencio. Sonrojado otra vez. No era para tanto, pensé. Mirando sus ojos tan cerca a los míos. Oliendo su tufo de tragos y con ganas de estamparle un beso en la boca. Sentía tan rico su cuerpo pequeño, cálido envuelto tan seductoramente en el mío. No me resistí. Me lancé a buscar su boca. Ella retiró su rostro para esquivar mi atrevido intento de robo de beso. Me miró con ironía.

  • Hm, no, no, no. Miguel. Soy tu tía.

No sabía leer ese juego de seducción. No entendía como una mujer que acababa de terminar de pajearme con su propia mano y darme a oler su dedo sucio de vagina, ahora no me permitía un beso. Un simple beso. Sentí vergüenza. Me daba pena haber cruzado la línea del irrespeto. No quería ofenderla.

  • Tía. Perdón – atiné a decir con torpeza ante su mirada pícara y sonriente.

Se levantó. Se acomodó su vestido que se había desajustado de su cuerpo. Sonreía como feliz. Medio ebria, satisfecha de haber seducido a un hombre. Yo igual me puse de pie sin estar seguro de qué hacer o no hacer. Aun toda esta locura me daba vueltas en mi cabeza. Ella miró hacia las flores. Caminó hacia ellas y las acomodó bien en la mesita de centro para que lucieran más bellas. Volvió a leer mi nota en la tarjeta. Esta vez en voz alta. Después de leerla y sonreír me dijo:

  • Ven, ven aquí. Dame un abrazo.

La abrace con ternura. Ella hundió su cabeza en mi pecho. Sentí excitación. Ganas de sexo, pero de sexo carnal esta vez. Deseaba eyacular otra vez, pero dentro de su vagina y comiéndome sus tetas. Hice un esfuerzo para alejar ese deseo. Ella ya no estaba en ese modo. Me dijo otra vez que muchas gracias y que esas flores eran un bello detalle que jamás le habían dado con tanta ternura. Alzó su mirada para encontrar la mía. Le sonreí. Ella se empinó y con su mano pequeña y sucia aun de pene y semen, alcanzó mi cabeza y empujo hacia abajo. Nuestros labios se pegaron. Un beso sutil, breve, pero decido selló la noche. La miré sonriente, aunque algo confundido.

  • Ni una palabra de todo esto a nadie. Esto que pasó es como un regalo muy secreto que yo te di. Bueno, ya es tarde. Hay que dormir.

Se marchó por el pasillo. No sin antes abrir con cuidado la puerta del cuarto de Adolfito para asegurarse de que este dormía profundamente. Faltaba poco para la una de la madrugada de ese viernes glorioso para mí. Me costó mucho dormir. Estuve erecto varios minutos, con ganas de sexo. Tuve en ese instante tantas ganas de penetrarla. Todavía el olor de su sexo impregnaba mis sentidos. Todavía cavilaba incrédulo mirando hacia el techo oscuro si acaso todo eso no era un simple sueño. Al final caí rendido de sueño y cansancio.

III.  LA MORAL DERROTADA

Cuando desperté al día siguiente. Tarde para lo que yo acostumbraba. La luz me dolía en los ojos. Escuché el tv encendido con programas del interés de Adolfito. Seguramente ya estaba despierto. Eran casi las diez de la mañana. El recuerdo de lo vivido la noche anterior entró como un palazo en mi cabeza. ¿Lo habría soñado? Me levanté de un salto. Salí de la habitación. Efectivamente Adolfito estaba sentado mirando sus programas frente al tv. Lo saludé. Continué con mi cabeza gorda de sensaciones. Me estrellé con las flores, tal como las había dispuesto mi tía. Luego miré hacia el comedor y las dos sillas estaban desarregladas, dispuestas una en frente de la otra, tal como mi tía quiso que se dispusieran. Cuidadosamente tenté con mi pie descalzo las baldosas color ocre claro del piso y sentí el restante de un moco pegajoso, casi seco ya por las horas. Era una evidenciaba contundente de la escena del crimen. No. No lo había soñado. Todo había pasado en la vida real.

