Fui su experimento sexual: un montón de orgasmos y ni un te quiero

La siguiente vez que me vi con Alberto me miró tan familiarmente, en ese momento supe que había perdido algo. Esa delgada capa de piel que separa lo privado de lo expuesto. No me tocó, no me dio la mano, ni me dio beso. No hizo falta.

Fue en un café cerca de la UPN Neza, donde estudio, donde yo fingía leer y él fingía no observarme. Yo vestía un pants negro, una chamarra oscura con rayas blancas y debajo no llevaba blusa solo mi sostén gris que me hacía sentir poderosa y una tanga a juego. Yo iba en plan no me toques, pero mírame. Él lo hizo mejor. No me miró siquiera. No como otros lo hacían, con esa codicia torpe. En cambio, él notó cómo mi pulgar raspaba el borde de la taza, cómo mi respiración se hacía más lenta cuando alguien pasaba demasiado cerca, o como se aceleraba cuando él se acercaba.

Fue una tortura, el muy pendejo no me daba la atención burda a la que yo estaba acostumbrada. Pero estaba atento a lo que yo decía.
Al despedirse, dijo solo esto: “Mañana paso por ti a esta hora, no uses ropa interior.”

No fue una pregunta. Ni siquiera una orden clara. Solo un dato, como si ya supiera que yo obedecería.

Pasé la noche despierta, oliendo mi propia ropa, preguntándome qué buscaría él en mí al día siguiente. ¿El sudor en la nuca? ¿El rastro de sal en las muñecas? Me masturbé pensando en su silencio, no en sus manos. Eso fue lo que me asustó.

Al mediodía siguiente, sentí cómo la humedad se acumulaba entre mis pechos, en la curva de la espalda. Yo llegué tarde, como siempre, y cuando él se sentó frente a mí, sus ojos bajaron hasta mi escote, donde una gota de sudor resbalaba. No sonrió. No hizo un comentario. Solo aspiró lentamente, como si estuviera registrando un experimento.

Ese día yo vestí un top animal print y una minifalda plizada color beige, mis tenis blancos y no más-

“Bien”, dijo.

Y eso fue todo. Pero en esa palabra, hubo algo más: una puerta abierta. Que yo ya había cruzado.

Alberto no me tocó esa vez en el café. No me empujó contra la pared, no me hundió los dedos entre las piernas para comprobar si había obedecido. No hizo falta.

Nos fuimos a su casa, yo tenía las piernas temblorosas, sintiendo el roce de mi blusa contra mi piel desnuda debajo. Cada paso bajo su mirada era una caricia sucia, un recordatorio de que llevaba la panocha al aire, empapada, sin nada que contuviera el calor que se me acumulaba entre los labios.

Él abrió la puerta y me miró como si ya lo supiera todo.

—Pasa.

Su voz era plana, pero yo sentí el peso de esa palabra en el clítoris, como si me hubiera metido los dedos de golpe. El muy cabrón se fue directo a su escritorio en su pequeña oficina. Tenía una libreta abierta, un reloj de pulsera al lado, como yo fuera solo otro dato que registrar.

—Quítate la blusa.

Lo hice. Mis pechos se endurecieron al máximo. Él no miró.

—La falda también.

Tragué saliva. Mis dedos torpes desabrocharon el botón, bajé la tela y quedé ahí, en medio de su sala, sin tanga ni sostén, con la piel erizada.

—Todo.

Su voz no dejaba espacio para preguntas. Me desabroché los tenis, dejandolos a un lado. Mis pezones estaban punzantes. La panocha empapada se contrajo un poco cuando me paré.

—Así.

Alberto no se acercó. Solo señaló el sofá.

—Acuéstate. Abre las piernas.

El cuero frío me hizo estremecer. Obedecí, separando los muslos hasta sentir el aire en mi clítoris hinchado. Sabía que él podía verme todo: el brillo de mis jugos, cómo mi clítoris palpitaba bajo su mirada.

—Tócate.

—¿Qué…?

—Dije que te tocaras.

Su voz no subió de volumen, pero sentí el látigo en esas palabras. Resoplé, llevando los dedos temblorosos a mi panocha. Estaba tan mojada que el primer roce fue un shock. Gemí.

—Más lento.

Apreté los dientes, obligándome a deslizar los dedos con calma, sintiendo cómo mis propios fluidos me cubrían.

—Ahora mete dos dedos.

Lo hice. Mi interior ardía, apretado alrededor de mis falanges.

