Ecos de sus abrazos

Desde que tengo memoria, Jessica Barajas ha sido parte de mi mundo, un destello constante en el lienzo de mi vida, aunque al principio no lo sabía. Era 1996, yo tenía 11 años, un jovencito flaco con el cabello desordenado y sueños más grandes que mi cuerpo, cuando la vi por primera vez, una bebita envuelta en una manta rosa, con ojitos café que parpadeaban como estrellitas en la penumbra de la sala de los Barajas. Vivíamos en la misma calle, casas separadas por un par de jardines descuidados, y nuestras familias, unidas por años de vecindad, hacían que nuestras vidas se entrelazaran como las raíces de los árboles que sombreaban nuestra colonia. Yo no entendía entonces que esa chica, con su llanto suave y sus manitas diminutas, plantaría una semilla en mi alma, una que crecería hasta convertirse en una obsesión que me consumiría años después.

Los años pasaron, y Jessica dejó de ser esa bebita para convertirse en una presencia que no podía ignorar. A sus 18 años, en 2014, mientras yo, a mis 29, navegaba la vida adulta con un trabajo de oficina y un corazón inquieto, ella se transformó en una visión que me robaba el aliento. Su cabello lacio, negro como la medianoche, caía en cascada sobre sus hombros, brillando bajo el sol de la Ciudad de México como si estuviera tejido con hilos de obsidiana. Su carita finita, de rasgos delicados como los de una princesa de cuento, tenía una dulzura que contrastaba con el fuego que ardía en sus ojos color café, profundos, con pestañas largas que parecían susurrar promesas prohibidas. Pero era su cuerpo, Dios, su cuerpo, lo que me volvía loco, lo que me hacía perder la razón cada vez que la veía salir de su casa con shorts ajustados o un vestido que abrazaba sus curvas.

A los 18, Jessica ya era una diosa en ciernes, su figura esbelta, pero con pechos firmes que tensaban las blusas, y unas nalgas perfectas, que se movían con una cadencia hipnótica al caminar, cada paso era un recordatorio de mi deseo creciente. Sus piernas, largas y tonificadas, brillaban con un bronceado natural, y su cintura estrecha parecía diseñada para ser rodeada por mis manos, para ser apretada mientras imaginaba su piel cálida bajo mis dedos. No era solo su belleza; era la manera en que se movía, con una sensualidad inconsciente que encendía mi sangre, una mezcla de inocencia y provocación que me hacía cuestionar mi cordura.

Ahora, a sus 21 años, en 2017, Jessica se había convertido en una obsesión que consumía cada rincón de mi mente. El ejercicio había esculpido su cuerpo hasta la perfección, sus nalgas más firmes, más redondas, resaltando en leggings que se adherían como una segunda piel, delineando cada curva, el contorno de un tanga apenas visible cuando se agachaba a recoger algo en el jardín. Sus pechos, más llenos, rebotaban ligeramente al correr por las mañanas, los tops deportivos luchando por contenerlos, sus pezones endurecidos marcándose bajo la tela sudada. Su abdomen, plano y definido, brillaba con gotas de sudor que se deslizaban hacia la cinturilla de sus leggins, y su cabello negro, ahora más largo, se balanceaba como un velo de seda, invitándome a perderme en él. Cada vez que la veía, mi pene se endurecía, palpitando bajo mis pantalones, mi corazón latía con una mezcla de nostalgia por los días en que éramos solo vecinos y un deseo que me quemaba por dentro.

Recuerdo perfectamente que cuando Jessica tenía 19, aún parecía no ser consciente del poder devastador de su belleza. Una joven radiante, con una sensualidad inconsciente que me volvía loco. Pero lo que me destrozaba era su inocencia, su forma de correr hacia mí cada vez que me veía, como si fuéramos pequeños otra vez, y se aventaba a mis brazos, rodeando mi torso con sus piernas, abrazándome con una fuerza que me dejaba sin aliento.

Una tarde en particular, mientras el sol se ocultaba, tiñendo la calle de tonos anaranjados, ella salió de su casa, su cabello estaba suelto, llevaba una camiseta ajustada marcando sus pechos, y unos shorts que abrazaban sus nalgas, revelando la curva perfecta de sus muslos tonificados.

—¡Daniel! —gritó, con una alegría que me desarmaba, corriendo hacia mí con esa energía desbordante, mientras sus pechos rebotaban y sus nalgas se meneaban.

Antes de que pudiera reaccionar, se lanzó a mis brazos, sus piernas nuevamente rodearon mi cintura, sus muslos firmes se apretaban contra mi torso, su cuerpo cálido presionaba contra el mío. Podía sentir cada centímetro de su piel, el calor de sus nalgas rozando mi pelvis, su vulva, apenas cubierta por los shorts y una tela fina que imaginaba como un cachetero, tallándose contra mi erección, que palpitaba dolorosamente bajo mis jeans. Intenté mantener la compostura, mis manos temblaban mientras la sostenía por la cintura, sus senos presionaban contra mi pecho.

—Te quiero tanto —dijo, con una hermosa voz suave, casi un susurro, mientras se aferraba a mí, con su rostro enterrado en mi cuello, sus labios rozando mi piel, su aliento cálido enviando escalofríos por mi espalda—. Siempre serás mi amigo, ¿verdad?

Esas palabras eran un puñal, destrozándome el corazón mientras avivaban el fuego de mi deseo. —Siempre, Jessy —respondí, temblando, mientras mis manos, incapaces de resistir, rozaban la curva de su cintura, sintiendo la piel cálida bajo la camiseta, tentado a deslizarlas más abajo, a sus nalgas, a apretarlas como en mis fantasías.

Se quedó así varios minutos, abrazada a mí, su cuerpo pegado al mío, sus nalgas rozando mi erección, su vulva presionando contra mí, cada movimiento suyo era un tormento exquisito. No parecía notar el efecto que tenía en mí, o quizás lo hacía y no le importaba, su inocencia era un contraste cruel con la lujuria que rugía en mi pecho. Cuando finalmente se bajó, me dejó con el corazón acelerado, el pene palpitando, y una mezcla de amor y frustración que me consumía.

