La cobra y el tigre

Autor: horny | 27-May

Grandes Relatos
Esta es la historia de María Espino y Adolfo Barona dos seres aparentemente opuestos en todos los aspectos pero unidos por algo que va mas allá de cualquier consideración. María Espino, una exmilitante del frente 25 del grupo guerrillero colombiano FARC. Llanera atravesada, cabello crespo largo oscuro pero teñido de rubio, tez blanca, cara de mala, estatura media, le gustaba andar vestida de jean, botas militares y camisetas de manga larga para ocultar sus múltiples tatuajes artesanales. ¿Cómo se hacía esos tatuajes? Tomaba una aguja de coser, la calentaba con una vela, la impregnaba en tinta china y mirándose en un espejo iba dibujando punto por punto la figura. En el hombro derecho tenía una cobra, de ahí su apodo en la guerrilla "cobra 55".

Ahora, a sus 29 años, la vida de rebeldía y oposición al gobierno había terminado. Había desertado de la guerrilla hacía unos meses, prácticamente había huido pues a los grupos al margen de la ley es fácil entrar pero para salir la mayoría lo ha tenido que hacer con los pies por delante. A la guerrilla había llegado muy joven, casi una niña, huyendo de la pobreza familiar y la falta de educación, ilusionada con falsas promesas e ideales de igualdad y libertad. Pronto se dio cuenta que esa vida no era fácil y menos para una mujer.

Perdió su virginidad con el comandante en jefe del Frente, sin pena ni gloria, sin sentimientos ni emoción, una tarde fría en medio de las montañas a escasas semanas de cumplir los 14 años. De ahí en adelante los años pasaron por encima de ella, sin saber lo que era un novio, menos una familia, solo parejas de cama, enredos de una noche. De los excesos sexuales pasó a otros más peligrosos para el alma y la salud: las drogas, mundo del cual nunca salió del todo. Se volvió una mujer fría e insensible, aprendió a disparar como la que más, donde ponía el ojo ponía la bala, vivía semidrogada en un pequeño mundo que le había negado muchas de las oportunidades que tenían las jóvenes de su edad.

Todo eso quedó en el olvido cuando decidió desertar. Huyó una noche llevando tan solo el uniforme que tenía puesto, un fúsil AK-47, equipo de intendencia y minas antipersonales. El comandante del frente guerrillero, alias Corinto, un facineroso moreno y pequeño de bigote, al enterarse de su huída envió una patrulla de 15 hombres fuertemente armados para perseguirla, llevarla de vuelta al campamento, con vida, con el fin de hacerle un juicio (traducción: matarla con sus propias manos).

María, estando en la selva escapó bordeando el río y andando por la orilla para no dejar rastro. Su idea era llegar al pie del monte y así escapar por la montaña. Cuando estaba llegando al pie del monte se dio cuenta que la estaban cercando pues los hombres que la perseguían eran también expertos; por tal razón instaló minas claymore en lugares estratégicos. Activó una de las minas en el momento adecuado por lo cual logró dar de baja a dos de los hombres y dejar sin piernas a otros dos.

No por eso los demás se detuvieron, sabían que de no cumplir a cabalidad con la misión les esperaba la muerte en el campamento a manos de su comandante que no perdonaba una falta tan grave. María tampoco estaba dispuesta a ceder por lo que se quitó el uniforme, lo colocó en la copa de un árbol dejando un rastro visible, luego instaló las minas que le quedaban cerca al lugar. Después cubrió enteramente su cuerpo con barro y se limitó a esperar mimetizándose entre la manigua. Los hombres que la perseguían cayeron en la trampa, se acercaron ya desesperados y dispararon contra el uniforme sin cuerpo entre las ramas. Fue entonces que María hizo detonar las minas al tiempo que ponía su fúsil en modo ráfaga y disparaba contra los aterrados hombres que apenas tuvieron tiempo de reaccionar.