—Más despacio, pendeja.

El insulto me sacudió. Me corrí apenas, un espasmo repentino que me hizo arquear la espalda.

—No. —Su voz cortó como un cuchillo—. No te vengas.

Jadeé, deteniéndome justo en el borde. El dolor era delicioso.

Alberto finalmente se levantó. Se acercó, mirando cómo mis dedos seguían enterrados en mí.

—Eficiencia del 87% —dijo, mirando su reloj—. Tardaste 4:17 minutos en llegar al límite.

No entendí. No importaba.

—Ten ésto, estudialo y nos vemos mañana.

Me dio un sobre blanco, sin leyendas. Dentro, solo una hoja con instrucciones precisas, escritas en esa letra pulcra que yo ya conocía:

“Mañana. Av. Pantitlán esquina Av. Neza. 3:30 PM. Falda corta. Sin ropa interior. Siéntate en la banca frente a la dulcería y cruza las piernas. Espera a que alguien te mire. No te muevas hasta que al menos tres hombres hayan pasado y hayan vuelto la vista. Después, mastúrbate ahí mismo. Grábalo. Envíamelo.”

No había firma. No mas datos.

Al día siguiente el sol quemaba mis muslos cuando me senté en la banca, sintiendo el contacto directo del metal caliente contra mis nalgas. La falda, tan corta que apenas me cubría, se abrió un poco más al cruzar las piernas. No tuve que esperar mucho.

El primero fue un vendedor ambulante, ojos oscuros que se clavaron en el espacio entre mis muslos. Tragó saliva. Siguió caminando, pero dio media vuelta dos metros después.

El segundo, un estudiante con audífonos, casi tropieza al pasar.

El tercero fue más descarado. Un tipo mayor, traje arrugado, que se detuvo frente a mí y dejó caer una moneda al suelo. Se agachó demasiado lento, mirando.

Mi clítoris palpitaba. No me tocaba, pero sentía cada gota de lubricación escurriéndome por los muslos.

El video empezó con mi mano temblorosa levantando la falda, mostrando cómo ya estaba empapada.

—Alberto quiere que me toque… —susurré, acariciando el borde de mis labios—. Y yo obedezco.

Los dedos se hundieron sin dudar. Gemí, ahogada, sintiendo cómo mi cuerpo se contraía alrededor de ellos. No era solo placer, era sumisión convertida en electricidad.

—Mierda… mierda… —Jadeaba, frotando el clítoris con el pulgar en círculos rápidos—. Quiero venirme… pero no puedo… no sin su permiso…

El orgasmo llegó de todos modos. Violento, incontrolable. Me doblé sobre la banca, con las piernas temblando, mientras una oleada de placer me sacudía desde el coño hasta la garganta.

Le envié el video, de inmediato respondió pidiéndome que fuera a su casa.
Cuando llegué, él ya estaba esperando. No dijo nada. Solo me llevó a su recámara y señaló la cama.

—Desnuda.

Alberto no me dio tiempo de prepararme. Me agarró de los pelos desde que entré a su cuarto, empujándome de bruces sobre la cama mientras con su otra mano ya desabrochaba su cinturón. Oí el ruido metálico del cierre bajando y luego el golpe húmedo de su verga contra mis nalgas, ya dura, ya palpitando de puro morbo.

—Ponte a grabar en 3, 2, 1… —dijo en un tono frío, como si esto fuera otro de sus malditos experimentos.

Alcancé mi celular en seguida, tenía que filmarme mientras él me cogía. Tenía que verme.

La primera embestida me partió en dos.

No hubo aviso, ni condón, ni saliva para ayudar. Solo el cabrón empujando su verga hasta el fondo de mi cuca en un solo movimiento, como si mi cuerpo fuera un puto juguete. El dolor fue tan intenso que vi estrellas, pero cuando intenté arquearme para escapar, sus manos me aplastaron contra el colchón.

—Enfoca bien tu cara, cabroncita —gruñó, clavándosela más hondo—. Quiero ver cómo se te sale el alma por los ojos.

Temblé. El celular casi se me cae de los dedos, pero logré apuntar la cámara hacia mi cara, hacia mis tetas rebotando violentamente con cada embestida. Por el brillo de la pantalla vi mi propia expresión: boca abierta, ojos llorosos, labios brillantes de babas.

—Dilo —exigió él, agarrándome de las caderas para clavar su ritmo—. Dime lo que eres.

