Ari: Prisionero de Mi Piel – I, II, III, IV, V, VI

Me llamo Arian, aunque todos los que me quieren de verdad me dicen Ari. Tengo 25 años y paso la mayor parte del tiempo en casa, trabajando como contador, escondido entre números rodeado de papeles y mi laptop que, a veces, se siente como la única compañía que me entiende y me da cierta paz.

Soy bajito, apenas un 1.50 cm, y peso 60 kilos. Pero mi cuerpo nunca se ajustó del todo a lo que se espera de un hombre: mi silueta es femenina: piernas torneadas, caderas generosas, mi trasero voluminoso; incluso tengo pequeños senos que se insinúan bajo la ropa y me hacen sonrojar cada vez que me los descubro en el espejo. Mi piel es blanca y suave, porque desde niño aprendí a cuidarla con cremas como si fuera mi tesoro secreto. Mis pies, pequeños reafirman mi femineidad con apenas 36, delicados, femeninos diría que son mi mayor atractivo… y cada detalle como ese me llena de una inocente contradicción.

Mi voz es tan fina y suave que, más de una vez, me han confundido con una señorita. Y aunque por dentro siempre he sentido esa voz femenina reclamando existir, yo no me considero gay. Para mí, no se trata de hombres ni de mujeres… yo simplemente creo que soy un hombre, aunque algo en mi interior me empuje a sentir y vivir como mujer. Y esa ambigüedad me asusta.

Soy tímido hasta lo ridículo: basta una mirada fija para hacerme bajar la cabeza y sonrojarme. Obedezco a todos sin chistar, como si temiera molestar al mundo con mi presencia. Nunca tuve una enamorada, jamás he besado. A veces me siento como un niño atrapado en el cuerpo de alguien que aparenta seguridad, pero que en realidad se quiebra con facilidad.

Esa inocencia me ha protegido, pero también me ha aislado. Porque todo lo que escondí, todo lo que nunca me atreví a confesar, salió a la luz una tarde cualquiera… por un descuido. Una cortina mal cerrada, un conjunto de lencería sobre mi piel, y unos ojos que me descubrieron. Ese instante lo cambió todo.

Mi historia comenzó mucho antes de aquel descuido. Yo era apenas un niño cuando mi padre decidió marcharse de casa. No tengo recuerdos claros de él; su rostro se desdibujó con el tiempo, como si se hubiera borrado de mi memoria para no dolerme tanto. Lo único que nunca olvidé fue la tristeza en los ojos de mi madre el día que nos dejó. Desde entonces, ella se convirtió en todo: madre, padre, guía y sostén. Trabajaba sin descanso para darme lo necesario, y yo, tímido y callado, la veía marchar cada mañana con un nudo en la garganta.

Siempre fui distinto a los demás niños. No era bueno para los juegos bruscos, me daba miedo él futbol, pero por el contrario era bueno en baile y gimnasia.

Me daba vergüenza mostrar mi cuerpo, y cualquier palabra fuerte era suficiente para hacerme llorar. Los otros chicos se burlaban, y yo bajaba la cabeza, incapaz de defenderme, con las mejillas encendidas de vergüenza. Me refugiaba en mis cuadernos, en los colores, en todo lo que me permitiera escapar de esa sensación de no encajar.

A los doce años, los médicos me dieron una explicación que cambió la forma en que me miraba al espejo: diagnosticaron que mi cuerpo no producía la testosterona suficiente, y que, en cambio, tenía un exceso de estrógenos. Era la razón porque mis rasgos eran tan delicados, caderas anchas, y pequeños senos como los de una señorita.

Por falta de dinero no pudimos corregir ese déficit de testosterona, a esa edad no entendía realmente lo que pasaba con mi cuerpo.

Yo no me veía como un “niño raro”, simplemente era yo. En ese entonces no pensaba en hombres ni en mujeres; me repetía que era un hombre, como cualquier otro, aunque en mi interior latiera una voz suave, femenina, que me hacía soñar con ser alguien distinto. Nunca me consideré gay, ni siquiera entendía lo que eso significaba con claridad. Lo único que sabía era que lo que sentía debía guardarlo como un secreto, porque en mi inocencia temía que el mundo me rechazara si alguna vez llegaba a descubrirlo.

Empecé a desarrollar un gusto por las prendas de mujer. Al principio fue solo curiosidad: tocar las telas suaves del armario de mi madre, acariciar un vestido como si ese roce pudiera calmar algo dentro de mí. Después, la tentación se volvió irresistible. Cada vez que me quedaba solo en casa, buscaba entre las prendas femeninas, me probaba alguna blusa, me miraba al espejo con el corazón latiendo a toda prisa. Había miedo, sí, pero también una dulzura inexplicable en verme así.

Con el tiempo, aquella curiosidad se transformó en hábito. En secreto, comencé a desear cada vez más ese reflejo, como si esas prendas me acercaran a la verdadera versión de mí mismo.

Aprendí a vivir con esa doble vida: el niño obediente, sumiso, tímido, que se sonrojaba por cualquier cosa, que bajaba la mirada para que nadie notara el rubor que me delataba; y la voz callada en mi interior que susurraba que tal vez yo nunca había sido un niño del todo.

Mi vida a los 25 años parecía tranquila, casi rutinaria. Pasaba la mayor parte del día frente a la computadora, trabajando como contador desde casa. Los números eran fríos, exactos, y en su silencio encontraba una especie de refugio. Allí no había juicios, ni miradas que me incomodaran, solo operaciones que siempre tenían una respuesta correcta.

Vivía con mi madre, que a pesar de los años seguía siendo mi apoyo incondicional. Ella salía a trabajar cada mañana, y yo la despedía con un beso tímido en la mejilla. Cuando estaba sola en casa, podía ser yo, al menos por un instante. Tenía una mejor amiga Cami. Tenía 20 años, era alegre, extrovertida, y siempre decía que yo era “más tierno que cualquiera de sus amigas”. Sus palabras me sonrojaban.

En mi interior, esa doble vida se mantenía en equilibrio: Ari el contador, obediente y tímido, y Ari la mujer escondida, que encontraba placer en las telas suaves, en la lencería delicada, en la fantasía de un reflejo distinto en el espejo. Cada vez que me probaba alguna prenda femenina, mi corazón se aceleraba como si estuviera cometiendo un pecado, y sin embargo había una dulzura inevitable en el gesto.

Esa tarde, el sol entraba con fuerza por la ventana de mi habitación. Yo había terminado un informe y, con la casa vacía, decidí darme un regalo: un conjunto de lencería nuevo que había comprado en secreto. Me lo puse lentamente, sintiendo el roce de la tela contra mi piel blanca, tan suave gracias a las cremas que usaba cada día. Me miré al espejo: mis piernas torneadas, mis caderas generosas, mis voluminosas y redondas nalgas, y mis pequeños senos resaltaban bajo la luz. Por un instante, me sentí hermosa.

Pero en medio de esa ilusión, olvidé un detalle: la cortina había quedado entreabierta.

Me moví frente al espejo, giré apenas, y de pronto escuché una voz desde la calle, profunda, burlona, que me heló la sangre:

—Wow… qué mujer más hermosa — dijo un muchacho desde la calle, con un tono seguro y burlón.

