Bajo su control, aprendí a gemir con el alma
No fue una cita. Fue una invitación ambigua a tomar un café, una de esas conversaciones que se estiran por WhatsApp con doble intención y respuestas más cargadas de deseo que de lógica. Sabía a lo que iba. O al menos eso creía.
Apenas crucé la puerta de su departamento, su mirada me hizo temblar. No dijo nada. Me quitó la chaqueta, me sostuvo la mirada y bajó la cremallera de mi vestido sin pedir permiso. No era un gesto brusco, era firme. Dominante. Como si yo ya le perteneciera desde antes de tocar el timbre.
Me dejó en lencería, me tomó del mentón y me dijo al oído: “No hables, solo siente”. Su voz me recorrió la espalda como una descarga eléctrica. Me rendí.
Me tumbó en su sofá como si supiera exactamente cómo quería verme: expuesta, vulnerable, pero deseosa. Me abrió las piernas con suavidad, sin apuro, y deslizó un dedo por mi pantie negro hasta sentir lo mojada que ya estaba. “Así me gusta”, murmuró.
Me lo quitó lentamente. No rasgó, no apuró. Lo bajó como si cada centímetro descubierto fuera un regalo. Cuando su lengua tocó mi piel, ya estaba gimiendo. Lamía sin prisa, exploraba cada rincón de mi sexo como si fuera suyo, como si ya supiera exactamente dónde tocar, dónde presionar, dónde quedarse.
Me chupó el clítoris con una suavidad indecente. Tenía un ritmo delicioso: lento, luego rápido, luego más profundo, luego de nuevo con la punta, como si jugara conmigo. Me abrió con los dedos, me lamía el centro, me metía la lengua dentro y me decía entre gemidos: “Dime lo que quieres”.
Le pedí que no se detuviera. Que me rompiera. Que me follara con todo. Le pedí cosas que nunca me había atrevido a decirle a nadie. Lo deseaba con una urgencia antigua, como si mi cuerpo lo hubiera estado esperando desde antes de conocerlo.
Se levantó, sacó su verga, y la frotó contra mis labios mojados. No me la metió aún. Me la ofreció para chuparla, y lo hice con hambre. La sentía dura, caliente, palpitante, y yo la quería toda en la boca. Me sujetó la cabeza, me guió, me hizo tragarla hasta que las lágrimas me corrían por las mejillas. Y me encantaba.
Cuando al fin me la metió, fue como abrir una compuerta. Me la metió de golpe, con fuerza, agarrándome por la cintura, diciéndome lo rica que estaba, lo mojada, lo sucia. “Así te quería, perra”, me dijo, y me empujó más hondo.
Cogía como si supiera cómo tocar mi alma desde adentro. Cada embestida era precisa. Me rompía y me armaba al mismo tiempo. Me la metía hasta el fondo, me hacía gritar, retorcerme, entregarme.
Me tomó de espaldas, con una mano en mi cuello y otra en mi cintura. Me escupió el culo, me lo masajeó con un dedo, y me preguntó si quería más. Le dije que sí, que me hiciera suya por completo. Me abrió, me metió el dedo lentamente, y cuando ya me tenía temblando, me metió la verga también por detrás.
Grité. No de dolor, sino de éxtasis. Me rompía con placer. Me empalaba como un animal, pero con una sensualidad hipnótica. Todo él olía a sexo, a poder, a control.
Terminamos en el suelo. Yo encima, cabalgándolo, sudando, con las tetas botando, con sus manos llenas de mi culo. Me mordía el labio, me decía que nunca había estado con alguien como yo, que se iba a venir dentro, que me iba a llenar toda.
Y lo hizo. Me vino adentro mientras yo me venía encima de él. Una mezcla perfecta de gemidos, fluidos y deseo.
Pero no acabó ahí.
Me dejó en la cama, me ató las manos con su cinturón, y volvió a empezar. Me comió de nuevo, me calentó otra vez, y me cogió por segunda, tercera y cuarta vez.
Cuando salió el sol, yo apenas podía caminar. Pero no me quejaba. Sonreía. Porque por primera vez, me sentí libre siendo suya.
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