Turno nocturno: en la gasolinera me folló como un vicio
Eran casi las diez y la noche apenas bajaba sobre la autopista. El calor seguía igual de cabrón, pegándose al cuerpo como una segunda piel. Llevaba rato parado junto a la patrulla, vigilando sin ganas. La gasolinera estaba casi vacía. Solo el zumbido del ventilador viejo en la tiendita y el neón sucio que titilaba como si fuera a rendirse.
Entonces lo vi llegar.
Un coche gris se estacionó lento, casi sin ruido. De adentro bajó un hombre que no parecía de por aquí. Tendría unos cincuenta y tantos. Era grande, peludo, de esos que no van al gimnasio pero cargan con fuerza de obrero. Camiseta pegada al cuerpo, marcada por el sudor. Panza dura, brazos anchos, cuello grueso. Me miró como quien ya sabe lo que busca.
No me dijo nada. Solo caminó hacia la tienda, se detuvo en la caja, y pidió la llave del baño.
No era cualquier baño. De esos que están afuera, con la puerta de metal abollada y la cerradura colgando de una tabla con cadena. Nadie entra ahí a menos que lo necesite. O que busque otra cosa.
Lo seguí.
No dije nada. Él tampoco. Nos metimos al baño y cerramos. El foco colgaba de un cable pelón. La luz era débil, y el lugar olía a cloro viejo, a humedad, a orines de hace semanas. El espejo estaba rajado. El lavabo goteaba.
Me recargué en la puerta, lo miré sin hablar, y levanté los brazos. Mi camisa ya estaba abierta, empapada de sudor. No me había bañado desde hacía más de doce horas, y el calor me había hervido las axilas. Lo hice a propósito. Quería que lo oliera todo.
Él se acercó con lentitud, como quien va a rezar. Hundió la cara entre mis sobacos y respiró profundo. Su barba me raspó la piel, pero su lengua estaba tibia, ansiosa, húmeda. Me lamía como si necesitara sobrevivir con eso. Lo dejé hacer. Cerré los ojos y le di la nuca, el cuello, el pecho.
Bajó con la boca, sin quitarme el pantalón. Me lo desabrochó, lo empujó hasta las rodillas, y soltó un gruñido al ver cómo mi verga se alzaba, tiesa, goteando. Me la agarró con ambas manos y se la llevó a la boca sin pedir nada. Me la chupó con hambre, con ganas de tragarme entero. Era una mamada de esas que hacen sudar más, de las que suenan sucio, con garganta caliente y lengua moviéndose como si tuviera prisa.
Me apoyé contra el lavabo, temblando, sintiendo cómo cada lamida me subía por la espalda. Me escupía, me besaba las bolas, me la metía hasta donde podía. Y luego volvió a subir, me giró contra la pared, y me bajó el bóxer hasta dejarme el culo al aire. Lo abrí para él, sin decirle nada. Ya sabía qué venía.
Escupió. Me lo untó con los dedos. Me lamió como si me comiera. Sentí su lengua entrando, saliendo, metiéndose más profundo. Yo gemía bajito, con la cara contra la pared caliente y las manos sudadas. Cuando me la metió, lo hizo de golpe. Dura. Gruesa. Llenándome.
Me cogía con fuerza, con el cuerpo sudado chocando contra el mío. Me sujetaba de las caderas y me empujaba como si me necesitara. Mientras me embestía, me metió de nuevo la cara en su axila. El olor era más fuerte ahora. Más masculino. Más cochino. Me vine así, sin tocarme, con su verga dentro, su olor en mi nariz, su sudor mezclado con el mío.
Él se vino segundos después. Se quedó adentro, respirando fuerte, con una mano apretada en mi culo. Se quedó un rato así, sin moverse. Luego se subió el pantalón, me dio una palmada en la nalga, y se acomodó la camiseta.
—Eres un vicio, cabrón —me dijo antes de abrir la puerta.
Yo no dije nada. Solo lo miré irse, con la llave colgando de la mano y el olor de su desodorante barato todavía pegado a mi piel.
Y supe que si volvía a pasar por aquí, a esta hora, en esta gasolinera, lo volvería a seguir. Y me volvería a abrir para él.
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