Me quedé paralizado. ¿Había dicho eso en serio? Mi corazón empezó a latir como loco. No podía moverme, no podía ni respirar. Era como si el mundo se hubiera detenido en ese instante.

—Eh… esto… —tartamudeé, intenté correr hacia la ventana para cerrarla, pero fue demasiado tarde, la misma voz volvió a sonar, grave, con una seguridad que me intimidó hasta la médula:

—¡Hey! No te escondas —gritó él, con esa voz grave que parecía rebotar en todo el barrio—. Quiero conocerte.

Mi rostro se encendió en un rojo intenso, las manos temblaban. Yo, que siempre había vivido en la sombra de mi timidez, había sido descubierto. No por cualquiera, sino por él…

Me quedé sin palabras, sin saber qué hacer. Su presencia, aunque a la distancia, tenía algo magnético. Al día siguiente, no podía dejar de pensar en él. Me enteré de su nombre: Jordan.

Tenía apenas 19 años, pero su presencia era tan grande que me hacía sentir y ver diminuto. Era lo opuesto en todo a mí. Medía 1.90, pesaba 85 kilos y su cuerpo, formado por la calistenia, el boxeo y el gimnasio, imponía respeto. Era el típico chico problema: apuesto, altanero, burlón, seguro de sí mismo. Su voz grave resonaba como la de un militar y su presencia intimidaba a cualquiera. Mujeriego, sabía cómo manejarse con las mujeres: era atrevido, manipulador, las seducía y luego las dejaba, pero nunca sin aprovecharse antes de ellas. Todas hablaban de él, todas lo deseaban; y cuando pasaba por la calle, las miradas lo seguían inevitablemente.

Dos mundos distintos, dos realidades que parecían no tener nada en común. Yo el muchacho frágil que vivía ocultando su feminidad, y Jordan, el joven corpulento y atrevido que desbordaba virilidad. Pero el destino o quizá un simple descuido mío que entrelazo nuestros caminos de una forma que cambiaría nuestras vidas para siempre.

Yo con el miedo grabado en mi piel, no podía dejar de pensar en la voz que me había llamado “hermosa” temblaba solo de recordarlo.

PARTE II

Desde aquel día, mi vida dejó de ser la misma. Jordan comenzó a aparecer con frecuencia cerca de mi casa, como si el barrio entero se hubiera convertido en su terreno de cacería y yo en su presa favorita.

Cada vez que yo salía, ahí estaba él. Apoyado en una pared, con los brazos cruzados, mostrando sus músculos como si lo hiciera sin darse cuenta. Su voz grave se imponía en el aire apenas me veía pasar:

—Hola, preciosa… ¿a dónde tan solita?

Yo bajaba la mirada al suelo, con el rostro encendido, murmurando un tímido “buenas tardes”, apenas audible. El corazón me latía con fuerza, y aunque quería escapar de esa presencia tan intimidante, algo dentro de mí me mantenía cerca, atrapado en el magnetismo de sus palabras.

Cuando iba a la tienda por pan o por alguna golosina, él siempre encontraba la manera de interceptarme. Se inclinaba hacia mí, su sombra enorme cubriéndome, y con una sonrisa burlona me lanzaba un piropo que me dejaba sin aliento.

—Con esas piernotas y ese culaso, cualquiera se vuelve loco, Ari. Estas bien rica chiquita.
—No te escondas, Ari… que no te voy hacer nada que tu no quieras.

Yo temblaba, apretando las bolsas en mis manos, sin atreverme a responder. Me decía a mí mismo que estaba equivocado, que él pensaba que yo era una mujer, que todo era un error. Pero en el fondo, algo en su insistencia me hacía sentir viva, deseada de una forma que jamás había imaginado.

Jordan jugaba con mi timidez. Si me veía sonrojar, reía satisfecho, como si disfrutara mi vergüenza. Si intentaba alejarme rápido, aceleraba el paso y me bloqueaba el camino, obligándome a mirarlo, aunque fuera unos segundos.

—Mírame, princesa… ¿qué te cuesta regalarme una sonrisa? —decía con esa voz gruesa que hacía vibrar mi pecho.

Y yo… obedecía. Sonreía nerviosa, bajando los ojos al instante, sintiéndome diminuta frente a él.

Con el tiempo, esa rutina se volvió inevitable. Cada salida era un encuentro con Jordan, cada compra en la tienda, un momento en que mis secretos temblaban de salir a la luz. Y aunque mi razón me gritaba que debía alejarme, mi cuerpo, mi alma entera, empezaban a rendirse ante la intensidad de su presencia.

PARTE III

Los días pasaron…

Intenté ignorarlo. De verdad lo intenté. Me repetía cada mañana que Jordan no significaba nada, que era solo un muchachito de 19 años entrometido, altanero, inmaduro, un don nadie comparado conmigo. Salía de casa con la cabeza gacha, decidido a no mirarlo, decidido a pasar de largo. Pero siempre estaba ahí.

Por más ropa holgada que me pusiera, nunca era suficiente. Pantalones anchos, poleras largas… todo con tal de esconder mi cuerpo que tanto llamaba la atención de Jordan. Pero no importaba cuánto me tapara, siempre se notaba.

Y Jordan, como lobo hambriento, nunca desperdiciaba la oportunidad. Apenas me veía, se relamía con esa sonrisa de macho seguro de sí mismo, y me lanzaba palabras que me incendiaban por dentro.

—Ari… chiquita —me dijo hoy, apenas me vio doblar la esquina—. Que ricas piernotas… pero se verían mejor en mis hombros— lo decía con esa sonrisa burlona que me arrancaba un temblor en el estómago.

Yo apretaba mis delicadas manos contra mi pecho, con las mejillas rojas y la voz quebrada.

—N-no… yo… tengo que irme.

Daba un paso, pero él daba dos. Su cuerpo enorme bloqueaba mi camino, y mi respiración se volvía torpe, casi infantil. Jordan bajaba un poco la cabeza para mirarme de cerca, y yo, instintivamente, desviaba los ojos, incapaz de sostenerle la mirada.

—Estas tan rica Ari… —susurraba, rozándome el mentón con la punta de sus dedos.

El contacto me hizo estremecer. Retrocedí un paso, con el corazón latiendo desbocado.

—Por favor… déjame… —murmuré.

Pero su risa me envolvió, profunda, segura, como si supiera que mis palabras eran solo parte de un teatro que ni yo mismo podía sostener.

—Que rico culazo Ari… —dijo sin rodeos—. Que rico se ve como tus ricas nalgas se comen tu pantalón así pronto se va comer esto—mientras se agarraba su entrepierna y se notaba que tenia una erección por el bulto que sobresalía de su pantalón.

—C-cállate… —susurré, temblando.

Él rio. Una risa grave, fuerte, que me hizo estremecer. Puso un brazo contra la pared, cortándome el paso, y de pronto su cuerpo enorme me tenía acorralado. Yo podía sentir el calor de su cercanía, y mi respiración se volvió torpe.

—No tienes que fingir conmigo —dijo con voz firme—. Yo sé lo que eres… y me gustas.

