Conejita Traviesa – Capitulo 4: Luna

Los días siguientes fueron un torbellino de cercanía. Vanessa y yo nos volvimos inseparables, hablando por teléfono durante horas, nuestras voces entrelazándose en confesiones, risas y promesas. Kevin ya no existía en su mundo; lo había bloqueado, y sus palabras ahora eran solo para mí. “Pollito”, “mi amor”, “mi vida”, cada apodo que salía de sus labios era un lazo que nos unía más, un eco de algo que parecía amor verdadero. Su voz, suave y cálida, me envolvía, y aunque el deseo seguía ardiendo, había algo más profundo, un anhelo que me hacía quererla no solo en cuerpo, sino en alma.

Un día, Vanessa volvió a mi departamento, su presencia llenaba el espacio con una energía que me hacía vibrar. Llevaba una blusa ajustada que marcaba sus senos y unos jeans que abrazaban sus caderas, resaltando esas nalgas perfectas que no podía dejar de imaginar bajo mis manos. Decidió cocinar para los dos, moviéndose por la cocina con una gracia que me tenía hipnotizado. El aroma de la comida, un platillo casero con especias que llenaban el aire, se mezclaba con el perfume floral de su piel, creando una atmósfera íntima y embriagadora.

Después de comer, le entregué una caja envuelta con un lazo.

— Para ti, conejita —dije, sonriendo mientras ella abría el regalo con ojos brillantes. Dentro estaban unos Vans rosas, un detalle que sabía que le encantaría.

— ¡Pollito, son perfectos! — exclamó, abrazándome con fuerza, sus senos presionaban contra mi pecho, su calor despertó de nuevo esa hambre que nunca se apagaba. Me besó, con un roce suave que prometía más, y su sonrisa era todo lo que necesitaba para sentir que el mundo estaba en su lugar.

Al caer la tarde, salimos a la terraza de mi departamento, donde el cielo se teñía de tonos anaranjados y morados. Nos sentamos en un sillón al aire libre, con una botella de vino tinto y dos copas que tintineaban al brindar. El aire fresco de la noche acariciaba nuestra piel, pero el calor entre nosotros era más fuerte. Hablamos de todo y de nada, nuestras risas se mezclaban con el sonido lejano de la ciudad. Entonces, en un momento de silencio, Vanessa se puso seria, sus ojos buscaron los míos con una vulnerabilidad que no había visto antes.

— Mi amor, hay algo que necesito contarte —dijo, su voz parecía temblorosa—. Tengo dos hijos… una hija de 20 llama Nicole y un hijo de 18 llamado Dylan.

La confesión me tomó por sorpresa, pero no cambió nada en mí. La miré, mi mano acarició su mejilla, y respondí con una certeza que me sorprendió incluso a mí mismo:

— No me importa, conejita. Quiero estar contigo, no importa cómo.

Sus ojos se llenaron de alivio, y una sonrisa suave curvó sus labios.

— Eres increíble, Pollito —susurró, acercándose para besarme, un beso que comenzó tierno pero que pronto se volvió una chispa que encendió todo.

El anochecer cayó, envolviéndonos en una penumbra íntima, solo rota por las luces de la ciudad a lo lejos. Vanessa se levantó y, con una mirada que mezclaba deseo y desesperación, se sentó a horcajadas sobre mí, sus muslos fuertes apretaban mis caderas. Sus labios encontraron los míos, y el beso fue una danza lenta, profunda, lenguas entrelazándose con una urgencia que parecía querer consumir el tiempo mismo. Durante más de media hora, nos perdimos en ese beso, sus labios suaves y cálidos exploraban los míos, luego bajó a mi cuello, mordiendo suavemente, dejando pequeñas marcas de su deseo en mi piel.

Sus caderas comenzaron a moverse, un vaivén lento y tortuoso que frotaba su entrepierna contra mi erección dura y palpitante bajo mis jeans. Cada movimiento era una provocación, su calor se filtraba a través de la tela, su respiración agitada se mezcló con la mía. Mis manos se deslizaron bajo su blusa, encontrando sus senos, estrujándolos con una intensidad que arrancó un gemido de su garganta. Sus pezones, duros como perlas, respondían a mis caricias, y yo los pellizcaba suavemente, sintiendo cómo su cuerpo se arqueaba contra el mío.

Mientras sus caderas se movían con más fuerza, presionando su sexo contra el mío, el roce enviando oleadas de placer que me hacían apretar los dientes.