María sintió pena, muchos de los que cayeron fueron sus amigos, crecieron con ella, pero en ese momento ella era la presa y ellos sus cazadores, tuvo que hacerlo en defensa propia, era ella o… ya no había tiempo para consideraciones, no era mujer de lágrimas ni lamentaciones. Se vistió de nuevo con lo que quedó de su ropa, dio media vuelta y siguió su camino. Caminó durante días enteros por las montañas que tan bien conocía, borrando sus rastros, escondiéndose de día, moviéndose de noche hasta llegar a la carretera y de allí al pueblo de Puerto Amor, un peculiar municipio, como cualquier otro del sur del país. Allí llegó y se quedó, pensando en echar raíces, en ser una mujer nueva. Solo conservó su nombre, dejó su apodo y su apellido atrás. Encontró empleo como mesera en el único hotel "decente" del pueblo recibiendo como pago la comida y la dormida.

Adolfo

Adolfo Barona, 35 años, exmilitar contra guerrilla estaba en ese municipio por su difícil orden público y por ser buen combatiente. Había estado en tomas guerrilleras en municipios cercanos habiendo siempre salido bien librado. Del ejército donde había sido soldado profesional había pasado a la policía para convertirse en agente con el fin de facilitar su establecimiento en un solo lugar. Hacía poco tiempo había sido designado a Puerto Amor y se había convertido en el policía más apetecido por las mujeres del pueblo.

Físicamente era más bien gordito, de mediana estatura, blanco, de ojos bonitos verdes, coqueto con las mujeres y amistoso con los hombres. Adolfo era casado pero su mujer vivía en la capital pues nunca pudo acostumbrarse a su ritmo de vida y a sus continuos traslados. Para él eso lejos de ser un problema le facilitaba todo, no era hombre de una sola mujer, al pueblo donde llegara alguna novia levantaba.

A María le había dicho que su esposa tenía problemas mentales y que su alto sentido del honor le impedía abandonarla. Pero era voz populi que la esposa no tenía problemas de ese tipo, todos lo sabían menos María. Ella aceptaba la situación marital de Adolfo y hasta le parecía natural.

De aquel pueblito alejado de la mano de Dios donde nos encontrábamos llamado Puerto Amor cabe resaltar un par de cosas. La primera es que de Puerto no tenía nada, escasamente es bordeado por un río y en algunos sectores el servicio de acueducto es pésimo privando a los pobladores varias horas al día del vital líquido. De amor tenía mucho porque a pesar de ser un pueblo tan pobre donde la gente no tenía muchas veces ni para el mercado, para licor y moteles sobraba la plata. En resumen, un pueblito típico del país.

Amistad

Yo, Marcela, llegué al pueblo por motivos de trabajo. Después de preguntar por un hotel me indicaron el lugar donde María trabajaba. Entré, acordé el precio con Gema la dueña por los seis meses que iba a estar allí, me comentó que aparte de hotel era restaurante, me acompañó a la habitación y me instalé. Al salir Gema dejó la puerta entreabierta. Me tumbé en la cama y fue cuando me sentí observada. Giré mi cabeza hacia la puerta y mis ojos se cruzaron con los de María. En un principio no la miré a ella, solo miré sus ojos, fríos, desconcertantes a pesar de su hermosura, aterradores, de esos que parecían traspasarte y mirar mas allá de ti. Sentí temor pero más que nada curiosidad, María sin duda no me parecía una mujer común y corriente.

Me hice amiga de María por muchas razones. La primera porque yo era la única huésped mujer en el hotel, porque aunque yo trabajaba toda la semana tenía libres las noches y los fines de semana y más que nada porque María nunca había tenido una amiga y a mí me hacía falta una en ese momento de mi vida.

No fue fácil el acercamiento entre las dos, nos tomó casi un mes, ni siquiera recuerdo cómo se dieron las cosas. Ella me servía las tres comidas de rigor y solía sentarse cerca de mi mesa, solo a mirarme en silencio, con esa mirada suya tan peculiar. Luego cada noche cuando yo me retiraba ella me seguía de lejos, yo dejaba la puerta entreabierta y ella me observaba. Ninguna era lesbiana, la cosa no era por ese lado, simplemente estábamos destinadas a conocernos, había una relación de mutua curiosidad, de mi parte porque nunca había conocido a una mujer como ella, creo que no le conocía ni la voz, y de su parte porque nunca había visto a ninguna mujer de la ciudad, le gustaba mirar mis cosas, de lejos, las que yo sacaba cada noche de alguno de mis cajones o de mi maleta.

Yo ya me había acostumbrado a esa mirada y cada vez que podía le dedicaba la mejor de mis sonrisas, la trataba con amabilidad, me daba cuenta que estaba sola y falta de cariño.

- María - le dije una noche desde mi cuarto - María, entre, no se quede ahí parada, siéntese un rato conmigo, acompáñeme.

Ella entró en silencio, no parecía asombrada de mis palabras, al contrario, parecía como si casi las esperara. Abrió la puerta sin temor y se sentó en mi cama sin habérselo pedido. Su mirada continuó posada en mí, a la expectativa, como una fiera al asecho, detallándome y estudiándome.

- ¿Quiere ver lo que guardo en esta pequeña maleta? - le pregunté señalando mi neceser.

Ella me respondió con un movimiento de cabeza. Lo acerqué y coloqué en medio de las dos y comencé a sacar frascos con cremas de todo tipo que ella en su vida había visto.

- ¿Le puedo hacer un tratamiento de belleza? - pregunté sin dejar de sonreírle.

- ¿Eso de que se trata? - me preguntó a su vez algo dubitativa.

- Usted simplemente se recuesta y yo le aplico unas cosas en la cara - le dije - va a ver que no se arrepiente y queda aún más bonita.

Se recostó y se dejó hacer. Nos divertimos como un par de niñas, incluso le apliqué una mascarilla, le cepillé el cabello y pinté sus uñas. Se creó un vínculo muy especial entre nosotras esa noche, pasamos de ser un par de desconocidas a ser las mejores amigas del mundo. La visita cada noche a mi cuarto se convirtió en algo obligatorio, podría decirse que prácticamente añorábamos esos momentos durante todo el día. A Doña Gema le extrañaba esa relación puesto que María no le hablaba a nadie más a no ser por un par de gruñidos que significaban si o no. Conmigo era otra persona, la mujer casi de mi edad que era, soñadora, parlanchina, risueña, aunque de su pasado evitaba hablar.

María ¿Le gusta alguien del pueblo? - le dije.

Ella se sonrojó ante mi pregunta pero me dijo que si, que estaba enamorada de Adolfo Barona, que tenían una relación clandestina hacía poco, que era la primera vez que sentía algo así por alguien. Me confesó que yo había tenido mucho que ver en eso.

- ¿Yo? - le pregunté incrédula.

- Si Marcela - me dijo - usted me ayudó a tener más confianza en mi misma, a sentirme bonita, deseada, por eso se dieron las cosas y le di el si a Adolfo.

- ¿Y ustedes dos ya…? - pregunté

- No - me contestó ella - aún no pero mañana en la noche será nuestra noche.

- Me alegro mucho por usted María - le dije con sincero aprecio.

En ese momento ella se quedó callada, mirándome con angustia, como si quisiera decirme algo y no se atreviera. Marcela comenzó titubeando...

- Hay algo que quiero decirle

Era la primera vez que la veía titubear, ponerse nerviosa.

- Dígame María - le dije preocupada - sabe que puede decirme lo que sea.

- No es algo fácil - me dijo - a lo mejor hace que cambie la imagen que tiene de mí, es algo que tiene que ver con mi pasado.

- María - le dije tomándola de una mano - absolutamente nada de lo que me diga hará que cambie la imagen que tengo de usted, no me importa su pasado, me importa la mujer que tengo frente a mí.

- ¿Y si ese pasado implicara maldad, daños a terceros? - me preguntó con sincero arrepentimiento.

- No pudo haber sido tan malo - le dije sin saber lo que decía - soy toda oídos.

- Acompáñeme a mi habitación - me dijo ya sin titubear.