—Eres un desgraciado… —susurré, la voz hecha pedazos.

Jordan inclinó la cabeza, sus labios tan cerca de mi oreja que me hicieron estremecer otra vez.

—Se que te gusto Ari, aunque aún no quieras admitirlo.

Me quedé helado. Mis manos temblaban, mis piernas no me respondían, y mis lágrimas corrían en silencio. Esa era mi lucha: odiarlo con toda el alma, y al mismo tiempo, odiarme más por verme débil a su lado.

Mis piernas temblaban. Todo en mí gritaba que debía huir, que no debía dejarlo acercarse más. Y sin embargo, cuando su mano rozó la mía al quitarme una de las bolsas, no tuve fuerzas para arrebatársela. Me quedé quieto, sumiso, como un niño atrapado, con la garganta cerrada y los ojos húmedos por la vergüenza.

—Así me gusta —añadió él, con una sonrisa satisfecha—. Obediente.

Me devolvió la bolsa como si nada hubiera pasado, y se apartó lentamente, dándome espacio para huir. Y yo corrí, casi tropezando con mis propios pasos, mientras sentía que mi pecho ardía con un torbellino de miedo, negación… y algo más.

Porque, aunque me repetía una y otra vez que debía olvidarlo, que no podía dejarlo entrar en mi vida, cada vez se me hacía más difícil ignorar el fuego que encendía en mí su sola presencia.

Esa noche apenas pude dormir. El eco de su voz seguía persiguiéndome, como si Jordan estuviera sentado a los pies de mi cama, susurrándome esas palabras que no podía arrancar de mi cabeza.

“Yo sé lo que eres… y me encanta.”

Me envolví en las sábanas, apretando los ojos con fuerza.

—¡No! —murmuraba en voz baja—. No soy eso… no puedo serlo…

Mi corazón golpeaba como un tambor. Sentía vergüenza, miedo, un nudo en el estómago que me ahogaba. Y, sin embargo, había algo peor: esa parte de mí que temblaba al recordar cómo sus dedos rozaron mi piel.

Me levanté de golpe, encendí la luz y me puse frente al espejo. Lo odiaba. Odiaba verme así, con este cuerpo que todos confundían con el de una mujer. Mi reflejo me devolvía la mirada con unos ojos húmedos, rojos de tanto contener el llanto. Mis labios carnosos, mi piel blanca, mi silueta delicada… todo era un recordatorio cruel de lo diferente que era.

Golpeé el espejo con las manos abiertas.

—¡Soy hombre! —grité entre sollozos—. ¡Soy hombre, maldita sea!

Pero mi voz temblorosa, aguda, casi de niña, sonó como una burla. Y cuanto más lo repetía, más me convencía de que estaba atrapado en una mentira que yo mismo no podía sostener.

Caí de rodillas, llorando en silencio, como un niño perdido.

—Dios… ¿por qué a mí?… —susurraba, con las manos tapándome la cara—. No quiero ser esto… no quiero sentir esto…

El recuerdo de Jordan, tan alto, tan seguro, rodeándome con esa risa arrogante, me quemaba por dentro. No era solo miedo. Había algo más. Algo que me hacía estremecer y que odiaba reconocer.

Me arrastré hasta la cama, me acurruqué en un rincón, abrazando mis piernas. Intentaba convencerme de que mañana sería distinto, de que podría ignorarlo, de que todo esto no era real. Pero en lo profundo de mi pecho lo sabía: cada día, cada encuentro, cada palabra suya estaba quebrándome.

Y yo, en mi fragilidad, en mi inocencia, no sabía cuánto más podría resistir antes de caer rendido.

Desde aquel día en la ventana, mi vida dejó de ser la misma. Jordan no desaparecía, al contrario, parecía multiplicarse a mi alrededor. Cuando iba a comprar pan, ahí estaba. Si salía a botar la basura, lo encontraba recostado contra la pared del frente, mirándome con esa sonrisa que me quemaba por dentro. Yo intentaba ignorarlo, caminar rápido, fingir que no escuchaba… pero siempre terminaba atrapado por su voz.

Esa tarde, con el pan caliente en las manos, supe que no podía escapar.

—¿Otra vez tan apurada, princesa? —su voz profunda me atravesó como un rayo.

Me puse rojo de inmediato. Bajé la cabeza.

—Y-yo… tengo que volver a casa… —murmuré, apenas audible.

Jordan se acercó despacio, como un depredador que ya sabía que su presa estaba paralizada.

—¿Y por qué huyes de mí? ¿Te doy miedo? —me preguntó, inclinándose para verme el rostro.

Tragué saliva. Mis labios temblaban.

—N-no… solo que… yo… no debo… —me detuve, incapaz de articular.

Él rió, un sonido grave que me hizo estremecer.

—No debes, no debes… siempre con tus reglas, ¿no? —dijo burlón—. Eres tan inocente, Ari. Pronto serás mi mujer.

Sentí un calor extraño subirme al pecho.

—No me digas así… —pedí en un hilo de voz.

—Tú vas hacer mi mujer—replicó él, acercando su rostro al mío.

Me ruboricé aún más, las manos me sudaban.

—Jordan, por favor… déjame en paz…

Él arqueó una ceja y sonrió de costado.

—¿De verdad quieres que te deje en paz? Porque yo veo otra cosa. Te veo temblar, y no solo de miedo. Te ruborizas cada vez que me acerco. ¿Sabes lo que pienso? —su voz bajó, grave, casi un susurro—. Que en el fondo, lo disfrutas.

Negué con la cabeza, aterrado.

—¡No! Eso no es verdad… yo… yo no soy así…

Jordan me acorraló contra la pared, su sombra enorme cubriéndome por completo. Yo sentía que no podía respirar.

—Claro que lo eres —afirmó con una seguridad aplastante—. Y mientras más lo niegues, más me lo confirmas.

Yo apreté los ojos, con las lágrimas queriendo salir.

—No… no digas eso… por favor…

Él me tomó suavemente del mentón y me obligó a mirarlo.

—Escúchame bien, Ari… —dijo despacio, como si me estuviera marcando cada palabra en la piel—. Desde el día que te vi, supe que ibas a ser mía. Tú puedes llorar, huir, negar… pero no puedes escapar de mí… y tarde o temprano, vas hacer mi mujer.

El corazón me golpeaba tan fuerte que sentía que iba a desmayarme.

Me cubrí el rostro con las manos, desesperado.

—¡Basta! ¡No digas eso! —balbuceé, con la voz quebrada.

Él me apartó una mano con firmeza, sin dejarme escapar.

—¿Ves? Eres tan frágil… tan débil… tan sumisa. Ni siquiera sabes defenderte. Y eso… —rozó mi mejilla con sus dedos ásperos— …me vuelve loco, mírame como me tienes mostrándome su descomunal erección atreves de su pantalón.

Me estremecí al ver lo grande que se le marcaba debajo de su pantalón, me dio miedo, pero no podía apartar la mirada de su entrepierna.

—Por favor… yo no quiero esto… —susurré, casi suplicando. Con lágrimas silenciosas corriendo por mi rostro.

Jordan acercó su boca a mi oído, tan cerca que sentí su respiración caliente.

