Conejita Traviesa – Capitulo 5: Enojo candente
Después de esa noche en la terraza, Vanessa se convirtió en una constante en mi departamento, como si el espacio mismo hubiera sido moldeado para contener nuestra pasión. Cada rincón de mi hogar se transformó en un escenario para nuestra lujuria desenfrenada. Cogíamos como locos, perdiéndonos en el calor del otro, nuestros cuerpos entrelazados en una danza frenética que parecía no tener fin. Cada vez usábamos condón, una precaución que no disminuía la intensidad de nuestros encuentros, sino que añadía una capa de control a nuestra entrega. En el sofá, en la cocina, contra la pared, cada superficie era testigo de nuestros gemidos, de la forma en que sus caderas se movían contra las mías, de cómo sus senos rebotaban mientras la penetraba, su vagina apretada y húmeda envolviéndome hasta llevarme al borde del éxtasis.
— ¡Pollito, más fuerte! —gritaba Vanessa en esas noches, sus uñas marcaban mi espalda, su cuerpo temblaba bajo el peso de mis embestidas. Yo respondía con una ferocidad que rayaba en la obsesión, mis manos apretaban sus nalgas, mis dientes dejaban marcas en su cuello, su piel sabía a sal y deseo. Cada orgasmo suyo era una victoria, cada chorro de su placer una prueba de que, al menos en esos momentos, era completamente mía.
Pero una noche, algo cambió. Vanessa llegó a mi departamento con una energía distinta, apagada, como si una sombra se hubiera posado sobre ella. No dijo mucho, lo relacioné a que la noche anterior se había ido de fiesta con su hermana, ella solo me besó con una suavidad que contrastaba con nuestra habitual voracidad.
— Estoy cansada, mi amor —murmuró, sus ojos esquivaron los míos mientras se acomodaba en la cama.
Nos acostamos juntos, su cuerpo pegado al mío, pero sin la chispa que solía encenderse al instante. Recuerdo cada detalle de esa noche: Vanessa llevaba un cachetero rosa que se hundía entre sus nalgas, la tela de encaje abrazaba sus curvas como una segunda piel, metiéndose en ese manjar perfecto que me volvía loco. El contraste del rosa contra su piel blanca era hipnótico, cada pliegue de la tela delineaba sus nalgas redondas, invitándome a perderme en ellas. Sobre su torso, un sostén rosa translúcido dejaba entrever sus pezones, como dos joyas que rogaban ser tocadas. Mi erección era inmediata, dolorosa, palpitando contra mis bóxers mientras la miraba, su cuerpo era un lienzo de deseo bajo la luz tenue de la habitación.
Intenté acercarme, deslizando mi mano por su cadera, buscando esa conexión que siempre nos consumía. Con cuidado, liberé mi pene y lo posicioné entre sus nalgas, el calor de su piel a través del cachetero enviaba descargas de placer por mi cuerpo. Quería frotarme contra ella, sentir la fricción de su carne contra la mía, pero Vanessa, con un movimiento suave pero firme, se giró y se acostó boca arriba, rompiendo el contacto.
— No, Pollito, hoy no —susurró, su voz estaba cargada de cansancio, antes de cerrar los ojos y hundirse en el silencio.
Minutos después, su respiración se volvió lenta y profunda, señal de que había caído en un sueño pesado. Me quedé allí, inmóvil, mi deseo ardía como un incendio que no podía apagar. La miraba, su cuerpo estaba relajado, vulnerable, una obra maestra iluminada por la luz suave que se filtraba por la ventana. No pude resistirme. La tentación era demasiado fuerte, una mezcla de lujuria y esa obsesión posesiva que me había consumido desde aquella noche en la estética.
Tomé mi celular con manos temblorosas, encendí la luz de la habitación para que cada detalle quedara grabado con claridad, y comencé a filmarla. Vanessa estaba allí, tan hermosa, su rostro sereno, sus labios entreabiertos, su pecho subiendo y bajando con cada respiración. El sostén rosa translúcido dejaba poco a la imaginación, sus pezones rosados visibles a través de la tela, como si incluso en su sueño su cuerpo respondiera a mi mirada. Mi respiración se aceleró mientras acercaba la cámara, capturando cada curva, cada detalle de su piel.
