Placeres prohibidos. La melancolía del incesto

El día de la boda de Yareni y Diego amaneció con un sol radiante, iluminando el jardín cercano al departamento donde un elegante salón, alquilado por los padres de Yareni, se preparaba para la ceremonia. Atziry, aunque al principio se resistió con vehemencia a asistir, finalmente cedió, impulsada por un deseo ardiente de dejar una última marca en el corazón de su primo. Frente al espejo de su habitación, se vistió con un propósito claro: seducir con su última aparición.

Escogió un vestido negro ajustado, elegante pero descaradamente sensual, que abrazaba sus curvas como una segunda piel. La tela resaltaba sus nalgas, subiendo apenas lo suficiente para insinuar la tanguita de encaje que llevaba debajo, mientras el escote pronunciado dejaba ver el nacimiento de sus senos firmes. Cada paso que daba hacía que el vestido se moviera, revelando destellos de sus muslos, una visión diseñada para recordarle a Diego lo que dejaba atrás, mientras ella, con el corazón roto, intentaba aceptar que lo había perdido para siempre.

En su propia habitación, Elizabeth se observaba desnuda frente al espejo, el reflejo de su cuerpo maduro y voluptuoso le devolvía una mirada cargada de deseo y melancolía. Sus grandes senos eran resaltados por sus pezones endurecidos por el aire fresco, y sus caderas amplias parecían vibrar con el recuerdo de las embestidas de Diego, cuya verga la había hecho sentirse deseada y viva. Al pasar las manos por sus senos, y apretándolos suavemente, un par de lágrimas rodaron por sus mejillas, aceptando que nunca más sentiría a su sobrino dentro de ella, llenándola con su semen.

Con un suspiro, se vistió para la ocasión, eligiendo un vestido azul profundo, largo y sofisticado, con una abertura en la pierna que dejaba ver su muslo blanco y un escote en la espalda que exponía la curva sensual de su columna. No era vulgar, pero cada detalle estaba calculado para resaltar su sensualidad, un último intento de mantener su poder, aunque su vagina palpitara con el anhelo de Yareni y los recuerdos de Diego.

Elizabeth y Atziry, recién llegadas, se acercaron a él para desearle lo mejor, sus cuerpos destilaban una sensualidad que desafiaba la solemnidad del evento. Diego, imponente en un traje negro que delineaba su torso musculoso y dejaba entrever el bulto de su verga, quedó estupefacto ante la visión de ambas. Sus pieles blancas y cabelleras rubias brillaban bajo el sol, y aunque su verga comenzó a endurecerse bajo los pantalones, contuvo la erección con un esfuerzo visible, su mirada estaba atrapada entre el deseo y la obligación.

Minutos antes de la ceremonia, un murmullo recorrió el jardín como una corriente eléctrica. Por la entrada apareció una mujer que robó el aliento de los invitados. Su piel blanca relucía como porcelana, y su cabello negro azabache caía en ondas perfectas, enmarcando un rostro esculpido con una belleza casi sobrenatural. Sus ojos azules, profundos y magnéticos, capturaban cada mirada.

El vestido rojo que llevaba se adhería a su cuerpo como una segunda piel, resaltando unas piernas torneadas que parecían extenderse infinitamente, unas nalgas redondas y firmes que se movían con cada paso, y unos senos prominentes, redondos, que desafiaban la gravedad, sus pezones apenas se insinuaban bajo la tela. Un año menor que Elizabeth, su presencia era una declaración de poder sensual, conquistando a cada hombre y mujer en el lugar.

Cuando se acercó a Diego, la mujer lo envolvió en un abrazo enérgico, sus senos se presionaron contra el pecho de él, la tela del vestido rozaba su traje mientras su cuerpo se amoldaba al suyo. Diego correspondió el abrazo, sus manos descansaron en la curva de su cintura, y le dio un beso suave en la mejilla, su aliento cálido rozó su piel. —Gracias por venir, mamá —dijo, con voz cargada de emoción—. Este día es muy importante para mí. —Ella, con una sonrisa que destilaba amor y seducción, respondió: —Lo sé, mi vida. No podía perderme esto.

Elizabeth, con el corazón acelerado, recorría con la mirada el cuerpo de su hermana, envidiando cada curva perfecta, cada detalle que la hacía parecer una diosa. Siempre había sentido esa punzada de rivalidad, su vagina palpitaba al compararse con ella. Atziry, a su lado, también observaba, su memoria desenterraba recuerdos vagos de la tía que ahora veía con nuevos ojos. La belleza de aquella mujer, con su vestido rojo destacando sus nalgas y senos, la dejó sin aliento, su tanga empapándose mientras imaginaba, por un instante, lo que sería tocar esa piel.

El jardín, bañado por la luz dorada del atardecer, vibraba con la alegría de la boda de Yareni y Diego, un evento que fluía sin contratiempos entre risas, música y el aroma embriagador de las flores. Yareni, radiante en un vestido de novia que abrazaba sus curvas esbeltas, sus pechos pequeños resaltados por el encaje y su cabello ondulado cayendo como una cascada, estaba encantada al conocer a América, la madre de Diego. —Eres hermosísima —le dijo, sus ojos verdes brillaban con admiración mientras recorrían la figura de su suegra. América, con una sonrisa seductora, respondió: —Tú eres la que está preciosa, querida.

La fiesta era un torbellino de celebración. Elizabeth y Atziry, por un momento, dejaron atrás el anhelo ardiente que Diego había encendido en ellas. Elizabeth bailaba con un invitado, sus caderas se movían al ritmo de la música, sus grandes senos rozaban el pecho del hombre en cada giro, enviando chispas de deseo a su entrepierna. Atziry, en su vestido negro ajustado, se contoneaba con otro invitado, sus nalgas se contoneaban mientras las manos de su pareja rozaban su cintura, deslizándose apenas por el borde de su cintura, haciéndola suspirar con un placer sutil. Ambas, aunque disfrutaban de las caricias fugaces y el roce de cuerpos desconocidos, sentían la sombra de Diego, su verga gruesa aún estaba presente en sus recuerdos.

Yareni, danzando entre los invitados, reía y giraba, su vestido de novia ondeaba mientras sus muslos dorados captaban miradas. Pero la atmósfera cambió cuando Diego se acercó a ella. —Mi mamá tiene que tomar un vuelo, la llevaré al aeropuerto —susurró, su aliento cálido rozó su oído. Yareni, con una sonrisa, asintió sin reparos, su cuerpo aun vibraba por la fiesta. Se acercó a América, cuyos ojos azules la recorrieron con una intensidad que la hizo estremecerse, y se despidió con un abrazo. —Gracias por venir —dijo Yareni, y América, con una caricia suave en su brazo, respondió: —No me lo habría perdido, mi amor.

Diego y América abandonaron el jardín, dejando tras de sí el eco de la música y las miradas de Elizabeth y Atziry, que los siguieron hasta que desaparecieron. La fiesta continuó, con Yareni volviendo a la pista, sus caderas se movían con una sensualidad que atraía a todos. Elizabeth y Atziry, sumidas en el baile, dejaron que las caricias de sus parejas temporales encendieran sus pieles, aunque sus mentes, en el fondo, aún anhelaban el placer que Diego les había dado. Dos horas más tarde, Diego regresó, su presencia llenó el salón de nuevo, su verga estaba marcada bajo el traje mientras buscaba a Yareni para continuar celebrando su unión.

El departamento, una vez un hervidero de lujuria y gemidos, había caído en un silencio melancólico tras la boda de Diego y Yareni. Los días pasaban, y Elizabeth, envuelta en una bata de satín que apenas contenía sus grandes senos, ya no revisaba los videos de la cámara que había instalado. Aquellas grabaciones, llenas de imágenes de Diego embistiéndola con su verga gruesa, de Atziry montándolo con frenesí, o de ella misma masturbándose mientras los observaba, habían perdido su encanto. Su vagina, que antes palpitaba al revivir esos momentos, ahora permanecía en calma, reflejando el vacío que sentía.

Notaba a Atziry, su hija, sumida en una tristeza profunda, sus ojos apagados, su cuerpo antes vibrante ahora estaba encorvado. Elizabeth sabía el motivo: Atziry amaba a Diego, no solo con un deseo ardiente que la hacía gemir en las noches, sino con un amor profundo, el mismo que Elizabeth había sentido por su sobrino, un amor que aún le apretaba el pecho.

Intentando romper la nube que envolvía a su hija, Elizabeth se esforzaba por hacerla reír, cocinando sus platillos favoritos o poniéndose un short ajustado que resaltaba sus nalgas blancas, moviéndose por el departamento con una sensualidad que buscaba provocar una chispa. Pero Atziry, con un vestido holgado que escondía sus curvas, apenas respondía, sus labios apenas esbozaban una sonrisa forzada. Una tarde, desde su oficina, Elizabeth, con la blusa desabotonada dejando ver el encaje de su sostén, tomó su celular con un suspiro.

Marcó el número de Diego, su corazón se aceleró al imaginarlo. Cuando él contestó, su voz grave envió un calor a su entrepierna, pero ella mantuvo el tono firme: —Sobrino, ven a visitarnos un fin de semana. Podríamos… hacer un trío. —La propuesta, cargada de lujuria, hizo que su tanga se humedeciera al recordar su verga llenándola, a Atziry gimiendo a su lado.

Diego, desde el otro lado de la línea, hizo una pausa que pesó como plomo. —Tía, no puedo —dijo, con voz firme, pero con un dejo de nostalgia—. Agradezco todo lo que vivimos, la hospitalidad, el sexo desenfrenado… pero le prometí a Yareni que no volveré a estar con Atziry. Y me juré a mí mismo que tampoco estaré contigo otra vez. —Las palabras cortaron como un cuchillo, y Elizabeth, con los ojos brillando de lágrimas contenidas, sintió su vagina apretarse, un eco de deseo frustrado.

Pero antes de cortar, él había dejado caer una última chispa, —Tía, revisa las grabaciones de la cámara del día de mi boda. Les dejé una sorpresa. —Su tono, estaba cargado de una picardía que la hizo estremecer, encendió un destello de curiosidad en su entrepierna, aunque la decepción pesaba más. —Lo consideraré —respondió ella, su voz era temblorosa. La idea de una sorpresa de Diego, aunque fuera solo un video, hizo que su clítoris palpitara, era un recordatorio de los días en que su sobrino la poseía sin reservas.

Esa noche, al regresar al departamento, Elizabeth entró con el aire agotado pero cargado de una tensión sexual contenida. Su blusa de oficina, desabotonada en los primeros botones, dejaba entrever el encaje negro de su sostén, sus grandes senos subían con cada respiración. Llamó a Atziry desde la sala, —Hija, ven, quiero mostrarte algo. —Atziry, sumida en su melancolía, apareció desde su habitación, envuelta en una pijama de satín rosa que abrazaba su cuerpo de piel blanca como una caricia. La tela se ceñía a sus curvas, resaltando sus nalgas y sus pezones bajo el top, pero su rostro estaba desencajado, los ojos opacos por la pérdida de Diego. A pesar de su tristeza, se dejó caer en el sillón, con sus muslos abiertos ligeramente.

Elizabeth con una mezcla de nerviosismo y deseo, explicó: —Hija, esta cámara grabó algunas de las veces que tu primo y tú se entregaron al placer.

Atziry mantuvo el rostro inexpresivo, su tristeza apagaba cualquier reacción.

Pero Elizabeth, con el corazón acelerado, dejó caer una confesión que rompió el silencio, —Debo confesarte algo… Diego y yo también cogíamos a escondidas de ti. No queríamos molestarte. —Sus palabras, cargadas de culpa y lujuria, hicieron que su vagina palpitara, imaginando las noches en que Diego la embestía mientras Atziry dormía. Para su sorpresa, Atziry alzó la mirada, con un destello de picardía. —Siempre lo supe, mamá —respondió, con voz baja pero firme—. Lo descubrí la primera vez que se la chupé a escondidas. —La revelación, cruda y cargada de deseo, hizo que ambas se miraran fijamente, sus rostros se rompieron en risas cómplices.

La idea de haber compartido a Diego, de haber sido sus putas, las unió en una extraña camaradería, sus cuerpos vibraron con el recuerdo de su verga gruesa y los orgasmos que les había arrancado.

Elizabeth, con una sonrisa traviesa, se acercó más a Atziry, sus muslos se rozaron en el sillón, el calor de sus pieles avivaba una chispa de deseo. —Pues veamos qué sorpresa nos preparó tu primo —dijo, con voz ronca mientras pulsaba el control para reproducir el video con la fecha del día de la boda.

La sala del departamento estaba envuelta en un silencio expectante, iluminado únicamente por el parpadeo de la pantalla del televisor donde Elizabeth y Atziry observaban, hipnotizadas, el video. La grabación cobró vida, mostrando a Diego entrando al departamento con América, su madre, el día de su boda. —Pasa, mi amor —dijo él, su voz era grave y sugerente mientras sostenía la puerta. América entró, con su vestido rojo ceñido abrazando sus curvas, resaltando sus nalgas redondas y firmes y el contorno prominente de sus senos. —Así que aquí vive mi hermana —comentó, con tono cálido pero cargado de curiosidad mientras recorría el lugar con la mirada—. Es un lugar bonito.

—No solo es bonito —respondió Diego, una sonrisa traviesa se dibujaba en sus labios—. Es un lugar cachondo. —América alzó una ceja, sus ojos azules destellaban con intriga. —¿Ah, ¿sí? —preguntó, con voz seductora. La voz de Diego se volvió más grave, cargada de deseo. —Sí, mamá. Aquí viví sesiones ardientes de sexo con ellas. Las hice mis putas. —Las palabras, crudas y provocadoras, enviaron un escalofrío a Elizabeth y Atziry, sus tangas se humedecieron al instante. América, sin inmutarse, avanzó hacia el centro del salón con un contoneo sensual.

Con un movimiento audaz, bajó la parte superior de su vestido, dejándolo caer hasta su cintura, revelando sus senos perfectos: redondos, prominentes, desafiando la edad, con pezones de un café claro erectos bajo la luz tenue. —Pues yo también soy tu puta, mi amor —susurró, cargada de lujuria—. Deja que mami te siga amamantando.

Diego se acercó, sus ojos devoraban los senos de América. Sus manos los tomaron, amasándolos con una mezcla de reverencia y hambre, sus dedos apretaban la carne suave mientras sus pulgares rozaban los pezones endurecidos. Se inclinó y la besó con una pasión feroz, sus lenguas se entrelazaban en un choque húmedo que resonó en el silencio. Elizabeth y Atziry, inmóviles en el sillón, observaban con los ojos abiertos de asombro, sus respiraciones eran aceleradas. Elizabeth sintió un calor subirle por la entrepierna, imaginando esas manos en sus propios senos, mientras Atziry, con el clítoris palpitando bajo su pijama, no podía apartar la mirada de su primo y su madre.

Diego, con su traje negro desabotonado revelando su pecho musculoso, deslizaba lentamente su boca por el cuello de América, descendiendo hasta sus pezones erectos. Los lamía con una lujuria voraz, su lengua trazaba círculos húmedos alrededor de cada uno, succionándolos con un hambre que hacía que sus labios brillaran con saliva. —Ya extrañaba estas tetas, mamá —gruñó, con voz grave cargada de deseo—. Nunca he chupado unas tan deliciosas. —América, con los ojos entrecerrados y los labios entreabiertos, respondía con gemidos suaves, su cuerpo temblaba bajo las caricias de su hijo. —Lo sé, mi amor, mis tetas también extrañaban tu lengua —susurró, con voz ronca por el placer—. No sabes cómo me las masajeaba pensando en ti desde la primera noche que llegaste a vivir aquí. Mami te necesita.

América colocó sus manos en la cabeza de Diego, sus dedos se enredaron en su cabello mientras lo empujaba con firmeza, obligándolo a restregarse más contra sus senos. Echó la cabeza hacia atrás, su cabello negro caía como una cascada, y dejó escapar un gemido profundo, disfrutando de la lengua que lamía y mordisqueaba sus pezones con devoción.

—Deja que mamá te amamante siempre, mi amor —repetía, con voz cargada de una entrega total—. Mis tetas siempre serán tuyas. —Con un movimiento lento y sensual, sus manos descendieron por su cuerpo, dejando caer el vestido rojo al suelo. La cámara captó su figura desnuda, revelando que no llevaba nada debajo: sus nalgas firmes, su abdomen plano y su vagina depilada relucía con un brillo húmedo que delataba su excitación. Era un cuerpo que desafiaba el tiempo, perfecto y provocador.

Elizabeth, sentada en el sillón con su blusa de oficina desabrochada, sintió una punzada de envidia al ver el cuerpo de su hermana, sus grandes senos palpitaban bajo el encaje de su sostén mientras imaginaba tocar esa piel. Atziry, con su pijama de satín rosa marcando sus curvas, sintió un calor nuevo subirle por la entrepierna, su tanga se empapó al desear, por primera vez, el cuerpo de su tía. Diego colocó sus manos en las nalgas de América, apretándolas con fuerza mientras su boca seguía devorando sus senos, lamiendo y succionando con un fervor que hacía que los gemidos de América resonaran en el departamento.

—Te amo, mi amor, eres el hombre de mi vida —susurró América, su voz temblaba de deseo. Diego, con las manos hundidas en las nalgas firmes de su madre, las apretaba y separaba con una pasión feroz, sintiendo la carne suave ceder bajo sus dedos, su verga se endurecía más bajo el traje de boda. América levantó el rostro de su hijo, sus ojos azules ardían de lujuria, y lo atrajo hacia ella, sus labios se fundieron en un beso profundo, sus lenguas chocaban en un torbellino húmedo que hacía temblar sus cuerpos.

—Lámeme la panocha, mi amor —pidió América, su tono era vulgar y desenfrenado, revelando cuánto lo había extrañado. Se acomodó en el sillón con una audacia que desafiaba todo límite, apoyando la pierna izquierda en el suelo y alzando la derecha sobre la cabecera, abriendo su cuerpo por completo. Sus senos prominentes temblaban con cada movimiento, y su vagina, depilada y reluciente de jugos, se abrió ante Diego cuando ella, con las manos, separó sus pliegues, exponiendo su clítoris hinchado. Sus ojos destellaban con un deseo crudo, invitándolo a devorarla. Diego, con la respiración acelerada, se despojó del traje, los pantalones cayeron al suelo para revelar su verga erecta, gruesa y pulsante, brillando con una gota de pre-semen en la punta.

América, al verla, cambió de planes con una sonrisa traviesa. —Mejor deja que te la chupe primero, mi amor —dijo, llena de hambre. Diego se posicionó cerca de su rostro, y ella, sin dudar, engulló su verga, sus labios la envolvieron con una avidez que arrancó un gruñido de Diego. América lamía y succionaba, escupiendo sobre el miembro para lubricarlo, metiéndoselo hasta la garganta con una intensidad que hacía que las lágrimas brillaran en sus ojos.

Casi se ahogaba, pero sus gemidos vibraban contra la carne, su lengua danzaba por cada centímetro. Diego, con la mano izquierda, apretaba los senos de su madre, amasándolos con rudeza, los pezones se sentían endurecidos bajo sus dedos. —Amo cómo siempre me la chupas, mi amor —jadeó—. Una madre debe saber chuparle la verga a su hijo, y tú lo haces de maravilla. —América, entre arcadas, respondió con la voz rota: —Desde la primera vez que te la mamé, no he probado otra.

Elizabeth envidiaba la entrega de su hermana. Atziry apretaba los muslos, su clítoris palpitaba mientras imaginaba esa verga en su propia boca.

América, desnuda sobre el sillón, devoraba la verga de Diego con una pasión desenfrenada, sus labios se apretaban alrededor del miembro grueso mientras lo succionaba hasta la garganta. Tras varios minutos de una mamada intensa, Diego abrió los ojos, con su rostro contorsionado por el placer, los músculos de su mandíbula se tensaron mientras un gruñido bajo escapaba de su pecho. Sin avisar, empujó su verga aún más profundo en la boca de su madre, sus manos se aferraron a su cabello negro mientras se recargaba contra el sillón, su cuerpo temblaba de éxtasis.

Con un rugido gutural, Diego liberó su semen, chorros calientes y espesos inundaron la boca de América. Ella, con los ojos entrecerrados y las mejillas ruborizadas, tragaba con avidez, su garganta trabajaba para no dejar escapar ni una gota. Al mismo tiempo, sus dedos se movían con rapidez sobre su clítoris, frotándolo frenéticamente mientras su vagina goteaba jugos sobre el sillón. —Toma tu leche, mamá, como tanto te gusta tragarla —jadeó Diego, su voz estaba cargada de dominación mientras seguía descargando en su boca. América gemía contra su verga, el sonido ahogado vibraba en su garganta, sus senos prominentes temblaban con cada espasmo de placer.

Cuando Diego finalmente sacó su verga, un hilo brillante de semen y saliva conectó la punta de su verga con los labios hinchados de América, algunas gotas resbalaron por su barbilla. Con una mirada lujuriosa, ella lamió los restos con la lengua, saboreando cada gota con deleite, limpiándose hasta no dejar rastro. —Amo tu semen, hijo —susurró, ronca y satisfecha—. Siempre sabe delicioso. —Sus ojos azules brillaban con una mezcla de amor y deseo, su cuerpo desnudo relucía bajo la luz.

Diego con su verga aún brillante por la mamada de América, se posicionó entre las piernas de su madre, que descansaban abiertas sobre el sillón. América se masajeaba el clítoris con dedos frenéticos, sus jugos goteaban por sus muslos. Diego, extasiado, acercó su rostro a la vagina depilada de su madre, inhalando profundamente su aroma almizclado. —Huele tan delicioso, mamá —gruñó, con voz grave vibrando de deseo—. Amo el olor de tus jugos. —América, con los ojos azules ardientes de lujuria, respondió: —¿Y no extrañas su sabor? —Su tono era una invitación cruda, cargada de anhelo.

Diego, sin dudar, hundió su rostro en su vagina, su lengua lamía con una intensidad voraz. Chupaba cada pliegue, saboreando los jugos dulces y salados, su lengua danzaba sobre el clítoris hinchado antes de mordisquearlo suavemente, arrancando gemidos de América. Besaba sus labios vaginales, succionándolos con hambre, mientras introducía dos dedos en su interior, sintiendo las paredes húmedas apretarse. América, con una mano masajeaba su clítoris y con la otra empujaba la cabeza de Diego más profundo, gemía sin control, sus caderas se movían contra su boca. —¡Sigue lamiendo la vagina por donde saliste, hijo! —gritaba entre sollozos y jadeos, su cuerpo temblaba de placer—. ¡Estoy lista, méteme el puño!

Diego, con dos dedos ya dentro, añadió un tercero, luego un cuarto, sus movimientos eran lentos y precisos mientras América gemía más fuerte, sus jugos escurrían por el sillón, manchando la tela. Con un movimiento audaz, introdujo el quinto dedo, y dentro de su útero cerró la mano en un puño, comenzando a moverlo de arriba abajo, sin sacarlo, en un ritmo que hacía que los senos de América rebotaran.

Ella, sin dejar de frotar su clítoris, gritaba: —¡Así, mi amor, así, hijo! ¡No pares, no saques el puño, es delicioso! —Su voz estaba quebraba, sus ojos estaban en blanco mientras el placer la consumía. Diego, con el rostro empapado de sus jugos, intensificó el movimiento, hasta que, tras un rato, sacó el puño lentamente, desencadenando un orgasmo explosivo. América gritó, su cuerpo convulsionó mientras un chorro de squirt salpicaba el rostro de Diego, quien, extasiado, lo recibía con una sonrisa, lamiendo los jugos que goteaban por su barbilla.

—Mira, hijo, mira cómo hiciste que tu madre tuviera un orgasmo riquísimo —jadeó América, sus gemidos resonaban mientras su vagina palpitaba, sus muslos temblaban. Elizabeth y Atziry voltearon a ver el sillón al mismo tiempo y se percataron de la mancha que América había dejado.

América, aun temblando por su orgasmo reciente, se repuso y, con un movimiento deliberado, se giró en el sillón, poniéndose en cuatro. Sus manos separaron sus nalgas firmes y blancas, exponiendo su ano apretado. —Métemela por el ano, hijo, como lo hacías cada mañana —suplicó, con voz cargada de deseo crudo. Diego, con su verga gruesa y pulsante aun brillando por los jugos de su madre, gruñó: —Eres la más puta de todas, mamá. —América brillando de lujuria, respondió: —Soy tu puta mayor, mi amor.

Diego se posicionó detrás de ella, alineando su verga con el ano de América. Con una lentitud tortuosa, la penetró centímetro a centímetro, cada movimiento arrancaba un grito de placer de su madre. —¡Eso, así, hijo! ¡Destrózame el ano! —gritaba América, su cuerpo se arqueaba mientras sentía la carne gruesa abrirse paso, la sensación de su verga la llenaba hasta el límite. —Amo cómo se siente tu verga por ahí —jadeó, sus senos prominentes se balanceaban con cada embestida.

Diego, sin decir palabra, comenzó a embestirla con fuerza, los gemidos y gritos de América resonaban en el departamento, su placer lo extasiaba. Sus manos alcanzaron los senos de su madre, amasándolos con rudeza, sintiendo los pezones endurecidos bajo sus dedos. —Eres mi puta, mamá, siempre serás mi más grande puta —gruñó, su voz vibraba con dominación.

América, gimiendo en afirmación, empujaba sus nalgas hacia la pelvis de Diego, buscando más profundidad, el choque de sus cuerpos resonaba como un tambor en el silencio. Diego comenzó a darle nalgadas, el sonido seco de sus manos contra la piel blanca llenaba el aire. —Amo tus nalgas, mamá —dijo, dejando marcas rojas en su carne. —¡Sí, hijo, déjamelas rojas! —gritó ella, su ano se apretaba alrededor de su verga con cada golpe, sus jugos goteaban por sus muslos.

Elizabeth sintió una punzada de celos al ver el placer que América recibía, Atziry apretó los muslos, su clítoris palpitaba al desear la verga de Diego en su propio ano.

En el video, Diego, tras una sesión intensa de sexo anal, sacó su verga de golpe del ano de América, dejando un eco de sus gemidos resonando en el aire. Su miembro, rojo e hinchado por el roce, palpitaba erecto mientras él tomaba asiento en el sillón, su pecho musculoso brillaba con sudor. —Súbete en mí y date de sentones, mamá —ordenó.

América lo miró con ojos ardientes de deseo. Sin decir palabra, se posicionó de espaldas a él, con sus nalgas firmes y marcadas por las nalgadas rojas expuestas al aire. Con una precisión sensual, alineó la entrada de su vagina empapada con la punta de la verga de Diego, sus jugos goteaban por sus muslos. Apoyó sus manos en las rodillas de su hijo, sus dedos apretaron su piel, y comenzó a flexionar las rodillas, subiendo y bajando lentamente. Cada movimiento hacía que sus nalgas se alzaran y descendieran, un espectáculo hipnótico que hacía que Diego gruñera, sus manos se aferraban al sillón mientras sentía la humedad cálida de la vagina de su madre envolviéndolo, apretándolo con cada sentón.

Extasiado, observaba cómo las nalgas de América se movían, el choque de sus cuerpos resonaba en el departamento. Se inclinó hacia adelante, sus labios rozaron los hombros desnudos de su madre, besándolos con una mezcla de reverencia y hambre. Su lengua trazó un camino húmedo por la curva de su espalda, saboreando el sudor salado de su piel. —Te amo tanto, mamá —susurró, con voz rota por el placer mientras sus manos subían para acariciar los costados de sus senos, sintiendo su peso. América, gemía con cada sentón, empujaba sus caderas con más fuerza, sus paredes vaginales se contraían alrededor de la verga de Diego, sus jugos goteaban hasta los testículos de él.

América no aguantó más tras varios minutos, y montando a Diego con sentones frenéticos, alcanzó un orgasmo devastador, su cuerpo convulsionó mientras sus jugos cálidos se derramaban por los muslos musculosos de su hijo, goteando hasta el sillón. Diego, con su verga gruesa aun palpitando dentro de la vagina empapada de su madre, no detuvo sus embestidas. Se echó hacia atrás, y con un movimiento firme, jaló a América desde sus senos prominentes, pegando su espalda sudorosa contra su pecho. Sus manos se deslizaron bajo los muslos de ella, levantándolos y abriendo sus piernas lo más que pudo, exponiendo la vagina depilada de su madre en todo su esplendor ante la cámara.

La imagen era hipnótica, los pliegues húmedos de América relucían, su clítoris hinchado temblaba mientras la verga de Diego entraba y salía con un ritmo implacable. Ella, con los ojos en blanco, gemía y gritaba, su voz se quebraba de placer. —¡Soy tu madre, hijo! ¡Tu puta madre! —jadeaba, recordándole su vínculo prohibido mientras su cuerpo se rendía al éxtasis. Diego, gruñendo, mantenía sus piernas abiertas, asegurándose de que la cámara captara cada detalle de su verga deslizándose en la vagina de su madre, los jugos se mezclaban con el sudor. Durante veinte minutos, el departamento resonó con el sonido húmedo de sus cuerpos chocando, y los gemidos de América llenando el aire.

Finalmente, Diego, con la respiración entrecortada, gruñó: —Párate rápido, mamá, que ya me voy a venir. —Pero América, perdida en el placer, apretó sus caderas contra él. —¡No, hijo, termina dentro! —suplicó, con voz ronca—. Quiero sentir tu semen en mis entrañas otra vez. Llena a mamá de tu rica leche caliente. —Sus manos amasaban sus propios senos, sus dedos pellizcaban y lamían sus pezones de café claro, mientras su vagina se contraía alrededor de la verga de Diego. Él, incapaz de resistir, dejó que un palpitar intenso recorriera su miembro, liberando chorros calientes de semen que inundaron el interior de América. Ella gritó, su cuerpo temblaba mientras sentía el calor llenarla, sus jugos se mezclaron con el semen de su hijo.

Diego, aún con su verga profundamente enterrada en la vagina de América, bajó las piernas de su madre con suavidad, dejando que descansaran en el sillón. Sus manos, temblando de placer, ascendieron lentamente desde los muslos sudorosos de ella, acariciando la piel suave de su vientre plano hasta llegar a sus senos prominentes. Los apretó con reverencia, sus dedos se hundieron en la carne firme mientras los pezones se endurecían bajo su toque. Ambos, agitados y extasiados, respiraban al unísono, sus cuerpos subían y bajaban en una danza sincronizada, sus pieles brillaban con el sudor del éxtasis compartido.

América, con un gemido suave, acomodó su cabeza hacia atrás, buscando los labios de Diego. Sus bocas se encontraron en un beso apasionado, sus lenguas se entrelazaron en un choque húmedo cargado de lujuria y amor prohibido. Sus cuerpos, aún conectados, vibraban con la intensidad del momento, con el aroma a sexo impregnando el aire del departamento.

La sorpresa más impactante llegó cuando Diego y América rompieron el beso. Con la voz entrecortada, Diego murmuró: —No debí terminar dentro, mamá. ¿Y si te vuelvo a embarazar, como hace tres años? —América, con una sonrisa traviesa y los ojos azules brillando, respondió: —Me encantó llevar a tu hijo dentro de mí, mi amor. Pero si pasa, lo daré en adopción otra vez. —Las palabras resonaron como un trueno. Elizabeth y Atziry, con los ojos abiertos de incredulidad, no podían creerlo: Diego y América habían tenido un hijo juntos. Pero lejos de escandalizarse, la revelación encendió un deseo atrevido en ellas, la idea de un hijo embarazando a su propia madre avivaba un fuego prohibido en sus entrepiernas.

El video continuó, mostrando a Diego y América vistiéndose, limpiando el sillón donde los jugos y el semen habían dejado su marca.

Luego, se fundieron en otro abrazo apasionado, sus cuerpos se pegaban mientras sus labios se unían en un beso profundo, cargado de promesas. —Ya vete a la fiesta, mi amor —dijo América, con voz ronca—. Yo me voy sola al aeropuerto. —Diego, con una sonrisa, respondió: —Te espero de visita en mi casa. —América asintió, susurrando: —Estaré ahí lo antes posible. —Cuando ella salió, Diego se acercó a la cámara, su rostro llenó la pantalla. —Sé que verán esto —dijo, con voz grave y confiada—. Espero que les guste la sorpresa. Las amo. —Y lanzó un beso con la mano, un gesto que hizo que Elizabeth y Atziry sintieran sus vaginas contraerse, sus cuerpos temblaron de deseo y nostalgia.

Elizabeth, sentada en el sillón, sentía su mente girar en un torbellino de emociones. El incesto no la escandalizaba—ella misma había saboreado la verga de Diego, su semen la llenó—, pero no esperaba haber presenciado algo tan crudo junto a su hija. Al girar la cabeza, sus ojos miel se encontraron con Atziry, cuya mano se deslizaba bajo el satín rosa de su pijama, frotando su clítoris con una urgencia que delataba su excitación. La vagina de Atziry, empapada, palpitaba bajo sus dedos, mientras gemía suavemente, cada minuto del video había encendido un fuego en su interior.

Al ver el deseo desbordante de su hija, sintió un calor abrasador subirle por la entrepierna, su tanga se empapó al instante. Sin pensarlo, se despojó de su blusa de oficina, arrojándola al suelo junto con su sostén de encaje negro, dejando sus grandes senos libres, sus pezones lucían endurecidos y erguidos. Con un movimiento lento, los pellizcó, un gemido escapó de sus labios mientras miraba a Atziry con lujuria. —¡Lame mis senos! —ordenó, su voz estaba llena de deseo. Atziry, con los dedos aun moviéndose frenéticamente sobre su clítoris, alzó la mirada, sorprendida. —¿Cómo crees? —respondió, pero su tono vacilante traicionaba el calor que la consumía.

Elizabeth, ya encendida, no aceptó la negativa. Con un movimiento decidido, tomó la cabeza de Atziry, enredando los dedos en su cabello rubio, y la atrajo hacia sus senos. La lengua de Atziry, tímida al principio, comenzó a recorrer los pezones de su madre, lamiendo con una mezcla de curiosidad y pasión. Elizabeth jadeó, sintiendo la calidez húmeda de la boca de su hija, un eco de las veces que la había amamantado años atrás, ahora transformado en un acto de lujuria pura. Liberó la cabeza de Atziry, sus manos cayeron a los lados mientras observaba, extasiada, cómo su hija succionaba sus pezones, mordisqueándolos suavemente, sus gemidos vibraban contra la piel sensible.

Ambas estaban encendidas, sus cuerpos temblaban de deseo. El video de Diego y América las había llevado al borde, y ahora, mirándose con ojos cargados de pasión. Elizabeth, con la vagina goteando jugos por sus muslos, y Atziry, con el satín rosa empapado, se perdían en la lujuria, sus cuerpos vibraban al ritmo de sus gemidos.

Atziry, con los ojos brillando de deseo, deslizó sus manos hacia la falda de su madre, desabrochándola con dedos ansiosos. La tela cayó al suelo, seguida por la tanga empapada de Elizabeth, que dejó al descubierto su vagina, reluciendo con jugos que goteaban por sus muslos blancos. Atziry, sin dudar, introdujo dos dedos en la vagina de su madre, moviéndolos con una precisión que arrancó un gemido profundo de Elizabeth. —¡Qué rico, mi vida! ¡Más, mételos más! —jadeó, sus caderas se movían contra los dedos de su hija, buscando más profundidad.

Atziry, encendida por el placer que provocaba, respondió con un tono cargado de lujuria: —Como tú digas, perra. —La palabra, cruda y atrevida, sorprendió a Elizabeth, haciendo que su clítoris palpitara aún más. Aunque el vocabulario la descolocó, el fuego en su entrepierna no le permitió detenerse; quería que ese momento entre madre e hija continuara. Con la respiración entrecortada, le pidió a Atziry: —Para, mi amor… vamos a tu habitación. —Atziry asintió, su vagina empapada palpitaba de anticipación.

En la habitación de Atziry, la penumbra envolvía la cama, creando un santuario de deseo. Elizabeth, con un movimiento rápido, despojó a su hija del top y el short de satín, dejando al descubierto su cuerpo desnudo, con sus pezones rosados erectos y la tanga empapada que pronto cayó al suelo. Elizabeth se recostó en la cama, sus muslos quedaron abiertos invitando a su hija, sus senos temblaban con cada respiración.

Atziry, de rodillas junto a ella, comenzó a recorrer el cuerpo de su madre con la lengua, trazando caminos húmedos desde sus tobillos, subiendo por los muslos hasta el abdomen plano, y deteniéndose en los senos, lamiendo los pezones con una devoción que hizo que Elizabeth arqueara la espalda, gimiendo sin control. Luego, Atziry ascendió hasta los labios de su madre, y ambas se fundieron en un beso apasionado, sus lenguas se entrelazaron en una danza de deseo mutuo, sus alientos se mezclaban mientras sus manos exploraban sus cuerpos, tocando pieles ardientes.

Tras un beso prolongado y apasionado, donde sus lenguas danzaron con una lujuria desenfrenada, Atziry retomó su exploración, deslizando su lengua por el cuerpo de su madre. Recorrió la piel blanca de Elizabeth, lamiendo desde el cuello hasta los senos prominentes, deteniéndose para succionar sus pezones, que se endurecían bajo su boca. Elizabeth gemía, sus manos se enredaban en el cabello rubio de su hija, mientras su vagina palpitaba, goteando jugos que empapaban las sábanas.

Atziry, con una determinación cargada de deseo, descendió directamente a la vagina de su madre, separando sus muslos con suavidad para exponer los pliegues húmedos y relucientes. Al acercar su rostro, inhaló el aroma almizclado que la volvía loca, y su lengua comenzó a lamer con avidez, trazando círculos alrededor del clítoris hinchado antes de hundirse en los labios vaginales. —¡Uff, madre! —jadeó Atziry, su voz temblaba de lujuria—. Esta es la segunda vez que poseo tu vagina con mi lengua, y su sabor sigue siendo delicioso.

La confesión golpeó a Elizabeth como un relámpago, su cuerpo se estremeció al darse cuenta de que la silueta angelical que le había dado el mejor oral de su vida no era Yareni, como había fantaseado, sino su propia hija. La revelación, lejos de detenerla, avivó su deseo, su clítoris palpitaba bajo la lengua experta de Atziry.

Elizabeth, con los ojos entrecerrados y las caderas moviéndose contra la boca de su hija, se entregaba al placer, gimiendo sin control mientras Atziry lamía con una pasión voraz, succionando el clítoris y explorando cada rincón con su lengua. Los jugos de Elizabeth goteaban, y Atziry, con los labios brillantes, los saboreaba con deleite, sus gemidos vibraban contra la piel sensible. Tras varios minutos de lamidas intensas, Elizabeth alcanzó un orgasmo devastador, su cuerpo convulsionó mientras un chorro de jugos inundaba la boca de Atziry. La joven, con su dulce boquita, tragó cada gota, lamiendo con avidez mientras sus ojos brillaban de satisfacción, su propia vagina empapaba sus sabanas.

Mientras Elizabeth se reponía, con el cuerpo temblando y los senos prominentes subiendo con cada respiración, Atziry no perdió el tiempo. Arrodillada junto a su madre, deslizó su lengua por los senos de Elizabeth, lamía sus pezones con una avidez que hacía que la piel blanca brillara con saliva. Cada lamida arrancaba un suspiro de Elizabeth, su vagina palpitaba de nuevo, sus jugos goteaban por sus muslos mientras Atziry succionaba con deleite, sus ojos brillaban de deseo.

Una vez recuperada, Elizabeth se levantó de la cama con una determinación ardiente, tomando a Atziry de la mano y guiándola para que se pusiera de pie. Ahora era su turno. Con un hambre voraz, Elizabeth comenzó a besar cada centímetro del cuerpo de su hija, sus labios trazaron un camino desde el cuello hasta los senos perfectos de Atziry, que se erguían firmes, con sus pezones rosados como pequeños botones.

Los recuerdos la inundaron: la vez que había lamido esos senos mientras Diego la embestía. Con un gemido, Elizabeth los estrujó, sus manos apretaban la carne suave como si quisiera arrancarlos, succionaba los pezones con una pasión que hacía que Atziry cerrara los ojos, gimiendo mientras su cuerpo se arqueaba, disfrutando de la lengua experta de su madre.

Elizabeth, encendida, se arrodilló frente a Atziry, su rostro quedó a centímetros de la vagina depilada de su hija, un manjar que ahora deseaba con desesperación. Pero se contuvo, resistiendo la tentación de lamerla de inmediato. En cambio, volteó a Atziry con un movimiento firme, dejando frente a ella sus nalgas redondas, perfectas bajo la luz tenue. Elizabeth las besó, las mordisqueó suavemente, su lengua trazó caminos húmedos por la piel suave, saboreando el calor que emanaba de ellas. Luego, con un impulso, volvió a girar a su hija y la tumbó en la cama, abriendo sus muslos para revelar la vagina reluciente, los pliegues rosados brillaban en sus jugos.

Con la mano derecha, Elizabeth separó los labios vaginales de Atziry, exponiendo su clítoris hinchado. Entonces, se lanzó al festín, su lengua lamió con una destreza que arrancó gritos de placer de su hija. Atziry se retorcía, sus caderas se movían contra la boca de su madre, gimiendo sin control mientras la lengua de Elizabeth exploraba cada rincón, succionando el clítoris y hundiéndose en los pliegues húmedos. Los jugos de Atziry goteaban, y Elizabeth los saboreaba con avidez, demostrando su experiencia en cada lamida.

Sin mediar palabra, sus cuerpos, brillantes de sudor, se movieron con una sincronía instintiva, acomodándose en la cama para un 69 que las hizo gemir como perras en celo. Elizabeth, con sus grandes senos temblando, se posicionó sobre Atziry, su vagina descendía hacia la boca ansiosa de su hija. Atziry, con sus nalgas elevadas, abrió los muslos para recibir la lengua de su madre, sus pliegues húmedos relucían bajo la luz tenue. Sus lenguas se hundieron al unísono, lamiendo con avidez, saboreando los jugos dulces y salados que goteaban de sus vaginas. Elizabeth succionaba el clítoris hinchado de Atziry, mientras esta mordisqueaba los labios vaginales de su madre, sus gemidos resonaban en un coro de placer que llenaba la habitación.

Durante varios minutos, se devoraron mutuamente, sus cuerpos temblaban con cada lamida, sus jugos se mezclaban en sus bocas mientras sus caderas se movían en un ritmo frenético. Pero Atziry, insaciable, quería más. Con un movimiento ágil, se volteó, rompiendo el 69, y entrelazó sus piernas con las de su madre, sus muslos rozaron los de Elizabeth. Con una mano temblorosa, abrió sus propios labios vaginales, exponiendo su clítoris palpitante, y miró a su madre con ojos ardientes de lujuria. —Abre tus labios, mami —ordenó, con voz ronca y autoritaria—. Te voy a enseñar lo que es bueno.

Elizabeth, con la vagina goteando y el cuerpo ardiendo, obedeció sin dudar, separando sus pliegues húmedos con los dedos, dejando al descubierto su clítoris hinchado. Como piezas de un rompecabezas, sus vaginas se unieron en unas tijeras perfectas, los labios vaginales de Atziry chocaban con los de su madre en un roce húmedo y ardiente. Atziry movía sus caderas con una precisión salvaje, sus pliegues se frotaban contra los de Elizabeth, sus clítoris colisionaban en una danza de placer que arrancaba gritos de ambas. —¡Aaah, hija, esto es delicioso! —jadeó Elizabeth, sus senos rebotaban con cada movimiento, sus manos se aferraron a las sábanas mientras su vagina se contraía contra la de Atziry.

Atziry, con los ojos entrecerrados y las nalgas temblando, aceleró el ritmo, sus jugos se mezclaron con los de su madre, el sonido húmedo de sus cuerpos resonaba en la habitación.

Atziry, con sus senos temblando, levantó uno hacia su boca, lamiendo su propio pezón con una lengua ansiosa, mientras gemía: —¡Sí, mami, goza como yo lo hago, Aaah! ¡Tu vagina es tan húmeda!

Los roces eran crudos, casi enfermizos, una madre y su hija entregadas a un tabú que las consumía. Sus vaginas se tallaban con rudeza, los clítoris hinchados colisionaban en cada movimiento, sus jugos chorreaban por sus muslos y empapaban las sábanas. Elizabeth, con sus grandes senos rebotando y los pezones erectos, miraba a Atziry con ojos llenos de lujuria, su cuerpo temblaba de placer. —¡Hija, me estás haciendo gozar como nunca! —jadeó, su voz se quebraba mientras sus caderas empujaban con más fuerza. Atziry, con las nalgas temblando, respondía con gritos: —¡Sí, mami, no te detengas! —Sus rostros reflejaban una felicidad pecaminosa, sus cuerpos vibraban de excitación.

Los roces se volvieron más rápidos, más duros, el sonido húmedo de sus vaginas chocando, llenaba la habitación junto con sus gritos y gemidos. Sus manos se aferraban a las sábanas, a sus muslos, buscando más contacto, más intensidad. Tras varios minutos de frenesí, un orgasmo compartido las atravesó como un relámpago. Sus vaginas se contrajeron al unísono, los jugos de ambas estallaron en un torrente caliente que goteaba por sus pieles, pero ninguna se detuvo. Atziry empujaba sus caderas con más fuerza, sus clítoris se frotaban sin piedad, mientras Elizabeth, con los ojos entrecerrados, gemía el nombre de su hija, queriendo exprimir cada gota de placer.

El departamento, saturado del aroma almizclado de su sexo y el eco de sus gemidos, era un santuario donde madre e hija se entregaban sin reservas. Sus cuerpos, empapados en sudor y jugos, seguían moviéndose, decididas a gozarse hasta el límite, atrapadas en una danza prohibida que las unía en un éxtasis que desafiaba todo lo permitido.

Elizabeth y Atziry, con los cuerpos empapados en sudor y jugos, dejaron de frotar sus vaginas, sus clítoris palpitantes y sus pliegues húmedos relucían bajo la luz tenue. Jadeando, con los pechos subiendo y bajando al ritmo de sus respiraciones agitadas, se miraban extasiadas, sus ojos brillaban con una mezcla de lujuria y amor prohibido. Elizabeth, con sus grandes senos temblando y los pezones erectos, sentía su vagina aún contraerse, mientras Atziry sonreía con una satisfacción pecaminosa.

Exhaustas pero felices, ambas se acostaron en la cama, entrelazando sus cuerpos en un abrazo cálido, sus pieles calientes se rozaban. Sus labios se encontraron de nuevo en un beso profundo, sus lenguas danzaban con una ternura cargada de deseo, mientras sus manos acariciaban mutuamente sus cuerpos, los dedos de Elizabeth trazaban las nalgas de Atziry, y las de Atziry exploraban el abdomen de su madre. —Te amo, hija —susurró Elizabeth, su voz era ronca y sincera—. Esta ha sido la mejor noche de mi vida desde el día de tu nacimiento.

Atziry, con los ojos brillando de felicidad, sintió un calor en su pecho al saber que había lamido la vagina de su madre por segunda vez, pero en esta ocasión con plena conciencia de ambas, tras una sesión de sexo lésbico que las había consumido. —Y yo te amo a ti, mami —respondió, su voz temblaba de emoción, sus jugos aun goteaban por sus muslos.

Elizabeth, acariciando el cabello rubio de su hija y rozando sus mejillas con ternura, sintió una curiosidad ardiente. —Sentí que no es la primera vez que lo haces con una mujer a solas —dijo, sus ojos destellaban con intriga—. ¿Con quién más lo has hecho? —Atziry, con una sonrisa tímida y las mejillas ruborizándose, respondió: —Con Yareni. —Elizabeth alzó una ceja, su vagina palpitó al imaginarlo. —¿La noche del trío con tu primo? —preguntó. Atziry negó con la cabeza, su rubor se intensificó. —No, mami. El día que cumplí la mayoría de edad. Me convenció de que ese sería mi regalo de cumpleaños. —La confesión encendía aún más la habitación, hizo que Elizabeth sintiera un cosquilleo en su clítoris, imaginando a su hija y Yareni entrelazadas en una danza de lujuria.

Tras la confesión de Atziry sobre su encuentro con Yareni, Elizabeth esbozó una sonrisa traviesa, sus ojos brillaron con un hambre renovada. Sin decir palabra, se inclinó hacia su hija, sus labios se encontraron en un beso ardiente, que hizo que sus vaginas palpitaran de nuevo. Elizabeth, con sus grandes senos rozando los de Atziry, deslizó sus manos por el cuerpo de su hija, sintiendo la piel suave bajo sus dedos. La noche prometía más placer, y ninguna quería que terminara.

Elizabeth, impulsada por un deseo voraz, guio a Atziry para que se girara, exponiendo sus nalgas firmes y bronceadas. Con una reverencia casi ritual, acercó su rostro al ano de su hija, inhalando su aroma almizclado antes de deslizar su lengua por él. El sabor, dulce y prohibido, la hizo gemir, lamiendo con avidez mientras Atziry se retorcía, sus gemidos llenaban la habitación. —¡Mami, ¡qué rico! —jadeó, sus manos se aferraron a las sábanas mientras su clítoris palpitaba. Atziry, no queriendo quedarse atrás, volteó a su madre y, arrodillándose, exploró el ano de Elizabeth con su lengua, saboreando cada rincón con una pasión que arrancó gritos de placer. Sus lenguas, expertas y hambrientas, se deleitaban, sus cuerpos temblaban de éxtasis.

No durmieron en absoluto esa noche. Fue una maratón de sexo desenfrenado, sus vaginas y anos siendo lamidos, tocados, y explorados sin descanso. Sus jugos se mezclaban, sus gemidos resonaban, y sus cuerpos bañados en sudor, se fundían en una danza de lujuria.

A partir de esa noche, su relación cambió para siempre. En la calle, se comportaban como madre e hija cariñosas, tomándose de la mano, riendo con complicidad. Pero al cruzar la puerta del departamento, se transformaban en una pareja de amantes lesbianas, insaciables y apasionadas. Cada noche, se devoraban mutuamente, vivían para gozarse, sus gemidos llenando el departamento como un himno a su amor prohibido.

El departamento, impregnado del aroma de su sexo y los ecos de sus orgasmos, se convirtió en su refugio secreto. Cada roce, cada lamida, cada grito era una declaración de su nueva realidad: madre e hija en público, amantes lujuriosas en privado, unidas por un deseo que las consumía a diario y las llevaba al éxtasis en una relación que nunca quisieron abandonar.

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ElPecado
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Soy ElPecado, tejedor de deseos en palabras. Mis relatos eróticos encienden pasiones ocultas, explorando la sensualidad y el taboo con un toque melancólico. Cada frase es un susurro candente que despierta la piel y el alma, siempre en el filo del placer prohibido.

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