—No puedes evitarlo Ari. Vas a terminar obedeciéndome, Ari. Y lo peor… —sonrió, saboreando cada palabra— …es que te va a gustar.

Yo me quedé paralizado, atrapado entre el terror y esa extraña sensación que me desgarraba por dentro. Quise gritar, correr, desaparecer… pero no lo hice. Solo temblé, débil, sumiso, sintiendo que poco a poco, ya no me pertenecía.

No sé en qué momento mi vida dejó de ser mía. Desde aquel descuido en la ventana, Jordan se volvió una sombra inevitable. Podía ignorarlo un día, pero al siguiente lo tenía rondando de nuevo, esperándome en la esquina, con esa sonrisa burlona que me hacía sentir desnuda, débil… atrapada.

Al principio pensé que, si me mostraba indiferente, se aburriría. Qué ingenua fui. Entre más lo ignoraba, más se empeñaba en perseguirme. Y lo peor es que yo… yo no podía controlarme. Mis mejillas ardían, mi voz temblaba, mi cuerpo me traicionaba cada vez que se acercaba.

PARTE IV

La historia sigue…

Como todos los domingos, salí con mi madre a comprar víveres. Caminábamos juntas como si fuéramos dos mujeres, madre e hija —bueno, ella no sospecha nada—. Y ahí estaba él.

Apoyado en un poste, con los brazos cruzados, observándome como si yo fuera suya.

—Buenas tardes, señora —saludó con voz grave y una sonrisa falsa.

—Buenas tardes, joven —respondió mi madre, sin sospechar nada.

Yo apreté el brazo de mamá, tratando de pasar rápido, pero Jordan me lanzó un murmullo que solo yo escuché:

—Te ves preciosa así, toda tímida al lado de mami.

Mi corazón dio un salto. Bajé la cabeza y aceleré el paso, pero sentí su mirada clavada en mí trasero hasta que doblamos la esquina.

Otro día iba con Camila, mi mejor amiga a comprar unas bebidas. Ella hablaba y reía animada de la universidad, ajena a mi tormento. De pronto, la voz que más temía y, al mismo tiempo, más esperaba, retumbó en la calle.

—¡Princesa! —gritó Jordan desde la otra acera.

Camila volteó, sorprendida.

Me paralicé. Mi rostro se encendió de inmediato.

—¿Quién es ese? —preguntó Camila, volteando hacia la acera de enfrente.

Yo me puse rojo, tan rojo que Camila lo notó.

Era Jordan, recargado en un poste, mirándome como si me desvistiera con los ojos. Mi corazón se desbocó.

—N-no sé… —balbuceé, evitando su mirada.

Jordan cruzó la calle con pasos seguros, esa sonrisa insolente pintada en su rostro.

—Hola, muñeca ——me dijo sin pudor, ignorando por completo a Camila.

—¿Perdón? —le reclamó, indignada—. ¿muñeca a mí? ¿Quién te crees para hablarme así?

Camila pensando que lo de muñeca era para ella, sin sospechar que Jordan se estaba refiriendo a mí.

—saltó Camila, poniéndose seria—. ¿Por qué me hablas así? —¿qué te pasa? Acaso me conoces…

—C-Camila, no le hagas caso… vámonos…

Jordan rió suavemente y alzó las manos en señal de “tranquilidad”.
—Relájate, solo estoy bromeando. Ari y yo somos buenos amigos.

Ella lo miró con desprecio y tiró de mi brazo—¿Lo conoces? Dijo Camila.

—S-si… yo… s-si… —balbuceé.

—Tu amigo es muy… especial. —Dijo Jordan.

Camila frunció el ceño.
—Sí, es especial porque no se mete con nadie. Y no creo que sean amigos así que déjalo en paz.

Yo quería desaparecer. Sentía que mi cara ardía, que mis labios temblaban.

Jordan se inclinó hacia mí, sin importarle la mirada de Camila, y susurró:
—No puedes esconderte, Ari. Yo sé lo que eres.

Mis rodillas flaquearon. Camila, confundida, me tomó del brazo.
—Ari, vámonos. Este tipo está loco.

Jordan me sostuvo la mirada, disfrutando de mi miedo.
—Nos vemos pronto Ari —dijo en tono burlón, con voz grave.

Camila me jaló para alejarnos, pero yo apenas podía caminar.

—¿Qué le pasa a ese idiota? —preguntó ella, indignada.
—Yo… yo no sé… —musité, la voz entrecortada.

—Ese tipo se le nota que es un vago. Seguro te molesta porque sabe que eres callado, y piensa que no puedes defenderte, Ari si ese tipo te vuelve a molestar avísame y le digo a mi tío que es policía.

(Camila siempre había sido dulce conmigo, me trataba como a un hermano, sin sospechar jamás la tormenta que yo llevaba por dentro.)

Asentí débilmente, fingiendo que tenía razón. Pero dentro de mí, sabía la verdad: Jordan no me molestaba por ser débil… sino porque ya me había atrapado.

Esa noche, mientras me arreglaba en mi habitación, escuché un silbido desde afuera. Me asomé un instante… y ahí estaba, en la vereda, con los brazos en alto, como si celebrara haberme atrapado en su juego.

—¡Ahí estás, princesa! —dijo en voz baja, pero firme, suficiente para que solo yo lo escuchara.

Cerré la cortina de golpe, con el corazón en la garganta.

—No puede ser… —susurré para mí misma, llevándome las manos al rostro.

Me sentía perseguida, vigilada, como si él pudiera atravesar mis muros en cualquier momento, pero me sentía empoderada por haberle cerrado la cortina de golpe, ese acto me hizo sentir seguro y que ya le podía hacer frente, pero todo fue una ilusión.

Apenas unos días después. Yo había salido solo a la tienda. Caminaba lento, mirando el celular, cuando sentí su sombra cubriéndome.

—Ya basta, Jordan… —dije en un hilo de voz pero fuerte, sin detenerme.

Él me tomó suavemente del brazo, sin violencia, pero con una firmeza que me paralizó.

Y mis miedos, dudas e inseguridades que pensé que las había superado regresaron de golpe y multiplicadas por mil.

—No, princesa… no basta. —Su tono sonaba como una sentencia—. ¿Sabes por qué? Porque cada vez que tiembla tu voz, cada vez que bajas la mirada, me das más razones para no dejarte.

—Yo… yo no puedo… no soy como tú crees… —mis ojos se llenaron de lágrimas.

Jordan me levantó el mentón con un dedo, obligándome a mirarlo.
—Claro que lo eres. Y aunque llores, aunque supliques, ya no puedes escapar de mí.

Negué con la cabeza, el pecho oprimiéndome, los labios temblorosos.
—No… no digas eso…

Él sonrió, inclinado sobre mí, su voz grave resonando en mi oído:
—Tú eres mía, Ari. Tarde o temprano vas a aceptarlo. Y ese día, vas a suplicar… no que me detenga, sino que nunca te deje.

Yo quedé muda, con el alma hecha pedazos, atrapada entre el miedo y esa vergüenza ardiente que me carcomía. Sentí que ya no podía escapar, que sus palabras se habían convertido en cadenas invisibles que me ataban a él.

