Amiga y esclava

Autor: Anónimo | 31-Jan

Sadomaso
Aunque no son nuestros verdaderos nombres, por motivos de discreción, diremos que somos Sara y María, dos chicas de 20 años, viciosas y calientes. Yo, Sara, soy bastante alta, con pelo largo castaño, buenos pechos, un culo grande y redondo y el monte de Venus muy poblado. María, por el contrario, es pequeñita pero muy proporcionada, con tetas pequeñas pero firmes y duras, un culito maravilloso y el pelo de su chochito siempre muy recortado. Ambas somos amigas desde la infancia y hace ya varios años que mantenemos relaciones entre nosotras, pero hace unos meses hemos descubierto los juegos sadomaso. El problema es que, aunque ambas intercambiamos los papeles de dómina y sumisa, a las dos nos gusta más ejercer de esclavas y por eso nos hemos decidido a contaros una de nuestras últimas experiencias. Todo empezó un sábado por la tarde. Las dos estábamos solas en casa de Mari, sentadas e el sofá leyendo una revista porno con contactos y, precisamente, fantaseando con la posibilidad de contestar a algún contacto o publicar uno nuestro.

La conversación era cada vez más fuerte y las dos estábamos ya húmedas y cachondas. Finalmente, Mari se puso de pie, se quitó los pantalones y el tanga y separando los labios de su coño con las manos, me ordenó:

- ¡Cómemelo!

Me puse de rodillas a sus pies agarrando sus nalgas con ambas manos, empecé a acariciar sus muslos con mi lengua pero ella me tiró violentamente del pelo hasta que mi boca quedó a la altura de su chocho, que comencé a lamer voluptuosamente. Yo iba alternando mis lamidas en los labios vaginales con pequeños mordiscos en su clítoris hasta que, manteniéndome firmemente sujeta la cabeza contra su coño y con un fuerte gemido, Mari se corrió en mi boca. Me tragué todos sus abundantes caldos y limpié su adorable chochito con mi lengua mientras frotaba mis muslos entre sí, incrementando más si cabe, mi propia excitación.

Mari me obligó a incorporarme, tirándome otra vez del pelo y nos fundimos en un beso interminable. Cuando, por fin, nos separamos, Mari me dio un fuerte pellizco en uno de mis pezones y guiñándome un ojo, me dijo:

- Desnúdate y ponte a cuatro patas, que ahora vengo.

Apresuradamente cumplí sus órdenes mientras Mari, después de quitarse la camiseta que le quedaba como única vestimenta, salía del salón. Incluso los pelos de mi coño estaban mojados de mi propia humedad. Mientras oía a Mari revolver por los cajones de la cocina, acaricié mis pechos y mi coño, ya a punto de estallar. Finalmente adopté la posición que me había ordenado, separando ampliamente mis piernas y viendo como mis grandes tetas colgaban hacia el suelo. Cuando Mari volvió, llevaba una espumadera y una bolsa de plástico en la mano. Puso la bolsa entre mis dientes y montando a caballo sobre mi espalda me ordenó que la llevara a su habitación.

Yo podía sentir en mis riñones la humedad de su coño mientras ella empuñaba mi cabello como si fueran unas riendas. Como al parecer, no avanzaba con suficiente rapidez, Mari me espoleó golpeando mi culo con la espumadera a la vez que me decía:

- ¡Más deprisa, zorra, parece mentira, tan grande y tan puta... deprisa, cerda, deprisa!

Sus golpes en mi culo, la sumisión de aquella postura y sus palabras restallando en mis oídos, me tenían continuamente al borde del orgasmo. Cuando por fin llegamos a su habitación, me descabalgó y sacando la bolsa de mi boca me susurró al oído:

- Sube a la cama - a la vez que me retorcía de nuevo fuertemente un pezón.

Aquella caricia brutal y sentir su aliento en mi oreja, fueron suficientes para que desencadenara mi corrida, tanto tiempo contenida. Al darse cuenta Mari, empezó a pellizcarme el culo a la vez que me gritaba:

- ¡Zorra, es la última vez que te corres sin mi permiso y ahora... súbete a la cama!

Llorando casi de placer, me tendió sobre la cama. Con unas medias ató mis muñecas y tobillos a las patas del mueble y vendó mis ojos con un pañuelo. Cuando acabó de situarme en aquella postura de entrega total, Mari se subió también a la cama y de pie entre mis piernas, comenzó a jugar con el dedo gordo de uno de sus pies en la entrada de mi coño mientras decía:

- ¡Pero que mojada estás, cabrona, como te gusta que te traten como una zorra, esclava, tienes un coño que parece un fuente, perra!

Estas frases y otras similares junto con las caricias de su pie en mi chochito, no hacían sino incrementar mi excitación. Cuando se cansó del juego y yo ya estaba al borde del orgasmo, María acercó su pie a mi boca y saboreé en sus dedos el sabor de mis propio fluidos vaginales y lamí la planta mientras me agitaba y sacudía de un lado a otro. Necesitaba correrme desesperadamente pero tal y como estaba no podía hacer nada para conseguirlo. Por último, apiadándose de mí, Mari adoptó la postura del 69 hasta que las dos nos corrimos. Ya más relajadas, Mari me quitó la venda de los ojos, me desató y mientras nos besábamos, estrechamente abrazadas, me dijo:

- Ahora te toca a ti.

Aunque yo hubiera preferido seguir haciendo el papel de esclava, dejé que Mari ocupase mi lugar en la cama. Ahora fui yo quien la ató y vendó sus ojos. A pesar de mis preferencias, me excitó nuevamente la contemplación de su entrega, pero quise llevarla un poco más lejos. Dejándola atada, volví al salón y recuperando mis empapadas bragas del sofá donde habían quedado abandonadas, regresé al dormitorio y se las metí en la boca, amordazándola con ellas. De la bolsa que Mari había cogido en la cocina, saqué unas cuantas pinzas para la ropa y con ellas fui decorando dolorosamente sus pechos.

Veía como se agitaba violentamente intentando quitárselas mientras de su boca amordazada escapaban gemidos de dolor. Cuando finamente coroné sus pezones con sendas pinzas, pude ver, a pesar del pañuelo que tapaba sus ojos, como por su cara se escurrían lágrimas de dolor. Solo entonces le quité las pinzas, notando el alivio que suponía para ella. Bajé mis manos a su coño y noté como, a pesar de todo, lo tenía completamente empapado y empecé a lamérselo. Cada vez que notaba que estaba a punto de correrse, dejaba de chuparle y levantándole las tetillas, agarrándoselas de los pezones, les daba ligeros azotes. Al cansarme de este juego, saqué dos velas de la bolsa y mientras jugaba con una de ellas en mi chochete totalmente mojado, la penetré profundamente con la otra.

Yo necesitaba, tan desesperadamente como ella, volver a correrme de modo que le quité la venda de los ojos, le saqué mis bragas de la boca y le desaté las manos adoptando nuevamente la postura del 69. Las dos nos follamos mutuamente con las velas, hasta corrernos. Nos hubiera gustado seguir el juego mucho más tiempo pero como calculábamos que sus padres no tardarían en volver a casa, nos duchamos y una vez vestidas, nos sentamos tranquilamente en el sofá.

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