Durmiendo en el apartamento de la playa de mi compañera Rosario
Mi compañera del instituto me había invitado a pasar el fin de semana en su apartamento de la playa. Al llegar, el aroma de la cena me recibió antes que ella. Vestía una camiseta blanca, delgada, sin sujetador; los pezones marcaban con descaro la tela. Una minifalda vaquera apenas le cubría. Se movía con soltura, como si supiera el efecto que tenía en mí. Durante la cena, entre risas y miradas largas, nos tomamos dos botellas de vino. Yo ya andaba medio ido.
—Pablo, solo tengo una cama. Nada de sofá ni colchón extra. Supongo que no te importa, ¿no?
—No —respondí, casi sin voz.
Se puso de pie y me pidió que la siguiera. La habitación estaba en penumbra, pero ella encendió la luz con calma. Entonces, sin una sola palabra, levantó la camiseta y dejó al descubierto sus pechos pequeños, firmes, casi desafiantes. Luego bajó la minifalda y sus bragas con un gesto natural. —En verano me gusta dormir desnuda. Espero que no te moleste. Pero anda, deja de mirarme así y quítate la ropa.
Me desnudé sin saber bien dónde mirar. La polla se me puso dura al instante, como traicionándome. Me metí bajo la sábana a toda prisa, intentando ocultar la erección. Ella se deslizó a mi lado, su cuerpo tibio y desnudo se pegó al mío. Me abrazó por detrás, con sus tetas presionando suavemente mi espalda. Cerré los ojos, intentando no perder la cabeza.
—¿Notas mis tetas? —susurró, casi divertida—. Date la vuelta. Ya te vi con la polla tiesa.
Me giré despacio, como si cruzar esa frontera cambiara algo que ya estaba decidido desde antes de llegar. Nuestros cuerpos quedaron frente a frente, desnudos, sin defensas. Sus ojos bajaron hasta mi erección, y sonrió con un descaro sereno que me desarmó por completo. Me besó sin pedir permiso, con hambre contenida. Su lengua sabía a vino y deseo. Me apretó contra ella y su mano bajó, segura, hasta tomarme la polla como si fuera suya desde siempre. Jadeé bajo su boca, sintiendo cómo el calor entre sus piernas empezaba a buscarme sin decir palabra.
Nos dejamos llevar sin prisas, como si el tiempo se hubiera detenido solo para nosotros. Su piel era suave, sus movimientos firmes. Me guiaba con el cuerpo, montándome con la seguridad de quien sabe exactamente lo que quiere. No hablábamos, pero todo se decía en las miradas, en los gemidos bajos, en cómo me apretaba dentro de ella una y otra vez. El calor, el roce, el ritmo —todo nos consumía sin culpa. Esa noche no fue solo sexo. Fue rendición.
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