PARTE V

El día que me hicieron mujer.

Como todos los dias después que mama se fue a trabajar y más tranquila por lo sucedido el día anterior, iba a empezar a trabajar cuando tocaron a mi puerta yo pensé que seguro era un mensajero o tal vez un vendedor, al abrir la puerta me quedé paralizado. No era un mensajero ni un vendedor como pensé, era Jordan. Sentí un nudo en la garganta y de inmediato traté de cerrar, pero su fuerza me lo impidió con facilidad.

—¿Q-qué haces aquí? —pregunté con la voz temblorosa, apenas atreviéndome a mirarlo.

Él dio un paso hacia adelante, forzando la entrada, con esa sonrisa que me puso aún más nerviosa.

—¿Así recibes a alguien que solo quiere hablar? —me dijo con calma, como si todo lo tuviera bajo control.

Retrocedí sin pensarlo, apretando las manos contra mi pecho. Sentía que el corazón me iba a salir por la boca.

—No… no deberías estar aquí… mi mamá… —balbuceé, sin terminar la frase.

Jordan me interrumpió con firmeza:

—Tu mamá no está. Solo estamos tú y yo.

Bajé la mirada. No podía sostener esos ojos tan seguros, tan dominantes. Estaba tan nerviosa que ni siquiera sabía qué hacer con mis manos.

—Yo… no sé qué decirte… —murmuré, casi sin voz.

Él se inclinó hacia mí, acercándose tanto que sentí su respiración.

—No tienes que decir nada. Solo escucharme.

Tragué saliva, sintiendo un calor extraño en mi cara. Alcé la mirada apenas por un segundo, y sus ojos me atraparon. Fue demasiado, la bajé enseguida.

—Por favor… yo no… nunca… —quise explicar algo, pero las palabras se enredaban en mi boca.

—Shhh… tranquila —me interrumpió otra vez, con ese tono grave que me hacía temblar—. No voy a hacerte daño. Pero tampoco voy a dejarte escapar.

Sentí un escalofrío recorrerme de pies a cabeza.

—Tengo miedo… —admití al fin, con un hilo de voz.

Él sonrió, inclinando apenas la cabeza.

—Está bien que tengas miedo. Eso significa que entiendes quién manda aquí. Mientras me iba acorralando con su enorme cuerpo.

Me quedé contra la pared, sin saber qué hacer con mis manos, sin poder controlar los temblores en mi voz. Jordan me miraba fijo, tan cerca que apenas podía respirar.

—¿Sabes qué no puedo sacarme de la cabeza? —me dijo de pronto, con esa media sonrisa que me heló la sangre.

No contesté. Me limité a bajar la mirada, nerviosa.

—La imagen de ti, con esa lencería… —continuó, bajando la voz como si fuera un secreto solo para mí—. Te veías hermosa.

Sentí que la cara me ardía. Abrí la boca, pero las palabras se ahogaron en mi garganta.

—Yo… yo no… no fue… —intenté explicarme, pero me interrumpió enseguida.

—Shhh —susurró cerca de mi oído—. No tienes que justificar nada. Me gustó. Y quiero volver a ver esa imagen.

Mi respiración se aceleró. Me cubrí el pecho con las manos, como si eso pudiera protegerme de su mirada, pero sabía que él ya había visto demasiado.

—N-no puedo… —murmuré con un hilo de voz, sintiéndome cada vez más pequeña frente a su presencia.

Jordan rio suavemente, inclinando la cabeza.

—Claro que puedes. Lo único que falta… es que me obedezcas.

Sentí que mis piernas flaqueaban. El miedo, la vergüenza y algo más que no quería admitir me tenían atrapada. No podía apartar la mirada de él, aunque lo intentaba.

—Por favor… —susurré, sin saber si le pedía que se detuviera… o que siguiera.

Él sonrió con calma, seguro de sí mismo.

—Te ves aún más hermosa cuando tiemblas —me dijo, y esas palabras me atravesaron como un golpe suave pero certero.

Me quedé quieta, temblando, sin saber si retroceder o dejarme llevar. Jordan me miraba con esa seguridad que me desarmaba.

—Mírame… —ordenó con suavidad.

Levanté la vista apenas, y en ese instante sus labios rozaron los míos. Sentí un escalofrío recorrerme entera, mis rodillas casi no me sostenían.

—No… —alcancé a susurrar, pero mi voz se quebró entre jadeos.

Él me sostuvo del mentón, obligándome a mantener la mirada.

—Sí… —respondió con calma, como si no existiera otra opción.

Su boca volvió a buscar la mía, esta vez con más firmeza. Me quedé sin aire, sin defensas. Cada beso me robaba la voluntad.

Cuando me di cuenta, sus brazos me rodeaban, y con una seguridad que me hizo temblar aún más, empezó a conducirme hacia mi habitación mientras me besaba el cuello y me agarraba la cintura y nalgas. Yo apenas podía caminar, cada paso era un torbellino entre miedo y deseo.

—Tranquila… —me susurró al oído mientras avanzábamos—. No voy a soltarte.

Entramos y la puerta se cerró detrás de nosotros. Mi respiración era agitada, sentía mi piel arder. Él me miraba como si ya fuera suya desde antes de besarme y tocarme.

—Eres mía… —sus palabras fueron un golpe dulce, del que no pude escapar.

Me sentí desarmada. Su presencia llenaba el espacio, y yo, tímida, asustada, apenas podía sostenerle la mirada. Él, en cambio, parecía disfrutar cada instante de mi nerviosismo, y sumisión.

Me habló de la imagen que tenía grabada en su mente desde ayer: yo, en lencería, vulnerable, expuesta. “Te veías hermosa”, me dijo, y esas palabras me atravesaron más que cualquier gesto. Yo temblaba, me encogía, quería esconderme… pero al mismo tiempo sentía que algo dentro de mí se abría paso hacia él.

Sus manos subieron lentamente por mi abdomen, agarrando el borde de mí polera. Yo apenas podía respirar, atrapada entre su pecho y el espejo. Sentí cómo la tela ascendía; rozando mis costillas y me estremecía. Alcé los brazos, temblando, y la prenda salió de mi cuerpo y cayó al suelo, dejándome en buso.

Me miraba fijo, sin prisa, disfrutando de mi vulnerabilidad. Sus dedos entraron por el borde de mi buso, sujetándome y demorando en mi cintura, como saboreando el instante, bajando lentamente hasta mis caderas y nalgas. Sentí cómo me bajaba poco a poco el buso, obligándome a soltar un gemido nervioso. El aire frío de la habitación me envolvió cuando lo retiró por completo, y dejándome expuesta solo con mi cachetero, que se ceñía a mi piel como un secreto íntimo.

Me quedé frente a él, con el pecho agitado, apenas cubierta por mi cachetero. Sentía su mirada clavada en mí, quemándome, desnudándome más que sus manos. Y de pronto, sin apartar los ojos de los míos, comenzó a desabrocharse la camisa.

Uno a uno, los botones se fueron abriendo hasta dejar al descubierto su torso firme. Tiró la prenda al suelo y enseguida bajó el cierre del pantalón. Yo tragué saliva, nerviosa, viendo cómo lo empujaba hacia abajo junto con la ropa interior. Mi mirada tembló cuando su erección apareció desnuda, dura, gruesa, grande, apuntando hacia mí con una intensidad que me hizo estremecer.