Con un cuidado casi reverente, deslicé el cachetero rosa hacia abajo, revelando la perfección de sus nalgas, la tela atrapada entre ellas ahora descansando en sus muslos. Su sexo quedó expuesto, y noté que esa noche tenía más vello púbico de lo habitual, un manto oscuro y rizado que enmarcaba su vagina como un tesoro secreto. Con dedos delicados, abrí levemente sus labios vaginales, dejando al descubierto el interior rosado, brillante, una cavidad cálida y húmeda que parecía llamarme incluso en su inconsciencia. La cámara capturó cada detalle: los pliegues suaves, el leve brillo de su humedad, el contraste del vello contra su piel blanca. Mi erección palpitaba dolorosamente, mi deseo mezclado con una sensación de poder al grabarla así, expuesta, mía.
Sabiendo que su sueño era profundo, no dudé en ir más lejos. Con cuidado, la volteé, posicionándola boca abajo para que sus nalgas quedaran en el centro del encuadre. Eran gloriosas, redondas, firmes, con una suavidad que me hacía salivar. Las abrí lentamente, mis dedos temblaban de anticipación, y la cámara capturó los pliegues de su ano, un anillo apretado y perfecto que relucía bajo la luz. Cada detalle era una obra de arte: la textura de su piel, la forma en que su cuerpo se relajaba bajo mi toque, el aroma embriagador de su intimidad que llenaba la habitación.
Me detuve un momento, mi corazón latía con fuerza, mi pene duro como roca, rogando por alivio.
El deseo que me consumía era demasiado grande para contenerme más. Apagué la cámara y dejé el celular a un lado, mi respiración seguía agitada, mi cuerpo vibraba con una urgencia que no podía ignorar. Con cuidado, volví a acostar a Vanessa boca arriba, sus piernas ligeramente entreabiertas, invitándome sin saberlo. Abrí sus muslos con suavidad, exponiendo su vagina, ese tesoro húmedo y cálido rodeado de vello púbico que parecía susurrar mi nombre. Mi mano derecha se deslizó hacia su sexo, mis dedos exploraron sus labios vaginales, suaves y resbaladizos, mientras mi boca encontraba su sostén rosa translúcido, lamiendo sus pezones a través de la tela, sintiendo cómo se endurecían bajo mi lengua, su cuerpo respondía incluso en su sueño.
La humedad de su vagina crecía bajo mi toque, sus pliegues se hinchaban, lubricándose más con cada caricia. Mi excitación era insoportable, una mezcla de lujuria y posesión que me nublaba la razón. Aumenté la intensidad, mis dedos se movían más rápido, más profundo, casi al borde de introducir toda mi mano, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba, su vagina contrayéndose alrededor de mis dedos como si quisiera atraparme. El calor, la humedad, el aroma embriagador de su sexo me volvían loco, mi erección palpitaba dolorosamente contra mis bóxers, rogando por alivio.
De repente, Vanessa abrió los ojos, su mirada nublada por el sueño, pero encendida por la furia.
— ¿Qué haces, Pollito? —preguntó, su voz era cortante, sus cejas estaban fruncidas mientras intentaba procesar la situación. Pero sus piernas permanecían abiertas, su cuerpo la traicionaba, todavía expuesto bajo mi mano.
— Tomando lo que es mío —respondí, con voz grave, cargada de una intensidad que no podía disimular, mis dedos seguían sin detenerse, continuando su danza en su vagina, sintiendo cómo su humedad crecía a pesar de su enojo.
— ¡Para, te dije que esta noche no quiero hacer nada! —replicó ella, su tono era firme, pero su cuerpo contaba una historia diferente, sus muslos temblaban ligeramente, sus labios vaginales permanecían hinchados y brillantes.
— A mí me vale lo que tú quieras, perra —dije, con un gruñido posesivo que salió sin filtro—. Eres mía y harás lo que yo quiera.
Sus ojos se abrieron de par en par, una chispa de indignación brilló en ellos, y antes de que pudiera reaccionar, su mano voló hacia mi rostro, dándome una cachetada que resonó en la habitación silenciosa. El ardor en mi mejilla solo avivó el fuego en mi interior, y no me detuve. Mis dedos seguían moviéndose dentro de ella, más rápido, más profundo, explorando cada pliegue de su vagina, rozando su clítoris con una precisión que arrancó un gemido involuntario de sus labios.
Vanessa no cerró las piernas. A pesar de su enojo, su cuerpo se rendía, sus caderas comenzaron a moverse ligeramente contra mi mano, traicionando su resistencia. Sus gemidos crecieron, primero suaves, luego más fuertes, más desesperados.
— Eres un cabrón, Pollito, pero no pares…” —jadeó finalmente, su voz se quebró, y su enojo se disipó en el placer que la consumía.