La puerta de la habitación de tía Lau aún estaba cerrada. Quizás ella todavía dormía. Sentí ansiedad y recelo. No sabía cómo yo debía actuar cuando la viera. ¿Habría hecho todo eso por pura borrachera y nada más? ¿Me seguiría tratando igual? o ¿algo así como lo de anoche volvería a suceder? No lo sabía. Me daba miedo enfrentar todo eso. Era como si de repente mis emociones dependieran de mi tía Lau. Tal vez, en el fondo. Ella me gustaba también. ¡Que confuso todo eso! Lo cierto era que la deseaba. Deseaba culeármela con morbo. Aunque sincerándome conmigo mismo. Ya podía darme por bien servido. No creo que haya muchos sobrinos por el mundo que puedan contar anécdotas parecidas con alguna tía suya.

Después de ducharme, ponerme ropa limpia me fui a la cocina. Aun faltaban algunos retazos de la fiesta del día anterior que debía recoger. Terminé y preparaba pan con queso y café para desayunar cuando escuché su voz, esa voz gruesa y pesada que tiene uno al despertarse.

  • Buenos días. ¿Como amaneces?
  • Buenos días, tía. Bien ¿y usted? – respondí haciendo un esfuerzo para parecer como si nada hubiera pasado.

Ella no me dijo nada. Actuó con total normalidad. Tenía puesta una camisilla blanca de tirantas sin sostenedores que dejaban medio dibujar sus aureolas amplias y sus pezones y un pantaloncito ligero corto de algodón de esos de estar en casa. Me preguntó si ya había café. Le respondí que lo acababa de poner a hacer. Su rostro aun con retazos de maquillaje medio deshecho no expresaba nada. Solo su seriedad y tranquilidad habitual. Buscó una toalla y entró al baño.

Exasperadamente, las horas sabatinas transcurrían con una lentitud pasmosa que alimentaban mis ansiosos interrogantes. Yo, mantenía la prestancia de chico bueno en un día normal, pero con esfuerzo. Saqué a pasear a la perrita Mini lleno de cavilaciones. Jugué futbol un rato en el parque con Adolfito, pero un tanto desconcentrado, entre recreaciones mentales de lo sucedido anoche y cuestionamientos de si algo pasara después. No pasó nada ese día. Mi tía tenía un compromiso por la tarde con Adolfito. Quedé solo unas cuantas horas.

Como siempre fui a la cesta, pero todo estaba limpio. Me tía seguramente había lavado sus ropas mientras yo estaba en el parque con Adolfito. Salí al pequeño patio-balcón trasero y efectivamente las ropas estaban todas húmedas colgadas al sol en los alambres del tendedero. Divisé enseguida la nueva prenda. La tanga roja de encajes que mi tía se había estrenado en su cumpleaños y que ella misma me había puesto a oler a manera de perfume la noche anterior. Me excité y me dieron ganas de pajearme, pero la prenda toda mojada de agua solo olía a limpio, a fragancias de detergente.

Por la noche, a poco de dormirme, estando encerrado en mi habitación intentando concentrarme en la lectura de un documento que debía analizar para la universidad, un tac, tac, tac suave sonó en la puerta.

  • Aja, sigue – pensaba que era Adolfito.

Mi tía entró, con cautela como si debiera esconderse de alguien. Yo me incorporé y me puse de pie algo sorprendido. Se sentó al borde de mi cama y me invitó a que yo también me sentara al lado de ella. Mi corazón latía fuerte. Sabía que algo trascendental podía suceder, para bien o para mal.

Ella me miraba con serenidad y una leve sonrisa. Respiró hondo y comenzó a hablar en voz bajita, pese a que Adolfito estaba a dos habitaciones jugando videojuegos a todo volumen.

  • Yo sé que anoche yo estaba un poco tomada. Pasó lo que pasó. Quizás estuvo mal de mi parte. Soy tu tía y esas cosas se suponen que no pasan entre una tía y un sobrino, por muchas ganas o lo que sea que haya. Así que…

No sé bien porqué, pero me atreví a interrumpirla esta vez, con serenidad y seguridad. Lo hice de forma espontánea. Hasta puse mi mano encima de la de ella que apoyaba encima del colchón, en el breve espacio que quedaba entre ella y yo.