—Nos vemos mañana —dijo, girándose con una sonrisa que era pura tentación, dejándome solo con mi deseo.

Esos abrazos dejaron de suceder, tal vez se dio cuenta de lo exquisita que está, o mis erecciones la incomodaron, no lo sé realmente. Pero me he sentado en la ventana de mi habitación, fingiendo leer, aunque en realidad me la paso observándola mientras regaba las plantas o charlaba con su madre en el porche. Mi mente, traicionera, la desnudaba, imaginando su vagina reluciendo con jugos, sus nalgas ardiendo bajo mis nalgadas, sus gemidos resonando mientras la penetraba en cada rincón de mi fantasía. Escribía en secreto, páginas llenas de descripciones de su cuerpo, de cómo la tomaría contra la pared de su casa, su cabello negro enredado en mis dedos, sus pechos rebotando, sus jugos empapándome. Me masturbaba con furia, el recuerdo de su carita de princesa, de sus nalgas perfectas, llevándome al borde, mi semen salpicando mientras susurraba su nombre, un eco de mi obsesión que no podía apagar.

—Oye, ¿Por qué te has vuelto tan serio? —dijo Jessica una tarde, mientras yo pasaba por su casa, fingiendo un recado, mi mirada quedó atrapada en sus leggins negros, sus bellas nalgas resaltaban, y su top deportivo dejaba entrever el borde de sus pechos.

—Creo que es por el trabajo —mentí, realmente soñaba con que me volviera abrazar como antes, mi pene se endurecía al ver su cabello lacio pegado a su cuello sudoroso, sus labios carnosos curvándose en una sonrisa que era pura tentación.

—Algún día me contarás qué tienes en esa cabeza, Daniel —respondió, guiñándome un ojo, sus caderas se meneaban mientras entraba a su casa, dejándome con el corazón acelerado y una erección que dolía.

Cada encuentro era un recordatorio de mi fijación, un fuego que había comenzado cuando ella cumplió 18 y que ahora, a sus 21, me tenía atrapado en un infierno de deseo. Era mi vecina, la chica que había visto crecer, pero también la mujer que poblaba mis sueños más oscuros, su cuerpo un templo que anhelaba profanar, su carita de princesa una máscara que escondía la lujuria que imaginaba en sus ojos. Y aunque sabía que mi obsesión era un camino peligroso, no podía evitarlo: Jessica Barajas era mi maldición, mi musa, mi todo.

El 19 de septiembre de ese mismo año, la Ciudad de México tembló bajo el peso de un terremoto que sacudió nuestras vidas a la 1:15 de la tarde aproximadamente. Yo estaba en mi habitación, revisando un manuscrito, mi mente como siempre estaba atrapada en la imagen de Jessica.

El suelo comenzó a rugir, un estruendo profundo que hizo temblar las paredes, los vidrios vibraron como si fueran a estallar. Grité, —¡Mierda, un terremoto! —y corrí hacia la calle, mi corazón latía con adrenalina, mientras los vecinos salían en estampida, sus voces se mezclaban con el crujido de la ciudad. El aire estaba cargado de polvo y pánico, las casas de la colonia se balanceaban, y entonces la vi: corriendo desde su casa, desnuda, con agua goteando de su piel, su cuerpo brillando bajo la luz del sol. Había salido de la ducha, olvidando su toalla en el frenesí por salvarse, y la visión de su cuerpo me golpeó como un relámpago.

Era una diosa expuesta, con su piel cremosa reluciendo con gotas de agua, sus pechos firmes, llenos, rebotando con cada paso, los pezones rosados endurecidos por el frío y el miedo, cada curva era un testimonio de su perfección, y su vello púbico, depilado en forma de un corazón delicado, enmarcaba su vagina, los pliegues rosados apenas visibles, reluciendo con el agua que se deslizaba por sus muslos tonificados. Mi pene se endureció al instante, palpitando bajo mis jeans, mi deseo por poseerla en ese momento era más grande que la adrenalina del sismo, un fuego que rugía en mi pecho, amenazando con consumirme.

Los vecinos la miraban, algunos con asombro, otros con vergüenza, pero yo solo veía a Jessica, mi Jessica, vulnerable y exquisita. Me quité la camisa con un movimiento rápido, el aire frío rozó mi pecho, y corrí hacia ella, mi corazón latía con una mezcla de urgencia y lujuria.

—¡Jessica, aquí estoy! —grité, envolviéndola con mi camisa, la tela cubrió sus pechos, un poco sus nalgas, pero no antes de que mi mente grabara cada centímetro de su cuerpo desnudo, un cuadro que alimentaría mis fantasías por años.

Ella se abrazó a mí, su cuerpo temblaba, el agua de su piel empapaba mi pecho, sus pechos se presionaban contra mí, podía sentir sus pezones endurecidos.

—Gracias, Daniel, gracias —sollozó, rota por el miedo, sus brazos rodearon mi cuello, su carita de princesa se enterró en mi hombro, su cabello negro, mojado, se pegaba a mi piel.

El sismo duró casi un minuto y medio, la tierra rugió bajo nuestros pies, pero para mí, el mundo se redujo a ella, a su cuerpo cálido contra el mío, su aliento cálido en mi cuello. Mis manos acariciaron su cabello, los mechones sedosos deslizándose entre mis dedos, mientras intentaba calmarla.

—Tranquila, Jessy, estoy aquí, siempre estaré aquí —susurré, con una devoción que era tanto amor como deseo.

