Mi primera experiencia gay
En uno de los continuos viajes de trabajo tuve que desplazarme a Madrid para asistir a una convención de mi empresa. Estuve 5 días y me alojé en un hotel céntrico de 4 estrellas. Este tipo de viajes me resultan bastantes aburridos, por lo que suelo tener a mano un libro que me evada de la soledad en el tiempo libre. En esta ocasión me recomendaron una novela titulada La sombra del viento. Después de la primera jornada de reuniones, llegué al hotel sobre las 8:00 p.m., me duché y bajé al restaurante a cenar. Aunque me sentía algo cansado, después de la cena me apetecía leer un poco en el tranquilo bar del propio hotel, un lugar elegante, donde la música es muy suave y se puede conversar o, en mi caso, leer sin ruidos estridentes. Ocupé una pequeña mesa, en un rincón, cercano al pianista que se afanaba en interpretar boleros.
Pedí un whisky, algo rebajado con agua y unos frutos secos para acompañar. Me sirvió un chico de unos 25 años, alto, con cara fina y sin apenas barba, muy amable en el trato. Se fijó en el libro que estaba leyendo, aprobando con un gesto cómplice su lectura.
- ¿Lo has leído? - pregunté, correspondiendo a su amabilidad.
- Sí, es uno de esos libros que no puedes dejar de leer - respondió, con una sonrisa que dejaba ver una hilera de blancos dientes perfectamente alineados.
- Así que eres aficionado a la lectura.
- Es una de mis pasiones, señor… y mi ruina, me gustan las ediciones bien encuadernadas y son bastante caras - reímos el comentario.
- Desde luego que sí, pero no hay mejor inversión que en cultura.
Se marchó, sonriendo, con la bandeja vacía en una mano, me fijé en su forma de andar, me pareció elegante y cortés cuando se cruzó con una pareja mayor, inclinando levemente su cuerpo hacia adelante, llevando su mano libre a su espalda, cediéndole el paso. Continué con la lectura que, ciertamente, me había absorbido por completo. Solo en un par de ocasiones levanté mi vista para posarla en el camarero cuando pasaba junto a mi mesa, a requerimiento de algún cliente. La trama del libro me emocionó o, al menos, a eso pensé que se debía cierto sosiego que notaba dentro de mí, como cosquillas en el vientre. Llamé al joven, levantando la mano para pedir un nuevo whisky. Habían pasado casi dos horas y ya se hacía tarde, pero estaba muy relajado, ensimismado en la lectura y escuchando “Bésame mucho”, que el pianista ejecutaba magistralmente.
Eran las 12 de la noche cuando lo vi pasar, sin uniforme, con su ropa de calle. Definitivamente era un chico elegante, de cuerpo atlético y vestido impecablemente. Dio las buenas noches al pasar junto a mí, deteniendo su marcha para decir:
- Parece que también a usted le resulta interesante la sombra del viento, ¿verdad?.
Tardé unos segundos en responder, envuelto de su mirada y una dulce voz. Por fin, titubeando, le dije:
- Sí… sí, es cierto que no puedes dejar de leerlo, ¿ya te marchas? - le respondí, asombrado por mi nerviosismo.
- Sí, he terminado mi jornada y me marcho a descansar.
- ¿Me acompañas a tomar una copa? - salió de mis labios como por encantamiento.
- Me encantaría, pero tenemos prohibido permanecer en el local cuando estamos libres de servicio. Además, necesito ducharme. La tomaré en casa a su salud - respondió, cautivándome con su poderosa sonrisa.
- Está bien, entonces nos veremos mañana, buenas noches - respondí, levantándome para retirarme a mi habitación.
- Buenas noches - dijo cortésmente.
Salí del bar, unos pasos tras él, por el pasillo que comunicaba la sala con la zona de recepción. Giró su cabeza, sorprendiéndome con la mirada puesta en su trasero, tan bien formado que parecía esculpido a conciencia. Volvió a sonreír, para decirme “si quiere, podemos tomar la copa juntos en mi apartamento. No está lejos”. El temblor de mis piernas parecía derribarme como un muñeco de trapo. No sabía que me estaba ocurriendo, a mis 45 años nunca había tenido inquietudes homosexuales, pero esto parecía un auténtico flechazo. Acepté como una colegiala.
Caminamos tres manzanas, conversando sobre la trama del libro, la idea del autor de hacer una novela cuyo eje principal era otro libro y su autor nos pareció fantástica. Llegamos a un bloque de apartamentos de tres plantas, en un barrio de clase media. La noche suspiraba fresca. Subimos al último piso donde había dos únicas puertas. Entramos en la marcada con la letra A. Me cedió el paso diciendo:
- Esta es mi humilde casa y… suya, si lo desea.
- Gracias, eres muy amable - le dije, agradeciéndole el gesto.
Era un pequeño estudio, en el que la misma sala hacía las veces de salón y dormitorio, con una cama de matrimonio y una diminuta cocina tras una puerta corredera.
- Sírvase una copa, si gusta, mientras me ducho - me sugirió.
- Esperaré a tomarla contigo - me senté en un sillón, a los pies de la cama.
- Está bien, no tardaré.
Abrió el armario, cogió ropa interior, una bata y una toalla, para entrar al baño. Dejó la puerta semi abierta, lo que me produjo una cascada de interpretaciones que me excitaron enormemente. No tardó más de diez minutos, que me parecieron una eternidad. Cuando apareció, descalzo y con la bata como única vestimenta, desprendiendo un suave aroma a algún perfume que me resultaba conocido, temblé como aterido de frío. La excitación agitaba mis músculos. Sentándose junto a mí, a mi derecha, con su rodilla izquierda subida al sillón y su brazo izquierdo sobre el reposacabezas, lo que le hacía tener su cuerpo girado hacia mí. La postura dejaba entrever su muslo derecho, poblado con escasos vellos que parecían seda. Su visión me causó un estremecimiento que él, sin duda, notó.
- ¿Y, bien?, ¿Qué le apetece tomar? - dijo con su sublime voz, ligeramente afeminada.
- No sé, me apetece tomar lo mismo que a ti.
- ¿Seguro? - entornó sus ojos pícaramente.
- Seguro - por fin lo miré fijamente a los ojos.
No dio lugar a más palabras. Se acercó, rodeando mi cuello con sus brazos y me besó rozando mis labios, buscando mi aprobación. Acepté abriendo los míos para dejar unir nuestras lenguas, que jugaron largo rato, como si se conocieran de siempre. Sus manos se paseaban por mi cuerpo, en un recorrido lento, reconociendo cada músculo, cada rincón. Su lengua seguía jugando en el interior de mi boca, mientras su mano acariciaba suavemente el prominente bulto que crecía entre mis piernas, que abrí para facilitar el reconocimiento. Sentí el progresivo aceleramiento de sus suspiros. Sus besos eran cada vez más apasionados. Me atreví a corresponder a sus caricias, metiendo mi mano entre la bata y su piel, fina, tan suave como el terciopelo. Se estremeció. Retiré la bata, dejando al descubierto un pecho tan bien formado, tan musculoso que, junto a su inocente mirada, me produjo un deseo incontrolado de comérmelo. Besé sus pezones, lamiéndolos, saboreándolo como si fuese lo último que haría en mi vida. Ninguna mujer provocó nunca tal grado de excitación en mí. Bajé mi mano hasta alcanzar su pene, oculto tras un tanga de mujer, de encajes rojos en sus bordes y transparente en la zona destinada al sexo femenino, ocupado en esta ocasión por un bellísimo pene erecto, cuyo glande asomaba por la parte superior. Lo acaricié, notando la carencia de vellos, rasurado en su totalidad. La primera vez que tocaba un pene que no era mío. O sí lo era.
Le pedí que se levantara para verlo posar delante, a un palmo de mi cara. Lo hice girar varias veces ante mí, deleitándome con su figura, a caballo entre lo atlético y lo femenino. Su culito, invadido por la parte trasera del tanga, era realmente apetecible. Me levantó del sillón, para comenzar a desvestirme, con gestos de una dama. Cuando, ya desnudo, acarició mis testículos y me pidió que me tumbara en la cama, un destello de electricidad recorrió mi cuerpo. Abrí mis piernas y se colocó a cuatro, acercó sus labios a mi pene, que no dejaba de latir de emoción. La visión de su espalda arqueada, coronada por sus nalgas que aún contenían el tanga, la suavidad de sus labios al engullir mi sexo y su lengua lamiendo mis testículos, casi me provocan el orgasmo más maravilloso jamás sentido. Pude contenerme. Le pedí que se diera la vuelta para corresponder a sus cautivadoras caricias. Abrazó mi cuello con sus muslos, dejándome ver su culo y el bulto de su pene bajo el tanga, que aparté para liberarlo. Sin curvaturas, liso y suave, adornado únicamente por una gruesa vena que se me antojaba preciosa. Los testículos, en su balanceo, rozaban mi lengua, que agradecía complaciente su textura carente de vellos y con escasos pliegues.
Mientras lamía semejante manjar, comencé a tocar su agujerito, rozándolo en círculos suaves. Agradeció el gesto suspirando sobre mi sexo. Cogí su cintura con ambas manos y bajé su culito para alcanzarlo con mi boca. Una sensación jamás sentida se apoderó de mí cuando subí mi lengua lentamente desde sus testículos hasta su agujero, al que perforé delicadamente, intentando abrirlo haciendo recorrer su contorno con mi lengua. Posé un dedo sobre su mojado culo. No hubo necesidad de presionar, fue absorbido sin dificultad. Lo moví en círculos, a la vez que lo sacaba y volvía a meter, provocando gemidos de placer. “Hazme tuyo”, por fin volví a escuchar su voz. Se tendió, mirando al techo. Aproveché para hacer la primera felación de mi vida. La disfruté varios minutos en mi boca. Levanté sus largas piernas hasta posarlas sobre mis hombros. Icé su cintura hasta dejar su, ya ansiado agujero, a la altura de mi glande, que parecía inquieto ante la posibilidad de habitarlo. Sus manos abrieron sus nalgas, mientras sujetaban el tanga para no molestar en la penetración. ¡Dios mío, qué maravillosa sensación! Su culo abrazando mi miembro que entraba y salía con total libertad, palpitando, acogiendo el calor de su interior. Sus manos se apoyaron en mi cintura para ayudar, con suaves movimientos, la penetración. Mi mirada, fascinada, observaba sus ojos cerrados, su boca mordisqueando sus labios, su pene palpitando, mientras aceleraba la penetración.
No quería que acabase nunca. Saqué mi miembro, rojo del esfuerzo, para no acabar dentro. “No, por favor… sigue, sigue…”. Volví a penetrarlo hasta notar mis testículos acariciar sus nalgas. En escasos movimientos, inundé su interior con abundante semen que, al sentirlo impactar en sus intestinos, provocaron que su pene lanzaran hacia su cara toda la leche contenida en sus hinchados testículos. Después de unos minutos, cuando recobramos la serenidad, nos abrazamos y lo besé, sin importarme saborear la leche que se deslizaba por su bello rostro.
Cogidos por la cintura, nos fuimos a duchar. Nos frotamos mutuamente nuestros cuerpos y salimos, desnudos, nuevamente al salón.
- Whisky estará bien - sonreí, satisfecho.
- Por fin se decidió usted. Me pondré otro.
- A tu salud - brindé
- A la suya, caballero - dijo acercando su vaso al mío.
Un beso en los labios coronó el comienzo de una bonita amistad que, aunque en la distancia, aún perdura.
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