Encuentro Prohibido en Acapulco: Uniforme, Sudor y Deseo

Por aqui de nuevo, no sé por qué escribo esto. Tal vez porque necesito sacarlo, contarlo en algún lado donde nadie sepa quién soy. Aquí estoy, detrás de una pantalla, escondido como me escondí esa noche. Soy un guardia nacional, 23 años, moreno, quemado por el sol, con el cuerpo atlético de tanto entrenamiento. Pero mi cara, bueno, digamos que no es de galán: nariz ancha, cicatrices de acné, dientes chuecos. Nadie me ve dos veces, excepto cuando llevo el uniforme pixelado, el chaleco táctico y el fusil al hombro. Ahí sí, la gente me nota. No por mí, sino por lo que represento.

La playa de Acapulco es un cadáver desde que Otis la destrozó. El huracán de octubre del 23 se llevó las palapas, los parasoles, los bares de playa. Ahora hay escombros por todos lados: tablas astilladas, plástico roto, sillas torcidas que el mar escupe con cada marea. Estoy aquí hace un mes, asignado a patrullar esta costa herida, vigilando que nadie saquee lo poco que queda.

Mi turno es de noche, de nueve al amanecer. La playa está muerta a esta hora, solo se oye el rugido de las olas y el crujir de mis botas sobre la arena húmeda, salpicada de restos de metal oxidado. A unos metros, un campamento improvisado de voluntarios que vinieron a ayudar con la reconstrucción: carpas descoloridas, cajas apiladas, el resplandor débil de una fogata. Ahí lo vi la primera noche. Rubio, flaco pero definido, con esa energía de chilango que llega a arreglar el mundo. Era uno de los voluntarios, siempre moviéndose, repartiendo agua, cargando escombros con una agilidad que desafiaba el calor pegajoso de la costa. Su camiseta, empapada de sudor, se le pegaba al torso, marcando cada músculo, cada curva de su pecho.

Nuestras miradas chocaron cuando descargaba una camioneta bajo la luz de un farol. El sudor le corría por la frente, goteando hasta el cuello, y me miró más de lo necesario, con una chispa que no era solo curiosidad. Sentí un nudo en el estómago, apreté el fusil y asentí apenas. Él respondió con una sonrisa rápida, casi imperceptible, antes de volver a las cajas. Esa noche, en el catre del cuartel, no dormí. Pensaba en el sudor brillando en su piel, en cómo se sentiría tocarlo, en si esa mirada significaba lo mismo que yo quería.

Los días se volvieron un ritual de miradas robadas. Yo, patrullando la playa, el chaleco apretándome bajo el calor, el fusil pesando en el hombro, el olor a sal y arena húmeda metido en la nariz. Él, moviéndose entre el campamento, cargando madera, repartiendo comida, siempre encontrando un momento para mirarme. Una tarde, me acerqué al campamento con la excusa de pedir agua. Estaba sentado en una caja, el cabello rubio pegado a la frente, la camiseta abierta hasta el pecho, el sudor goteando por su clavícula como un río lento.
—¿No te cansas de cargar eso toda la noche? —dijo, señalando el fusil, su voz con un dejo de burla que me erizó la piel.
—No más de lo que tú te cansas de jugar al héroe —respondí, apoyándome contra un poste, el chaleco crujiendo bajo mi peso.
Me miró de arriba abajo, deteniéndose en mi pecho, en el cinturón, en la forma en que el uniforme se me pegaba por el sudor.
—Ese traje debe ser un horno con este pinche calor —dijo, limpiándose el cuello con una mano, dejando un rastro brillante.
—Te acostumbras —respondí, mi mirada fija en la suya, en el sudor que le marcaba la piel, en la curva de su boca.
No dijimos más, pero supe que la cuerda se iba a romper.