Ella no se apartó, sus piernas se pegaron contra las mías, el calor de su piel traspasaba la camisa, su vello púbico en forma de corazón ahora quedaba grabado en mi mente como un tatuaje. Mi pene palpitaba, endureciéndose más, rozando su muslo a través de los jeans, y aunque sabía que el momento era de peligro, no podía evitar recordar que estaba ahí, completamente desnuda. Pero me contuve, mi mano acariciaba su cabello con suavidad, mi otra mano en su espalda, sintiendo la curva de su columna, tratando de anclarme a la realidad, a mi promesa de protegerla.

—Eres el mejor, Daniel —murmuró, levantando la cabeza, sus ojos estaban llenos de lágrimas, sus labios carnosos a centímetros de los míos, su aliento cálido rozando mi rostro—. No sé qué haría sin ti.

—Siempre estaré para ti —respondí, resistiendo la urgencia de deslizar mi mano más abajo, a sus nalgas, a apretarlas como en mis sueños más oscuros.

El sismo terminó, el silencio cayó sobre la calle, pero ella no se apartó, sus brazos aun me rodeaban, la camisa apenas cubría sus nalgas. Los vecinos comenzaron a dispersarse, murmullos de alivio llenando el aire, pero yo solo podía pensar en ella, en su cuerpo desnudo, en el corazón de vello púbico que había visto, en el deseo que me quemaba. Esa noche, después de revisar que la estructura de mi casa estuviera bien, en la tranquilidad de mi cuarto, escribí una historia febril, describiendo cómo la tomaba en el césped bajo la lluvia, sus nalgas abiertas para mí, su vagina jugosa, recibiendo mi pene, mientras ella gritaba mi nombre. Me masturbé con furia, mi semen salpicó el escritorio, pero la imagen de Jessica, desnuda, temblando en mis brazos, no me abandonaba y supe que, aunque el terremoto había pasado, el verdadero temblor estaba en mi alma.

Dos días después del sismo, la ciudad era un caos de sirenas, escombros y luto. Las noticias inundaban cada rincón con imágenes de edificios colapsados, historias de desaparecidos y el eco de un dolor colectivo que pesaba en el aire. Yo me había encerrado en mi departamento, huyendo de las redes sociales, incapaz de soportar más tragedias en mi pantalla. Mi mente, sin embargo, no estaba en los titulares, sino en mi vecina de 21 años, cuya imagen desnuda durante el sismo seguía grabada en mi alma como un tatuaje ardiente.

Esa noche, mientras la ciudad intentaba recuperar el aliento, mi teléfono vibró con un mensaje de WhatsApp. Era ella. Mi corazón dio un vuelco al ver su nombre en la pantalla, y abrí el chat con las manos temblando, mi respiración agitándose.

—Daniel, perdón por quedarme con tu camisa —escribió Jessica, su mensaje estaba acompañado de un emoji de carita apenada—. Estaba tan asustada ese día, no sé ni cómo salí corriendo así. Gracias por ayudarme.

Me senté en el borde de mi cama, mi cuarto estaba iluminado solo por la luz tenue de una lámpara, el aroma de café frío llenaba el aire.

—No te preocupes, Jessy, lo importante es que estás bien —respondí, mis dedos temblaban.

—Fue horrible, ¿verdad? Sentí que todo se iba a caer —escribió, y pude imaginar su carita de princesa, esos ojos café profundos frunciéndose con el recuerdo, sus labios carnosos formando un puchero que me hacía querer besarla hasta perder el aliento.

—Demasiado. Pero tú corriendo así, sin toalla, me dio más miedo que el sismo —bromeé, mi pulso se aceleró, tentando el terreno, mi pene palpitaba bajo mis pantalones al recordar su vello púbico en forma de corazón.

—Ay, qué vergüenza —respondió, con un emoji de risas, seguido de otro mensaje—. No me hagas acordarme, qué oso. Pero gracias por cubrirme, eres un caballero.

—Caballero con esfuerzo, Jessy. No fue fácil mantener la calma viéndote así —escribí, mi tono subía un poco, mi deseo se filtraba en las palabras, mi mano rozaba mi entrepierna, sintiendo la dureza de mi erección.

Hubo una pausa, los puntos suspensivos en la pantalla me torturaban, hasta que respondió.

—No seas malo. Aunque… no voy a mentir, me sentí segura contigo abrazándome —escribió, y mi corazón latió con fuerza, imaginando su cabello lacio, negro como la medianoche, cayendo sobre sus hombros, su carita de princesa sonrojándose, sus pechos moviéndose con cada respiración.

—Siempre te voy a proteger. Pero no me hagas verte así otra vez, porque no sé si pueda seguir siendo solo tu vecino —respondí, mi voz interior temblaba, con mi mente atrapada en la fantasía de desnudarla, de lamer sus pechos, de apretar sus nalgas redondas, firmes, que había visto relucir bajo aquel sismo.

—Daniel, no digas eso —escribió, pero añadió un emoji de guiño, y supe que estaba siguiendo el juego, su inocencia estaba mezclada con una chispa de provocación que me enloquecía—. Mira, hablando de ese día, me rasguñé el hombro al volver a casa.

Un segundo después llegó una foto que hizo que mi respiración se detuviera. Era ella, de pie frente a un espejo, sosteniendo su teléfono con una mano, la otra levantando su cabello para mostrar un rasguño leve en su hombro, una marca rosada que apenas rompía la piel cremosa. Pero la imagen era mucho más: llevaba una camiseta sin mangas, ajustada, que dejaba entrever el borde de sus senos. Su carita de una princesa, con esos ojos café y labios carnosos, tenía una expresión entre inocente y vulnerable, pero el espejo detrás revelaba el verdadero espectáculo: su espalda, curvada con elegancia, sus nalgas redondas, resaltadas por un cachetero blanco que abrazaba cada centímetro, y sus piernas tonificadas, brillando bajo la luz de su baño. Mi pene se endureció al instante, palpitando dolorosamente, mi mano temblaba mientras agrandaba la foto, cada detalle de su cuerpo avivaba el fuego que me consumía.