Se recostó completamente en la cama, sus manos se movieron con urgencia para desabrochar su sostén, lanzándolo al suelo con un movimiento brusco. Sus senos quedaron libres, llenos y perfectos, sus pezones erectos brillaron bajo la luz tenue. Sus dedos encontraron sus propios senos, masajeándolos con una sensualidad desesperada, pellizcando sus pezones con fuerza, acercándolos a su boca para lamerlos, su lengua trazaba círculos húmedos alrededor de ellos, un espectáculo que me hizo gruñir de deseo.
— Soy tu perra, Pollito… haz lo que quieras conmigo —dijo, su voz era un ronroneo cargado de sumisión y lujuria, sus ojos estaban fijos en los míos, brillando con una entrega total que me encendió aún más.
Seguí masturbándola, mis dedos se deslizaban con un ritmo frenético, explorando cada rincón de su vagina, sintiendo cómo se contraía, cómo su humedad empapaba mi mano. Cuando su sexo estaba al borde de explotar, no pude resistir más. Coloqué mi cabeza entre sus piernas, mi rostro se hundió en su intimidad, y comencé a hacerle sexo oral con una voracidad que rayaba en la locura. Mi lengua exploró sus labios vaginales, lamiendo cada pliegue, succionando su clítoris con una intensidad que la hacía arquearse. Su sabor era embriagador, una mezcla dulce y salada que me hacía salivar, mi lengua se adentraba en el interior de su vagina, sintiendo las paredes cálidas y resbaladizas que se contraían con cada movimiento.
— ¡Sigue lamiendo, Pollito! ¡Haz que termine en tu rostro! —gritaba Vanessa, sus manos se aferraban a mi cabello, empujando mi cabeza más profundo contra su sexo, sus caderas moviéndose con una urgencia que llenaba la habitación con el sonido húmedo de nuestra pasión. Sus gritos eran tan fuertes que incluso escuchamos las voces de los vecinos a través de las paredes, risas y murmullos diciendo que “a alguien se la están cogiendo como nunca”. Pero no nos importó; el mundo fuera de esa cama no existía.
Fue el mejor sexo oral que le había hecho a alguien, y el primero que le hacía a ella. Sentir mi lengua dentro de su vagina, explorando cada rincón, lamiendo sus jugos mientras su cuerpo se convulsionaba, era espectacular. Vanessa llegó al clímax con un grito que resonó en la habitación, un chorro cálido y abundante empapó mi rostro, sus fluidos corrían por mi barbilla mientras yo los bebía con avidez, saboreando cada gota de su placer.
— Eres el mejor, Pollito… eres mi amo y yo tu puta —gritó con éxtasis, su cuerpo temblaba mientras se desplomaba en la cama, agotada, su pecho subiendo y bajando con respiraciones agitadas, sus senos brillaban con un leve sudor, sus piernas aún abiertas, su vagina húmeda y satisfecha.
Me levanté, mi erección todavía palpitaba, mi rostro estaba cubierto de sus jugos. La miré, su cuerpo estaba expuesto, vulnerable, pero ahora completamente entregado a mí. Me incliné para besarla, mis labios llevaban el sabor de su orgasmo a los suyos, y ella me recibió con un beso hambriento, sus manos acariciaron mi rostro, lamiendo sus propios fluidos de mi piel con una sensualidad que me hizo gruñir.
— Ahora eres mía, conejita —susurré contra su boca.
— Siempre lo he sido, Pollito —respondió ella, lista para lo que viniera después.
Agotados, pero aun vibrando con el calor de lo que acabábamos de compartir, nos quedamos un momento en silencio, nuestros cuerpos estaban sudados entrelazados en la cama, el aire cargado con el aroma de nuestra lujuria. Mi rostro aún húmedo por sus fluidos, me acerqué a Vanessa, la besé suavemente, dejando que el sabor de su orgasmo se mezclara en nuestros labios nuevamente. Ella me devolvió el beso con una ternura que contrastaba con la intensidad de lo que había pasado, sus manos acariciaron mi rostro, sus ojos brillaron con una mezcla de entrega y vulnerabilidad.
Un poco más recuperados, mi curiosidad se impuso.
— ¿Por qué no querías, conejita? —pregunté, mi voz era suave, pero cargada de una necesidad de entender qué la había detenido al principio.
Vanessa suspiró, su mirada esquivó la mía por un momento, un leve rubor cubrió sus mejillas.
— Se me olvidó depilarme… —admitió, con voz baja, casi avergonzada—. No quería que me vieras así.”