  • Tía, tía, pero también somos hombre y mujer, simplemente hombre y mujer. No se sienta mal ni se de tan duro por eso y le confieso que yo, que yo también quería que eso pasara. Ay, tía, perdón que la interrumpí.

Me miró en silencio con sus ojos grandes, acuosos y muy expresivos, como de mujer que mira con atención el desenlace de algo.

  • Lo sé Miguel. Pasó porque ambos quisimos que pasara, pero no es moral algo así. ¿Me entiendes?
  • Si – le respondí con evidente desesperanza, pero sin insistir.

Ella, al verme, hizo un gesto de ternura en su cara. Se balanceó y me dio un abrazo cálido. Yo la abracé con intensidad, como si fuera mi novia. Acaricié su cabello mientras su cara reposaba en mi pecho desnudo. El olor de su cuerpo y sus cremas humectantes me embelesó. Le acaricié su brazo suave y delgado como no queriendo que el abrazo no terminara. No pude evitar tener una rápida erección ahí, debajo de mi pantaloneta de dormir.

  • Ay, tía, se siente rico estar así, huele tan bien – expresé con espontaneidad.
  • Ay, Miguel, Miguel, como dijo la loca de María anoche, corremos peligro.

Me dio un beso en el pecho. Se desató de mis brazos con aire nerviosa. Se puso de pie y caminó hacia la puerta con cierto desespero como queriendo evitar que pasara algo. Yo me sentí derrotado, fue una rara sensación. Simplemente me recliné hacia atrás algo triste viéndola alejarse. Ella abrió la puerta con lentitud sin dejar de mirarme. Yo sentado y con una erección que apuntalaba mi pantaloneta. Me dio vergüenza. Intente cubrirme alzando mi pierna derecha en la cama. Ella sonrió. Se giró completamente hacía mí. Volvió a cerrar la puerta. Cerró los ojos y habló en voz débil, mirando el cielo raso, más para sí que para mí – Ok, ok, solo esta vez y ya – puso el seguro a la puerta y se devolvió ante mis ojos atónitos. No entendía del todo que era lo que hacía ni su comportamiento errático.

Se acercó a la ventana. Cerró la cortina completamente a pesar de que solo árboles podían ver algo desde afuera. Se descalzó de sus sandalias y sin quitar ni alzar mucho la vieja falda marrón que tenía puesta deslizó por sus piernas ante mi sorpresa su prenda íntima. Era un calzón clásico de algodón color crema, que yo conocía bien y que antes había alimentado alguna de mis tantas pajas. Me lo lanzó y cayó en mi regazo después de rebotar en mi pecho.

  • Ya sabes. Quiero verte otra vez – lo decía con voz vencida, como sabiendo que estaba haciendo algo que se suponía que no iba a hacer otra vez.

Yo ni dije nada. Solamente estaba contento, sorprendido y contento. Tomé la prenda de mi regazo donde había caído mal envuelta. La abrí como si la fuera a colgar al sol. Ese morbo intenso mordió mi alma. La aspiré. Olía suave, a ese olor ya tan familiar del sexo de ella. Sentí aromas mezclados de orines, sudores y flujos vaginales. Me quité todo, hasta quedar completamente desnudo, allí, sentado al borde de la cama. Sus ojos acuosos brillaban. Su boca se mordisqueaba expectante. No. Esta vez no estaba ella borracha. Había sucumbido a sus deseos pecaminosos sin necesidad de alcohol. Me recliné encima de dos almohadas que acomodé rápidamente. Su calzón sucio se enredó en mi cara sin tapar mis ojos que la miraban directamente. Mi verga agitada suavemente por mi mano. Ella de pie frente a mi cama, tocaba su cuerpo por encima de su blusa blanca y su falda.