—S-Soy tu puta… —gemí, sintiendo cómo su verga me abría en dos.

—Más fuerte.

—¡SOY TU PUTA! —grité cuando me dio una nalgada tan fuerte que dejó la mano marcada.

Él gruñó satisfecho y aceleró, metiendo su verga hasta topar con los huevos con cada empujón. Yo ya no podía pensar, solo sentir: el roce de sus pelotas contra mi clítoris, el sonido obsceno de mi panocha empapada, el calor de su ingle pegajosa de sudor contra mis nalgas.

—Mírate —me ordenó, jalándome del pelo para que viera la pantalla—. Mírate bien, perra. Así es como sirves.

Y ahí estaba yo: pelo revuelto, tetas cubiertas de moretones, con su verga saliendo y entrando de mi concha a un ritmo que ya me hacía ver borroso. Mis labios vaginales, rojos e hinchados, se veían como carne cruda alrededor de su verga, brillando con nuestros fluidos mezclados.

—Vas a venirte —dijo, clavándose hasta el fondo y haciendo un movimiento circular que me hizo ver blanco—. Pero no pares de grabar.

El orgasmo me golpeó como un tren. Pataleé, grité, sentí cómo mi panocha se apretaba alrededor de su verga como un puño, pero él no paró. Siguió cogiendo mi cuerpo convulsionado, usando mis contracciones para su propio placer.

—Otra —exigió, dándome una palmada en el clítoris que me hizo chillar—. Vamos, cabroncita, no es opción.

Y vine de nuevo. Y otra. Y otra.

Perdí la cuenta después del cuarto orgasmo, cuando ya solo salían gemidos rotos de mi garganta y mi panocha ardía como si me hubieran metido un fierro caliente. Él finalmente se corrió dentro de mí con un gruñido animal, llenándome hasta que sentí el semen caliente escurriéndome por los muslos.

—Repite después de mí —jadeó, sacando su verga lentamente para que la cámara captara cómo me goteaba—. “Soy tu puta bebé, hazme lo que se te antoje”.

—S-Soy tu puta bebé, hazme lo que se te antoje…

—Bien.

Apagó la grabación.

Inmediatamente después me puso de pie frente a él, me abrazó y subió mis piernas a sus caderas. Me indicó que lo abrazara del cuello, sus dedos hundiéndose en la carne de mis nalgas hasta dejarme moretones. Antes de que pudiera reaccionar, ya estaba dentro de mi, sintiendo el golpe seco de pévis contra mis labios empapados.

—No te muevas, cabrona— me escupió, agarrándome de los muslos con fuerza suficiente para dejarme marcas—. Tú no mueves un puto músculo. Solo rebotas.

Y entonces me destrozó.

Sus caderas se alzaron de golpe, clavándome hasta el fondo de mi con una embestida que me hizo ver estrellas. El dolor fue instantáneo, una quemadura que se expandió desde el coño hasta el estómago. Grité, pero él no paró. Su pelvis se estrellaba contra mi clítoris en cada empujón, frotando el punto más sensible con una precisión que me volvía loca.

Su verga, empapada de mis fluidos, desapareciendo una y otra vez dentro de mí. Mis labios estaban hinchados, cada vez que se hundía podía ver cómo mi cuca se estiraba para acomodarlo.

Otro orgasmo llegó sin aviso. Sentí una sacudida desde el clítoris hasta las tetas, haciendo que me arqueara como un puente. Mi coño se apretó alrededor de su verga, palpitando como una garganta ahogada.

—¡Mierda! ¡Mierda, mierda!— aullé, clavándole las uñas en el cuello.

Él no se inmutó. Siguió empujando, más duro, más rápido, usando mis espasmos para su placer.

—Eso es— dijo, y pude oír la sonrisa en su voz—. Vamos por más.

No tuve tiempo de recuperarme. Sus embestidas se volvieron más brutales, cambiando el ángulo para que la cabeza de su verga rozara ese punto profundo que me volvía loca. Sentía mas fuerza acumulándose otra vez.

—No… no voy a…— intenté avisar, pero ya era demasiado tarde.

Un chorro caliente brotó de mí, empapando su pelvis, sus bolas, el piso debajo. Grité, avergonzada, pero él solo gruñó y me agarró más fuerte.

—Así cabrona!— murmuró, frotando su pubis contra el mío para esparcir mi propio líquido—. Mira lo que haces. Pareces una perra en celo.