Me cubrí instintivamente con las manos, avergonzada, y al mismo tiempo excitada. —Es demasiado… —susurré, temblando, ya que ese descomunal tamaño pudiera romperme. Él se acercó despacio, tomándome del mentón para obligarme a verlo. —No tengas miedo… —murmuró—. Quiero que sientas cómo te deseo.

Con un movimiento firme me alzó y me llevó a la cama, tumbándome sobre las sábanas. Se inclinó sobre mí, atrapándome bajo su cuerpo, y sus manos descendieron directo a mi cintura. Tiró del borde del cachetero lentamente, bajándolo apenas unos centímetros, lo suficiente para hacerme jadear de ansiedad.

Su respiración caliente chocaba contra mi cuello mientras lo deslizaba cada vez más abajo, con una calma cruel, disfrutando de cómo me retorcía entre el deseo y el miedo. Yo cerré los ojos, mordiéndome el labio, hasta que al fin el encaje cedió del todo y quedé completamente expuesta bajo su mirada.

Su erección rozó mis muslos, dura, palpitante, y sentí un escalofrío recorrerme entero. Me sentía vulnerable, atrapada, pero también profundamente encendida. Esa mezcla me desgarraba por dentro, y lo único que pude hacer fue gemir su nombre.

Me hundió en la cama, su peso sobre mí, su respiración enredada con la mía. Podía sentirlo, duro, palpitante, rozando mi piel desnuda como una amenaza dulce e insoportable. Yo temblaba bajo él, encogida, con las manos intentando cubrirme, pero él las sujetó con fuerza contra las sábanas.

—No huyas… —susurró—. Esto es lo que quiero… lo que necesitas.

Me besó con hambre, con una intensidad que me cortaba la respiración, y al mismo tiempo su cuerpo presionaba más, reclamando el mío. El roce se volvió más insistente, más claro, y mi resistencia se quebró entre jadeos. El miedo y el deseo se confundían en un mismo latido.

Su miembro parecía tener vida propia, a que solito empezó a buscar mi hoyito, y su cabezota me empezó a lubricar, lo sentí entrar en mí poco a poco, como una ola que me arrasaba. Gemí, arqueando la espalda, atrapada entre el dolor dulce y el placer que me desgarraba por dentro.

Empezó a penetrarme de pocos y muy suave, creo que me estaba cuidando de no hacerme daño o lastimarme ya que su pene era enorme, yo empezaba a gemir, mientras le decía que por favor no lo haga, Jordán reía mientras me iba penetrando.

Sus embestidas eran firmes, profundas, cada vez más voraces, y yo no podía más que aferrarme a él, clavando mis uñas en su espalda.

—Mírame… —ordenó, y abrí los ojos solo para encontrarme con los suyos, llenos de deseo y dominio. Esa mirada me hizo rendirme por completo.

El ritmo se aceleró; mis gemidos llenaban la habitación, y la tensión en mi cuerpo crecía hasta ser insoportable. Sentí cómo me consumía, cómo todo se quebraba dentro de mí al mismo tiempo que un clímax me atravesaba, haciéndome gritar su nombre.

Y en ese instante, ya no había miedo. Solo entrega, solo fuego, solo nosotros.

Jordan me estaba asiendo el amor, me sentía diminuta, frágil , débil, vulnerable, me olvide que yo era un hombre y empecé a disfrutar como una verdadera mujer, le empecé a decir que lo amaba mientras lo abrazaba fuerte, le decía que no me deje , que soy tuya , lo abrazaba fuerte, así estuvimos como media hora, yo gritaba y gemía fuerte hasta que empecé a convulsionar, sentía que me iba de este mundo no se que paso pero perdi el conocimiento después supe que lo que había pasado era que había tenido un orgasmo.

Quedé tendida bajo su cuerpo, la respiración desordenada, el sudor pegando mi piel a las sábanas. Mis piernas aún temblaban, abiertas, vulnerables, mientras él permanecía encima de mí, caliente, firme, sin apartar su mirada de la mía.

Quise cubrirme, esconderme, pero me sostuvo del mentón con suavidad, obligándome a mantener los ojos abiertos.
—Mírate… —susurró—. Nunca fuiste tan hermosa como ahora.

Sentí un nudo en la garganta. Yo estaba desnuda, frágil, entregada, y aun así esas palabras me atravesaban más que todo lo demás. Me descubrí sonriendo entre lágrimas, temblando, y entendí que la vulnerabilidad que tanto me asustaba era también la que me hacía sentir viva.

Él me rodeó con su brazo, apretándome contra su pecho fuerte, y en ese silencio solo se oía nuestro jadeo compartido. Yo sabía que el deseo no había terminado; que esa tensión seguía ardiendo entre nosotros, lista para devorarnos otra vez.

Su respiración comenzó a calmarse, pero sus manos nunca dejaron de recorrer mi piel. Yo pensaba que todo había terminado, que me dejaría descansar, pero su cuerpo seguía ardiendo contra el mío. Sentí cómo su erección seguía como al inicio, rozando mis muslos aún sensibles, y un escalofrío me recorrió entera.

—¿Creías que ya había terminado? —me susurró al oído con una sonrisa oscura.

Apreté las sábanas, temblando, sabiendo que me provocaba otra vez. Su lengua se deslizó por mi cuello, bajando hasta mis pechos, y mis gemidos reaparecieron, más débiles, rendidos. Intenté apartarlo, con un “ya no puedo” apenas audible, pero él me sujetó las muñecas sobre mi cabeza y me obligó a mirarlo.

—Sí puedes… conmigo siempre puedes.

Su boca y sus manos volvieron a encender cada rincón de mí, hasta que el deseo me devoró de nuevo. El segundo encuentro fue distinto: más salvaje, más desesperado, Jordan era un experto me dominaba a su antojo me puso boca abajo donde sentía su cosota llegar hasta mi estómago, me puso en 4, me hizo el amor por toda mi habitación en varias posiciones. Cada embestida era un choque de cuerpos y emociones, un incendio que nos consumía. Yo gritaba su nombre, él me reclamaba con fuerza, y en medio del caos sentí que me rompía y me volvía a armar dentro de sus brazos.

Cuando finalmente caímos exhaustos, cubiertos de sudor y jadeos, me abrazó con fuerza. Su pecho era una muralla caliente donde hundí mi rostro, aún temblando. Me besó la frente con ternura, como si ese gesto simple fuera más íntimo que todo lo anterior.

—Eres mía —dijo en un susurro—. Y yo, me sentía suya mientras me aferraba fuerte a su pecho.

Me quedé en silencio, desnuda en su abrazo, sabiendo que esa mezcla de deseo, miedo y ternura era lo que me mantenía viva. Y aunque estaba agotada, dentro de mí ardía la certeza de que esa tensión jamás se apagaría.