Con dedos ansiosos, desabotoné su blusa, botón por botón, revelando la curva perfecta de sus senos, aún cubiertos por un sostén de encaje negro que apenas contenía su plenitud. Deslicé mis manos por su espalda, desabrochando el sostén con un movimiento rápido, y lo dejé caer al suelo de la terraza. Sus senos quedaron expuestos al aire fresco de la noche, sus pezones erectos, rositas y tentadores bajo la luz plateada de la luna. Vanessa no dijo nada, solo se inclinó hacia adelante, acomodándose para ofrecérmelos, su respiración seguía agitada, mientras sus ojos me suplicaban que actuara.

No me contuve. Mi boca se cerró sobre un pezón, chupándolo con una voracidad que arrancó un gemido profundo de su garganta. Mi lengua trazaba círculos, succionando con fuerza, mientras mi otra mano masajeaba su otro seno, pellizcando su pezón hasta que su cuerpo se estremeció. Vanessa seguía moviendo sus caderas, el roce de su sexo contra mi erección enviaban descargas de placer que me hacían gruñir contra su piel. Mis manos recorrieron su espalda, acariciando cada curva, sintiendo la suavidad de su piel bajo mis dedos, mientras la luna y las estrellas eran testigos de nuestra entrega.

— Mi amor, quiero que me penetres —jadeó Vanessa, su voz temblorosa de deseo, sus caderas deteniéndose por un momento mientras sus ojos se clavaban en los míos—. Quiero que eyacules dentro de mí, como prometiste, pero… no quiero embarazarme.

Hizo una pausa, su mirada buscaba una respuesta.

— ¿Tienes preservativo, Pollito? —preguntó, mordiendo su labio inferior, una mezcla de lujuria y cautela en su expresión.

— No compré, conejita —admití, con voz grave, cargada de urgencia—. Pero prometo sacarlo antes de terminar.

Sus ojos brillaron con una chispa de excitación, como si la idea de ese riesgo la encendiera aún más.

— Hazlo, Pollito —susurró, su voz era un ronroneo que me hizo temblar.

Vanessa se levantó de un salto, sus movimientos fueron rápidos y decididos. Se quitó los jeans y la tanga negra con una sensualidad que parecía calculada para volverme loco, lanzando la tanga a mi rostro. El aroma de su sexo, cálido y embriagador, me golpeó como una droga, y la sostuve contra mi piel por un momento, inhalando profundamente mientras mi deseo se disparaba. Ella, completamente desnuda bajo la luz de la luna, era una visión divina: sus senos rebotaban ligeramente con cada movimiento, sus caderas curvas, su vagina rosada y brillante, con labios carnosos que parecían llamarme, esta vez sin vello púbico, una invitación a perderme en ella.

Con una mano temblorosa de deseo, desabroché mis jeans, liberando mi erección, dura y palpitante. Vanessa no esperó. Se acercó, sus ojos estaban fijos en mi pene, y se sentó a horcajadas sobre mí, guiando mi verga hacia su entrada con una precisión que me hizo contener el aliento. Sentí cómo sus labios vaginales, cálidos y resbaladizos, envolvieron mi glande, succionándome lentamente mientras ella descendía, centímetro a centímetro. La sensación era indescriptible: su vagina, apretada, húmeda y ardiente, se amoldaba a mí como un guante, cada pliegue de su interior acariciando mi piel, enviando olas de placer que me hacían gruñir.

— ¡Pollito, ¡qué rica verga! —gimió Vanessa, sus manos se aferraron a mis hombros, sus uñas se clavaban en mi piel mientras comenzaba a moverse, sus caderas subían y bajaban con un ritmo que era pura lujuria. Cada embestida era un incendio, su sexo me apretaba, sus paredes internas se contraían con cada movimiento, su clítoris rozaba contra mi pelvis, arrancándole gemidos que resonaban en la noche.

Mis manos agarraron sus nalgas, apretándolas con fuerza, guiando sus movimientos mientras mi boca volvía a sus senos, chupando sus pezones con un hambre insaciable. Su piel sabía a sal y deseo, y cada lamida parecía empujarla más al borde.

— Más, mi amor, más profundo —jadeaba, sus caderas aceleraban, el sonido húmedo de nuestros cuerpos chocando, llenaban la terraza.

El aire fresco de la noche contrastaba con el calor de nuestros cuerpos, la luna iluminaba cada curva de su figura mientras ella cabalgaba sobre mí, su cabello suelto caía en cascada sobre sus hombros, sus senos rebotaban con cada movimiento. Mis manos subieron por su espalda, acariciaban cada vértebra, sintiendo cómo su cuerpo se arqueaba bajo mi toque, mientras mis caderas empujaban hacia arriba, buscando hundirme aún más en su interior.

