El esperado encuentro entre Alexa y el narrador
No pensé que Alexa aceptaría tan rápido. Un mensaje corto, apenas un “sí” acompañado de un emoji que parecía un secreto compartido. Bastó eso para que la imaginación empezara a hacer lo suyo: cómo se vería al llegar, qué perfume usaría, si su mirada mantendría ese brillo de picardía o si, en persona, sería aún más peligrosa.
Quedamos en vernos en un café discreto, uno de esos donde el ruido de fondo se mezcla con el olor a café recién molido y la promesa de lo que podría pasar después. Llegó puntual, con un vestido que parecía una caricia, y un andar seguro, tranquilo, como quien sabe el efecto que causa.
No hubo abrazos. Solo una mirada. Pero en esa mirada estaba todo: el juego, la curiosidad, el deseo de ir un poco más allá de lo permitido. Cuando se sentó frente a mí, el aire cambió. Hablaba despacio, con una voz baja, casi un susurro, y cada palabra suya parecía elegida para provocarme sin decir nada concreto.
Pedimos café, aunque ninguno de los dos estaba ahí por eso. La conversación fluyó entre risas, insinuaciones y silencios que pesaban más que cualquier palabra. A veces rozábamos las manos al pasar la taza, y ese contacto mínimo bastaba para encenderlo todo.
“Así me gusta”, dijo ella en un momento, mientras jugaba con la cucharita. “Sin apuros. Sin pretender nada, solo sentir.” Su tono era dulce, pero tenía filo. Un reto. Una invitación.
El resto de la tarde se fue en miradas, en gestos que parecían accidentales y no lo eran. Cuando nos levantamos para irnos, el roce de su brazo contra el mío fue tan leve que cualquier otro lo habría ignorado, pero a mí me dejó sin aire. Caminamos juntos hasta la esquina, sin plan, sin dirección.
Antes de despedirse, se acercó lo suficiente para que su perfume me envolviera. “Me gusta cuando las cosas se quedan a medio decir”, murmuró, con una sonrisa apenas visible. “Así duran más en la cabeza.”
Se alejó despacio, sin mirar atrás. Y sí, tenía razón: esa noche no pude pensar en otra cosa. Ni en el café, ni en la charla, ni en el silencio. Solo en lo que no pasó… y en todo lo que estaba claro que iba a pasar muy pronto.
El segundo encuentro
Pasaron algunos días. No muchos, pero los suficientes para que el recuerdo de aquella tarde quedara rondando como una tentación que no se va. Su mensaje llegó una noche: “Te debo una conversación pendiente.”
Nada más. Ninguna hora, ningún lugar. Pero ambos sabíamos que la conversación no tenía nada que ver con palabras.
Nos encontramos al día siguiente, casi por instinto, en un rincón del malecón. El viento jugaba con su cabello y la luz del atardecer parecía haber sido puesta ahí solo para ella. Vestía simple, pero todo en su forma de moverse era una declaración silenciosa.
Caminamos sin prisa, hablando de cosas que no importaban. Cada vez que su hombro rozaba el mío, el cuerpo me traicionaba. Había algo eléctrico en el aire, esa mezcla de nervios y deseo que precede a lo inevitable.
En un momento, se detuvo y me miró. No dijo nada, pero su mirada lo dijo todo. Se acercó lo justo para que su respiración rozara mi cuello. “¿Sabes lo que más me gusta de esto?”, susurró. “Que nadie sabe lo que estamos pensando.”
No hizo falta responder. El silencio entre los dos se volvió más denso, más íntimo. La brisa ya no refrescaba, quemaba. Cada gesto suyo parecía una provocación cuidadosamente medida: la forma en que acomodaba el cabello, cómo mordía el borde de su labio, cómo jugaba con el tirante de su blusa.
Nos sentamos en un banco, mirando al mar, pero ninguno de los dos lo veía realmente. Había algo más fuerte ocurriendo, invisible, pero completamente real. Cuando nuestras manos finalmente se tocaron, no fue casualidad. Fue rendición.
Su piel era tibia, suave, y su pulso latía rápido, igual que el mío. Permanecimos así, en ese contacto mínimo que decía más que cualquier beso. Y por un instante, el mundo se detuvo: solo existían sus ojos, su respiración, el deseo contenido que pedía escapar.