Era la primera vez que me dejaba entrar su cuarto el cual estaba algo retirado del mío. Era un cuarto pequeño, ubicado en el patio, con una sencilla cama y una mesita. Me pidió que me sentara y sacó un envoltorio de debajo de la cama.

- En este paquete - me dijo - está toda la vida que recuerdo.

Desenvolvió el paquete que no era más que un uniforme enrollado, lleno de agujeros. En el interior, su fusil, algunas balas calibre 556, y unos papeles mugrientos. Era la primera vez que yo veía un arma tan de cerca, me daba casi miedo tocarla.

- Tóquela - me dijo María - está descargada no se preocupe. Como puede ver estos son todos mis tesoros, muy diferentes a los suyos.

Sin decirme nada más se despojó de la camiseta quedando solo en sostén. Pude ver entonces innumerables tatuajes y algunas heridas. Me contó el motivo de cada tatuaje, me contó su vida, la historia de cada una de sus heridas de guerra. Me contó que se había convertido en informante para el ejército y que yo era la única persona que lo sabía. Ser la portadora de sus secretos casi me ponía en peligro de muerte. Haber conocido la cara oculta de María me asustaba, hacía que viera nuestra amistad desde otro punto de vista, pero fiel a lo que le había dicho minutos atrás le reiteré con sinceridad que nada entre nosotras cambiaría, al contrario, su sinceridad para conmigo haría que nuestra amistad se fortaleciera, que formáramos una especie de hermandad.

La entrega

El agente Barona iba todos los días a comer al hotel-restaurante. María por supuesto lo atendía como si fuera la mujer, le servía doble porción y le repetía bebida. Así se cumplía el dicho "come mejor que mozo de cocinera". Yo, en una mesa aparte los observaba, me daba cuenta de cada una de las miradas de deseo que se enviaban. Con una señal de la cual solo yo me di cuenta confirmaron su cita amorosa de esa noche. María al ser informante le pasaba esporádicamente datos al ejército, datos como la posible ubicación de los núcleos guerrilleros, el modus operandi de los cabecillas de los Frentes o rumores que le llegaban sobre las tomas u hostigamientos a los pueblos. Pero a medida que los meses pasaban de menos cosas se enteraba.

Esa noche yo la ayudé a ponerse aún mas linda para Adolfo. Le presté uno de mis vestidos, rojo, que resaltara la blancura de su piel y la hiciera más llamativa. La maquillé, peiné y perfume. Salió a las 10 p.m. cuando el pueblo entero dormía, con la idea de pasar la noche con Adolfo, hasta las 4 a.m. aproximadamente. Las citas eran en la estación de policía y esta no era la excepción pues Adolfo no podía abandonar su puesto bajo ninguna circunstancia. Los compañeros de Barona ya la conocían y la dejaron pasar sin problema no sin lanzar miradas de morbo al escote en su vestido y a sus piernas.

La estación tenía túneles de seguridad los cuales conducían a los policías al bunker subterráneo en un eventual ataque guerrillero. Allí se encontraba el armerillo donde guardaban todo tipo de armas para defenderse de esos ataques. Esa noche se respiraba una extraña calma. Adolfo y María se encontraron y se saludaron con un apasionado beso con lengua. Adolfo la tomó por la nuca acercando aún más su rostro al de él. Ella por su parte lo estrechó con fuerza restregando directamente su sexo en el paquete de él. Se separaron por un momento y él la condujo sin palabras, tomándola de la mano hacia el bunker donde estarían tranquilos pues el ya tenía todo dispuesto. Una sencilla colchoneta los esperaba, no necesitaban más para amarse.

Adolfo la apoyó contra la puerta apenas cerrada y la manoseó por todos lados, palpando sus voluptuosas formas, formas ocultas meses antes por un ancho uniforme ahora destacadas por un vestido muy femenino que poco dejaba a la imaginación y si enseñaba sin pudor todos sus tatuajes. A Adolfo le duró poco el asombro de verla por primera vez en un traje sin mangas, metió las manos bajo su vestido separando sus piernas y acariciando el contorno de la ropa interior de María. Sus calzones parecían de abuela, no había podido convencer a María de usar algo más sexy, pero para el caso daba lo mismo, Adolfo no quería verla vestida sino desnuda.

Adolfo pasó la lengua por su cuello, soltó los tirantes de su vestido y recibió sus nada despreciables tetas en las manos usadas como copas; no llevaba sostén. Las miró algo aturdido, incrédulo ante tanta belleza, tomó un pezón entré sus labios, luego el otro, probando su acaramelado sabor a diosa, a mujer no disfrutada como debe ser, a hembra de verdad, no gozada por ser humano alguno con todas las de la ley.

María temblaba con las caricias de Adolfo descubriendo nuevas sensaciones. En su memoria se sucedían una tras otra imágenes del pasado, de hombres sucios tocándola en medio de los matorrales, en un cambuche improvisado o las más, en una casa campesina tomada por asalto. Se recordaba a ella misma también sucia, sin haber tomado un baño en semanas abriendo las piernas simplemente y dejándose penetrar durante escasos minutos. El compañero de turno la bombeaba y por lo general se derramaba por fuera, en su vientre, dejándola asombrada, desconcertada, pensando que así debían ser las relaciones sexuales, placer para el hombre, insatisfacción para la mujer.

Ahora Adolfo se tomaba su tiempo, se lo dedicaba a ella muy despacio, sin pensar aún en los genitales sino amándola con cada parte de su cuerpo, disfrutando cada milímetro de su anatomía. Las manos de Adolfo bajaron la cremallera del vestido acariciando su espalda al tiempo que le obsequiaba un nuevo beso en los labios, lento, dulce, amoroso, ganoso. Él rodeo luego su cintura y terminó de bajar el vestido el cual cayó a la altura de los tobillos. María poco o nada sabía de desvestir a un hombre. Las numerosas veces que había estado con uno había sido vestida o a lo sumo semidesnuda. En su "trabajo" anterior era fatal ser pillado por el ejército o los paramilitares, desvestido, desarmado o descalzo, por eso cada coito era con solo los genitales al aire, el resto del cuerpo no contaba.

Adolfo la tomó de las manos y la ayudó a quitarle el uniforme de policía. Luego la soltó y ella misma terminó de desnudarlo empujada por unos afanes desconocidos. Los labios de ella se pegaron al pecho de él, sintiéndolo velludo y varonil, apasionándose cada vez más por ese hombre. El lentamente fue llevándola hacia la colchoneta donde la depositó boca arriba y terminó de desnudarla con el fin de iniciar un largo beso que nació en su boca, bajó por su mentón, su cuello, por el medio de sus tetas, deteniéndose en ellas un rato, luego por su abdomen ligeramente abultado y terminar en su sexo salvaje.

Ni siquiera la explosión de una mina la había hecho estremecer tanto en su vida. Tembló de la cabeza a los pies cuando Adolfo le hizo algo que jamás le habían hecho: besarla allí, en ese lugar solo conocido por vergas de todos los tamaños. Adolfo separó cada pelo con sus manos y comenzó con besos suaves, solo con sus labios mientras entraba ella en calor y se acostumbraba a la situación. María instintivamente trataba de cerrar las piernas en torno a la cabeza de Adolfo. Él con paciencia la tomaba de los muslos para hacerse espacio y saborear mejor el pastel.

De los besos pasó a los lametones y si María pensaba que lo anterior era delicioso esto le gustó aún más, sentir la lengua de Adolfo como una víbora ardiente que la acosaba, hurgaba cada recoveco de sus labios vaginales hasta llevarla al séptimo cielo. Los labios de Adolfo tomaron el clítoris de María y lo atacaron sin piedad, presionándolo o halándolo, lamiéndolo, estrujándolo. A esas alturas ella ya no gemía, aullaba agarrando a Adolfo, empujando su cabeza pidiéndole más, que no parara, que no se detuviera. Él no se detuvo sino hasta que el cuerpo de ella se estremeció como una hoja seca al viento, su cuerpo se tornó rígido, su cadera se separó de la colchoneta y se pegó mas a su boca para luego relajarse y caer de nuevo con suavidad.

El verla en ese estado excitó aún más a Adolfo. Su verga parecía un fusil, estaba tiesa, con líquido lubricante en la punta, mirando al techo. Se incorporó y se tendió sobre ella dispuesto a penetrarla inmediatamente con el fin de sentir sus últimas contracciones cerrándose sobre su miembro. La penetro lentamente, disfrutando cada sensación, en el glande y luego a lo largo de toda su verga. Sintió el calor de ella, los estremecimientos de ese largo orgasmo, su abundante humedad. Su miembro entro fácilmente hasta el fondo y comenzó un lento bombeo circular. Sus fuertes brazos la rodearon, su boca buscó la suya y fueron uno solo. Ella sentía como si la bombardeara una M60 en su vagina, tan intenso era el movimiento, tan profundo, mucho más allá de lo que había estado hombre alguno. Era delicioso todo su peso oprimiéndola sin asfixiarla, dándole ese calor interno y externo y esa verga… esa verga deliciosa moviéndose sin parar, frotándose contra ella.

Pocos minutos pasaron, minutos que ambos disfrutaron como locos antes que el se derramara en su interior. Se tumbaron uno junto al otro, abrazados sin dejar de besarse y acariciarse. María se había entregado como no lo había hecho a hombre alguno en la vida, en cuerpo, alma y mente.

La toma

No habían pasado dos minutos, apenas sus cuerpos comenzaban a tranquilizarse cuando sintieron un estruendo imposible de describir. ¡Mierda! Gritaba Adolfo mientras se vestía en un santiamén. María lo imitaba sabiendo a ciencia cierta lo que pasaba, los largos años pasados al otro lado del conflicto armado la hacía tener la certeza que era una toma guerrillera y estaban usando cilindros de gas.

- Quédate aquí María, esto es peligroso - le dijo Adolfo tratando de protegerla.

- Adolfo - le dijo ella - se manejar un arma, se como opera la guerrilla pues hasta hace muy poco fui una de ellos.

Adolfo no cabía en si de su asombro, en un solo instante sintió odio y amor hacia ella, por un lado era su enemiga natural y por el otro la mujer que acababa de amar sin tapujos. La situación no daba lugar a demasiadas divagaciones, confiaba en ella sin importarle su pasado, le entregó armas y municiones, el tomó algunas y salió a encontrarse con sus compañeros de asalto.

Fuera del bunker todo era caos, gritos, horror y fuego. Los ataques con cilindros de gas eran mortales a pesar que la estación de policía estaba sólidamente construida y cercada. Los cilindros, rellenos de pequeñas partículas de metal (metralla) y pólvora eran bombas en potencia y estaban siendo lanzados desde puntos estratégicos que no se podían precisar. Con un cilindro grande de 80 libras lanzaban los más pequeños de 20 libras, cilindros que habían robado días antes a pesar de los controles gubernamentales.

Adolfo llevaba la voz cantante impartiendo a gritos las órdenes para distribuir a sus hombres en diferentes frentes de defensa. Pensar en algo diferente a defenderse era irrelevante. El objetivo en esas tomas era siempre acabar con la estación de policía, la alcaldía y el banco, que en un pueblo minúsculo como Puerto Amor, de escasos 5.000 habitantes (2.000 en la cabecera municipal) estaban uno al lado del otro. Eran las 12 de la noche y el enfrentamiento apenas empezaba. La gente, horrorizada, oculta bajo las mesas y camas en sus pequeñas casas aguardaba uno a uno los impactos de los cilindros rogando para que ninguno destruyera su hogar o acabara con sus vidas, rezando para que la pesadilla terminara.

Yo aún no me había acostado a dormir pensando en María y Adolfo, en lo que podrían estar haciendo. Miraba por la ventana hacia la estación cuando observé gente paseando a esa hora, en pequeños grupos de 3 o 4, con sombrero y poncho, en una actitud algo sospechosa según me pareció. En un segundo esas personas se apostaron en el parque principal y en inmediaciones de la estación de policía y sacaron de bajo sus ponchos fusiles los cuales comenzaron a disparar en dirección a la estación. Todo ocurrió muy rápido, yo nunca había estado en una toma y temí por mi vida pero más aún por la de María que se había metido en la mismísima boca del lobo. Me preocupaba no solo el hecho que estuviera allí sino que alguno de sus ex-compañeros la viera y la reconociera, pues la mataría después de una larga tortura.

