En la cocina, mientras nuestros amigos estaban en la sala

No sé en qué momento exacto comenzó el juego de miradas, pero esa noche, algo en su forma de moverse era diferente. Lucía, mi mujer, vestía un vestido corto, negro, sin sujetador, y cada vez que se agachaba o giraba, el borde de sus nalgas firmes amenazaba con dejarse ver.

Nuestros amigos reían en la sala, hablando de cualquier cosa, tomando vino. Yo me ofrecí a buscar más hielo, y ella fue detrás con la excusa de traer más copas. Fue ahí, en la cocina iluminada solo por la luz del refrigerador, donde todo cambió.

¿Te diste cuenta cómo te miraba Daniel? – me susurró, mientras se inclinaba hacia el congelador, dándome una vista deliciosa de su trasero cubierto apenas por el vestido.

¿Y tú cómo lo mirabas a él? – le pregunté, acercándome por detrás, sin poder evitar presionar mi cuerpo contra el suyo.

Ella no respondió. Solo arqueó la espalda, como una invitación tácita. Mi mano resbaló hasta su muslo, subiendo lento, deteniéndose justo antes de tocar lo prohibido. Lucía jadeó, suave, apenas audible. Teníamos apenas segundos, pero el riesgo lo hacía aún más morboso.

¿Te estás mojando? —le susurré al oído, mientras mis dedos exploraban la humedad que ya empapaba su ropa interior.

Mucho – dijo sin vergüenza, mientras se giraba y me besaba con una mezcla de urgencia y lujuria contenida. Fue un beso lleno de todo lo que no podíamos hacer frente a los demás.

La levanté en la encimera, empujando platos a un lado sin pensar en el ruido. Ella se abrió de piernas con facilidad, dejando que mis dedos se deslizaran por su sexo caliente y resbaloso, mientras sus uñas se clavaban en mis hombros.

¿Y si entran? – me dijo, pero no se detuvo. Al contrario, se desabrochó el vestido y dejó que sus tetas desnudas quedaran a la vista, duras, pidiendo ser mordidas.

No lo pensé más. Bajé la cabeza y lamí sus pezones con hambre, mientras mis dedos se perdían en su interior, empapados por su deseo. Su cuerpo se movía contra el mío, y yo estaba tan duro que dolía. Pero el placer estaba en alargarlo, en sentir el riesgo.

Te voy a correr aquí mismo – le dije, mordiéndole el cuello.

Hazlo… córrete en mis tetas, en mi cara, no me importa… pero hazlo ya – me respondió con voz ronca, entre gemidos que intentaba ahogar.

Saqué mi polla, ya a punto de explotar. Ella la tomó con ambas manos, mirándome con esa mezcla de provocación y adoración que me enloquecía. Empezó a chuparla sin compasión, tragando cada centímetro, mientras yo le sujetaba el cabello, luchando por no acabarme en segundos.

Pero fue inevitable. El solo verla así, arrodillada en la cocina, con los labios mojados y las tetas bamboleando con cada movimiento, me hizo estallar. Corrí como un animal, gruñendo bajo, derramándome en su boca mientras ella no dejaba de lamer.

Se limpió con el dedo y se lo metió a la boca, mirándome como si nada. Se subió el vestido, se acomodó el pelo y tomó las copas.

¿Volvemos? Van a notar que no estamos…

Yo respiraba agitado, con la polla aún palpitando. Ella me sonrió con esa cara de mujer que sabe lo que ha hecho, y lo bien que lo ha hecho. Salió de la cocina caminando tranquila, y yo fui tras ella, sabiendo que nadie imaginaba lo que acababa de ocurrir a solo metros de distancia.

Y esa fue solo la primera vez. Desde entonces, la cocina se volvió nuestro lugar secreto. Nuestro altar del pecado.

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Juan Felipe
Juan Felipe
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