— ¡Pollito, no pares! —gritó, jadeó, su vagina contrayéndose con más fuerza, señal de que estaba cerca.

Los minutos pasaban, y el aire se llenaba con el sonido de nuestros cuerpos chocando, húmedos y frenéticos.

— ¡No pares, Pollito, ¡destrózame por dentro! —gritó Vanessa, su voz llena de éxtasis, sus caderas se movían con una furia que parecía querer consumirnos a ambos. Mis dientes encontraron sus pezones, mordiéndolos con una intensidad controlada, cada mordida le arrancaba un grito que mezclaba dolor y placer. Las palmas de mis manos, insaciables, daban golpes leves a sus nalgas, el sonido resonaba en la terraza, su piel enrojeciendo bajo mis palmas mientras ella se arqueaba, ofreciéndose más a mí.

Nuestros besos eran salvajes, sus dientes mordían mis labios hasta dejar un leve sabor a sangre, su lengua danzaba con la mía en una batalla de deseo. Mis manos se deslizaban por sus nalgas, apretándolas con fuerza, y uno de mis dedos encontró su ano, introduciéndose lentamente en su calor apretado. Vanessa gimió más fuerte, su cuerpo temblaba ante la doble invasión, su vagina húmeda alrededor de mi pene, su ano apretando mi dedo como si quisiera atraparlo.

— ¡Di que soy tu puta, Pollito! —gritó, sus ojos estaban extasiados de lujuria desenfrenada, su cuerpo se agitaba con una urgencia que me volvía loco.

— Eres mi puta, conejita —respondí, mi voz tenía un tono grave, cargada de posesión, mientras empujaba más profundo, mi dedo se movía juguetón en su ano al ritmo de mis embestidas. La luna era testigo de nuestro amor, un amor crudo, visceral, que se consumía en cada roce, cada gemido.

Cerca de media hora después, Vanessa tuvo un orgasmo extremo, su cuerpo convulsionó sobre mí, un torrente de fluidos empapaba mis piernas y mis testículos, su vagina pulsaba alrededor de mi pene con una fuerza que casi me lleva al borde.

— ¡Me encanta todo lo que me haces sentir, Pollito! ¡Te amo, eres el amor de mi vida! —gritó, su voz se quebró, sus ojos estaban llenos de una mezcla de pasión y entrega total.

El calor de su orgasmo, el aroma embriagador de su sexo me empujó al límite.

— Conejita, ya voy a eyacular —jadeé, mi voz se puso tensa, mi cuerpo tembló bajo la presión del placer. Vanessa, con una rapidez felina, se levantó de mi regazo, arrodillándose frente a mí. Sus labios envolvieron mi pene, húmedo y palpitante, y comenzó a mover su boca de arriba abajo, su lengua danzó sobre mi glande, lamiendo cada gota de pre-semen, y cada rastro de su propia humedad. La sensación era abrumadora, su boca era cálida y resbaladiza, su garganta apretada recibiéndome profundamente.

Puse mis manos en su cabeza, mis dedos se enredaron en su cabello, guiándola con una urgencia que no podía contener.

— Traga, conejita —gruñí, y ella obedeció, su boca trabajó con una dedicación que me hizo perder el control. Exploté en su garganta, chorros calientes de semen llenándola, y Vanessa no se apartó, tragando cada gota con una avidez que me dejó sin aliento. Su lengua siguió lamiendo, limpiando mi pene con una sensualidad meticulosa, asegurándose de no dejar ni un rastro de semen, sus ojos fijos en los míos, brillando con una mezcla de sumisión y poder.

Agotados, Vanessa se levantó, aún desnuda, su cuerpo brillaba bajo la luz de la luna, sus senos subían y bajaban con cada respiración, su vagina aún estaba húmeda, relucía como una joya. Se sentó de nuevo sobre mí, su piel cálida contra la mía, y apoyó su cabeza en mi pecho, sus brazos me rodearon con una ternura que contrastaba con la intensidad de lo que acabábamos de vivir. El aire fresco de la noche nos envolvió, y bajo el manto de estrellas, nos quedamos dormidos en la terraza, nuestros cuerpos se entrelazaban, y el eco de su “te amo” resonó en mi corazón como una promesa eterna.

 

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ElPecado
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