Una parte de mí quería esconderse y la otra salir a buscar a María, pero habría sido un acto de heroísmo inútil. Opté por quedarme mirando escena a escena desde la ventana por primera vez la cruda realidad de la guerra subversiva que sufría mi país. María por su parte estaba estratégicamente ubicada en el segundo piso de la estación, haciendo las veces de francotirador y allí permaneció durante las largas horas que duró la toma.

Los hombres de Adolfo estaban muy bien entrenados y resistieron como héroes hasta eso de las 4:00 a.m. hora en que llegó el apoyo aéreo del ejército nacional, helicópteros artillados black hawk, barriendo con los facinerosos que solo hasta ese momento emprendieron la huída. Adolfo estaba cansado pero satisfecho, por suerte no había habido bajas de su lado, solo un par con heridas leves. Felicitó a sus hombres y envió a unos cuantos a labores de reconocimiento de la zona, levantamiento de cadáveres de los guerrilleros y a tranquilizar a la comunidad en general. Entonces se preguntó por María y decidió ir a buscarla. En el segundo piso no estaba, a lo mejor había salido, pero ¿A dónde? Y sin decirle nada…Decidió ir a buscarla a donde trabajaba, a lo mejor estaba cansada y había decidido ir a dormir después de esa larga noche. Quería cerciorarse que estuviera bien.

El fin

Cuando cesó el hostigamiento María tomó su arma y salió corriendo a buscarme. No iba a estar tranquila hasta que supiera que su casi hermana estaba con todos los huesos completos. Yo la estaba esperando frente al hotel, nos vimos casi enseguida, además con ese vestido tan llamativo se reconocía a kilómetros. Nos abrazamos llorando, alegres por estar bien, en silencio. Se separó un momento para verme bien y su mirada se desvió hacia un lugar detrás de mí y se tornó en una mirada de horror. Tras de mí había un hombre, a unos 10 m apuntando hacia donde estábamos. Todo ocurrió en cámara lenta, María me empujó hacia un lado, levantó su arma pero ya había perdido mucho tiempo, una bala la impactó en el abdomen y otra en una de sus piernas.

Uno de los hombres la había reconocido y no huyó cuando los otros lo habían hecho. Pensaba que podía congraciarse con su jefe si se deshacía de María y espero el momento oportuno. Y ese momento llegó. No bien hubo disparado contra María y su cuerpo cayó al suelo llegó Adolfo el cual abatió al asesino. De inmediato Adolfo tomó a María en brazos, aún estaba viva y la llevó al hospital. Eran las 5:00 a.m., comenzaba a amanecer. A las 6:00 a.m. María moría en mis brazos. Que irónico, tantos habían muerto a manos de la guerrillera y mi vida había sido salvada gracias a la mujer. Que injusto es este mundo pensé, ese mundo violento que le había negado la oportunidad de conquistar sus sueños, de tener hijos, de estudiar, ahora le negaba la posibilidad de vivir.

María fue enterrada en el pequeño cementerio de Puerto Amor. Semanas después mi trabajo terminó y volví a mi casa después de despedirme de Adolfo. Me contó que iba a retirarse de la policía y buscar otro trabajo para irse a vivir con su esposa a la capital. Me alegré por él aunque sus ojos habían perdido el brillo, nunca había visto a un hombre mirar a una mujer como él miraba a María. Año tras año visito la tumba de María y le llevo flores, rosas rojas, sus favoritas y no se por qué me da la impresión que cuando las coloco en el jarrón se tornan aún más rojas, se abren un poco como si quisieran aspirar el aire puro, robarle un segundo a la vida. Y su aroma… no lo supe sino mucho tiempo después pero esas flores huelen a esperanza.

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