Era sábado, casi las tres de la madrugada. La playa estaba en silencio, el campamento oscuro salvo por la fogata que agonizaba. Lo vi caminar hacia la orilla, una silueta contra el reflejo plateado de la luna en el agua. Dejé el fusil en la patrulla, me quité el casco y caminé hacia él. El aire olía a sal, arena húmeda y el rastro amargo del huracán: madera podrida, metal oxidado. Se giró al oírme, el sudor brillando en su rostro, la camiseta pegada al cuerpo como una segunda piel.
—¿Patrullando o buscando algo más? —dijo, su voz baja, con una chispa que me aceleró el pulso hasta hacerlo retumbar.
—Depende de lo que encuentre —respondí, acercándome hasta que el espacio entre nosotros era nada.
No dijo más. Se lanzó, sus labios chocaron contra los míos con una fuerza que me hizo retroceder. El beso fue crudo, con el sabor salado de su sudor, el calor del sol aún atrapado en su piel, el roce áspero de su barba incipiente. Sus manos, callosas por el trabajo, se clavaron en mi nuca, tirando con una urgencia que me prendió fuego. Respondí con la misma hambre, mis dedos hundiéndose en sus caderas, atrayéndolo hasta que nuestros cuerpos se estrellaron. El sudor de su piel se mezcló con el mío, una capa resbaladiza que hacía que cada roce fuera una chispa.
Nos movimos hacia un grupo de rocas grandes, medio enterradas en la arena, un refugio oscuro que nos escondía del mundo. La arena crujía bajo mis botas, el olor a sal, sudor y mar llenando el aire. Desabroché mi chaleco, dejándolo caer con un golpe sordo, y tiré de su camiseta empapada, liberando su torso. El sudor le corría por el pecho, goteando hasta el abdomen, marcando cada músculo como un mapa. Mis manos bajaron, desabrochando su short, dejando al descubierto su ropa interior, tensa sobre su erección. Él no se quedó atrás. Sus dedos desabrocharon mi cinturón, bajando mi pantalón lo justo, apretándome con una presión que me arrancó un gruñido. Sentí su polla dura contra mi muslo, caliente, pulsante, con una gota de líquido preseminal brillando bajo la luz de la luna.

Me arrodillé, la arena húmeda pegándose a mis rodillas, el grano áspero contra mi piel. Lo tomé en mi boca, saboreando el calor de su piel, el sudor salado mezclado con el sabor amargo de su excitación. Mis labios se movieron lentos, recorriendo cada centímetro, luego más rápidos, siguiendo el ritmo de sus gemidos, el eco de las olas como fondo. Su mano se enredó en mi cabello, tirando con fuerza, el sudor goteando por su abdomen hasta mi frente, mezclándose con el mío. Sus muslos temblaban, tensos, y supe que estaba al borde.

No terminamos ahí. Me levanté, lo giré contra una roca, la superficie áspera raspándole la espalda. Mis manos, resbaladizas por el sudor, se aferraron a sus caderas. La penetración fue lenta, un estiramiento que nos hizo jadear a ambos, el calor de su cuerpo envolviéndome como una marea. Encontramos el ritmo, sus embestidas contra la roca haciendo eco en la playa, el sudor chorreando por mi espalda, por su pecho, uniéndonos en un caos resbaladizo. Cada movimiento era un golpe, cada jadeo un grito ahogado en la noche. El clímax llegó como un maremoto. Su semen, caliente y espeso, salpicó mi abdomen, mezclándose con el sudor que nos empapaba, goteando por mi piel hasta la arena. Mi propio orgasmo me sacudió, mi semen derramándose sobre su muslo, un rastro pegajoso que se fundía con el sudor y el grano áspero pegado a su piel.

Nos derrumbamos, jadeando, contra las rocas. Mi uniforme colgaba abierto, pegajoso por el sudor y el semen, el olor de ambos mezclándose con la sal del aire. Él, con el short a medio bajar, el pecho subiendo y bajando, el sudor brillando bajo la luz de la luna. Me miró, aún sin aliento, y señaló el mar con la cabeza.

—Vamos a limpiarnos —dijo, con una sonrisa torcida que me hizo reír.

Caminamos hacia la orilla, el agua fría lamiendo nuestros pies, picando en la piel sensibilizada. Nos metimos al mar, las olas rompiendo contra nuestros cuerpos, disolviendo el sudor y el semen en su abrazo salado. Él se acercó bajo el agua, sus dedos rozándome la cintura, un toque juguetón que me arrancó una sonrisa. Nadamos un poco, el agua fresca calmando el calor de nuestros cuerpos, y por un momento, bajo la luna, éramos solo dos sombras en el mar.

—Estaré aquí unas noches más —dijo al salir, sacudiéndose el agua del cabello, gotas brillando en su piel—. Si patrullas… ya sabes.

Volví a la patrulla, el cuerpo vibrando, la arena pegada a mis botas, el uniforme húmedo por el mar y el recuerdo de su piel. La playa seguía en silencio, el rugido de las olas tapando todo. Pero en mi pecho, algo se había movido. No era solo deseo. Era la certeza de que, en esta playa rota, había encontrado algo vivo. Y sabía que volvería.

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GNMUYMACHO
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