Yo, a ratos soltaba mi verga y a propósito para su beneficio contraía voluntariamente mi pelvis para que el pene se moviera juguetonamente, como con vida propia. Mi tía miraba atentamente. Le divertía. Apreciando mi morbo procaz. Ella se alejó hasta reclinar su cuerpo contra la pared opuesta. Allí de pie, dobló su pierna apoyando su pie descalzo contra la pared. Su mano comenzó a buscar y hurgar bajo su falda hasta tocar su vulva que la tela no me dejaba ver. Se estaba dedeando y con la otra mano apretujaba sus tetas por encima de la blusa. Nos mirábamos con fuego a los ojos. Linda lucía mi tía allí como puta masturbándose. Yo me pajeaba despacio, siempre oliendo su calzón. Tía Lau hacía esfuerzos para ahogar sus gemidos que lograba debilitar abriendo su boca y emitiendo jadeos fuertes.

En un acto de arrebato, tomó impulso, como desesperada. Se despegó de la pared como si su deseo hubiera superado sus fuerzas. No habló. No me miró a los ojos como para sentir menos culpa quizás. Caminó hacía mí. Se arrodilló frente a mí y sin pedir permiso ni avisar me agarró la verga con su mano pequeña. La miraba fijamente con ansias, como estudiándola, estaba algo descontrolada, mordisqueando sus labios, respirando fuerte, como asustada de estar cruzando una línea roja. Después, simplemente la engulló hasta la mitad de un solo tajo. Mi tía me estaba chupando la verga y yo simplemente ni me lo creía. Por fin, por Dios.

Que bella sensación. Sus ojos los mantenía cerrados, mamando asiduamente como si mi verga se fuera a ir pronto de su mundo, como si fuera la última mamada de su vida. Lo hacía con una intensidad y unas ganas tremendas. Sin dejar de engullir el falo, tomó una almohada y la dispuso debajo de las rodillas para no maltratarse. Parecía que se estuviera confesando en una iglesia por el pecado de no darse placer. Ese placer necesario que toda mujer desea sentir. La mamaba tan rico. Su boca se sentía cálida. Yo me incorporé y le acaricié con ternura sus cabellos sin interrumpir su faena. La dejaba libre de imponer su ritmo. Al sentir mis manos en su cabello, abrió por fin los ojos. Nos miramos como cómplices que están cometiendo alguna fechoría. Ella a ratos, lamía la cabeza del pene, como saboreando una paleta de vainilla. Sonreía y contraía su rostro con lujuria. Se veía bella. A ratos tierna, a ratos carnal, como toda una puta. Entonces entre jadeos, suspiros y algo agotada tomó un respiro y por fin dijo algo.

  • Ay, Dios.

No la dejé que pensara mucho. No quería que se arrepintiera y todo terminara allí. Me puse de pie. Metí mis manos debajo de sus axilas incitándola y ayudando a que se levantara. Ella un poco dubitativa siguió mi impulso sin poner resistencia ante mi gesto implacable.

  • ¿Qué haces, Miguel?, cuidado – me dijo, ya estando de pie.

No le dije nada. Solo la empujé sin brusquedad a que se sentara en la cama. Fui yo quien se arrodilló en la almohada tumbada en el suelo. Metí mi cabeza entre sus dos muslos sin pedirle permiso. Intentó mantenerlos cerrados, pero hice fuerza con mi cabeza besuqueando por encima de sus rodillas y sus piernas cedieron como alas de mariposas.

  • Miguel, cuidado, No, no, ¿qué haces?, no, no-o, hm, n-n-o, hm, hm, ah, ay, Mi-Mi-guel, hm, hm, ah…Dios mío, ah, hm.

Por fin mi nariz había llegado a la fuente misma de donde emanaban sus aromas. Esos aromas que habían alimentado tantas pajas cotidianas. Olía tan, pero tan intenso. Todo estaba mojado y carnoso. No le di chance de escaparse. Bajo la tiniebla de su falda que cubría mi cabeza, mi lengua buscó sus carnes suaves y los repliegues vaginales jugosos inundaron mis papilas gustativas. Un mundo de sensaciones indecibles me invadía por todos los sentidos. El sabor a vagina me embriagaba y me encantaba ensuciarme la cara con esos flujos. Mi tía cedió completamente. Se deshizo en jadeos y gimoteos tenues con cada aleteo de mi lengua que por fin se acomodó en la zona del clítoris. Entre jadeos desesperados, sus manos se apoyaron contra mi cabeza como para asegurarse de que yo me comiera toda su chucha.

Le acariciaba las piernas comiéndole la vulva hasta que mi tía terminó tumbada transversalmente en la cama, entregada al goce del cunnilingus. Sus piernas se alzaron, su falda se replegó en su abdomen y pude por fin tener el placer de conocerle al desnudo la bella geografía de su vulva velluda. Era preciosa y ese triangulo espeso de vellos me encantaba. Generaba un morbo visual que ni yo mismo esperaba. Mi tía Lau estaba entregada disfrutando del placer de sentir a un hombre atrevido jugar con su chocha ardiente. Osé entonces y estiré mis manos hasta agarrar sus tetas sin dejar de lamérsela. Ella convalidó mi movida. Sus manos las puso encima de las mías guiando las caricias en sus senos aun vestidos. Se los apretujaba con morbo y ganas y ella parecía gustarle mucho.

Entre lamidas de cuca y con algo de torpeza le fui quitando su blusa y ella incómodamente de despojó de sus sostenes. Por fin, por fin. Todo esto era real. Dios. No aguanté más. Ella tampoco. Me incorporé con mi cara mojada y olorosa a vagina. Nos miramos ansiosamente. No tuve que decir nada. Ella tampoco habló. Solo miró mi verga dura apuntando hacia su gruta. Me acomodé entre sus piernas y puse la punta de la verga en la boca de su vulva. La deslicé por encima varias veces sin hundirla. Jugueteando a arrastrarla por sus carnosidades y sus vellos hasta hacerla desesperar. Me encantaba el paisaje. Ella allí, tumbada, casi completamente desnuda, con su vulva oscura de pelos y sus senos carnosos al descubierto.

  • Ah, ya, ya, por favor, Miguel, métemela – su voz era más un suplico que otra cosa.

Era una petición desesperada. Yo me entretenía conociéndole por fin cada pequeño detalle de sus lindas tetas desnudas que tanto había fantaseado. Eran más bellas de lo que pensaba, blancas, grandes, redondas con aureolas amplias rosadas pálidas y pezones anchos. La sensualidad en carne. Hundí suavemente mi verga por fin. Sentí ese calor vaginal, húmedo, tan precioso que arropó el falo hasta que mi vello púbico se enredó con el de ella. Cruzamos la línea roja. La había penetrado. Acceso carnal total pecaminoso. Incesto consumado. No había marcha atrás. Ella emitió un gemido profundo. Complacida.

Me acomodé. Me concentré en sentir y disfrutar de esas sensaciones y el cosquilleo único que se vive al penetrar una vagina húmeda y entregada. Es un placer infinito. Doblemente infinito por ser prohibido en esta ocasión. Con cada embiste mi tía jadeaba y sus tetas rebotaban en una danza hermosa. Me sentí fuerte, muy hombre, muy macho ante una mujer débil que había sucumbido ante sus deseos prohibidos e inmorales.

La cama chirreaba un poco con nuestra danza. Había que tener cuidado e intentar ser discretos. No estábamos solos. No podíamos olvidarlo. Adolfito estaba allí, aunque distraído en su universo de juegos al igual que nosotros en el nuestro. Me recliné en su cuerpo. Me encorvé lo que más pude para poder lamer sus pezones mientras clavaba asiduamente la verga como pistón bien aceitado en lo más hondo de su sexo cada vez más caliente y mojado.

  • Ah, ah, hm, hm, si, hm, ah – así, ah, ah – jadeaba y jadeaba sus gemidos y gritos.

Era una delicia escucharla gemir ahogadamente con el sonido del tac, tac, tac, tac de mi pelvis chocando con la de ella de fondo. Pero el cosquilleo ese irremediable, difícil de controlar me avisaba que si seguía así no iba a demorar mucho. No. No quería que esto terminara tan pronto. Ella me abrazaba, pero yo se la saqué sin aviso. Ella abrió los ojos sorprendida de habérsele interrumpido su goce. Hubo un reclamo interrogante con sus ojos acuosos, pero duró poco. No dejé que hablara. Me senté con mi espalda apoyada en la cabecera de la cama y le pedí que se me subiera ella y cabalgara. Ella accedió casi desesperadamente, dócil y gustosa.