La miré, mi mano acariciando su muslo, sintiendo la suavidad de su piel bajo mis dedos.
— No me importa, conejita. Amo tu vagina con o sin vello. Eres perfecta tal como eres —dije, dejando claro que cada centímetro de su cuerpo me volvía loco, sin importar los detalles.
Mis palabras eran sinceras, su vello púbico oscuro, su piel suave, sus curvas que pedían ser tocadas. Pero entonces, una idea perversa cruzó mi mente, y con una sonrisa traviesa, añadí.
—Aunque… ¿y si te depilo yo? Déjame cuidarte, conejita.
Sus ojos se abrieron, una chispa de excitación reemplazó la vergüenza.
— Hazlo, Pollito, susurró, llena de lujuria, mientras se recostaba en la cama, abriendo lentamente las piernas para revelar su vagina, sus labios abiertos, relucían con su humedad, el vello oscuro cubría su monte de Venus.
Tomé una navaja, crema de afeitar y una toalla, mi pene se endurecía bajo mis pantalones al ver su cuerpo expuesto, sus nalgas temblaron ligeramente contra el colchón, sus senos subían y bajaban con cada respiración agitada. Me arrodillé entre sus piernas, mi rostro quedó a centímetros de su vagina, el aroma dulce y salado activaba mis sentidos. Apliqué la crema con dedos lentos, masajeando su piel, mis dedos rozaban los labios vaginales, arrancándole un gemido bajo.
— ¡Pollito, ¡qué rico! —susurró, sus manos subieron a sus senos, estrujándolos, pellizcando sus pezones rosados, endurecidos, mientras yo comenzaba a deslizar la navaja, retirando el vello con cuidado.
Cada pasada de la navaja era una tortura deliciosa, su vagina relucía más con cada centímetro de piel expuesta, sus jugos goteaban, manchando el colchón con pequeños charcos brillantes. No pude resistirme: incliné mi rostro y lamí su vagina, mi lengua se deslizó por los pliegues húmedos, chupando su clítoris, saboreando sus jugos que escurrieron por mi barbilla otra vez.
— ¡Sigue, Pollito! —gimió Vanessa, sus nalgas se contraían, sus manos apretaban sus senos con más fuerza, sus pezones se hinchaban bajo sus dedos. Volví a la navaja, pero mis dedos no podían quedarse quietos; los deslicé dentro de su vagina, entrando y saliendo, sintiendo su interior caliente y apretado, sus gemidos resonaban:
— ¡Mételos más, Pollito!
El colchón se empapaba con sus fluidos, cada lamida, cada movimiento de mis dedos hacían que sus jugos fluyeran más, goteaban, mezclándose con la crema de afeitar, un desastre de lujuria que olía a sexo puro.
— ¡Eres una diosa, conejita! —gruñí, mi lengua entró de nuevo, lamiendo los pliegues ahora casi libres de vello, mientras ella se retorcía.
Retiré el último vello púbico, su vagina ahora suave, con sus labios abiertos, goteando jugos que formaban un charco en las sábanas. Me incliné, lamí con voracidad, mi lengua entrando hasta el fondo, chupando su clítoris, mientras mis dedos seguían penetrándola, sus gemidos se convirtieron en alaridos.
— ¡Me vengo, Pollito!
Su cuerpo convulsionó, un chorro caliente de sus jugos salpicó nuevamente mi rostro, goteando por mi pecho, empapando el colchón, mientras ella apretaba sus senos, sus pezones hinchados, sus nalgas contra la cama.
— Ahora cógeme, Pollito, —susurró, abriendo más las piernas.
No perdí un segundo. Corrí al cajón donde guardaba los condones, saqué uno y me lo puse con manos temblorosas, mi erección ya palpitando de anticipación. Me acosté de espaldas en el colchón, mi pene erecto apuntando al techo, listo para ella. Vanessa no esperó. Con una gracia felina, se subió sobre mí, dándome la espalda, y se puso en cuclillas, sus nalgas estaban gloriosas frente a mí, redondas y perfectas, el cachetero rosa ya había sido olvidado en el suelo. Tomó mi verga con una mano, guiándola hacia su vagina, y lentamente se dejó caer.