La habitación quedó en silencio después del torbellino, todo el lugar estaba impregnado del olor a sudor y sexo. Yo estaba tendida en la cama, desnuda, apenas podía moverme, rendida, con el cuerpo agotado y tembloroso. Mis piernas aún no respondían, mi respiración era corta, muda de tanto gemir y sin embargo no podía apartar los ojos de él. Jordan seguía erguido, mirándome como si yo fuera suya desde siempre, como si mi entrega fuera la única certeza que necesitaba.

Jordan se levantó sin apuro, sereno, como si todo hubiera sido parte de un plan cuidadosamente ejecutado. Se vistió frente a mí, abrochando cada botón de su camisa con calma, sin necesidad de hablar. Yo lo miraba en silencio, con los ojos vidriosos, sintiendo un vacío extraño en el pecho: agotada, pero con el corazón latiendo con fuerza.

Cuando estuvo listo, se acercó y me tomó del mentón, obligándome a alzar la mirada hacia él. Su sonrisa era oscura, dominante, y su voz un susurro que me atravesó:
—Mírate, Ari… cansada, rendida, y aun así deseando más. Sabes que eres mía.

Mis labios se abrieron, pero no encontré palabras. Solo un suspiro, una confesión muda de que tenía razón. Yo estaba rota y al mismo tiempo llena, enamorada hasta la médula, atrapada en un lazo que no podía romper.

Me besó la frente como si fuera un dueño marcando su posesión, y se apartó sin mirar atrás. La puerta se cerró con un clic suave, dejándome sola en la penumbra.

Me abracé a las sábanas arrugadas, todavía oliendo a él. Y en ese momento lo supe: Jordan me tenía. Me tenía por completo. Yo era suya, estaba enamorada de ese niño de 19 años de ese macho 6 años menor que yo… y aunque él se hubiera ido, su dominio se quedaba conmigo, grabado en cada rincón de mi piel.

Jordan no solo me tomó: me transformó. Después de esa primera vez, ya no fui la misma marcando un antes y un después en mi vida.

PARTE VI

El silencio de la habitación pesaba más que el cansancio en mis músculos. La cama aún conservaba el calor de su cuerpo, el aroma de su piel mezclado con el sudor y el sexo de hace un momento. Yo, tirada de lado, con las sábanas apenas cubriéndome, me descubrí buscando su silueta, como si todavía estuviera allí.

Pero no estaba. Jordan se había ido, y con él, ese dominio que me consumía y me hacía sentir viva.

Cerré los ojos y apreté las piernas, recordando la forma en que me había tomado, la fuerza en sus manos, la crudeza en su voz ordenándome obedecer. Era como si mi piel aún llevara su marca. Mis labios se mordieron solos, y un escalofrío me recorrió el cuerpo.

—¿Por qué lo necesito tanto…? —susurré al aire, apenas consciente de lo que decía.

Me moví inquieta entre las sábanas, la respiración acelerándose con solo imaginarlo de nuevo frente a mí, desnudo, mirándome con esa seguridad que me aplastaba y me levantaba a la vez. Cada recuerdo era un fuego encendido en mis entrañas, un recordatorio de que lo quería de vuelta, que lo deseaba reclamándome otra vez, llevándome más allá de mis propios límites.

La ausencia era insoportable, pero también era un veneno dulce. Me hacía comprender que no había marcha atrás: yo ya le pertenecía. No importaba cuándo regresara, ni cómo… sabía que cuando volviera, iba a abrirme a él sin resistencia, cansada o no, rota o no. Porque ese era mi lugar: bajo su mirada, bajo su control, bajo su poder.

Me aferré a la almohada como si fueran sus brazos. Y entre suspiros entrecortados, con el cuerpo ardiendo de deseo y la mente rendida, solo pude pensar en una cosa:
que vuelva… que me reclame otra vez.

La casa estaba en silencio, pero dentro de mí había un ruido insoportable. Me quedé acostada mucho tiempo, con la mirada fija en el techo, temblando todavía por lo que había pasado. No podía borrar su voz, su calor, la forma en que me había arrancado algo que ni siquiera yo entendía del todo, Había pasado el día entero con su sombra clavada en mi piel, recordando su dominio, su cuerpo, sus órdenes.

Me llevé las manos al rostro y solté un sollozo.
—¿Qué hice…? —susurré entre lágrimas.

Sentía que había perdido algo más que mi virginidad. Era como si se hubiera llevado también mi hombría, la poca seguridad que tenía en mí mismo. Ahora todo me ardía: la piel, la mente, el pecho. No podía escapar de su sombra, aunque ya no estuviera en la habitación.

Cerraba los ojos y lo veía encima de mí, dominándome, obligándome a aceptar lo que nunca quise aceptar. Y aunque parte de mí había temblado de deseo, ahora solo quedaba el vacío, la vergüenza y esa sensación amarga de estar manchado por dentro.

Me sentía humillado.
No por él… sino por mí. Porque no lo detuve. Porque lo dejé entrar. Porque en algún rincón oscuro de mi ser lo había deseado.

—Soy un cobarde… —me repetía, mordiendo los labios hasta hacerme daño.

El espejo en la esquina del cuarto me devolvió una imagen que no reconocía. Ya no era yo. Era alguien distinto, alguien marcado. Me acerqué lentamente, mirándome con los ojos hinchados de tanto llorar. Toqué mi propio reflejo con la yema de los dedos.
—Ya no soy el mismo… —murmuré.

Cada rincón de la habitación estaba impregnado de él: las sábanas revueltas, el aire cargado de su olor, el silencio pesado que había dejado. Mi conciencia me torturaba, gritándome que había fallado, que había perdido la última defensa.

Me repetía a mi mismo que lo odiaba. Lo odiaba por lo que me había hecho. Pero también me odiaba a mí mismo porque, en el fondo, temía volver a necesitarlo.

Me arrodillé junto a la cama, las manos en el cabello, sintiendo la desesperación arrancarme el alma.
—Dios… ¿qué me está pasando? —susurré, con la voz quebrada.

Las horas pasaron lentas, pero el peso no se iba. Cada latido me recordaba su presencia, cada respiro era una condena. Sabía que tarde o temprano volvería. Y sabía también que, aunque me llenara de culpa, no tendría fuerzas para rechazarlo.

No sabía en qué momento me quedé dormida. Solo recuerdo haber llorado hasta que mis párpados se cerraron por puro cansancio. Cuando desperté, ya era de noche me había quedado profundamente dormida, mama ya había regresado, y me despertó para cenar, gritándome desde la puerta yo estaba completamente desnuda, y grite:

  • Ahí bajo mama…

Quise bajar enseguida pero mi cuerpo estaba todo pegajoso por el sudor y empezó a escurrirme de mi anito el semen de Jordan, corriendo a la ducha, me toque y mi anito lo sentía muy sensible y muy abierto que me asuste, susurrando el nombre de Jordan.

Me bañe y me puse un pantalón bien ancho con una chompa, sentía frio, baje y mama estaba sirviendo la cena.

Ella me dijo: – que paso hijo, mucho trabajo.

Yo aun ida y pensando en lo sucedido solo respondí con un si.

Cenamos… mi madre me contaba cosas de su trabajo pero yo estaba en otro mundo, mi mente estaba en Jordan… después de cenar me despedí de mama y me fui a mi habitación con la excusa que no me sentía algo bien.

