Fantasías de mujer decidida a cumplirlo como puta

Lisa se sentó en la mesa del bar, un poco nerviosa. Había demorado bastante en decidir qué estilo de ropa debía ponerse para esa ocasión, ya que éste no era un encuentro cualquiera. Por fin, eligió una blusa roja que dejaba ver sus hombros y resaltaba su elegante y largo cuello, y la combinó con una pollera negra, corta y ajustada, que había comprado para lucir sólo en la cómoda intimidad de su dormitorio, con su fantasioso marido. Unos zapatos rojos de tacones altos, maquillaje y perfume, resaltaban la sensualidad de esta mujer que por fin se había decidido a cumplir sus fantasías más ocultas.

De tanto en tanto, miraba disimuladamente la puerta principal de aquel bar, mientras revolvía monótonamente y por enésima vez su taza de café. A pesar de sus 36 años le había costado tanto decidirse, había postergado tanto esta cita (ni ella entendía por qué secreta razón) que no podía concebir la idea de que su amiga le fallara, después de haber invertido tantas horas y días y meses en el chat.

Su amiga, Luzmar, era una joven ingenua como su nombre, pero audaz y quizás un poco inconsciente, tal vez por sus cortos 18 años y por su falta de experiencia en el amor y el sexo; y estaba decidida a probar de todo y a disfrutar de cuanto la vida le presente enfrente. Transitaba sus días sin prejuicios ni tabúes, pero no se daba cuenta de que ciertos juegos, a esa edad, podrían llegar a tornarse peligrosos.

Cuando Lisa vio a la joven atravesar la puerta como un huracán y dirigirse directamente hacia ella, el corazón parecía salírsele del pecho; tal vez de alegría, o tal vez de excitación. Por primera vez vio el cuerpo atlético de esa pendeja atrevida con la que se había ratoneado tantas veces… y le gustó lo que vio. Luzmar había llegado apurada porque se había retrasado por su clase de gimnasia, y todavía llevaba puesta su ropa deportiva: su diminuto short de lycra color verde parecía adherirse gustoso a ese pubis y a esas nalgas fibrosas y redondeadas. La remera blanca, húmeda todavía por la transpiración, dejaba traslucir un corpiño de encaje también verde sobre unos pechos deliciosamente contorneados. Todavía llevaba su mochila al hombro, tal vez por venir directamente del gimnasio.

– Hola, Lisa. ¿Cómo estás?.

Le dio un beso en la mejilla y se dejó caer en la silla, mientras acomodaba su mochila en el espaldar con una mano y, con la otra, tomaba un sorbo de la soda que Lisa había dejado sin probar. Luego, respiró profundamente para calmar su agitación, esperó unos segundos, y mirando a Lisa a los ojos, le dijo:

– Eres una mujer muy interesante, quisiera que me enseñes lo que sabes… y ya tengo el lugar adecuado para eso.

Lisa no lo podía creer. Se sentía excitada y desconcertada al mismo tiempo. Tal vez las fantasías con su marido habían llegado demasiado lejos, y la inhibía el hecho que él las estuviera mirando desde una de las mesas de al lado, mientras saboreaba lentamente su cigarrillo y su café cargado con los codos apoyados en la mesa. Él las veía mirarse y desearse secretamente mientras dejaban rozar sus manos accidentalmente. Observaba con detalle cada movimiento, cada gesto, cada mirada con la lascividad de un animal en celo. Luzmar no lo sabía.
Mientras ambas mantenían una conversación sin trascendencia, (quizás por miedo o por pudor) Lisa comenzaba a sentir que toda su vagina se convertía en un nido esponjoso, húmedo y tibio, deseoso de ser mimado por esa joven ardiente e inexperta. No pudo soportar la tentación y con disimulo, acarició su pierna por debajo de la mesa subiendo hasta su vulva y le dijo:

– Vamos, acuérdate que tienes que regresar en tres horas.

Luzmar fingió acomodarle la blusa para acariciar por unos segundos esos pezones que ya comenzaban a asomar tímidamente a través de la tela.

– Sí, vamos – dijo ella, mientras Lisa pagaba la cuenta apresuradamente.

La habitación que Luzmar había reservado en el hotel estaba finamente decorada, y las tenues luces y la música funcional daban el marco perfecto para esta ocasión tan especial.

– Estar con un hombre al menos me sirvió para conocer este lugar – dijo Luzmar

– Me doy una ducha y enseguida estoy con vos.