—Jessy, ese rasguño no es nada comparado con lo que me haces con esa foto —escribí, mi tono era audaz, mi deseo se mostraba en las palabras—. Eres demasiado, no sabes lo que provocas.

—Ay, solo quería mostrarte la herida —respondió, con otro emoji de risas, pero luego añadió—. Aunque… me gusta saber que te preocupas por mí. ¿Qué harías si estuvieras aquí ahora?

Mi corazón dio un salto, mi pene pulsó, mi mente la imaginó en mi cama, con sus nalgas temblando bajo mis manos, su vagina siendo invadida por mi penetración, mientras sus gemidos eran percatados por los vecinos.

—Si estuviera ahí, no sé si podría solo cuidarte el hombro —escribí, mi respiración se agitó, mi mano rozó mi erección, tentado a masturbarme con la foto aún en la pantalla—. Querría abrazarte como el otro día, pero más cerca, más tiempo.

Respondió con un emoji de carita sonrojada, pero su mensaje tenía un matiz juguetón, y añadió.

—Me gusta que seas así, pero… mejor me voy a dormir antes de que digas algo que me haga sonrojar más.

—Descansa, princesa —escribí, mi corazón latía con fuerza —. Pero no te olvides de que no puedo dejar de pensar en ti.

—Buenas noches —respondió, con un último emoji de guiño, y la conversación terminó, dejándome solo en mi cuarto, con la pantalla del teléfono iluminando la foto de Jessica, su cuerpo era un templo que anhelaba profanar. Me masturbé con furia, imaginando su carita de princesa gimiendo mi nombre, sus nalgas siendo secuestradas por mis manos, y sus pechos rebotando mientras me la cogía. Mi semen cayó el suelo, pero la frustración no se desvanecía. Jessica, con su inocencia y su provocación, me tenía atrapado, y cada mensaje, esa foto, era una chispa que amenazaba con incendiar mi alma.

Al día siguiente mi teléfono vibró de nuevo, y el nombre de Jessica en la pantalla hizo que me volviera a emocionar.

—Dany, ¿cómo estás? —escribió, su mensaje era acompañado de un emoji sonriente, y pude imaginar su carita de princesa.

—Sobreviviendo, Jessy —respondí, mientras su cuerpo relucía en mi memoria—. ¿Y tú? ¿Cómo va ese rasguño y del susto del terremoto?

—Más o menos, Dany —respondió, con un emoji de guiño—. He estado corriendo para despejarme, mira.

Un segundo después llegó una foto que hizo que mi respiración se detuviera. Era ella en ropa de ejercicio, un top deportivo negro que apenas contenía sus pechos, sus pezones endurecidos marcándose bajo la tela sudada, sus nalgas redondas cubiertas por unos leggins que parecían pintados sobre su piel, el contorno de una tanga negra apenas visible. Estaba frente a un espejo, mostrando su abdomen definido brillando con sudor, su cabello lacio pegaba en su cuello, su carita de princesa con una sonrisa traviesa. Mi pene se endureció al instante.

—Jessy, ¿quieres matarme con estas fotos? —escribí, mi tono iba subiendo —. Ese cuerpo tuyo es una maldita tortura.

—Ay, Dany, solo quería mostrarte que estoy bien —respondió, con un emoji de risas, pero luego añadió—. Aunque me gusta que te guste. Mira esta otra.

Otra foto llegó, y mi corazón latió con fuerza. Jessica estaba envuelta en una toalla blanca, recién salida de la ducha, su cabello negro mojado cayendo sobre sus hombros, la toalla apenas cubría sus senos, el borde inferior dejaba entrever la curva de sus nalgas, sus piernas tonificadas relucían con gotas de agua. —Recién bañada, vecino —escribió, con otro emoji de guiño.

—Jessy, no juegues conmigo —respondí, mi pene ya estaba erecto, mi mano rozaba mi entrepierna, incapaz de contenerse—. Si te tuviera enfrente, no sé si podría solo mirar. Imagino mis manos en tus nalgas, apretándolas, mi lengua en tu panocha, saboreándote.

Hubo una pausa, los puntos suspensivos en la pantalla no dejaban de aparecer, hasta que llegaron más fotos, y mi respiración se cortó. La primera mostraba sus nalgas desnudas, la toalla caída, su piel cremosa reluciendo bajo la luz del baño, cada curva perfecta, un espectáculo que hizo que mi pene pulsara con una urgencia dolorosa. La segunda apenas dejaba ver los pliegues rosados de su vagina, reluciendo con una humedad que no era solo agua, el vello púbico en forma de corazón apenas visible. La tercera era una tortura: Jessica, con la toalla bajada, una mano rozando sus senos, sus dedos cubriendo apenas los pezones, su carita de princesa sonrojada, con una mezcla de inocencia y provocación.

—Dany, eres malo —escribió, con un emoji de carita sonrojada—. Pero… quiero ver algo de ti. Mándame una foto de… ya sabes. Y dime qué me harías ahora.

Mi corazón dio un salto, mi mano temblaba mientras sostenía el teléfono. Saqué una foto de mi pene, duro, venoso, la punta mostraba humedad de líquido preseminal, y la envié, mi pulso se aceleró. —Jessica, te haría arrodillarte, chupármelo hasta que no puedas más —escribí —. Quiero sentir tu boca, tu lengua, terminar dentro de tu garganta mientras gimes mi nombre.

—Dios, Daniel —respondió, su mensaje fue rápido, con un emoji de fuego—. Eso suena… intenso. Estoy imaginando cosas que no debería.

Pude imaginarla tocándose, sus dedos deslizándose por sus pliegues húmedos, sus nalgas temblando, sus pechos rebotando mientras se masturbaba.

—Jessica, dime qué estás haciendo ahora —escribí, mi mano se deslizaba sobre mi verga, masturbándome con la imagen de sus fotos, su cuerpo desnudo grabado en mi mente.