Cuando se ensartó completamente con su falda todavía puesta y sus senos al aire, la vi tan bella. Era como una nena, pero mayor. Me encantaba esa combinación de mujer madura con cuerpo de nena. Sus senos gordos colgaban en pose natural. Desparramados un tanto a cada lado. Provocaba seguir mamándolos. Lo hice al mismo tiempo que la penetraba y ella gemía en mi oído más intensamente.

  • Ah, ah, hm, si, si, así, si, ah, ah, hm, ah, hm, ah – su voz sonaba más gutural.

Las tetas se aplastaron ricamente contra mi pecho y tía Lau saltaba y se meneaba imponiendo el ritmo de la penetración. Nos mirábamos fijamente a la cara. Yo la ayudaba a levantarse sosteniéndola por sus nalgas. Ella, abrazada mis hombros. Sus gemidos se intensificaron. Se meneaba encima de mi regazo: Sus piernas abiertas y dobladas con sus rodillas apoyadas en el colchón. Copulábamos tan cómodamente. Había fuego en nuestras miradas.

Entonces fue como si nuestros rostros de repente tuvieran una suerte de imán infranqueable en esa pose. No sé quién tomó la iniciativa, si ella o yo, pero sospeché que ambos lo deseamos. Nuestras bocas se acercaron. Los alientos de enredaron e inevitablemente un beso carnal, húmedo, prohibido, profundo unió nuestros labios y lenguas húmedas sucias de sexo. El vaho de mi verga su boca lo traspiraba y boca olía a su intimidad. El beso se mantuvo largo, comiéndonos mutuamente las bocas hasta que ella agotada emitió un jadeo profundo contrayendo todo su cuerpo. Todo era tan hermosamente excitante que yo tampoco aguanté mucho. Segundos después y sin fuerzas para avisar nada, simplemente me desplomé y derramé con potencia todo el semen en lo más hondo de su vagina en carne viva. Con cada espasmo yo jadeaba y ella muerta de placer le complacía ver mis gestos y oír mis sonidos orgásmicos. Nuestros cuerpos exhaustos, sudados se sacudían en un acto de amor prohibido pero bellísimo.

Nos miramos a los ojos, un poco ya relajados. Intente besarle los pezones de sus tetas bellas. Ella se encorvó con incomodidad.

  • No, no, no Miguel, están muy sensibles, no me aguanto el cosquilleo en mis senos después que me vengo.

La dejé tranquila. Todavía mi verga estaba inserta y daba espasmos suaves. Sentía un calor agradable en mi pelvis.

  • Y paso lo que no tenía que pasar Miguel.
  • Ay, Tía, pero la pasamos rico. ¿No? – me miró con una sonrisa irónica.
  • Si – fue todo lo que dijo. Se desensartó de mi cuerpo y todo el semen espeso salió de su vagina mojando la sábana.

Tomó su calzón que estaba casi al otro extremo de la cama y se limpió el exceso de semen que aun mojaba sus labios vaginales y bajaba por sus muslos.

  • Mañana cambias esa sábana sucia de pecados. Ay, por Dios – dijo con un gesto de desapruebo para consigo misma.

Se vistió con agilidad sin ponerse el calzón que empuñó y metió de cualquier manera con discreción en el bolsillo lateral de su falda. Se miró en el espejo pegado detrás de la puerta, para asegurarse de que lucía normal después del sexo eufórico. La abrió despacio. Miró con sigilo hacia el pasillo. Escuchó que todavía Adolfito estaba pegado en su video juego. Me miró con sus ojos acuosos. Yo allí, vencido, satisfecho, desnudo y tumbado en la cama con mi pene ya fláccido. Me hizo un gesto con su rostro como para que yo estuviera atento a lo que ella iba a gritar:

  • Adolfito, ya está bueno. Ya es tarde. A acostarse ya mijo. Apaga ese aparatejo.
  • Si, mami, ya voy – escuché la voz de Adolfito en la lejanía.

Yo me apuré entonces a ponerme mi pantaloneta por si Adolfito se acercara. Ella se giró. Me dijo hasta mañana con una vez suave, casi en secreto y cerró la puerta.

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