Yo ya no podía pensar. Mi cuerpo era un puto trapo, sacudido por cada embestida, cada apreton que me daba en las nalgas cuando me resbajaba hacia abajo.

—¡No puedo más!— sollocé, sintiendo cómo mi útero se contraía violentamente, como si quisiera expulsarlo.

Pero él no paró. Me obligó a seguir, a aceptar cada centímetro, a sentir cómo su verga hinchada palpitaba dentro de mí.

—Todavía no, cabroncita— me susurró al oído, mordiéndome el lóbulo—. Vas a venirte otra vez. Y otra. Hasta que no recuerdes tu pinche nombre.

Y así fue.

Perdí la cuenta de mis orgasmos.

Me recostó ahora en el colchón , y antes de que pudiera respirar ya tenía su lengua lamiéndome el coño.

—¡Ah, mierda!— grité cuando sus dientes cerraron alrededor de mi clítoris, mordiendo justo al borde del dolor. Su lengua no lamía, no acariciaba; invadía, metiéndose a saco entre mis labios, tragándose mis jugos como si yo fuera su puta fuente personal.

—¿Te gusta que te devore, zorra?— gruñó contra mi piel, sus manos abriéndome aún más, exponiendo cada centímetro de mi sexo hinchado a su boca hambrienta.

No pude responder. Solo gemí, retorciéndome, porque él no me dejaba correrme, cada vez que me acercaba al borde, cambiaba el ritmo, mordisqueando mis muslos o metiendo dos dedos en mi culo sin aviso.

—Alberto, por favor…— supliqué, con la voz quebrada.

Él levantó la vista, sus labios brillantes con mis fluidos.

—Pide bien.

—¡Quiero venirme en tu boca, cabrón!— escupí, furiosa y prendida como una maldita antorcha.

Sonrió. Eso fue lo peor.

—Ahora sí, puta.

Y entonces se lo tomó en serio.

Su lengua frotó mi clítoris en círculos tan brutales que el orgasmo me llegó de golpe. Grité, convulsionando, mis piernas temblando sin control mientras él seguía bebiéndome, como si mis jugos fueran agua bendita.

Alberto se puso sobre mi, encajándose entre mis piernas con esa mirada de depredador que me hacía mojarme al instante.

—Ahora vas a sentir hasta el último centímetro— dijo, y entró de un golpe seco, sin preámbulos, sin piedad.

—¡PENDEJO!— chillé, arqueándome, porque llenaba demasiado, estirándome hasta el límite.

Él no esperó. Empezó a follar con embestidas cortas y profundas, cada una calculada para que su pubis rozara mi clítoris ya sobresensibilizado.

—Mírame— ordenó, agarrándome de la garganta—. Quiero ver cómo se te va la puta mente.

Y lo hizo.

No podía hacer nada más que sentir cómo me destrozaba, cómo cada empujón me llevaba más cerca del borde.

—Vas a venirte otra vez— jadeó—. Y no paras hasta que yo termine.

El otro orgasmo fue peor. O mejor. Ya no sabía. Solo sentía fuego, furia, su verga palpitando dentro de mí mientras yo lloraba de placer, de sobreexcitación, de sumisión.

Cuando se corrió, fue con un gruñido animal, llenándome hasta el tope, sus dedos marcando más moretones en mis caderas.

Y entonces, como si nada, se levantó y me tiró una toalla.

—Limpia. Mañana hay más.

Con mi coño todavía palpitando, no supe que decir.

Mientras yo jadeaba, todavía convulsionando por los espasmos, él ya estaba escribiendo en esa pinche libreta.

—Rendimiento del 127% sobre lo esperado— murmuró después, mirando su reloj—. Catorce orgasmos en once minutos. Nada mal Cabroncita.

Y lo más jodido de todo es que mi coño volvió a palpitar solo de pensarlo.

Al despedirnos, el sobre estaba en la mesa de noche, me lo dió.

“A partir de hoy, estas son tus instrucciones permanentes:

A) Cada vez que un extraño te mire con deseo, te tocarás discretamente y recordarás que eres mía.
B) Si alguien te pide algo sexual, lo harás sin importar quien sea o lo que te pida.
C) Después de eso te grabarás tocándote y contandóme lo sucedido y me lo enviarás.”

No había pregunta. No había opción.

Yo obedeceré todo lo que él me diga. Sus cogidas no me dejan elegir otra opción.

Compartir en tus redes!!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *