Ari: Prisionero de Mi Piel – I, II, III

Me llamo Arian, aunque todos los que me quieren de verdad me dicen Ari. Tengo 25 años y paso la mayor parte del tiempo en casa, trabajando como contador, escondido entre números rodeado de papeles y mi laptop que, a veces, se siente como la única compañía que me entiende y me da cierta paz.

Soy bajito, apenas un 1.50 cm, y peso 60 kilos. Pero mi cuerpo nunca se ajustó del todo a lo que se espera de un hombre: mi silueta es femenina: piernas torneadas, caderas generosas, mi trasero voluminoso; incluso tengo pequeños senos que se insinúan bajo la ropa y me hacen sonrojar cada vez que me los descubro en el espejo. Mi piel es blanca y suave, porque desde niño aprendí a cuidarla con cremas como si fuera mi tesoro secreto. Mis pies, pequeños reafirman mi femineidad con apenas 36, delicados, femeninos diría que son mi mayor atractivo… y cada detalle como ese me llena de una inocente contradicción.

Mi voz es tan fina y suave que, más de una vez, me han confundido con una señorita. Y aunque por dentro siempre he sentido esa voz femenina reclamando existir, yo no me considero gay. Para mí, no se trata de hombres ni de mujeres… yo simplemente creo que soy un hombre, aunque algo en mi interior me empuje a sentir y vivir como mujer. Y esa ambigüedad me asusta.

Soy tímido hasta lo ridículo: basta una mirada fija para hacerme bajar la cabeza y sonrojarme. Obedezco a todos sin chistar, como si temiera molestar al mundo con mi presencia. Nunca tuve una enamorada, jamás he besado. A veces me siento como un niño atrapado en el cuerpo de alguien que aparenta seguridad, pero que en realidad se quiebra con facilidad.

Esa inocencia me ha protegido, pero también me ha aislado. Porque todo lo que escondí, todo lo que nunca me atreví a confesar, salió a la luz una tarde cualquiera… por un descuido. Una cortina mal cerrada, un conjunto de lencería sobre mi piel, y unos ojos que me descubrieron. Ese instante lo cambió todo.

Mi historia comenzó mucho antes de aquel descuido. Yo era apenas un niño cuando mi padre decidió marcharse de casa. No tengo recuerdos claros de él; su rostro se desdibujó con el tiempo, como si se hubiera borrado de mi memoria para no dolerme tanto. Lo único que nunca olvidé fue la tristeza en los ojos de mi madre el día que nos dejó. Desde entonces, ella se convirtió en todo: madre, padre, guía y sostén. Trabajaba sin descanso para darme lo necesario, y yo, tímido y callado, la veía marchar cada mañana con un nudo en la garganta.

Siempre fui distinto a los demás niños. No era bueno para los juegos bruscos, me daba miedo él futbol, pero por el contrario era bueno en baile y gimnasia.

Me daba vergüenza mostrar mi cuerpo, y cualquier palabra fuerte era suficiente para hacerme llorar. Los otros chicos se burlaban, y yo bajaba la cabeza, incapaz de defenderme, con las mejillas encendidas de vergüenza. Me refugiaba en mis cuadernos, en los colores, en todo lo que me permitiera escapar de esa sensación de no encajar.

A los doce años, los médicos me dieron una explicación que cambió la forma en que me miraba al espejo: diagnosticaron que mi cuerpo no producía la testosterona suficiente, y que, en cambio, tenía un exceso de estrógenos. Era la razón porque mis rasgos eran tan delicados, caderas anchas, y pequeños senos como los de una señorita.

Por falta de dinero no pudimos corregir ese déficit de testosterona, a esa edad no entendía realmente lo que pasaba con mi cuerpo.

Yo no me veía como un “niño raro”, simplemente era yo. En ese entonces no pensaba en hombres ni en mujeres; me repetía que era un hombre, como cualquier otro, aunque en mi interior latiera una voz suave, femenina, que me hacía soñar con ser alguien distinto. Nunca me consideré gay, ni siquiera entendía lo que eso significaba con claridad. Lo único que sabía era que lo que sentía debía guardarlo como un secreto, porque en mi inocencia temía que el mundo me rechazara si alguna vez llegaba a descubrirlo.

Empecé a desarrollar un gusto por las prendas de mujer. Al principio fue solo curiosidad: tocar las telas suaves del armario de mi madre, acariciar un vestido como si ese roce pudiera calmar algo dentro de mí. Después, la tentación se volvió irresistible. Cada vez que me quedaba solo en casa, buscaba entre las prendas femeninas, me probaba alguna blusa, me miraba al espejo con el corazón latiendo a toda prisa. Había miedo, sí, pero también una dulzura inexplicable en verme así.

Con el tiempo, aquella curiosidad se transformó en hábito. En secreto, comencé a desear cada vez más ese reflejo, como si esas prendas me acercaran a la verdadera versión de mí mismo.

Aprendí a vivir con esa doble vida: el niño obediente, sumiso, tímido, que se sonrojaba por cualquier cosa, que bajaba la mirada para que nadie notara el rubor que me delataba; y la voz callada en mi interior que susurraba que tal vez yo nunca había sido un niño del todo.

Mi vida a los 25 años parecía tranquila, casi rutinaria. Pasaba la mayor parte del día frente a la computadora, trabajando como contador desde casa. Los números eran fríos, exactos, y en su silencio encontraba una especie de refugio. Allí no había juicios, ni miradas que me incomodaran, solo operaciones que siempre tenían una respuesta correcta.

Vivía con mi madre, que a pesar de los años seguía siendo mi apoyo incondicional. Ella salía a trabajar cada mañana, y yo la despedía con un beso tímido en la mejilla. Cuando estaba sola en casa, podía ser yo, al menos por un instante. Tenía una mejor amiga Cami. Tenía 20 años, era alegre, extrovertida, y siempre decía que yo era “más tierno que cualquiera de sus amigas”. Sus palabras me sonrojaban.

En mi interior, esa doble vida se mantenía en equilibrio: Ari el contador, obediente y tímido, y Ari la mujer escondida, que encontraba placer en las telas suaves, en la lencería delicada, en la fantasía de un reflejo distinto en el espejo. Cada vez que me probaba alguna prenda femenina, mi corazón se aceleraba como si estuviera cometiendo un pecado, y sin embargo había una dulzura inevitable en el gesto.

Esa tarde, el sol entraba con fuerza por la ventana de mi habitación. Yo había terminado un informe y, con la casa vacía, decidí darme un regalo: un conjunto de lencería nuevo que había comprado en secreto. Me lo puse lentamente, sintiendo el roce de la tela contra mi piel blanca, tan suave gracias a las cremas que usaba cada día. Me miré al espejo: mis piernas torneadas, mis caderas generosas, mis voluminosas y redondas nalgas, y mis pequeños senos resaltaban bajo la luz. Por un instante, me sentí hermosa.

Pero en medio de esa ilusión, olvidé un detalle: la cortina había quedado entreabierta.

Me moví frente al espejo, giré apenas, y de pronto escuché una voz desde la calle, profunda, burlona, que me heló la sangre:

—Wow… qué mujer más hermosa — dijo un muchacho desde la calle, con un tono seguro y burlón.

Me quedé paralizado. ¿Había dicho eso en serio? Mi corazón empezó a latir como loco. No podía moverme, no podía ni respirar. Era como si el mundo se hubiera detenido en ese instante.

—Eh… esto… —tartamudeé, intenté correr hacia la ventana para cerrarla, pero fue demasiado tarde, la misma voz volvió a sonar, grave, con una seguridad que me intimidó hasta la médula:

—¡Hey! No te escondas —gritó él, con esa voz grave que parecía rebotar en todo el barrio—. Quiero conocerte.

Mi rostro se encendió en un rojo intenso, las manos temblaban. Yo, que siempre había vivido en la sombra de mi timidez, había sido descubierto. No por cualquiera, sino por él…

Me quedé sin palabras, sin saber qué hacer. Su presencia, aunque a la distancia, tenía algo magnético. Al día siguiente, no podía dejar de pensar en él. Me enteré de su nombre: Jordan.

Tenía apenas 19 años, pero su presencia era tan grande que me hacía sentir y ver diminuto. Era lo opuesto en todo a mí. Medía 1.90, pesaba 85 kilos y su cuerpo, formado por la calistenia, el boxeo y el gimnasio, imponía respeto. Era el típico chico problema: apuesto, altanero, burlón, seguro de sí mismo. Su voz grave resonaba como la de un militar y su presencia intimidaba a cualquiera. Mujeriego, sabía cómo manejarse con las mujeres: era atrevido, manipulador, las seducía y luego las dejaba, pero nunca sin aprovecharse antes de ellas. Todas hablaban de él, todas lo deseaban; y cuando pasaba por la calle, las miradas lo seguían inevitablemente.

Dos mundos distintos, dos realidades que parecían no tener nada en común. Yo el muchacho frágil que vivía ocultando su feminidad, y Jordan, el joven corpulento y atrevido que desbordaba virilidad. Pero el destino o quizá un simple descuido mío que entrelazo nuestros caminos de una forma que cambiaría nuestras vidas para siempre.

Yo con el miedo grabado en mi piel, no podía dejar de pensar en la voz que me había llamado “hermosa” temblaba solo de recordarlo.

PARTE II

Desde aquel día, mi vida dejó de ser la misma. Jordan comenzó a aparecer con frecuencia cerca de mi casa, como si el barrio entero se hubiera convertido en su terreno de cacería y yo en su presa favorita.

Cada vez que yo salía, ahí estaba él. Apoyado en una pared, con los brazos cruzados, mostrando sus músculos como si lo hiciera sin darse cuenta. Su voz grave se imponía en el aire apenas me veía pasar:

—Hola, preciosa… ¿a dónde tan solita?

Yo bajaba la mirada al suelo, con el rostro encendido, murmurando un tímido “buenas tardes”, apenas audible. El corazón me latía con fuerza, y aunque quería escapar de esa presencia tan intimidante, algo dentro de mí me mantenía cerca, atrapado en el magnetismo de sus palabras.

Cuando iba a la tienda por pan o por alguna golosina, él siempre encontraba la manera de interceptarme. Se inclinaba hacia mí, su sombra enorme cubriéndome, y con una sonrisa burlona me lanzaba un piropo que me dejaba sin aliento.

—Con esas piernotas y ese culaso, cualquiera se vuelve loco, Ari. Estas bien rica chiquita.
—No te escondas, Ari… que no te voy hacer nada que tu no quieras.

Yo temblaba, apretando las bolsas en mis manos, sin atreverme a responder. Me decía a mí mismo que estaba equivocado, que él pensaba que yo era una mujer, que todo era un error. Pero en el fondo, algo en su insistencia me hacía sentir viva, deseada de una forma que jamás había imaginado.

Jordan jugaba con mi timidez. Si me veía sonrojar, reía satisfecho, como si disfrutara mi vergüenza. Si intentaba alejarme rápido, aceleraba el paso y me bloqueaba el camino, obligándome a mirarlo, aunque fuera unos segundos.

—Mírame, princesa… ¿qué te cuesta regalarme una sonrisa? —decía con esa voz gruesa que hacía vibrar mi pecho.

Y yo… obedecía. Sonreía nerviosa, bajando los ojos al instante, sintiéndome diminuta frente a él.

Con el tiempo, esa rutina se volvió inevitable. Cada salida era un encuentro con Jordan, cada compra en la tienda, un momento en que mis secretos temblaban de salir a la luz. Y aunque mi razón me gritaba que debía alejarme, mi cuerpo, mi alma entera, empezaban a rendirse ante la intensidad de su presencia.

PARTE III

Los días pasaron…

Intenté ignorarlo. De verdad lo intenté. Me repetía cada mañana que Jordan no significaba nada, que era solo un muchachito de 19 años entrometido, altanero, inmaduro, un don nadie comparado conmigo. Salía de casa con la cabeza gacha, decidido a no mirarlo, decidido a pasar de largo. Pero siempre estaba ahí.

Por más ropa holgada que me pusiera, nunca era suficiente. Pantalones anchos, poleras largas… todo con tal de esconder mi cuerpo que tanto llamaba la atención de Jordan. Pero no importaba cuánto me tapara, siempre se notaba.

Y Jordan, como lobo hambriento, nunca desperdiciaba la oportunidad. Apenas me veía, se relamía con esa sonrisa de macho seguro de sí mismo, y me lanzaba palabras que me incendiaban por dentro.

—Ari… chiquita —me dijo hoy, apenas me vio doblar la esquina—. Que ricas piernotas… pero se verían mejor en mis hombros— lo decía con esa sonrisa burlona que me arrancaba un temblor en el estómago.

Yo apretaba mis delicadas manos contra mi pecho, con las mejillas rojas y la voz quebrada.

—N-no… yo… tengo que irme.

Daba un paso, pero él daba dos. Su cuerpo enorme bloqueaba mi camino, y mi respiración se volvía torpe, casi infantil. Jordan bajaba un poco la cabeza para mirarme de cerca, y yo, instintivamente, desviaba los ojos, incapaz de sostenerle la mirada.

—Estas tan rica Ari… —susurraba, rozándome el mentón con la punta de sus dedos.

El contacto me hizo estremecer. Retrocedí un paso, con el corazón latiendo desbocado.

—Por favor… déjame… —murmuré.