—Ay, Dany, no me hagas decirlo —respondió, pero su mensaje tenía un tono juguetón, casi jadeante—. Digamos que… me estás haciendo sentir cosas. Pero no debería, lo siento.

De repente, las fotos desaparecieron, y en su lugar un mensaje de WhatsApp indicando que las había eliminado. Pero ella no sabía que ya las había enviado a otro chat en mi segundo celular, asegurándome de no perderlas.

—Jessica, no quería faltarte al respeto —escribí, mi corazón latía con fuerza, mi pene aun palpitaba, mi mente atrapada en la imagen de sus nalgas, sus pliegues, sus senos.

—No pasa nada, Dany —respondió, con un emoji de beso y un corazón—. Pero mejor me calmo y me voy a dormir. Esto se salió de control.

—Buenas noches, princesa.

Jessica, con su inocencia y su provocación, me tenía al borde de la locura, y supe que este juego, este fuego digital, era solo el comienzo de algo que no podía controlar.

La noche del 23 de septiembre, la conversación por WhatsApp de la noche anterior aun hacía eco de aquellas fotos candentes, mi pene palpitaba cada vez que abría el chat guardado en mi otro celular.

A las nueve de la noche, mi teléfono vibró con un nuevo mensaje de Jessica.

—Dany, ¿puedes venir a casa? Mamá está dormida, y necesito que me ayudes a revisar unos daños del sismo en el patio. De paso, te devuelvo tu camisa —escribió, con un emoji de carita sonriente, y mi corazón dio un vuelco.

—Voy para allá, Jessy —respondí, mi pulso se aceleró. Me puse una camiseta y jeans, mi pene ya se endurecía ante la expectativa, y caminé los pocos pasos hasta su casa, el aire fresco de la noche estaba cargado con el aroma de jazmín y el eco de la ciudad herida.

Jessica abrió la puerta, y la visión de su cuerpo me golpeó como un relámpago. Llevaba una camiseta ajustada, blanca, que abrazaba sus pechos, el borde inferior dejaba entrever su abdomen plano, definido, con un brillo de sudor que me hizo tragar saliva. Llevaba unos shorts negros, cortos, ceñidos, que delineaban sus nalgas redondas, perfectas, cada curva resaltada como si estuvieran esculpidas para tentar, el contorno de una tanga apenas visible cuando se giró para guiarme al patio.

—Gracias por venir, Daniel —dijo, con un matiz coqueto que encendió un fuego en mi pecho, su cabello lacio negro se balanceaba, su carita de princesa sonrojada bajo la luz tenue de una lámpara me cautivaba.

—No podía decirte que no, Jessy —respondí, mientras mis ojos recorrían sus nalgas, meneándose con cada paso, mis manos temblaban con el deseo de tocarlas.

El patio trasero estaba oscuro, iluminado solo por la luz de la luna y una linterna que Jessica sostenía, el aire estaba cargado con el aroma de tierra húmeda y su perfume floral. Revisamos una pared agrietada, nuestras manos se rozaron al mover una maceta rota.

—Esto del sismo me tiene nerviosa, Dany —dijo, inclinándose para inspeccionar una grieta, sus nalgas quedaron elevadas, y sus shorts se tensaron, revelando la curva perfecta de su culo, marcándose como una invitación.

—Más nervioso me tienes tú —murmuré, mi tono se intensificaba, mi pene palpitaba bajo mis jeans—. Después de anoche, con esas fotos, no puedo dejar de pensar en ti.

Ella se enderezó, girándose hacia mí, sus ojos brillaron en la penumbra, sus pechos rebotaron ligeramente bajo la camiseta.

—Ay, Daniel, no me hagas acordarme —dijo, con una risa nerviosa, pero sus labios carnosos se curvaron en una sonrisa traviesa—. No debí mandarte esas fotos, pero… me dejé llevar.

—Jessy, verte así, desnuda en esas fotos, fue demasiado —confesé, dando un paso hacia ella, el espacio entre nosotros se reducía, el calor de su cuerpo me envolvía—. Como te lo escribí, imagino mis manos en tus nalgas, apretándolas, mi boca en tus pechos, saboreándote. Llevo años soñando con eso.

Ella no se apartó, su respiración se agitaba, sus pechos subían y bajaban, los pezones se comenzaban a endurecer bajo la camiseta.

—Dany, eres malo.

—Quiero ser más malo, Jessy —dije, mi mano rozó su cintura, sintiendo la piel cálida bajo la camiseta, tentado a deslizarla más abajo, a sus nalgas, a apretarlas como en mis fantasías—. Quiero tocarte como en esas fotos, hacerte gemir mi nombre.

Ella giró la cabeza, sus labios quedaron a centímetros de los míos, su aliento cálido rozaba mi rostro.

—Daniel, no deberíamos —dijo, pero sus nalgas se presionaron contra mí, el calor de su cuerpo traspasaba los shorts, su tanga apenas sería una barrera entre nosotros—. Pero… me gusta que me hagas sentir así.

El roce fue demasiado, mis manos temblaron mientras acariciaban su cintura, subiendo lentamente, rozando el borde de sus pechos, la tela de la camiseta estaba tensa contra su piel. Ella gimió, un sonido suave que resonó en el patio acomodó sus nalgas para tallarse contra mi erección, cada movimiento era una tortura exquisita.

—Jessica, dime que no quieres esto —supliqué, mi voz se quebraba, mi pene pulsaba, quería palpar sus nalgas desnudas, sus pliegues, tener sus senos en mis manos.

—Dany, no puedo —jadeó, pero sus manos rozaron las mías, guiándolas brevemente a sus caderas, sus nalgas seguían temblando contra mí, antes de apartarse con un esfuerzo visible—. No debemos, eres mi vecino, mi amigo, mejor acompáñame a revisar otra habitación que creo se dañó.

Acudimos al cuarto de lavado, era un espacio reducido, lleno del aroma a detergente y el zumbido de una lavadora vieja, la luz tenue de un foco parpadeante apenas iluminando sus curvas.

—Quiero revisar si hay grietas aquí también —dijo, inclinándose para inspeccionar una pared, sus nalgas se elevaron, mientras sus shorts se subían, dejando ver la curva perfecta de su culo. Mi brazo rozó sus senos al pasar una caja, el contacto fue suave pero eléctrico, sus pezones se endurecieron a través de la camiseta, y ella no se apartó, su respiración se agitó.

—Jessica, me estás matando —bromeé, mientras ella reía, un sonido que era puro fuego.

—Ay, Dany, tú me salvaste a mí, corriendo sin nada puesto —dijo, sus pechos rebotaron ligeramente bajo la camiseta mojada—. Deberías estar acostumbrado a mis locuras.

El espacio reducido hacía que cada movimiento fuera un roce, sus nalgas presionaban contra mi pelvis al agacharse para mover una canasta, el calor de su cuerpo traspasó los shorts, mi erección la rozaba, haciéndome gruñir por dentro.

Ella se enderezó, sus nalgas se pegaron a mi entrepierna de nuevo, y se giró, sus labios quedaron a centímetros de los míos, su aliento cálido invadía mi rostro.

—Daniel, ¿sigues pensando en esas fotos?

—Todo el tiempo, Jessy —respondí, mi tono era ronco, mi mano acarició su espalda, deteniéndose en la curva de su cintura—. Imagino tus nalgas desnudas, mis manos marcándolas, tu cuerpo temblando bajo el mío.

Ella gimió, un sonido suave que resonó en el cuarto, y, para mi sorpresa, sus manos bajaron a sus shorts, lentamente, dejándolos caer al suelo, revelando sus nalgas desnudas, redondas, perfectas, la tanga apenas cubriendo su vello púbico. Se dio una nalgada, el sonido seco se amplificó por las paredes, su piel se enrojeció ligeramente.

—Dany, deberíamos aprovechar antes de que mamá despierte —susurró, dándose otra nalgada, sus nalgas temblaron, sus ojos brillaban con deseo, su carita de princesa estaba sonrojada, pero se notaba audaz.

—Jessy, eres mi maldita obsesión —gruñí —. Quiero tocarte, hacerte mía aquí mismo.

Ella se inclinó hacia adelante, apoyándose en la lavadora, sus nalgas quedaron elevadas, la tanga lucía deliciosa, los pliegues de su vagina apenas visibles estaban húmedos, invitándome.

—Daniel, no sé si estoy loca, pero me gusta cómo me miras —dijo, su voz temblando, dándose otra nalgada, el sonido hizo eco.

Mi mano acarició su espalda, bajando lentamente, rozando la curva de sus nalgas, su piel cálida y suave me hizo estremecer.

—Jessica, quiero hacerte gemir mi nombre —susurré, mi dedo rozó el borde de su tanga, tentado a deslizarlo más abajo, a sentir su humedad.

—Dany, no deberíamos —jadeó, pero sus nalgas se arquearon hacia mí, el calor de su cuerpo me envolvió.

No pude contenerme más. Mis manos, temblando, bajaron su tanga, deslizándola hasta la mitad de sus muslos, revelando sus nalgas perfectas, redondas, reluciendo bajo la luz tenue del foco parpadeante. Ella abrió ligeramente las piernas, el movimiento fue deliberado, invitándome a ver los pliegues de su panocha, rosados, brillando con una humedad que no era sudor, su vello púbico en forma de corazón era un detalle que me enloquecía. Me incliné, mi rostro se  acercó a sus nalgas, el aroma de su sexo, era penetrante, exquisito, envolviéndome como un veneno dulce.

—Dany, espera —susurró Jessica, girando hacia mí, sus ojos estaban nublados por el deseo—. Quiero decirte algo… soy virgen. Espero que no te moleste, porque quiero que seas el primero.

Sus palabras fueron un relámpago, encendiendo un fuego depravado en mi pecho, mi obsesión se transformó en una urgencia que no podía controlar.

—Jessica, eso solo hace que te desee más —musité, mientras me inclinaba más, mi lengua tocaba sus pliegues, saboreando su humedad, dulce, cálida, mientras mis manos acariciaban sus nalgas, apretándolas, la carne firme cedía bajo mis dedos. Hundí mi cabeza entre sus nalgas, lamiendo con una voracidad que me consumía, sus gemidos rebotaban en el cuarto, —¡Daniel, Dios, ¡qué rico! —jadeó, sus manos quitaron su camiseta, dejándola caer al suelo, sus senos rebotaron en el aire libre, sus pezones rosados endurecidos, brillaban con sudor.

Se apoyó en la lavadora, sus pechos se aplastaban contra la tapa fría, sus pezones rozaban el metal, arrancándole gemidos que eran puro fuego.

—Sigue, Dany, no pares —suplicó, sus nalgas temblaban bajo mis manos, sus jugos goteaban por sus muslos. Estuve así un buen rato, mi lengua exploró sus pliegues, mis dedos apretaron sus nalgas, mi rostro hundido en su calor, el aroma de su sexo intoxicándome, mi pene pulsaba, al borde de estallar.

De repente, Jessica se giró, su carita de princesa estaba sonrojada, sus ojos se mostraban llenos de lujuria. Subió su pierna derecha a mi hombro, luego la izquierda, sus muslos tonificados me apretaron, jalándome hacia su vagina, jugosa, deseosa, los pliegues abiertos relucían bajo la luz.

—Sé que me has deseado por años, Daniel —confesó, su voz era invadida por sus gemidos, sus nalgas temblaban contra la lavadora—. Yo también lo he hecho. Me encantaba abrazarte con mis piernas, sentir mi vagina rozar tu vergota, aunque fingiera que no pasaba nada.

Sus palabras me encendieron, mi lengua lamió con más furia, mis manos acariciaban sus nalgas, apretándolas, marcándolas con mis dedos.

—Jessica, siempre has sido mi obsesión —gemí, mi rostro permanecía hundido en su sexo, saboreando su humedad, sus gemidos eran intensos, sin importarle quién pudiera escuchar—. Quiero hacerte mía, que grites mi nombre.

Ella jadeó, sus piernas me apretaron más, sus senos rebotaban, sus manos se enredaban en mi cabello, guiándome. —Dany, me vuelves loca —gimió, su cuerpo temblaba, sus nalgas arqueaban, sus jugos goteaban por mi barbilla.

Me levanté, mi respiración era agitada. Mis labios encontraron sus pechos, chupándolos con una voracidad que no podía controlar, mi lengua mojaba sus pezones, saboreando su piel cálida, ligeramente salada por el sudor. Ella, con sus manos, presionaba mi cabeza contra sus senos, guiándome, —Daniel, eres increíble, te deseo tanto —gimió, sus pechos rebotaban contra mi rostro, sus nalgas temblaban mientras se apoyaba en la lavadora, la tapa fría rozaba su piel.

Mis manos recorrieron sus muslos, tonificados, suaves, levantándolos con cuidado, sus piernas se abrieron y retiré su tanga, sus labios vaginales me llamaban. Acomodé mi cuerpo contra el suyo y bajé mi pantalón, mi erección rozó su entrada, el calor de su sexo se sentía en mi pelvis. Sin previo aviso, la penetré con una sola embestida, mi pene se deslizó en su interior, sus paredes apretadas me envolvían, arrancándole un grito que resonó en el cuarto. Mordió mi hombro derecho, sus dientes se clavaron en mi piel, un dolor dulce que avivó mi deseo. Seguí moviéndome, entrando y saliendo, mis manos apretaban sus nalgas, sintiendo la carne firme ceder, mi pene estaba empapado de sus jugos, con un leve rastro de sangre que confirmaba su confesión de virginidad, un detalle que me convirtió en un animal poseído por la lujuria.

—Jessica, eres mía —asumí, mis embestidas fueron más profundas —Siempre soñé con esto, con sentirte así.

—Dany, no pares —jadeó, sus manos se enredaron en mi cabello, sus piernas me apretaban, sus nalgas se contraían para recibirme más profundamente. —Siempre quise que fueras el primero, Daniel, desde aquellos abrazos.

El recuerdo de sus piernas rodeando mi torso años atrás, su vagina rozando mi erección, avivó el fuego en mi pecho. Mis manos apretaron sus nalgas, mis dedos marcando su piel, mientras mi lengua volvía a sus pechos, lamiendo sus pezones, saboreando su sudor. —Jessica, esos abrazos me volvían loco —confesé, mi voz temblaba, mis embestidas eran acompañadas de sus gemidos—. Sentía tu cuerpo, tu calor, y me moría por hacerte mía.

Ella gimió más fuerte, sus manos arañaron mi espalda, sus nalgas temblaban con cada movimiento, sus jugos goteaban por sus muslos, empapándome. —Daniel, me hacías mojarme cada vez que te abrazaba —susurró, su carita de princesa sonrojada, sus ojos brillaban con lujuria—. Quiero que me hagas tuya siempre.

El cuarto se llenó del sonido de nuestros cuerpos, el choque de su piel contra la mía, sus gemidos resonando, la lavadora vibrando como un eco de nuestra pasión. Mis manos recorrieron sus muslos, levantándolos más.

—Jessica, no voy a parar —gemí, mi verga se deslizaba de manera increíble dentro de ella, mi lengua saboreaba sus senos, su sabor era intoxicante. Pero de repente, un ruido en la casa, un crujido, nos hizo detenernos un poco. —Mamá podría despertar —susurró.

—Jessica, no quiero que esto termine —supliqué, mi erección seguía firme dentro de ella, mi corazón latía con fuerza, el sabor de su sexo aún se mantenía en mi lengua.

Ella volvió a moverse frenéticamente y jadeó, sus piernas se abrían más, sus pechos rebotaron nuevamente, sus manos se sostenían en mi cabello, guiándome hacia su cuerpo. —Daniel, me fascina, no sabes cómo me masturbaba pensando en ti —confesó, con sus ojos brillando de lujuria—. El día del sismo, llené tu camisa con mis jugos, dime que soy tu chica.

—Eres mi sueño, Jessica, siempre lo has sido —grité, mientras ella presionaba mi cabeza contra sus senos, gimiendo, —Sigue, Más, papi, no pares, no pares, Aaah, me encanta.

De repente, tomó un tubo de ensayo de una caja en el cuarto, un objeto de su trabajo en el laboratorio, y lo rozó contra sus labios carnosos, su mirada traviesa fija en mí. —Papi, mételo en mi ano —susurró, mientras me veía coquetamente con su carita de princesa sonrojada.

—¿Y si se rompe? —gruñí, mi mano acariciaba su cintura, rozando la curva de sus nalgas.

—No se romperá, hazlo —gimió, mientras me entregaba el tubo y bajaba sus manos a sus nalgas, abriéndolas.

Yo jugué con el tubo de ensayo y lo metí lentamente por aquel orificio que lo deseaba, ella tenía su mirada cargada de deseo y comenzó a besarme apasionadamente, yo dejé el tubo dentro de su ano y lo abrazó con aquellas arrugas, mientras gemía.

Jessica estaba atrapada entre mi cuerpo y unos centímetros de la lavadora. Su respiración temblorosa chocaba con mis labios, y en sus ojos había un brillo que mezclaba deseo y travesura. Cada movimiento nos arrancaba un gemido compartido, un sonido que parecía retumbar más fuerte que cualquier electrodoméstico del cuarto.

—No sabes cuánto te he deseado así… —susurré, rozando su oído con mi voz.

—Entonces no pares… —me respondió, con un jadeo que me hizo estremecer.

Sus uñas se deslizaron por mi espalda, dejando un rastro de calor, mientras su risa nerviosa se mezclaba con pequeños gemidos que intentaba contener.

—Mírame… —le dije, sosteniéndola con fuerza.

Cuando abrió los ojos, jadeante, le robé un beso que terminó en una mordida suave en su labio.

—Te encanta hacerme esto… ¿verdad? —le murmuré, sintiendo cómo se aferraba más a mí.

—Sí… me vuelves loca… —contestó, arqueando la espalda y soltando un suspiro que parecía un grito ahogado.

El cuarto de lavado se llenó de nuestro propio ritmo. Su cabello se pegaba a su cuello húmedo y cada estremecimiento suyo era un golpe directo a mi autocontrol.

—No pares… —pidió de nuevo, con voz temblorosa, como si supiera que yo estaba tan perdido como ella.

—Ni aunque quisiera… —le respondí, besando su cuello y sintiendo su pulso desbocado bajo mis labios.

De pronto, su cuerpo se estremeció por completo contra el mío, y soltó un gemido que intentó ahogar mordiendo mi hombro. Su respiración era un torbellino caliente en mi oído. La abracé con fuerza, disfrutando de su temblor y del silencio que vino después, roto solo por nuestros jadeos.

De repente ella comenzó a pedirlo con urgencia, su voz quebraba entre gemidos que incendiaban el aire alrededor nuestro.

—Lléname… no te detengas… termina dentro de mí —susurraba, aferrándose con fuerza mientras el deseo en sus ojos se hacía inmenso.

No pude contenerme más. Sentí cómo ella se entregaba por completo, y al dejarme llevar, la sensación de llenar cada espacio se volvió un fuego ardiente que nos envolvía. El sudor nos cubría, mezclándose con el calor que emanaba de nuestros cuerpos moviéndose al unísono, una pasión tan intensa que parecía que todo alrededor se desvanecía, llené su panocha con chorros de semen, tan caliente que sus paredes parecían ser cubiertas por una especie de crema pastelera.

Cuando finalmente me aparté, su respiración era agitada, pero sin perder ni una pizca de ese fuego en su mirada. Sin dudarlo, se agachó hacia mí con un gesto lleno de desafío y ternura, buscando con sus labios mi verga. Su boca, cálida y húmeda, la engulló sin prisa, tragando cada vestigio de ese momento que compartimos, como si quisiera hacer suyo hasta el último rastro de mí.

Al levantar la vista, nuestros ojos se encontraron, y sin decir palabra, volvimos a fundirnos en un beso profundo, cargado de deseo y complicidad. Y al mismo tiempo saqué el tubo de ensayo de su ano y metí un dedo.

Cada roce, cada suspiro, cada caricia en esa intimidad improvisada en el cuarto de lavado era un lenguaje silencioso que solo nosotros entendíamos, una danza privada de fuego y piel, donde el tiempo parecía detenerse para darnos ese instante eterno.

Me agaché lentamente, mis dedos palparon el suelo hasta encontrar aquella tanga diminuta que yacía ahí, olvidada por el ritmo de nuestra pasión. La levanté con cuidado, acercándola a mi nariz y aspiré profundamente, como si quisiera empaparme de su esencia, de ese aroma sutil y único que solo ella podía regalarme.

Ella me miró con una sonrisa traviesa, la luz tenue del cuarto se reflejaba en el brillo de sus ojos. —Es tuya —me susurró con voz suave y desafiante, dejándome sin aliento.

Guardamos silencio mientras nos vestíamos apresuradamente, cada movimiento cargado de la urgencia de no ser descubiertos. Susurramos pequeñas advertencias y risas contenidas al compás de nuestros gestos cómplices, asegurándonos de que su mamá aún siguiera dormida.

Con la tanga en la mano, salí de su casa con el corazón acelerado, la adrenalina recorriéndome la espalda. Pero antes de cruzar la puerta, me detuve, giré lentamente hacia ella y le robé otro beso intenso, un beso que prometía más encuentros, más secretos compartidos.

Sus labios se presionaron contra los míos con esa mezcla de dulzura y fuego que me dejaba sin palabras. Nos miramos una última vez, cómplices y rendidos a ese juego.

Así, con el eco del aroma de su sexo en mis manos y la certeza de que aquello era solo el comienzo, me alejé en la noche, llevando conmigo más que una simple prenda: un pedazo de ella, de ese instante que ardería en mi memoria mucho después de haber cerrado la puerta.

Más tarde esa noche, mi teléfono vibró con un mensaje de WhatsApp. Era Jessica. Mi corazón dio un vuelco al ver su nombre, y abrí el chat con las manos temblando, mi respiración agitándose.

—Dany, esto es para ti —escribió, seguido de un emoji de guiño, y un video que hizo que mi pulso se acelerara.

Toqué la pantalla, y la imagen de Jessica en la ducha apareció, su cuerpo reluciendo con agua, recorriendo su espalda y sus nalgas redondas, sus senos brillando bajo la luz del baño. Sostenía el tubo de ensayo, y lo lamió, para posteriormente introducirlo por su panoche para comenzar a masturbarse.

—Daniel —gimió en el video, su voz era ardiente, con su carita de princesa sonrojada, sus nalgas meneándose ligeramente mientras el agua caía en cascada por su cuerpo.

Los sonidos que escapaban de ella se fueron haciendo más profundos, llenos de emoción, hasta que tuvo otro orgasmo pensando en mí.

Esa imagen, esos gemidos, fueron más que un simple mensaje. Era un recordatorio de la conexión que siempre ha existido entre nosotros, de ese fuego que no se apagara, de la amistad que se vuelve algo más cada vez que nos encontramos.

Así es como Jessica y yo, después de 8 años seguimos, entre secretos, encuentros furtivos y mensajes que avivan la llama. Siempre sabiendo que, aunque el mundo siga su curso, nosotros tenemos ese espacio nuestro, un refugio donde la pasión y la complicidad nunca mueren.

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ElPecado
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