Observé hipnotizado cómo sus nalgas subían y bajaban, el movimiento rítmico de sus caderas creaba un espectáculo que era puro éxtasis. Cada sentón era un impacto, su vagina estaba succionándome con una fuerza que me hacía apretar los dientes, el vello púbico ya no se sentía, añadiendo una textura deliciosa al placer. Su ano, ese anillo perfecto y apretado, se contraía ligeramente con cada movimiento, tentándome. No pude resistir. Deslicé un dedo hacia él, introduciéndolo lentamente, sintiendo la resistencia cálida y elástica de su interior. Vanessa dejó escapar un gemido agudo, sus caderas acelerándose, sus nalgas temblando con cada embestida.
— ¡Pollito, sí, más! —gritó, sus movimientos se hicieron más salvajes, como si quisiera devorarme con su cuerpo.
Estuvimos así varios minutos, el sonido húmedo de nuestros cuerpos chocando, llenaban la habitación, sus gemidos eran una sinfonía de lujuria. Mi dedo se movía en su ano al ritmo de sus sentones, cada penetración doble la hacía gritar más fuerte, su ano apretaba mi dedo con una intensidad que me volvía loco.
De repente, Vanessa se detuvo, girándose para quedar frente a mí, con una mezcla de desafío y deseo. Se posicionó de nuevo en cuclillas, esta vez mirándome directamente, sus senos rebotaban con cada movimiento, sus pezones como joyas bajo la luz tenue. Guio mi pene de nuevo hacia su vagina, descendiendo con un movimiento lento que me permitió sentir cada centímetro de su interior, cálido, húmedo, apretado. Mis manos encontraron sus senos, estrujándolos con una fuerza que arrancó un gemido de su garganta, mis dedos pellizcaron sus pezones, sintiendo cómo se endurecían aún más bajo mi toque.
Nuestros cuerpos estaban sudados, el calor de nuestra piel se mezclaba, el aroma de nuestro deseo llenó la habitación. Cada sentón de Vanessa era una explosión de placer creciendo en intensidad.
— ¡Pollito, me vuelves loca! —jadeaba.
Minutos después, Vanessa se detuvo, su respiración estaba muy agitada, había un leve temblor en sus muslos.
— Estoy cansada, Pollito… quiero acostarme —dijo. Se recostó en la cama, sus piernas se mantenían abiertas, su vagina seguía húmeda y lista, invitándome a tomar el control.
Me posicioné sobre ella, levantando sus piernas y colocándolas sobre mis hombros, su cuerpo estaba completamente expuesto, sus nalgas permanecieron ligeramente elevadas. Pero antes de penetrarla, tomé una decisión impulsiva. Con un movimiento rápido, me quité el condón, dejándolo caer al suelo sin que ella lo notara. Mi deseo de poseerla por completo, de dejar una marca permanente en ella, era abrumador. Sin avisarle, alineé mi pene con su entrada y comencé a embestirla, mi verga se deslizó en su vagina con una facilidad que me hizo gruñir, con el calor y la humedad de su interior envolviéndome sin barreras.
Vanessa gemía, jadeaba, sus gritos llenaron la habitación mientras sus caderas se movían al ritmo de mis embestidas.
— ¡Amo tu verga dentro de mí, Pollito! —gritaba, sus manos se aferraban a las sábanas, sus senos rebotaban con cada golpe, su cuerpo sudado brillaba como una diosa bajo la luz. Cada embestida era más profunda, más intensa, la sensación de su vagina sin el condón era indescriptible, sus paredes internas permanecían apretándome, succionándome, llevándome al borde del éxtasis.
Después de varias embestidas, Vanessa llegó a un segundo orgasmo, su cuerpo convulsionó bajo el mío, un grito agudo escapó de su garganta mientras un chorro cálido empapaba mis caderas, su vagina pulsó con una fuerza que casi me hace perder el control.
— ¡Pollito, me matas! —gimió, su voz era temblorosa, su rostro se contorsionaba por el placer más puro.
No pude contenerme más. La necesidad de marcarla, de hacerla mía de una forma definitiva, me consumía. Con unas últimas embestidas, profundas y desesperadas, eyaculé dentro de ella, chorros calientes de semen llenando su interior, mi cuerpo tembló con una intensidad que me dejó sin aliento. Quería embarazarla, quería que una parte de mí quedara en ella para siempre, un lazo que nadie podría romper.
Vanessa lo sintió de inmediato. Sus ojos se abrieron de par en par, una mezcla de shock y furia cruzó su rostro. Me empujó con fuerza, apartándome de ella, y metió dos dedos en su vagina, los sacó cubiertos de mi semen, el líquido blanco y espeso brilló en sus yemas.
— ¡Te dije que no quería embarazarme! —gritó, golpeando mi pecho con una furia que no podía contener—. ¡Esto que hiciste es de mucho riesgo, Pollito!
Sus golpes dolían, pero no me moví. En cambio, la abracé con fuerza, atrapando sus muñecas, mi cuerpo aun vibraba con el eco del orgasmo.
— Te amo, conejita —dije, —. Pase lo que pase, yo estaré para ti siempre.
Vanessa se quedó inmóvil, su respiración era agitada, sus ojos mostraban una mezcla de furia, miedo y algo más, algo que parecía suavizarse bajo mis palabras. Lentamente, su enojo se desvaneció, y me devolvió un beso suave, sus labios temblando contra los míos.
— Eres imposible, Pollito —susurró, su voz ahora era más calmada, aunque aún cargada de una tensión que no podía ignorar.
Después de nuestro intenso encuentro, permanecimos en la cama, nuestros cuerpos sudados estaban entrelazados, el silencio estaba cargado con el eco de nuestra pasión. Vanessa, aún con la respiración agitada, se acurrucó contra mí, su piel cálida contra la mía, su cabello desordenado cayendo sobre mi pecho. Mis dedos acariciaban suavemente su espalda, trazando las curvas de su columna, mientras mi mente seguía atrapada en la intensidad de lo que acababa de pasar. Había cruzado una línea al eyacular dentro de ella sin su consentimiento, y aunque sus besos habían suavizado el momento, el peso de mi acción flotaba entre nosotros.
Después de unos minutos, Vanessa levantó la cabeza, con una mezcla de satisfacción y cansancio.
— Quiero bañarme, Pollito, —susurró.
Cuando se levantó, vi cómo mi semen escurría lentamente por sus muslos, una visión que encendió un fuego renovado en mí. Se detuvo en la puerta del baño, girándose hacia mí con una sonrisa traviesa.
— Hasta que se te hizo terminar dentro de mí cuevita, —dijo, con un tono cargado de una mezcla de reproche juguetón y deseo.
No pude resistir la tentación de seguirla. Con cuidado, me levanté de la cama, mi cuerpo aun vibraba con el eco del orgasmo, y me acerqué sigilosamente a la puerta del baño, que había dejado entreabierta. Tomé mi celular, mi corazón latía con anticipación, y comencé a grabar en silencio. Vanessa estaba bajo la ducha, el agua caía en cascada por su cuerpo, resbalaba por sus senos llenos, y bajando por las curvas de sus caderas y nalgas. La espuma del jabón se deslizaba por su piel, mezclándose con el agua, mientras ella inclinaba la cabeza hacia atrás, sus manos recorrían su cuerpo, limpiando los rastros de nuestra pasión.
Su rostro mostraba una expresión de pura satisfacción, una sonrisa apenas perceptible en sus labios mientras el agua acariciaba su piel. No se dio cuenta de mi presencia, perdida en el momento, y yo grabé cada detalle: la forma en que el agua brillaba en su piel, el contorno de sus curvas, el leve movimiento de sus manos mientras se lavaba. Era una imagen que se grabó en mi memoria, una mezcla de intimidad y deseo que nunca olvidaré.
Regresé a la cama en silencio, con mi erección volviendo a despertar ante la visión. Guardé el video en mi celular, un secreto que alimentaba mi obsesión por ella, un trofeo de nuestra conexión visceral. Me recosté, esperando a que regresara, mi mente permanecía atrapada en la imagen de su cuerpo bajo el agua, en la forma en que su satisfacción parecía reflejar la mía.
A la mañana siguiente, después de que Vanessa se marchara a su casa con un beso rápido y una sonrisa cargada de promesas, recibí un mensaje de WhatsApp que hizo que mi corazón diera un vuelco. Era de ella, su voz digital tan provocadora como siempre:
“Pollito, no sabes lo que me haces sentir. A ratos, todavía siento tu semen escurriendo desde mi vagina, y eso me hace mojarme tanto. Quiero que me vuelvas a llenar toda.”
Las palabras me golpearon como un relámpago, mi cuerpo reaccionó de inmediato, mi mente se llenó de imágenes de la noche anterior: su cuerpo temblando bajo el mío, el calor de su vagina envolviéndome, el momento en que me dejé llevar por la necesidad de marcarla como mía. La idea de que ella, a pesar de su enojo inicial, ahora deseaba más, encendió un fuego que no podía apagar.
Respondí con un mensaje breve, mi tono cargado de deseo:
“Conejita, no tienes idea de lo que me haces. Pronto te llenaré de nuevo, lo prometo.”
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