Comenzó a desnudarse desprejuiciadamente mientras dejaba caer el agua caliente para acumular un poco de vapor. Pronto el agua comenzó a correr por sus curvas, sometiéndose a cada rincón de su sudoroso cuerpo, mientras ella lo jabonaba meticulosamente imaginándose quién sabe qué audacias. Lisa ya estaba demasiado caliente como para esperar pasivamente, y miraba extasiada cómo ese cuerpo pulposo se dejaba abrazar por el calor de la lluvia; mientras tanto, jugueteaba con sus pezones como una púber, y frotaba su vulva contra el borde de la puerta entreabierta. De lo único que tenía conciencia en esos momentos era de que deseaba esos pechos… esa piel… esa boca… esa concha… la deseaba toda con la desesperación de un sediento en el desierto. Sin pensarlo siquiera, y sin dejar de mirarla, comenzó a desnudarse apresuradamente para poder unirse a ese cuerpo que tantas noches había imaginado y que ahora podía poseer.

Al correr la cortina, Luzmar no se asombró, como si la hubiera estado esperando. Lisa se tomó tiempo para acariciar suavemente con las yemas de sus dedos cada rincón de su piel: rostro, cuello, hombros, brazos, espalda, nalgas, muslos, vientre, pechos. Jugó con ellos insistentemente sin tocar siquiera sus pezones, y fue Luzmar la que le llevó su boca hacia ellos, y le suplicó que se los lamiera y mordiera y chupara, ordeñándola y comiéndoselos con hambrienta desesperación. En un arrebato de locura, Lisa la tiró contra los azulejos, abriéndole las piernas con ambas manos, como buscando ese dulce néctar que ya a esta altura corría y se confundía con el agua. Al tiempo que Luzmar la miraba y gemía de placer, Lisa le abrió con suavidad la vulva delicadamente depilada, y recorrió toda esa concha ardiente con la punta de su lengua, deteniéndose finalmente en el pimpollo de su clítoris, que frotó empecinadamente hasta que pudo sentir cómo la pendeja se quejaba como una ramera y le rogaba que le metiese sus dedos en la concha dilatada y jugosa. Para acceder a su pedido, la sacó del baño mientras la besaba y así, mojadas, se tiraron sobre la cama para comenzar a revolcarse y refregarse y tocarse y lamerse y babearse y morderse y chuparse todos los rincones de sus cuerpos. El juego erótico las había desbordado y la conciencia fue totalmente desplazada por el instinto y el placer.

Luzmar abrió sus piernas y no hicieron falta las palabras: Lisa ya sabía lo que tenía que hacer; con suavidad metió sus dedos hasta el fondo en esa hermosa concha, y disfrutaba de ver cómo esa pendeja inocente se convertía de pronto en la puta más grande que había conocido, retorciéndose como una víbora y lamiéndose las tetas y los labios de placer.

En ese punto estaban cuando alguien tocó a la puerta, pero Lisa no se sobresaltó. Luzmar no lo sabía, pero todo era parte del juego que alguna vez Lisa y su esposo desearon vivir. Sin dudar giró el picaporte y dejó pasar a su marido, que las había seguido y aguardaba, esperando el momento oportuno. Sin perder tiempo, Luis se sentó a mirar y a disfrutar de la escena, mientras se desnudaba casi como al descuido. Lisa retornó con su amante y a Luzmar, quizás por haberse convertido ya en una perra en celo, ni siquiera le importó. La treintañera se puso a cuatro pies encima de la nena y le ofreció generosa su concha viciosa y sedienta de lenguas femeninas, al tiempo que volvía a meter sus cuatro dedos friccionándolos hacia fuera y adentro cada vez más enérgicamente. Anhelaba sentir en sus dedos los espasmos de esa concha joven. Y después meter su lengua para extraer la leche de su interior, como las abejas liban el néctar de las flores. Luzmar también comenzó a cogerla con los dedos, y comenzaron a jadear y a gemir chupándose las conchas y cogiéndose hasta que se estremecieron en dos salvajes orgasmos, dignos de las hembras más latinas y calientes.

Sin pedir permiso, al instante Luis se acercó a las dos enarbolando su bien dotada verga, las puso a cuatro patas, y antes de que terminen de gozar, comenzó a cogerlas sobre la cama golpeando su pubis contra sus nalgas abiertas con la fuerza de un toro. Y las putas pedían más. Como lobas comenzaron a lamerlo, a chuparle, una los testículos, otra las tetillas. Lo pajeaban con las manos y con la boca, hasta que le hicieron saltar la leche que cayó sobre sus caras, que lamían con avidez.

Después de la pasión y por unos segundos, todo fue silencio, placer y lasitud, hasta que indiscretamente comenzó a escucharse, como perdida, la alarma de un reloj. Era el de Luzmar, que había quedado traspapelado entre las ropas y que le anunciaba que era tiempo de volver a la realidad; debía regresar a casa, y mentir que había estado estudiando en la casa de una amiga. Aunque esto, en realidad, no era del todo mentira: estuvo con una amiga, y si es por aprender… aprendió muchas cosas. Y mientras tanto, la ducha seguía cayendo insistentemente, arrullando con su sonido las fantasías ahora adormecidas de estas dos mujeres que se aventuraron a vivir sus sueños y seguramente… van por más.

By: Ivon

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AlfredoTT
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