“Te lo advertí”, murmuró, sonriendo con esa calma peligrosa. “Esto no iba a ser fácil de olvidar.”
Tenía razón. No lo fue. Y mientras el sol se hundía en el horizonte, supe que aquello recién empezaba.
El segundo encuentro
Pasaron algunos días. No muchos, pero los suficientes para que el recuerdo de aquella tarde quedara rondando como una tentación que no se va. Su mensaje llegó una noche: “Te debo una conversación pendiente.”
Nada más. Ninguna hora, ningún lugar. Pero ambos sabíamos que la conversación no tenía nada que ver con palabras.
Nos encontramos al día siguiente, casi por instinto, en un rincón del malecón. El viento jugaba con su cabello y la luz del atardecer parecía haber sido puesta ahí solo para ella. Vestía simple, pero todo en su forma de moverse era una declaración silenciosa.
Caminamos sin prisa, hablando de cosas que no importaban. Cada vez que su hombro rozaba el mío, el cuerpo me traicionaba. Había algo eléctrico en el aire, esa mezcla de nervios y deseo que precede a lo inevitable.
En un momento, se detuvo y me miró. No dijo nada, pero su mirada lo dijo todo. Se acercó lo justo para que su respiración rozara mi cuello. “¿Sabes lo que más me gusta de esto?”, susurró. “Que nadie sabe lo que estamos pensando.”
No hizo falta responder. El silencio entre los dos se volvió más denso, más íntimo. La brisa ya no refrescaba, quemaba. Cada gesto suyo parecía una provocación cuidadosamente medida: la forma en que acomodaba el cabello, cómo mordía el borde de su labio, cómo jugaba con el tirante de su blusa.
Nos sentamos en un banco, mirando al mar, pero ninguno de los dos lo veía realmente. Había algo más fuerte ocurriendo, invisible, pero completamente real. Cuando nuestras manos finalmente se tocaron, no fue casualidad. Fue rendición.
Su piel era tibia, suave, y su pulso latía rápido, igual que el mío. Permanecimos así, en ese contacto mínimo que decía más que cualquier beso. Y por un instante, el mundo se detuvo: solo existían sus ojos, su respiración, el deseo contenido que pedía escapar.
“Te lo advertí”, murmuró, sonriendo con esa calma peligrosa. “Esto no iba a ser fácil de olvidar.”
Tenía razón. No lo fue. Y mientras el sol se hundía en el horizonte, supe que aquello recién empezaba.
El sabor del riesgo
Alexa nunca imaginó que un simple mensaje pudiera encenderle el alma de esa manera. Aquel hombre no solo la deseaba… la comprendía. Su mensaje era una confesión disfrazada de provocación, y cada palabra parecía rozarle la piel.
Esa noche, mientras se miraba en el espejo, recordó sus consejos: “solo viste como te sientas cómoda… no uses ropa interior… el morbo de besar a un extraño no tiene precio.” Se mordió el labio, imaginando lo que se sentiría dejarse llevar por completo, ser parte de ese juego de deseo sin culpa.
Cuando su esposo llegó, ella ya no era la misma. Sus ojos tenían una chispa diferente, una mezcla de travesura y libertad. Él la miró, curioso, y ella sonrió con esa calma peligrosa de quien está a punto de cruzar una línea deliciosa.
Le susurró al oído, sin vergüenza, lo que aquel mensaje le había provocado. En lugar de enfadarse, él la tomó de la cintura y le dijo que quería verla así: viva, auténtica, deseante. Que quería que esa nueva versión de ella no se apagara nunca.
Desde entonces, Alexa y su esposo compartieron un secreto que los unía más que cualquier promesa: el de alimentar juntos ese fuego prohibido. Ella se sentía libre de contarle sus pensamientos más atrevidos, y él disfrutaba cada palabra como si fueran caricias invisibles.
A veces salían a caminar y él le pedía que le contara fantasías; otras, simplemente la observaba mientras se arreglaba, sabiendo que cada gesto era un juego compartido entre ambos. Ya no había miedo, solo complicidad.
El mensaje de aquel hombre fue la chispa, pero el fuego verdadero nació entre ellos. Un fuego hecho de confianza, deseo y amor sin máscaras.
Y así, Alexa descubrió que el verdadero placer no estaba solo en los cuerpos, sino en la libertad de ser ella misma, completamente y con el hombre que más la amaba.
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