Pero su risa me envolvió, profunda, segura, como si supiera que mis palabras eran solo parte de un teatro que ni yo mismo podía sostener.

—Que rico culazo Ari… —dijo sin rodeos—. Que rico se ve como tus ricas nalgas se comen tu pantalón así pronto se va comer esto—mientras se agarraba su entrepierna y se notaba que tenia una erección por el bulto que sobresalía de su pantalón.

—C-cállate… —susurré, temblando.

Él rio. Una risa grave, fuerte, que me hizo estremecer. Puso un brazo contra la pared, cortándome el paso, y de pronto su cuerpo enorme me tenía acorralado. Yo podía sentir el calor de su cercanía, y mi respiración se volvió torpe.

—No tienes que fingir conmigo —dijo con voz firme—. Yo sé lo que eres… y me gustas.

—Eres un desgraciado… —susurré, la voz hecha pedazos.

Jordan inclinó la cabeza, sus labios tan cerca de mi oreja que me hicieron estremecer otra vez.

—Se que te gusto Ari, aunque aún no quieras admitirlo.

Me quedé helado. Mis manos temblaban, mis piernas no me respondían, y mis lágrimas corrían en silencio. Esa era mi lucha: odiarlo con toda el alma, y al mismo tiempo, odiarme más por verme débil a su lado.

Mis piernas temblaban. Todo en mí gritaba que debía huir, que no debía dejarlo acercarse más. Y sin embargo, cuando su mano rozó la mía al quitarme una de las bolsas, no tuve fuerzas para arrebatársela. Me quedé quieto, sumiso, como un niño atrapado, con la garganta cerrada y los ojos húmedos por la vergüenza.

—Así me gusta —añadió él, con una sonrisa satisfecha—. Obediente.

Me devolvió la bolsa como si nada hubiera pasado, y se apartó lentamente, dándome espacio para huir. Y yo corrí, casi tropezando con mis propios pasos, mientras sentía que mi pecho ardía con un torbellino de miedo, negación… y algo más.

Porque, aunque me repetía una y otra vez que debía olvidarlo, que no podía dejarlo entrar en mi vida, cada vez se me hacía más difícil ignorar el fuego que encendía en mí su sola presencia.

Esa noche apenas pude dormir. El eco de su voz seguía persiguiéndome, como si Jordan estuviera sentado a los pies de mi cama, susurrándome esas palabras que no podía arrancar de mi cabeza.

“Yo sé lo que eres… y me encanta.”

Me envolví en las sábanas, apretando los ojos con fuerza.

—¡No! —murmuraba en voz baja—. No soy eso… no puedo serlo…

Mi corazón golpeaba como un tambor. Sentía vergüenza, miedo, un nudo en el estómago que me ahogaba. Y, sin embargo, había algo peor: esa parte de mí que temblaba al recordar cómo sus dedos rozaron mi piel.

Me levanté de golpe, encendí la luz y me puse frente al espejo. Lo odiaba. Odiaba verme así, con este cuerpo que todos confundían con el de una mujer. Mi reflejo me devolvía la mirada con unos ojos húmedos, rojos de tanto contener el llanto. Mis labios carnosos, mi piel blanca, mi silueta delicada… todo era un recordatorio cruel de lo diferente que era.

Golpeé el espejo con las manos abiertas.

—¡Soy hombre! —grité entre sollozos—. ¡Soy hombre, maldita sea!

Pero mi voz temblorosa, aguda, casi de niña, sonó como una burla. Y cuanto más lo repetía, más me convencía de que estaba atrapado en una mentira que yo mismo no podía sostener.

Caí de rodillas, llorando en silencio, como un niño perdido.

—Dios… ¿por qué a mí?… —susurraba, con las manos tapándome la cara—. No quiero ser esto… no quiero sentir esto…

El recuerdo de Jordan, tan alto, tan seguro, rodeándome con esa risa arrogante, me quemaba por dentro. No era solo miedo. Había algo más. Algo que me hacía estremecer y que odiaba reconocer.

Me arrastré hasta la cama, me acurruqué en un rincón, abrazando mis piernas. Intentaba convencerme de que mañana sería distinto, de que podría ignorarlo, de que todo esto no era real. Pero en lo profundo de mi pecho lo sabía: cada día, cada encuentro, cada palabra suya estaba quebrándome.

Y yo, en mi fragilidad, en mi inocencia, no sabía cuánto más podría resistir antes de caer rendido.

Desde aquel día en la ventana, mi vida dejó de ser la misma. Jordan no desaparecía, al contrario, parecía multiplicarse a mi alrededor. Cuando iba a comprar pan, ahí estaba. Si salía a botar la basura, lo encontraba recostado contra la pared del frente, mirándome con esa sonrisa que me quemaba por dentro. Yo intentaba ignorarlo, caminar rápido, fingir que no escuchaba… pero siempre terminaba atrapado por su voz.

Esa tarde, con el pan caliente en las manos, supe que no podía escapar.

—¿Otra vez tan apurada, princesa? —su voz profunda me atravesó como un rayo.

Me puse rojo de inmediato. Bajé la cabeza.

—Y-yo… tengo que volver a casa… —murmuré, apenas audible.

Jordan se acercó despacio, como un depredador que ya sabía que su presa estaba paralizada.

—¿Y por qué huyes de mí? ¿Te doy miedo? —me preguntó, inclinándose para verme el rostro.

Tragué saliva. Mis labios temblaban.

—N-no… solo que… yo… no debo… —me detuve, incapaz de articular.

Él rió, un sonido grave que me hizo estremecer.

—No debes, no debes… siempre con tus reglas, ¿no? —dijo burlón—. Eres tan inocente, Ari. Pronto serás mi mujer.

Sentí un calor extraño subirme al pecho.

—No me digas así… —pedí en un hilo de voz.

—Tú vas hacer mi mujer—replicó él, acercando su rostro al mío.

Me ruboricé aún más, las manos me sudaban.

—Jordan, por favor… déjame en paz…

Él arqueó una ceja y sonrió de costado.

—¿De verdad quieres que te deje en paz? Porque yo veo otra cosa. Te veo temblar, y no solo de miedo. Te ruborizas cada vez que me acerco. ¿Sabes lo que pienso? —su voz bajó, grave, casi un susurro—. Que en el fondo, lo disfrutas.

Negué con la cabeza, aterrado.

—¡No! Eso no es verdad… yo… yo no soy así…

Jordan me acorraló contra la pared, su sombra enorme cubriéndome por completo. Yo sentía que no podía respirar.

—Claro que lo eres —afirmó con una seguridad aplastante—. Y mientras más lo niegues, más me lo confirmas.

Yo apreté los ojos, con las lágrimas queriendo salir.

—No… no digas eso… por favor…

Él me tomó suavemente del mentón y me obligó a mirarlo.

—Escúchame bien, Ari… —dijo despacio, como si me estuviera marcando cada palabra en la piel—. Desde el día que te vi, supe que ibas a ser mía. Tú puedes llorar, huir, negar… pero no puedes escapar de mí… y tarde o temprano, vas hacer mi mujer.

El corazón me golpeaba tan fuerte que sentía que iba a desmayarme.

Me cubrí el rostro con las manos, desesperado.

—¡Basta! ¡No digas eso! —balbuceé, con la voz quebrada.

Él me apartó una mano con firmeza, sin dejarme escapar.

—¿Ves? Eres tan frágil… tan débil… tan sumisa. Ni siquiera sabes defenderte. Y eso… —rozó mi mejilla con sus dedos ásperos— …me vuelve loco, mírame como me tienes mostrándome su descomunal erección atreves de su pantalón.

Me estremecí al ver lo grande que se le marcaba debajo de su pantalón, me dio miedo, pero no podía apartar la mirada de su entrepierna.

—Por favor… yo no quiero esto… —susurré, casi suplicando. Con lágrimas silenciosas corriendo por mi rostro.

Jordan acercó su boca a mi oído, tan cerca que sentí su respiración caliente.

—No puedes evitarlo Ari. Vas a terminar obedeciéndome, Ari. Y lo peor… —sonrió, saboreando cada palabra— …es que te va a gustar.

Yo me quedé paralizado, atrapado entre el terror y esa extraña sensación que me desgarraba por dentro. Quise gritar, correr, desaparecer… pero no lo hice. Solo temblé, débil, sumiso, sintiendo que poco a poco, ya no me pertenecía.

No sé en qué momento mi vida dejó de ser mía. Desde aquel descuido en la ventana, Jordan se volvió una sombra inevitable. Podía ignorarlo un día, pero al siguiente lo tenía rondando de nuevo, esperándome en la esquina, con esa sonrisa burlona que me hacía sentir desnuda, débil… atrapada.

Al principio pensé que, si me mostraba indiferente, se aburriría. Qué ingenua fui. Entre más lo ignoraba, más se empeñaba en perseguirme. Y lo peor es que yo… yo no podía controlarme. Mis mejillas ardían, mi voz temblaba, mi cuerpo me traicionaba cada vez que se acercaba.

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