En mi habitación no dejaba de pensar en Jordan y en lo que había pasado tenía una cara de boba hasta que me volví a dormir.

Al día siguiente al despertar mama ya no estaba, entonces, tocaron a la puerta:

Quién es? —pregunté, la voz temblando un poco.
—Soy yo… —respondió, con esa calma segura que hacía que todo mi cuerpo se erizara.

Al oír su voz, no pude esperar más. Corrí hacia la puerta y la abrí de golpe. Allí estaba Jordan, con esa seguridad de siempre que me desarmaba en segundos, y antes de que pudiera decir palabra, me plantó un beso fuerte, tomándome de la cintura con firmeza. Mi cuerpo tembló al instante; su cercanía me desarmaba. No me dio tiempo a reaccionar, y yo me rendí a ese primer contacto, sintiendo cómo el mundo se reducía a él y a mí.

Una vez dentro y cerrando la puerta tras de sí. Me deposito en la sala y su mirada me recorrió de arriba abajo, intensa, dominante, mientras yo me quedaba paralizada, consciente de mi vulnerabilidad y de la sumisión que ya me atrapaba.

—Sabía que me estabas esperando —dijo sin rodeos.

Yo estaba con un short flojo y una camiseta ligera, nada preparado… mis mejillas estaban ardiendo por el beso.

No me dio tiempo a responder. Caminó hacia mí, me tomó del cuello con una firmeza que me obligó a mirarlo a los ojos. Esa mirada me atravesó, me quebró. Y antes de que pudiera procesar nada, sus labios nuevamente estaban sobre los míos, rudos, demandantes.

Me empujó contra la pared y sus manos ya estaban deslizándose bajo mi camiseta. Su voz fue un gruñido bajo:
—Tu madre no va regresar hasta la noche… ¿verdad?
Negué con la cabeza, jadeando.
—Entonces eres mía sin interrupciones.

En un solo movimiento me levantó, haciéndome rodear su cintura con las piernas. La tela de mi short subió, y la fricción con su erección me arrancó un gemido ahogado. Jordan sonrió satisfecho.
—Eso… así te quiero, temblando.

Me llevó cargada hasta mi habitación. No hubo suavidad; me lanzó sobre la cama y me quitó la camiseta de un tirón, dejándome mis pequeños senitos expuestos. Se desnudó sin prisa, dejando a la vista esa dureza que ya me asustaba y excitaba al mismo tiempo. Yo lo miraba con los labios entreabiertos, sintiéndome presa de su presencia.

Pero me incorporé de golpe.
—No… —susurré—. No puede ser…

Jordan Caminó con calma, como si mi cuarto fuera suyo.

—Princesa… —dijo, cerrando la puerta tras de sí—. Te dije que volvería.
—No deberías estar aquí… ya me hiciste suficiente daño.

Él arqueó una ceja, acercándose paso a paso.
—¿Daño? —rió suavemente—. No mientas, Ari. Si hubiera sido daño, no me hubieras abierto la puerta y dejado entrar, me habrías echado… pero aquí me tienes otra vez.

—Yo… no… —mi voz se quebró.

Jordan me tomó del mentón, obligándome a mirarlo.
—Tu silencio me lo dice todo. Tú ya me entregaste lo que nadie más tenía. Y ahora… cada vez que tiembles, vas a recordarlo.

—Yo me odio… —confesé con lágrimas en los ojos—. Me odio por no poder decirte que no.

Él acercó su boca a mi oído, su aliento recorriéndome la piel.
—Entonces odiarme a mí también… pero déjame seguir marcándote.

Sentí que mis rodillas flaqueaban. Jordan me empujó suavemente hacia la cama. Mi cuerpo obedeció sin resistencia. Me sentía como una marioneta, atrapada en un juego que yo misma no sabía si quería detener.

—¿Sabes por qué vuelvo, Ari? —preguntó, inclinándose sobre mí.

—¿Por qué…? —musité, apenas respirando.

—Porque tú me llamas. Aunque tu boca diga lo contrario, tu cuerpo grita mi nombre. Y yo… solo quiero complacerte.

—Eres cruel… —susurré, con el rostro ardiendo.

Él sonrió, bajando la voz hasta convertirla en un susurro íntimo, devastador.
—No soy cruel, princesa. Soy tu verdad. La que escondes, la que no confiesas ni frente al espejo.

Las lágrimas rodaban por mis mejillas, y al mismo tiempo un calor insoportable me recorría. No podía negar lo que me hacía sentir, aunque quisiera.

—Jordan… por favor… no me humilles más…

Él soltó una risa grave.

—Quítate todo haciendo alusión a mi short —ordenó, con esa voz que no admitía objeciones.

Obedecí, temblando, quedando expuesta solo con mi ropa interior. La sonrisa de Jordan se ensanchó mientras se subía a la cama, inclinándose sobre mí. Me abrió las piernas con brusquedad y sus dedos recorrieron mi piel como un dueño reclamando lo que es suyo.

—Te dije que ibas a pertenecerme siempre, Ari… —susurró en mi oído antes de arrancarme el último pedazo de tela que me cubría.

Jordan se inclinó sobre mí, atrapándome bajo su cuerpo.
—Eres mía chiquita.

Yo cerré los ojos, rindiéndome, con la voz quebrada:
—Haz lo que quieras… ya no puedo luchar más.

Su sonrisa se ensanchó, victoriosa.
—Eso quería oír.

Y entonces todo se volvió fuego. Sus palabras, sus caricias, su dominio. Yo me dejé arrastrar, entre lágrimas y gemidos ahogados, a otro abismo del que ya sabía que no iba a salir.

La penetración fue inmediata, profunda, brutal. Mi grito se ahogó contra su boca, y él no se detuvo ni un instante. Marcaba el ritmo, dominaba cada movimiento, sujetándome de las muñecas contra la cama, obligándome a rendirme bajo su fuerza.

Yo gemía, lloraba de placer, sin poder resistir. Cada embestida era un recordatorio de que estaba bajo su control absoluto. Y aunque mi cuerpo ardía y mi mente gritaba que ya no podía más, otra parte de mí lo deseaba, rogaba porque no parara nunca.

—Dime que eres mía —ordenó, mirándome con intensidad.

—Soy tuya… —jadeé, rota, entregada, enamorada.

Jordan sonrió, penetrándome más fuerte, como si esas palabras fueran el tributo que necesitaba para reclamarme por completo.

Esa mañana Jordan me hizo el amor como 6 veces era un semental un verdadero macho, yo me sentía su mujer entre sus brazos. Jordan se terminó de ir casi a la 1 de la tarde ya que tenía un campeonato en la tarde es lo que me dijo, y me dejo tirada en la cama hecha añicos, entendí que había cruzado un límite, lo que sentía por Jordán podía destruirme o hacerme sentir más viva que nunca. Y no podía dejar de pensar que lo deseaba, aunque quisiera negarlo.

 

Ari: Prisionero de Mi Piel VII

 

https://relatos-eroticos-club-x.com/153675_ari-prisionero-de-mi-piel-vii

novelas.eroticas.tr(a)gmail(.)com

Compartir en tus redes!!
EntreLineas
EntreLineas
Artículos: 1

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *