El sabor del sexo

Autor: elipar | 11-Jun

Fetichismos
Después de varios años de pareja sentía que ya no excitaba de manera tan virulenta a Juan, mi marido. No reparé en el asunto porque pensaba que era normal que la vitalidad de un hombre fuese decayendo con el tiempo, por lo que cuando estaba muy excitada, le provocaba haciéndole una felación o insinuándome con falditas cortas. Pero no conseguía la erección enorme que años atrás me volvía loca.

La situación fue cambiando cuando comenzó a pedirme sexo anal y que hiciéramos un trío con otra mujer o muchas otras cosas a las que yo no estaba acostumbrada. Después de muchas negativas a sus intenciones, dejó de tener apetencia sexual, al menos conmigo. Esto ya me enfadaba, pero no decía nada. Empecé a masturbarme para apaciguar mis frecuentes excitaciones, hasta que un buen día, me llegó el rumor de que estaba siendo “corneada” con una compañera de trabajo, a la que mi marido comenzó a visitar con frecuencia. Me habían comentado que esta chica era muy caliente y que, al parecer, hacía todo tipo de cosas que le pedían. Había tenido relaciones sexuales con la mayoría de los compañeros de mi marido y con alguna compañera.

No quise entrar en discusiones y me decidí en recuperar a mi marido. Para ello empecé a idear planes. Lo primero que se me ocurrió fue hacer el famoso trío con ella. Desistí. Pensé en ganarlo yo solita y después ya lo haríamos en grupo.

Me reunía asiduamente con mi peluquera habitual con la que me unía una buena amistad, llegando a convertirnos en confidentes de nuestras relaciones y problemas. Ella me dijo que era recomendable que cambiara los hábitos en el sexo, ya que eso con el tiempo aburría a los hombres y hacía las relaciones demasiado monótonas. Yo le decía, creyendo que estaba diciendo que lo dejara hacerme el sexo anal, que no quería porque me daba miedo el dolor que podía sentir. Me dijo que me depilara totalmente mi vagina y que usara tangas con ropa muy ajustada para provocarlo. Esto me pareció buena idea y quise llevarla a la práctica.

En casa me dispuse a ducharme y en la bañera, con mi sexo enjabonado, me afeité la vagina. Puse un espejo en el suelo para ver el resultado. No quedé satisfecha porque por la zona baja quedaban vellos a los que no llegaba a ver afeitándome. Llamé a mi amiga y le comenté lo sucedido, ofreciéndose a ayudarme. Me dijo que pasara por su peluquería a la hora del cierre y que ella me terminaría de hacer el “trabajito”.

Puntualmente llegué sobre las 8 de la tarde. Cerró el establecimiento y quedamos dentro las dos. He de confesar que me daba un poco de vergüenza enseñarle el sexo tan mal afeitado, pero me animó diciendo que ella tenía uno igual y que no pasaba nada entre mujeres. Me desnudé de cintura hacia abajo y, sentada en el sillón que tenía en la zona de lavado de cabezas, abrí mis piernas, posibilitando que ella me enjabonara con facilidad. Sentía un poco de morbo de verme en esa postura, pero no le di importancia. Ella comenzó a rasurar mi sexo muy delicadamente. Comentaba que no entendía como mi marido no se sentía atraído por esa belleza y yo me ruborizaba. Me puso de pie, pidiéndome que me diera la vuelta y que inclinara mi cuerpo hacía adelante para poder llegar mejor a la zona baja de mi vagina y al culito, que también tenía algunos vellos.

Mientras me rasuraba, noté que pasaba disimuladamente su dedo por mis agujeros. Esto hacía estremecerme y, a duras penas, ahogaba mis gemidos. Cuando terminó, me secó y me dio un beso en el culito. Me dijo que ya estaba en condiciones de ser “devorada”. Estaba súper excitada, pero no quería creerlo. Nunca tuve sexo con otra mujer y también sabía que ella solo había estado con su marido, por lo que no pensé en nada más hasta que ella me dijo que tenía que comprobar si me lo había dejado bien fino y me tocó la vagina, notando mi humedad. Puso cara de asombro y me preguntó si estaba excitada por ella o porque estaba pensando en la follada con mi marido. Yo le dije que por ambas cosas, ya que sus manos habían tocado delicadamente mi sexo y nadie lo había tratado así, pero ya se me pasaba. Me disculpé y le dije que ya me marchaba, cogiendo mi ropa para vestirme. Ella me la retiró de las manos y se puso de rodillas delante de mí, comenzando a lamer mi rajita que estaba ya goteando jugos.

Debo reconocer que nadie me había hecho sentir tanto placer con su lengua. Tuve un descomunal orgasmo que ella agradeció pasando su lengua por los labios recogiendo todos mis jugos que caían por mis piernas. Se levantó, me besó y me dijo que no sabía que le había pasado, pero que sintió una atracción muy fuerte y que, por favor, la disculpara. Le dije que no había de qué disculparse porque yo lo había disfrutado. Me vestí y me marché a casa.

No podía dejar de pensar en lo acontecido. Constantemente tocaba mi chochito tan pelado. Lo abría y sacaba jugos que luego chupaba de mis dedos. Mientras esperaba a mi marido, se me ocurrió darle mejor sabor al sexo y se me ocurrió meter algo sabroso en él. En alguna ocasión había visto en películas porno como había mujeres que se metían bolas chinas en el chocho y la mantenían dentro cuando paseaban, pero yo quería algo con sabor. Me fui a la cocina, lavé dos fresas, las más grandes que encontré y me las metí lo más profundo que pude. Era muy placentero. Con un poco de mermelada de fresas, unté las paredes de mi vagina por su interior, no mucha cantidad para que no se saliera demasiado, me coloqué el tanga y seguí esperando muy excitada.

Cuando llegó Juan, le besé como normalmente lo hacía, se marchó a la ducha mientras yo preparaba algo de cena y, cuando volvió, reparó en que llevaba puesto un camisón transparente y el tanga. No llevaba sujetador y mis pezones estaban erguidos. Él me miró extrañado y acarició mis pechos. Cenamos tranquilamente y, al postre, le dije que tenía una sorpresa, me puse de pie y, subiendo el camisón y apartando el tanga le enseñé chocho depilado. Él dijo que era muy sugerente y que quería verlo de cerca. Por fin el plan estaba funcionando. Me dijo que nos fuésemos a la cama y me negué, diciendo que allí sería como siempre y que yo quería sentir nuevas sensaciones, así que lo haríamos allí mismo, en el salón, sobre la mesa. Ya la tenía erecta. Lo tendía sobre la mesa, una vez recogida la cena y le hice una mamada más alocada que nunca, besándole los testículos y levantando sus piernas para poder llegar a su culito, cosa que no había hecho nunca. Esto le produjo impresionantes espasmos y gemidos que a mí me aumentaban la excitación, si es que era posible.

Cuando metí un dedito en su culo y lamí, como un helado, su instrumento durísimo, no lo pudo soportar y llenó mi cara, mis pechos y mi boca de su añorado semen, en una cantidad que nunca ví. Su pene había bajado de manera considerable, pero seguía jadeando como un perro cansado. De manera insinuante, me subí a la mesa y le ofrecí mi fruta. Comenzó a lamer y lamer con fruición. Qué sabroso, mi amor, decía. Sigue y verás que bueno, cariño, este es tu postre. Cierra los ojos y cómetelo todo, por favor, le decía entre jadeos. Cuando más énfasis le ponía a la mamada de chocho, más intentaba yo expulsar las frutas, hasta que, con mis propias manos, abrí mis labios vaginales y le pedí que metiera la lengua todo lo más profundo que pudiera, hasta que tocó algo extraño en el interior. Sorprendido me preguntó qué era. Le dije que absorbiera y que se lo comiera para adivinarlo él mismo. Así lo hizo hasta comer las dos fresas. Quedó entusiasmado. Le pedí que me follara y pude notar como su polla estaba como jamás la había notado de dura y parecía que había aumentado unos centímetros. De esta forma estuvimos follando al menos dos horas, cambiando frecuentemente de posición y en una de estas, le pedí que me dilatara el culito con cuidado y que desvirgara su ansiado agujerito. Lo hizo con la mayor de las delicadezas y yo lo disfruté con locura.

Le dije que ya no necesitaría ninguna puta en la calle, ya que la tenía en casa para su total disposición. Él, extrañado por verse descubierto, dijo “ahora seré solo para ti, la única mujer con sexo de frutas”.

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